La prosa de la historia
Paulo Eduardo Arantes, Universidade de São Paulo
 El modo desenvuelto mediante el  cual Hegel multiplica las restricciones respecto de varias sociedades nos  permite estimar el peso de la evidencia - de allí en adelante  insoslayable - con que la Historia se impone como suelo universal de la  experiencia, como puede observarse - en particular a lo largo de la Introducción y de las  primeras secciones de las Lecciones  sobre la filosofía de la historia universal - en el inventario de  las sociedades que escapan al argumento del libro y en el develamiento de los  principios que legitiman esa exclusión. Visto desde esta perspectiva, el  concepto de Historia solo se torna preciso a la luz de las instancias que  rechaza, como si la nueva figura de la Historia solo pudiese delinearse sobre el fondo  neutro e indiferenciado de la no-Historia. Se sabe que, ante la diversidad  empírica de las sociedades humanas - dispersas en la coexistencia  geográfica o alineadas por el hilo de la cronología -, Hegel no vacila en  ordenarlas en función de la noción de progreso; pero antes de hacerlo, él opera  una rigurosa distinción entre las sociedades “sin historia” y las sociedades  “históricas.” No hay que identificar esa separación con la distinción entre  pueblos “primitivos” y “civilizados,” aun cuando la representación de esa  diferencia constituya el primer modelo de la oposición entre Historia y  no-Historia. Los “primitivos” no son los únicos que permanecen al margen de la Historia; además de ellos  hay pueblos que, como en China  y en la India, al  llegar al umbral de la   Historia civilizada quedan allí atascados en lugar de  traspasarlo. Hay que recordar aun, entre las sociedades adormecidas en la  no-Historia, aquellas que fueron abandonadas por la corriente histórica y que,  como máquinas funcionando en el vacío, solo ofrecen el espectáculo de una  supervivencia anacrónica. Una mirada más atenta percibirá que, al destacar el  contraste entre Historia y no-Historia, Hegel señala a un mismo tiempo las  diversas modalidades de inscripción de lo social en el devenir temporal o, más  aun, distingue las formas sociales típicas de experiencia y de  conceptualización del tiempo. Este es el punto en el cual retomamos el hilo de nuestro  problema: al seguir la confrontación establecida por Hegel, veremos surgir los  primeros trazos distintivos del tiempo histórico.
El modo desenvuelto mediante el  cual Hegel multiplica las restricciones respecto de varias sociedades nos  permite estimar el peso de la evidencia - de allí en adelante  insoslayable - con que la Historia se impone como suelo universal de la  experiencia, como puede observarse - en particular a lo largo de la Introducción y de las  primeras secciones de las Lecciones  sobre la filosofía de la historia universal - en el inventario de  las sociedades que escapan al argumento del libro y en el develamiento de los  principios que legitiman esa exclusión. Visto desde esta perspectiva, el  concepto de Historia solo se torna preciso a la luz de las instancias que  rechaza, como si la nueva figura de la Historia solo pudiese delinearse sobre el fondo  neutro e indiferenciado de la no-Historia. Se sabe que, ante la diversidad  empírica de las sociedades humanas - dispersas en la coexistencia  geográfica o alineadas por el hilo de la cronología -, Hegel no vacila en  ordenarlas en función de la noción de progreso; pero antes de hacerlo, él opera  una rigurosa distinción entre las sociedades “sin historia” y las sociedades  “históricas.” No hay que identificar esa separación con la distinción entre  pueblos “primitivos” y “civilizados,” aun cuando la representación de esa  diferencia constituya el primer modelo de la oposición entre Historia y  no-Historia. Los “primitivos” no son los únicos que permanecen al margen de la Historia; además de ellos  hay pueblos que, como en China  y en la India, al  llegar al umbral de la   Historia civilizada quedan allí atascados en lugar de  traspasarlo. Hay que recordar aun, entre las sociedades adormecidas en la  no-Historia, aquellas que fueron abandonadas por la corriente histórica y que,  como máquinas funcionando en el vacío, solo ofrecen el espectáculo de una  supervivencia anacrónica. Una mirada más atenta percibirá que, al destacar el  contraste entre Historia y no-Historia, Hegel señala a un mismo tiempo las  diversas modalidades de inscripción de lo social en el devenir temporal o, más  aun, distingue las formas sociales típicas de experiencia y de  conceptualización del tiempo. Este es el punto en el cual retomamos el hilo de nuestro  problema: al seguir la confrontación establecida por Hegel, veremos surgir los  primeros trazos distintivos del tiempo histórico.
    
La insistencia con la que Hegel  vuelve a la distinción entre sociedades “sin historia” y sociedades  “históricas” no tiene por qué sorprender. ¿No presupone ella, desde el  comienzo, la evidencia de una Razón histórica activa? Por cierto, esta es la  única presuposición exigida y la única admitida para la comprensión filosófica  de la Historia;  por lo demás, para el saber especulativo, para la Historia en cuanto tal,  será menos una presuposición que una verdad demostrada. El criterio está, por lo  tanto, dado y la división, decidida. “Lo único propio y digno de la  consideración filosófica es comenzar el estudio de la Historia allí donde la racionalidad empieza a  aparecer en la existencia terrestre; no donde solo es todavía una posibilidad  en sí, sino donde existe un Estado, en el que la razón surge a la conciencia, a  la voluntad y a la acción. La existencia inorgánica del Espíritu, la brutalidad  -o si se quiere  excelencia- feroz o blanda, ignorante de la libertad, esto es,  del bien y del mal y, por tanto, de las leyes, no es objeto de la historia.”(1).
 sorprender. ¿No presupone ella, desde el  comienzo, la evidencia de una Razón histórica activa? Por cierto, esta es la  única presuposición exigida y la única admitida para la comprensión filosófica  de la Historia;  por lo demás, para el saber especulativo, para la Historia en cuanto tal,  será menos una presuposición que una verdad demostrada. El criterio está, por lo  tanto, dado y la división, decidida. “Lo único propio y digno de la  consideración filosófica es comenzar el estudio de la Historia allí donde la racionalidad empieza a  aparecer en la existencia terrestre; no donde solo es todavía una posibilidad  en sí, sino donde existe un Estado, en el que la razón surge a la conciencia, a  la voluntad y a la acción. La existencia inorgánica del Espíritu, la brutalidad  -o si se quiere  excelencia- feroz o blanda, ignorante de la libertad, esto es,  del bien y del mal y, por tanto, de las leyes, no es objeto de la historia.”(1).
    
Hegel se sitúa en el corazón de  las exigencias de la conciencia de sí; y al haber definido la Historia en función del  desarrollo de la racionalidad -donde reside, en último  análisis, la diferencia fundamental (ibid.,  p. 174)- y a este, por la dialéctica, ¿qué lugar podría  reservar a las sociedades “cerradas” que no estuviese por debajo  de la  verdadera “apertura” de la Historia?, ¿qué estatus podría atribuir a la “mentalidad  primitiva,” si no el correspondiente al grado cero de la conciencia? Una vez  que la no-Historia es situada bajo el signo de la no-conciencia, las  representaciones tradicionales en esas áreas se abrirán paso sin ningún  obstáculo. “Así, pues, los americanos viven como niños insensatos (unverständige), que se limitan a  existir, lejos de todo lo que signifique pensamientos y fines elevados” (ibid., p. 202; trad. fr.: p. 234 [trad.  esp.: p. 172]). Si nos dirigimos hacia África, tendremos la misma proximidad  inocente e inmediata, que Hegel define como “estado de la inconciencia de sí”  (cf. ibid., p. 218 [trad. esp.: p.  183]). En ese estado, la conciencia, como “un centro oscuro y árido,” permanece  cerrada a sí misma y, en consecuencia, “sustraída a esta evolución de que surge  la historia” (ibid., p. 162 [trad.  esp.: p. 136]). De ello se concluye: “ella no tiene en realidad historia. Por  eso abandonamos África, para no mencionarla ya más. No es una parte del mundo  histórico; no presenta un movimiento ni una evolución [...]. Lo que entendemos  propiamente por África  es un mundo a-histórico, no-desarrollado (Unaufgeschlossene),  sumido todavía por completo en el espíritu natural, y que solo puede  mencionarse aquí en el umbral de la historia universal” (ibid., p. 234; trad. fr.: 269 [trad. esp.: p. 194]).(2) Todo lo que permanece en la forma indeterminada del en-sí  y de la inmediación, en el estado de inconciencia, de simple posibilidad  abstracta, de envolvimiento, todo ello es colocado al margen del curso de la  Historia.(3)
de la  verdadera “apertura” de la Historia?, ¿qué estatus podría atribuir a la “mentalidad  primitiva,” si no el correspondiente al grado cero de la conciencia? Una vez  que la no-Historia es situada bajo el signo de la no-conciencia, las  representaciones tradicionales en esas áreas se abrirán paso sin ningún  obstáculo. “Así, pues, los americanos viven como niños insensatos (unverständige), que se limitan a  existir, lejos de todo lo que signifique pensamientos y fines elevados” (ibid., p. 202; trad. fr.: p. 234 [trad.  esp.: p. 172]). Si nos dirigimos hacia África, tendremos la misma proximidad  inocente e inmediata, que Hegel define como “estado de la inconciencia de sí”  (cf. ibid., p. 218 [trad. esp.: p.  183]). En ese estado, la conciencia, como “un centro oscuro y árido,” permanece  cerrada a sí misma y, en consecuencia, “sustraída a esta evolución de que surge  la historia” (ibid., p. 162 [trad.  esp.: p. 136]). De ello se concluye: “ella no tiene en realidad historia. Por  eso abandonamos África, para no mencionarla ya más. No es una parte del mundo  histórico; no presenta un movimiento ni una evolución [...]. Lo que entendemos  propiamente por África  es un mundo a-histórico, no-desarrollado (Unaufgeschlossene),  sumido todavía por completo en el espíritu natural, y que solo puede  mencionarse aquí en el umbral de la historia universal” (ibid., p. 234; trad. fr.: 269 [trad. esp.: p. 194]).(2) Todo lo que permanece en la forma indeterminada del en-sí  y de la inmediación, en el estado de inconciencia, de simple posibilidad  abstracta, de envolvimiento, todo ello es colocado al margen del curso de la  Historia.(3)
    
Es solo, pues, a partir de la  ruptura con la vida inmediata que el objeto de la Historia especulativa  comienza a delinearse. La relación entre un pueblo y su historia solo puede  establecerse a la luz de la claridad y de la distinción de la conciencia. “Los  pueblos de conciencia confusa, así como de historia confusa, no pueden ser  objeto de la historia mundial filosófica, la cual tiene como fin el  conocimiento de la Idea  en la Historia,  la aprehensión del espíritu de los pueblos que tomaron conciencia de su  principio y saben lo que son y lo que hacen” (ibid., p. 5; trad. fr.: 25). El advenimiento de lo histórico está sujeto  a los mecanismos de la “toma de conciencia,” o, en otras palabras, la apertura de  la historia supone la desarticulación de las formas inmediatas y, por ello,  confusas de la conciencia, por lo que se encuentra necesariamente bloqueada  mientras la conciencia permanezca sumergida en la naturaleza, mientras el  espíritu permanezca en estado de “germinación”.(4) Es el  Espíritu, por cierto, el que desencadena la Historia, pero solo puede hacerlo a condición de  romper el caparazón del en-sí, al instalarse en la primera evidencia del  para-sí; en una palabra, el Espíritu solo desencadena la Historia al alcanzar la  etapa del desdoblamiento reflexivo. De allí que Hegel establezca, como  fundamento del criterio de inclusión en la Historia, la incompatibilidad entre la  estructuración ético-política y el errar del deseo, que fluctúa al compás del  instante: “un pueblo pertenece a la historia universal (ist nur Welthistorisch) cuando en su elemento y fin fundamental hay  un principio universal, cuando la obra que en él produce el espíritu es una organización moral y política.  Cuando solo el deseo es el que impulsa a los pueblos, este impulso pasa sin  dejar vestigios” (ibid., p. 176; trad.  fr.: p. 207 [trad. esp.: p. 145]). Esos vestigios son, ante todo, los de la  historiografía, de la historia escrita. La Reflexión del Espíritu -única instancia capaz  de suscitar la aurora de la   Historia al efectuarse en el seno del organismo  ético-político - lleva a que la representación que esos “pueblos  históricos” tienen de sí mismos - en este caso, la  representación del pasado- se transforme en parte  integrante de su realidad, al punto de condicionarla.(5) Es lo  que se desprende de la interpretación hegeliana de la doble significación del  término “historia.” “La palabra historia reúne en nuestra lengua el sentido objetivo y el subjetivo: significa tanto historiam rerum gestarum como res gestas mismas, tanto la narración  histórica como los hechos y acontecimientos. Debemos considerar esta unión de ambas  acepciones como algo más que una casualidad externa; significa que la narración  histórica aparece simultáneamente con los hechos y acontecimientos propiamente históricos.  Un íntimo fundamento común las hace brotar juntas” (ibid., p. 164; trad. fr.: p. 193 [trad. esp.: p. 137]). El saber  especulativo remite, en última instancia, ese fundamento interno común a la  sustancia espiritual en vías de escindirse en sujeto y objeto. La representación  del pasado, que solo puede ser provocada por una modificación sufrida por el  objeto, repercute a su vez sobre el objeto, ejerciendo sobre él un contraefecto  que suscita el surgimiento de una nueva objetividad del objeto. “La verdadera  historia objetiva de un pueblo comienza cuando ella se torna también una historia escrita (Historie)” (ibid., p. 5; trad. fr.: p. 25). Todo sucede como si la historia  real solo pudiese ser vivida como tal a condición de ser concebida. Hegel es  categórico: “Los espacios de tiempo que han transcurrido para los pueblos antes  de la historia escrita, ya nos los figuremos de siglos o de milenios, y aunque  hayan estado repletos de revoluciones, de migraciones, de las más violentas  transformaciones, carecen de historia objetiva, porque no tienen historia  subjetiva, narración histórica. No es que [los documentos] hayan tal vez  desparecido, en un período tan largo. Y no es que la historiografía haya  decaído en estos espacios de tiempo casualmente, sino que no la tenemos porque  no ha podido existir” (ibid., pp.  164-165; trad. fr.: p. 194 [trad. esp.: p. 137]).
 cuando la obra que en él produce el espíritu es una organización moral y política.  Cuando solo el deseo es el que impulsa a los pueblos, este impulso pasa sin  dejar vestigios” (ibid., p. 176; trad.  fr.: p. 207 [trad. esp.: p. 145]). Esos vestigios son, ante todo, los de la  historiografía, de la historia escrita. La Reflexión del Espíritu -única instancia capaz  de suscitar la aurora de la   Historia al efectuarse en el seno del organismo  ético-político - lleva a que la representación que esos “pueblos  históricos” tienen de sí mismos - en este caso, la  representación del pasado- se transforme en parte  integrante de su realidad, al punto de condicionarla.(5) Es lo  que se desprende de la interpretación hegeliana de la doble significación del  término “historia.” “La palabra historia reúne en nuestra lengua el sentido objetivo y el subjetivo: significa tanto historiam rerum gestarum como res gestas mismas, tanto la narración  histórica como los hechos y acontecimientos. Debemos considerar esta unión de ambas  acepciones como algo más que una casualidad externa; significa que la narración  histórica aparece simultáneamente con los hechos y acontecimientos propiamente históricos.  Un íntimo fundamento común las hace brotar juntas” (ibid., p. 164; trad. fr.: p. 193 [trad. esp.: p. 137]). El saber  especulativo remite, en última instancia, ese fundamento interno común a la  sustancia espiritual en vías de escindirse en sujeto y objeto. La representación  del pasado, que solo puede ser provocada por una modificación sufrida por el  objeto, repercute a su vez sobre el objeto, ejerciendo sobre él un contraefecto  que suscita el surgimiento de una nueva objetividad del objeto. “La verdadera  historia objetiva de un pueblo comienza cuando ella se torna también una historia escrita (Historie)” (ibid., p. 5; trad. fr.: p. 25). Todo sucede como si la historia  real solo pudiese ser vivida como tal a condición de ser concebida. Hegel es  categórico: “Los espacios de tiempo que han transcurrido para los pueblos antes  de la historia escrita, ya nos los figuremos de siglos o de milenios, y aunque  hayan estado repletos de revoluciones, de migraciones, de las más violentas  transformaciones, carecen de historia objetiva, porque no tienen historia  subjetiva, narración histórica. No es que [los documentos] hayan tal vez  desparecido, en un período tan largo. Y no es que la historiografía haya  decaído en estos espacios de tiempo casualmente, sino que no la tenemos porque  no ha podido existir” (ibid., pp.  164-165; trad. fr.: p. 194 [trad. esp.: p. 137]).
    
 Nada más justo, si se sigue la  argumentación hegeliana, que el elogio de la prosa en la pluma de un  historiador como Michelet,  que en 1831 escribía en su Introducción a  la historia universal: “quien dice prosa,  dice la forma menos figurada y concreta, la más abstracta, más pura, más  transparente, o sea, la menos material, más libre, más común a todos los  hombres, más humana. La prosa es la  última forma del pensamiento, lo que hay de más distante del devaneo vago e  inactivo, lo que hay de más cercano a la acción. El pasaje del simbolismo mudo  a la poesía, de la poesía a la prosa, es un progreso en la dirección de la  igualdad de las luces; es una nivelación intelectual. Así, de la misteriosa  jerarquía de las castas orientales, surge la aristocracia heroica y de esta, la  democracia moderna”. De la misma manera, Hegel, en la Estética,  no solo suscribe la tesis de la antecedencia de la poesía respecto de la prosa,  no solo ilumina la distancia que separa la representación poética de la  representación prosaica (sin olvidar, además, de subrayar la transformación que  la aparición de la prosa impuso a la poesía), sino que también pone de relieve  la radicación de la conciencia prosaica en el pensamiento del intelecto, así  como vincula la determinación de la prosa, como forma general de la  representación literaria del mundo, con una mutación de la realidad política.  Es en ese punto preciso, sobre esa nueva base terrenal, que la Historia viene a desposar a la prosa, que la  representación prosaica del mundo acoge y fija el saber de la Historia; Historia que, tras  haber aparecido en un comienzo como objeto, se torna medio, el elemento donde se  sumerge lo social.
Nada más justo, si se sigue la  argumentación hegeliana, que el elogio de la prosa en la pluma de un  historiador como Michelet,  que en 1831 escribía en su Introducción a  la historia universal: “quien dice prosa,  dice la forma menos figurada y concreta, la más abstracta, más pura, más  transparente, o sea, la menos material, más libre, más común a todos los  hombres, más humana. La prosa es la  última forma del pensamiento, lo que hay de más distante del devaneo vago e  inactivo, lo que hay de más cercano a la acción. El pasaje del simbolismo mudo  a la poesía, de la poesía a la prosa, es un progreso en la dirección de la  igualdad de las luces; es una nivelación intelectual. Así, de la misteriosa  jerarquía de las castas orientales, surge la aristocracia heroica y de esta, la  democracia moderna”. De la misma manera, Hegel, en la Estética,  no solo suscribe la tesis de la antecedencia de la poesía respecto de la prosa,  no solo ilumina la distancia que separa la representación poética de la  representación prosaica (sin olvidar, además, de subrayar la transformación que  la aparición de la prosa impuso a la poesía), sino que también pone de relieve  la radicación de la conciencia prosaica en el pensamiento del intelecto, así  como vincula la determinación de la prosa, como forma general de la  representación literaria del mundo, con una mutación de la realidad política.  Es en ese punto preciso, sobre esa nueva base terrenal, que la Historia viene a desposar a la prosa, que la  representación prosaica del mundo acoge y fija el saber de la Historia; Historia que, tras  haber aparecido en un comienzo como objeto, se torna medio, el elemento donde se  sumerge lo social.
    
Al considerar el análisis  hegeliano de las sociedades “sin historia,” los hechos que privilegia, los trazos  que considera en el curso de su análisis, veremos cómo Hegel distingue y  ajusta, unos con otros, ciertos fenómenos cuyo acuerdo recíproco presidiría la  instauración de la Historia  como realidad efectiva: fundación del Estado y organización del poder político,  introducción de la escritura (sobre todo la escritura fonética de tipo alfabético),  institución de la prosa, ligada a las funciones de la memoria. El lenguaje  ilustra de modo ejemplar el modo en que esos fenómenos (así como las instancias  de las que derivan o que suscitan) se inscriben en el devenir de la  racionalidad: en las sociedades “sin historia,” la extensión y el desarrollo  del “reino de la palabra” permanecerán “mudos.” Hegel lo explica: “Es un hecho atestiguado  por los monumentos que las lenguas se han desarrollado mucho en el estadio  inculto de los pueblos que las hablaban. La inteligencia hubo de desenvolverse  poderosamente en este terreno teórico. La extensa gramática consiguiente es la  obra del pensamiento, que destaca en ella sus categorías. Es, además, un hecho  que, con la progresiva civilización de la sociedad y del Estado, se embota este  sistemático desarrollo de la inteligencia; y la lengua desde entonces se hace más  pobre e informe. Es peculiar este fenómeno de que el progreso, al hacerse más espiritual  y al dar nacimiento y forma a la  racionalidad, descuide aquella precisión y exactitud intelectual y la  considere embarazosa y superflua. La lengua es la obra de la inteligencia teórica, en sentido propio, pues es su manifestación externa. Las actividades  de la memoria (Erinnerung) (las cursivas son mías) y de la fantasía son, sin el  lenguaje, simples manifestaciones internas. Pero esta obra teórica, como  asimismo su posterior evolución y también la labor más concreta - enlazada con ella - de la dispersión de  los pueblos, su separación, su mezcla y sus migraciones, permanece envuelta en la niebla de un mudo pretérito (las cursivas  son mías). No son hechos de la voluntad, que adquiere conciencia de sí misma;  no son hechos de la libertad, que se da otra apariencia, una realidad  propiamente dicha. Al no pertenecer al elemento que es el verdadero elemento de  la Razón, esas transformaciones no han tenido historia (las cursivas son mías), a pesar de su desarrollo cultural en el idioma” (VG, p. 166; trad. fr.: pp. 195-196 [trad.  esp.: p. 139]).(6) Así, en el caso de la India por ejemplo, la  organización de las diferencias sociales según un sistema de castas le sustrae  cualquier posibilidad de una verdadera vida ética; tal sociedad se ve por tanto  privada de toda “finalidad de progreso y de evolución,” indispensable para  hacerla permeable a la Historia.   Estrechamente ligados entre sí, el régimen de la lengua y la  organización del poder político condicionan la irrupción de la Historia a su mutua  transformación, en el sentido de la apertura de la vía de la racionalidad;  mientras esa mutación no tenga lugar, ningún objeto puede ofrecerse a una  rememoración que, a su vez, es totalmente incapaz de trasmutarse en  conocimiento histórico. Del mismo modo, al considerar en sí misma la esfera de  la prosa y el modo de representación que le corresponde, y que Hegel define  como “prosaica,”(7)encontramos la estructura, las operaciones que el pensamiento,  intelectualizándose, pone en funcionamiento para articular los materiales de la  experiencia: el trabajo de plasmación de la realidad concierne así a las  categorías de causa y efecto, de fin y medio, al acto de ligar el objeto  particular, tomado como nudo de una red de relaciones, a leyes de alcance  general; en una palabra, el pensamiento prosaico libera el objeto, pone su  objetividad de relieve, pero la autonomía que adquiere de esa manera, y que se  expresa por medio de la atención a la particularidad, permanece sujeta a las  reglas determinantes de la dependencia y de la relatividad, de la “explicación”  y de la manifestación fenoménica de un contenido universal. Según Hegel, la  prosa sería contemporánea de la consideración intelectual (verständig) del mundo.
 precisión y exactitud intelectual y la  considere embarazosa y superflua. La lengua es la obra de la inteligencia teórica, en sentido propio, pues es su manifestación externa. Las actividades  de la memoria (Erinnerung) (las cursivas son mías) y de la fantasía son, sin el  lenguaje, simples manifestaciones internas. Pero esta obra teórica, como  asimismo su posterior evolución y también la labor más concreta - enlazada con ella - de la dispersión de  los pueblos, su separación, su mezcla y sus migraciones, permanece envuelta en la niebla de un mudo pretérito (las cursivas  son mías). No son hechos de la voluntad, que adquiere conciencia de sí misma;  no son hechos de la libertad, que se da otra apariencia, una realidad  propiamente dicha. Al no pertenecer al elemento que es el verdadero elemento de  la Razón, esas transformaciones no han tenido historia (las cursivas son mías), a pesar de su desarrollo cultural en el idioma” (VG, p. 166; trad. fr.: pp. 195-196 [trad.  esp.: p. 139]).(6) Así, en el caso de la India por ejemplo, la  organización de las diferencias sociales según un sistema de castas le sustrae  cualquier posibilidad de una verdadera vida ética; tal sociedad se ve por tanto  privada de toda “finalidad de progreso y de evolución,” indispensable para  hacerla permeable a la Historia.   Estrechamente ligados entre sí, el régimen de la lengua y la  organización del poder político condicionan la irrupción de la Historia a su mutua  transformación, en el sentido de la apertura de la vía de la racionalidad;  mientras esa mutación no tenga lugar, ningún objeto puede ofrecerse a una  rememoración que, a su vez, es totalmente incapaz de trasmutarse en  conocimiento histórico. Del mismo modo, al considerar en sí misma la esfera de  la prosa y el modo de representación que le corresponde, y que Hegel define  como “prosaica,”(7)encontramos la estructura, las operaciones que el pensamiento,  intelectualizándose, pone en funcionamiento para articular los materiales de la  experiencia: el trabajo de plasmación de la realidad concierne así a las  categorías de causa y efecto, de fin y medio, al acto de ligar el objeto  particular, tomado como nudo de una red de relaciones, a leyes de alcance  general; en una palabra, el pensamiento prosaico libera el objeto, pone su  objetividad de relieve, pero la autonomía que adquiere de esa manera, y que se  expresa por medio de la atención a la particularidad, permanece sujeta a las  reglas determinantes de la dependencia y de la relatividad, de la “explicación”  y de la manifestación fenoménica de un contenido universal. Según Hegel, la  prosa sería contemporánea de la consideración intelectual (verständig) del mundo.
    
La prosa de la historia  solo surge en el momento en que el “pensamiento prosaico” (cf. VuAe., p. 282) ocupa el lugar de la anterior  representación poética. Como señalamos antes, Hegel reúne, en un mismo análisis  de la aparición de las sociedades históricas, el surgimiento de la prosa y de  la historiografía, la estabilización de la diversificación de los contenidos de  la  memoria: la historia solo podría tornarse realidad efectiva y concebible por  medio de esa convergencia, como una culminación o como una precipitación, en  que la organización estatal de la vida ética desempeñaría el papel de  catalizador. No es necesario recordar que la historiografía no extrae la  naturaleza del “género prosaico” que le es peculiar de la simple forma  literaria de su discurso: es su contenido el que le impone necesariamente la  forma de la prosa. Es ese contenido el que suscita y articula la exploración  del pasado, el que (precediendo todo discurso, disponible desde siempre y a la  espera de ser dicho) constituye la prosa del mundo, aquello que Hegel llama el  “lado prosaico de una época histórica,” y que se esboza en el momento en que la  sociedad se da leyes, instituciones estables dotadas de alcance universal (cf. ibid., vol. 15, t. III, p. 258). “Tanto  por su objeto como por su tenor, la historiografía solo comienza en el momento  en que desaparece la época heroica en la cual la poesía y el arte habían tomado  su más prístino contenido, en el momento, por lo tanto, en que la determinidad  y la prosa de la vida comenzaban a imponerse, no solo a las situaciones reales,  sino también a la manera de aprehenderlas y de expresarlas” (ibid.; trad. fr.: t. III, 2, p. 37). La  simple consideración del modo de realización de los hechos históricos nos  muestra en qué consiste la prosa de la vida: la instancia más visible de los  hechos históricos es la contingencia y el acaso, constantemente reproducidos en  la ruptura entre lo sustancial y la relatividad de los acontecimientos, siempre  infiltrados, a través de la particularidad accidental de los agentes históricos  y de la subjetividad de los protagonistas, con sus pasiones y destinos  particulares, en la trama de la propia realidad; la prosa es la necesidad de  enunciar esa dispersión de lo singular, de sujetarla siempre y prioritariamente  a los esquemas de la utilidad práctica y de la finalidad del entendimiento. En  la realización de los actos históricos, señala Hegel, se produce siempre, por  un lado, “un divorcio, una separación entre la particularidad subjetiva y el  conocimiento de las leyes, de los principios, de las máximas, etc.; y, por el  otro lado, la realización de los fines deseados exige el recurso a numerosos  preparativos y medios auxiliares cuya utilización presupone, en aquel o en  aquellos que se abocaron a dicha tarea, mucho de inteligencia, de savoir-faire, de previsión y de cálculo,  facultades puramente racionales y esencialmente prosaicas” (ibid., p. 260; trad. fr.: p. 39). La  historia de la prosa nos muestra cuán prosaica es la propia Historia; Hegel no  puede, en efecto, conceder ninguna pertinencia histórica al saber tradicional, envuelto  en los mitos, en  las sagas, en los cantos populares, en los poemas en general; la representación  poética, dice básicamente, no puede manifestar ninguna verdad histórica, no  apoya su contenido en la realidad determinada, no podría guardar en su  autonomía específica todo lo ocurrido, ya que busca directamente su sentido en  la vida libre y espontánea, para hacer brotar su valor universal, la pulsación  inmediata y armoniosa de la totalidad; en una palabra, siempre que la poesía  hace las veces de historia de la realidad, la posibilidad de aprehender de modo  prosaico los objetos está bloqueada, es decir, es imposible enunciar leyes, explicitar  determinaciones abstractas, refiriéndolas como a su raíz profunda, a la  conciencia del ser-ahí exterior e independiente.(8)
memoria: la historia solo podría tornarse realidad efectiva y concebible por  medio de esa convergencia, como una culminación o como una precipitación, en  que la organización estatal de la vida ética desempeñaría el papel de  catalizador. No es necesario recordar que la historiografía no extrae la  naturaleza del “género prosaico” que le es peculiar de la simple forma  literaria de su discurso: es su contenido el que le impone necesariamente la  forma de la prosa. Es ese contenido el que suscita y articula la exploración  del pasado, el que (precediendo todo discurso, disponible desde siempre y a la  espera de ser dicho) constituye la prosa del mundo, aquello que Hegel llama el  “lado prosaico de una época histórica,” y que se esboza en el momento en que la  sociedad se da leyes, instituciones estables dotadas de alcance universal (cf. ibid., vol. 15, t. III, p. 258). “Tanto  por su objeto como por su tenor, la historiografía solo comienza en el momento  en que desaparece la época heroica en la cual la poesía y el arte habían tomado  su más prístino contenido, en el momento, por lo tanto, en que la determinidad  y la prosa de la vida comenzaban a imponerse, no solo a las situaciones reales,  sino también a la manera de aprehenderlas y de expresarlas” (ibid.; trad. fr.: t. III, 2, p. 37). La  simple consideración del modo de realización de los hechos históricos nos  muestra en qué consiste la prosa de la vida: la instancia más visible de los  hechos históricos es la contingencia y el acaso, constantemente reproducidos en  la ruptura entre lo sustancial y la relatividad de los acontecimientos, siempre  infiltrados, a través de la particularidad accidental de los agentes históricos  y de la subjetividad de los protagonistas, con sus pasiones y destinos  particulares, en la trama de la propia realidad; la prosa es la necesidad de  enunciar esa dispersión de lo singular, de sujetarla siempre y prioritariamente  a los esquemas de la utilidad práctica y de la finalidad del entendimiento. En  la realización de los actos históricos, señala Hegel, se produce siempre, por  un lado, “un divorcio, una separación entre la particularidad subjetiva y el  conocimiento de las leyes, de los principios, de las máximas, etc.; y, por el  otro lado, la realización de los fines deseados exige el recurso a numerosos  preparativos y medios auxiliares cuya utilización presupone, en aquel o en  aquellos que se abocaron a dicha tarea, mucho de inteligencia, de savoir-faire, de previsión y de cálculo,  facultades puramente racionales y esencialmente prosaicas” (ibid., p. 260; trad. fr.: p. 39). La  historia de la prosa nos muestra cuán prosaica es la propia Historia; Hegel no  puede, en efecto, conceder ninguna pertinencia histórica al saber tradicional, envuelto  en los mitos, en  las sagas, en los cantos populares, en los poemas en general; la representación  poética, dice básicamente, no puede manifestar ninguna verdad histórica, no  apoya su contenido en la realidad determinada, no podría guardar en su  autonomía específica todo lo ocurrido, ya que busca directamente su sentido en  la vida libre y espontánea, para hacer brotar su valor universal, la pulsación  inmediata y armoniosa de la totalidad; en una palabra, siempre que la poesía  hace las veces de historia de la realidad, la posibilidad de aprehender de modo  prosaico los objetos está bloqueada, es decir, es imposible enunciar leyes, explicitar  determinaciones abstractas, refiriéndolas como a su raíz profunda, a la  conciencia del ser-ahí exterior e independiente.(8)
    
La sociedad india, tal como la  representa Hegel, brinda una ilustración ejemplar del significado de la poesía  en el lugar de la historia real, fenómeno que marca con fuerza la distancia que  la separa del mundo de la prosa. En la civilización de la India, Hegel (que en ese  momento sigue las ideas corrientes en su época) solo ve deseo, fantasía y  sentimiento. Allí todo es sueño y está subordinado a ese sueño; la imaginación  solo se apropia de la realidad para transformarla de inmediato en fantasía;  todo objeto real dotado de límites determinados se transforma, cuando es  investido por la imaginación, en lo contrario de lo que es para una conciencia  vigilante. Para Hegel, es el sueño el que puede explicar ese estado de no-saber  de una conciencia sumergida en un sueño informe, esa es la clave del  inmovilismo de la sociedad india: “En el sueño el individuo deja de conocerse  como individuo determinado, como  autónomo frente a los objetos. Cuando estoy despierto, existo para mí, y lo otro  es algo externo y fijo frente a mí, como yo frente a ello. Lo otro, como algo  extenso que es, se despliega ante mí en un conjunto inteligible, en un sistema  de relaciones, en el cual mi propia individualidad es un miembro, una  individualidad en conexión con él, esta es la esfera del intelecto. En el sueño, por el  contrario, no existe esta separación. El hombre no distingue aquí entre su  personalidad, existente por sí, y lo que es exterior a él. Desaparece en el  sueño la conexión de lo externo, la intelección del mundo exterior; tampoco  existe la distancia entre el ser-para-sí del sujeto y el ser-para-sí del  objeto. El espíritu ha cesado de ser para sí frente a lo otro, y en general  desaparece toda distinción entre lo externo y lo particular y la universalidad  y esencia del espíritu” (VPh Wg., II,  p. 352; trad. fr.: p. 110 [trad. esp.: pp. 277-278]). Así, la fluida  indistinción se opone a la separación, a la claridad y a la distinción de la  prosa. ¿Cómo, pues, espantarse ante una civilización que, tres veces milenaria  como la de la India,  no llegó a escribir su propia Historia? Ya conocemos la lección que Hegel  extrae de esa situación: de la falta de aptitud para la prosa se deriva la  impermeabilidad a la Historia  objetiva.(9) No se trata de que la sociedad india se haya mostrado incapaz de evolución cultural; muy por el contrario, y en ello Hegel  es claro, ella conoció la geometría, el álgebra, la gramática, la astronomía,  ninguna lengua conoció el grado de desarrollo del sánscrito; y, sin embargo, no  fue capaz de originar una verdadera historiografía. ¿Cómo, en efecto, podría la  historiografía implantarse y prosperar en ese
 sumergida en un sueño informe, esa es la clave del  inmovilismo de la sociedad india: “En el sueño el individuo deja de conocerse  como individuo determinado, como  autónomo frente a los objetos. Cuando estoy despierto, existo para mí, y lo otro  es algo externo y fijo frente a mí, como yo frente a ello. Lo otro, como algo  extenso que es, se despliega ante mí en un conjunto inteligible, en un sistema  de relaciones, en el cual mi propia individualidad es un miembro, una  individualidad en conexión con él, esta es la esfera del intelecto. En el sueño, por el  contrario, no existe esta separación. El hombre no distingue aquí entre su  personalidad, existente por sí, y lo que es exterior a él. Desaparece en el  sueño la conexión de lo externo, la intelección del mundo exterior; tampoco  existe la distancia entre el ser-para-sí del sujeto y el ser-para-sí del  objeto. El espíritu ha cesado de ser para sí frente a lo otro, y en general  desaparece toda distinción entre lo externo y lo particular y la universalidad  y esencia del espíritu” (VPh Wg., II,  p. 352; trad. fr.: p. 110 [trad. esp.: pp. 277-278]). Así, la fluida  indistinción se opone a la separación, a la claridad y a la distinción de la  prosa. ¿Cómo, pues, espantarse ante una civilización que, tres veces milenaria  como la de la India,  no llegó a escribir su propia Historia? Ya conocemos la lección que Hegel  extrae de esa situación: de la falta de aptitud para la prosa se deriva la  impermeabilidad a la Historia  objetiva.(9) No se trata de que la sociedad india se haya mostrado incapaz de evolución cultural; muy por el contrario, y en ello Hegel  es claro, ella conoció la geometría, el álgebra, la gramática, la astronomía,  ninguna lengua conoció el grado de desarrollo del sánscrito; y, sin embargo, no  fue capaz de originar una verdadera historiografía. ¿Cómo, en efecto, podría la  historiografía implantarse y prosperar en ese  suelo fluido, donde todos los  hechos se volatilizan como sueños inciertos? En la prosa, y solo con ella, se abre  el campo de la Historia,  tornando posible un saber inédito que a su vez se alimenta de una base real  igualmente buena (novedad que Hegel define de manera precisa y contundente: “El  Estado es, empero, el que por vez primera da un contenido, que no solo es  apropiado a la prosa de la historia, sino que la engendra” (VG., p. 164; trad. fr.: pp. 193-194 [trad.  esp.: p. 137]); parecería, pues, que el surgimiento simultáneo de la prosa y de  la historia marcase un giro, ignorado por las sociedades “cerradas”, en la  voluntad de saber, un desvío, en fin, al que correspondería una nueva  disposición, un nuevo estatus de los protagonistas políticos: “La Historia, en efecto - señala Hegel -, requiere intelecto (Verstand), exige fuerza bastante para  abandonar el objeto a sí mismo y concebirlo en su relación inteligible. Solo aquellos  pueblos que han llegado a poseer individuos que se conocen como existentes por  sí, con conciencia de sí mismos, son, por consiguiente, aptos para la historia,  como para la prosa en general” (VPh Wg.,  II, p. 357; trad. fr.: p. 124 [trad. esp.: p. 281]).
suelo fluido, donde todos los  hechos se volatilizan como sueños inciertos? En la prosa, y solo con ella, se abre  el campo de la Historia,  tornando posible un saber inédito que a su vez se alimenta de una base real  igualmente buena (novedad que Hegel define de manera precisa y contundente: “El  Estado es, empero, el que por vez primera da un contenido, que no solo es  apropiado a la prosa de la historia, sino que la engendra” (VG., p. 164; trad. fr.: pp. 193-194 [trad.  esp.: p. 137]); parecería, pues, que el surgimiento simultáneo de la prosa y de  la historia marcase un giro, ignorado por las sociedades “cerradas”, en la  voluntad de saber, un desvío, en fin, al que correspondería una nueva  disposición, un nuevo estatus de los protagonistas políticos: “La Historia, en efecto - señala Hegel -, requiere intelecto (Verstand), exige fuerza bastante para  abandonar el objeto a sí mismo y concebirlo en su relación inteligible. Solo aquellos  pueblos que han llegado a poseer individuos que se conocen como existentes por  sí, con conciencia de sí mismos, son, por consiguiente, aptos para la historia,  como para la prosa en general” (VPh Wg.,  II, p. 357; trad. fr.: p. 124 [trad. esp.: p. 281]).
    
Es, en efecto, muy largo el  aprendizaje de la prosa de la   Historia, o, más bien, aquel que la prosa parece imponer. Lo  que anima y sostiene la textura de la prosa es precisamente un esfuerzo de  conocimiento, pues se trata de decidir acerca de un camino que se ha de  recorrer, de un obstáculo que se ha de superar y, ante todo, de una diferencia  que se ha de percibir y una distancia que se ha de respetar: lo que  corresponde, en el lenguaje de Hegel, a la “separación prosaica entre el  concepto y la realidad” (VuAe., III,  W 15; trad. fr.: III, 2, p. 41). Es de esa separación que se alimenta la prosa,  y que ella misma instituye, y de allí la tarea infinita de un ajuste recíproco  de dos planos, la necesidad de producir su unidad, de viajar sin cesar de uno a  otro. Lo prosaico, tal como lo presenta Hegel, aparece en primer término en el  reconocimiento de la irrebatible superabundacia del pormenor. Más precisamente,  y más que cualquier otra prosa (en este nivel, al menos, de la explicación  hegeliana), al chocar continuamente con las figuras de la contingencia, la  prosa historiográfica vuelve visible la discontinuidad, en su coherencia irresistible:  coherencia que más tarde se torna un problema - la necesaria reducción  de lo discontinuo -, pero que comienza por presentarse como la  constatación clara y luminosa, por eso mismo insoslayable, de la promiscuidad  entre lo aleatorio y lo sustancial, pues lo que teje la trama de esa prosa es  el reconocimiento, anterior a toda voluntad de saber, de la necesidad de permanecer  en el campo del no-sentido circunstancial para poder captar el sentido, de prestar  atención a la acumulación aleatoria de los hechos insignificantes, para dejar  que su significación madure y salga a la luz; en una palabra, no es posible  llegar a los “fundamentos absolutos de los acontecimientos,” descubrir su razón  superior y secreta, sin pasar por ese largo desvío impuesto por la prosa del  mundo. Ese giro que impone la prosa es, precisamente, una conversión a una  nueva autonomía del objeto: “el historiador no tiene el derecho de eliminar los  rasgos prosaicos de su contenido o de  someterlo a un maquillaje poético; él debe contar lo que es, tal como es,  sin interpretaciones arbitrarias o deformaciones poéticas. Cualquiera que sea  el esfuerzo que haga para captarles el sentido íntimo, el espíritu de la época,  del pueblo, de ciertos acontecimientos que describe, para hacer de ellos el  núcleo que articula, unos con otros, los pormenores que narra, jamás podrá  subordinar a esos fines las circunstancias, los caracteres y los  acontecimientos, aun purificándolos de todo lo que es accidental e  insignificante; siempre debe dejarlos tal como se presentan, con todo lo que  tienen de accidental, de contingente, con toda su apariencia contingente” (ibid., p. 260; trad. fr.: p. 39). Enunciar las cosas tal como son,  dejarlas tal como se presentan, ese es el principio regulador del que la prosa  no puede escapar sin perder su naturaleza propia: se trata, por cierto, de una  especie de forma inédita de la voluntad de verdad que la narración histórica  debe conducir a la plena realización. Justamente, esa forma de la voluntad de  verdad no puede ocurrir en las sociedades “sin historia;” por ello, explica  Hegel, sería vano pedir a las narraciones que tienen lugar en esas sociedades “eso  que nosotros llamamos verdad y veracidad históricas, comprensión razonable e  inteligente de los acontecimientos, fidelidad en la exposición” (VPh Wg., II, p. 357; trad. fr.: p. 124 [trad.  esp.: p. 281]). Si retrazáramos la genealogía del ideal de claridad y  distinción, el surgimiento de la prosa aparecería allí como una etapa  fundamental. La constitución del mundo de la prosa parece provocar una  reconversión de la percepción; esta abandona el elemento cambiante de la  imagen, el puro aparecer de la cosa, para tornarse apreciación justa, punto de apoyo  y primer soporte de un juicio de verdad. La propia representación, redefinida  por la acción de la prosa, ya no nos entrega el fenómeno del contenido, ni nos  lanza a la realidad inmediata de las cosas, pero circunscribe, sí, la  “significación en tanto tal,” separa imagen y significación, libera el  contenido abstracto del residuo de la figura, y, transformada en puro medio de  toma de conciencia de ese contenido, abandona la búsqueda y la fascinación de  la imagen, incluso donde la imagen marca con más nitidez los contornos o los  límites de las cosas. Esto es así porque la prosa o el modo de representación  que instituye, como explica Hegel, solo puede llegar a ser lo que es en la  medida en que se somete a la ley que introduce en la experiencia: la ley de la  exactitud (Richtigkeit), de la  determinidad precisa (deutliche Bestimmtheit).  En pocas palabras, la representación prosaica es definida por el principio de  la adecuación (Angemessenheit) (cf. VuAe., III, W 15, pp. 280-281). La base  que sostiene la prosa de la   Historia solo puede por tanto ser un sistema de medios y de  fines, un sistema de remisiones en que todas las instancias son  instrumentalizadas por fines prácticos particulares, en que los materiales de  la experiencia son de inmediato convertidos en puntos de partida del saber y  del querer. En las sociedades “sin historia” no se encuentra trazo alguno de  esa voluntad de saber que articula internamente la Historia a la verdad, en  que el conocimiento adecuado se delinea sobre el fondo de la separación entre  la representación exacta y lo representado autónomo. El único suelo capaz de  historia es aquel donde nace esa figura particular de la verdad.
 contenido o de  someterlo a un maquillaje poético; él debe contar lo que es, tal como es,  sin interpretaciones arbitrarias o deformaciones poéticas. Cualquiera que sea  el esfuerzo que haga para captarles el sentido íntimo, el espíritu de la época,  del pueblo, de ciertos acontecimientos que describe, para hacer de ellos el  núcleo que articula, unos con otros, los pormenores que narra, jamás podrá  subordinar a esos fines las circunstancias, los caracteres y los  acontecimientos, aun purificándolos de todo lo que es accidental e  insignificante; siempre debe dejarlos tal como se presentan, con todo lo que  tienen de accidental, de contingente, con toda su apariencia contingente” (ibid., p. 260; trad. fr.: p. 39). Enunciar las cosas tal como son,  dejarlas tal como se presentan, ese es el principio regulador del que la prosa  no puede escapar sin perder su naturaleza propia: se trata, por cierto, de una  especie de forma inédita de la voluntad de verdad que la narración histórica  debe conducir a la plena realización. Justamente, esa forma de la voluntad de  verdad no puede ocurrir en las sociedades “sin historia;” por ello, explica  Hegel, sería vano pedir a las narraciones que tienen lugar en esas sociedades “eso  que nosotros llamamos verdad y veracidad históricas, comprensión razonable e  inteligente de los acontecimientos, fidelidad en la exposición” (VPh Wg., II, p. 357; trad. fr.: p. 124 [trad.  esp.: p. 281]). Si retrazáramos la genealogía del ideal de claridad y  distinción, el surgimiento de la prosa aparecería allí como una etapa  fundamental. La constitución del mundo de la prosa parece provocar una  reconversión de la percepción; esta abandona el elemento cambiante de la  imagen, el puro aparecer de la cosa, para tornarse apreciación justa, punto de apoyo  y primer soporte de un juicio de verdad. La propia representación, redefinida  por la acción de la prosa, ya no nos entrega el fenómeno del contenido, ni nos  lanza a la realidad inmediata de las cosas, pero circunscribe, sí, la  “significación en tanto tal,” separa imagen y significación, libera el  contenido abstracto del residuo de la figura, y, transformada en puro medio de  toma de conciencia de ese contenido, abandona la búsqueda y la fascinación de  la imagen, incluso donde la imagen marca con más nitidez los contornos o los  límites de las cosas. Esto es así porque la prosa o el modo de representación  que instituye, como explica Hegel, solo puede llegar a ser lo que es en la  medida en que se somete a la ley que introduce en la experiencia: la ley de la  exactitud (Richtigkeit), de la  determinidad precisa (deutliche Bestimmtheit).  En pocas palabras, la representación prosaica es definida por el principio de  la adecuación (Angemessenheit) (cf. VuAe., III, W 15, pp. 280-281). La base  que sostiene la prosa de la   Historia solo puede por tanto ser un sistema de medios y de  fines, un sistema de remisiones en que todas las instancias son  instrumentalizadas por fines prácticos particulares, en que los materiales de  la experiencia son de inmediato convertidos en puntos de partida del saber y  del querer. En las sociedades “sin historia” no se encuentra trazo alguno de  esa voluntad de saber que articula internamente la Historia a la verdad, en  que el conocimiento adecuado se delinea sobre el fondo de la separación entre  la representación exacta y lo representado autónomo. El único suelo capaz de  historia es aquel donde nace esa figura particular de la verdad.
    
Pero aun es preciso añadir,  como ya sugerimos, la instancia suplementaria de la maduración de la memoria.  Según Hegel, solo son capaces de prosa, y de la prosa histórica en particular,  los pueblos que llegaron al momento en que la memoria parece liberarse de la hegemonía  de la imaginación y que pueden, así, elevarse hasta la representación prosaica  del pasado. La prosa de la   Historia comulga con la “memoria pensante” (denkendes Andenken) (cf. VG., p. 165 [trad. esp.: p. 138]). Como  vimos, para Hegel, la   Historia irrumpe en el seno de las sociedades a raíz de una toma de conciencia, de  una mutación que conduce de lo indeterminado a lo determinado, de la  inmediación a la distancia objetivante; esa operación constitutiva es por tanto  inseparable de la actividad de rememoración, lo cual es ilustrado por la  separación entre las sociedades “sin historia” y las sociedades históricas y  que es retomado de manera sistemática por la Filosofía del Espíritu, cuando  se trata de la anticipación del pensamiento (Gedanke) en la memoria (Gedächtnis),  cuya afinidad trasparece ya en la figuración lingüística.(10) Donde  el mundo prosaico permanece en eclipse, la rememoración falla, se resuelve en  fantasía: ella sueña el pasado. La  consideración retrospectiva, para organizar la dispersión del pasado y  asimilarlo, exige como fundamento (además de la regla de la exactitud, del  principio general de la adecuación a la significación y a la determinación  abstracta del contenido, que son específicos de la prosa) un objeto sólido que  sea al mismo tiempo objeto de saber y meta de la voluntad: objeto que solo el  Estado puede proponer. Es aquí donde la memoria hace su aprendizaje, ya que la  fidelidad de la narración presupone e impone la claridad y la distinción del  recuerdo: “Los recuerdos familiares y las tradiciones patriarcales tienen un interés  dentro de la familia o de la tribu. El curso uniforme de su estado no es objeto  del recuerdo; pero los hechos más señalados o los giros del destino pueden incitar  a Mnemosyne a conservar esas imágenes, como el amor y el sentimiento religioso convidan  a la fantasía a dar forma al impulso que, en un principio, es informe;” ahora  bien, el surgimiento del Estado solo puede coincidir con la génesis de una  memoria colectiva, con la constitución de las diversas formas de conservación  del pasado, del dominio del devenir temporal, de inscripción del pretérito en  el resultado actual (por lo demás, solo el encadenamiento prosaico de los
 que conduce de lo indeterminado a lo determinado, de la  inmediación a la distancia objetivante; esa operación constitutiva es por tanto  inseparable de la actividad de rememoración, lo cual es ilustrado por la  separación entre las sociedades “sin historia” y las sociedades históricas y  que es retomado de manera sistemática por la Filosofía del Espíritu, cuando  se trata de la anticipación del pensamiento (Gedanke) en la memoria (Gedächtnis),  cuya afinidad trasparece ya en la figuración lingüística.(10) Donde  el mundo prosaico permanece en eclipse, la rememoración falla, se resuelve en  fantasía: ella sueña el pasado. La  consideración retrospectiva, para organizar la dispersión del pasado y  asimilarlo, exige como fundamento (además de la regla de la exactitud, del  principio general de la adecuación a la significación y a la determinación  abstracta del contenido, que son específicos de la prosa) un objeto sólido que  sea al mismo tiempo objeto de saber y meta de la voluntad: objeto que solo el  Estado puede proponer. Es aquí donde la memoria hace su aprendizaje, ya que la  fidelidad de la narración presupone e impone la claridad y la distinción del  recuerdo: “Los recuerdos familiares y las tradiciones patriarcales tienen un interés  dentro de la familia o de la tribu. El curso uniforme de su estado no es objeto  del recuerdo; pero los hechos más señalados o los giros del destino pueden incitar  a Mnemosyne a conservar esas imágenes, como el amor y el sentimiento religioso convidan  a la fantasía a dar forma al impulso que, en un principio, es informe;” ahora  bien, el surgimiento del Estado solo puede coincidir con la génesis de una  memoria colectiva, con la constitución de las diversas formas de conservación  del pasado, del dominio del devenir temporal, de inscripción del pretérito en  el resultado actual (por lo demás, solo el encadenamiento prosaico de los   recuerdos esboza la propia idea de resultado):  “En lugar de los mandatos puramente subjetivos del jefe, mandatos suficientes  para las necesidades del momento, toda comunidad, que se consolida y eleva a la  altura de un Estado, exige preceptos, leyes,  decisiones generales y válidas para la generalidad, y  crea, por consiguiente, no solo la narración, sino el interés de los hechos y  acontecimientos inteligibles, determinados y perdurables en sus resultados, hechos  a los cuales Mnemosyne tiende a añadir la duración del recuerdo, para perpetuar  el fin de la forma y estructura presentes del Estado” (VG., p. 164; trad. fr.: pp. 193-194 [trad. esp.: p. 137]). Ya  señalamos antes que Hegel asocia la normalización de la representación prosaica  del mundo con una reestructuración de la percepción - un perfeccionamiento  de la consideración (en el sentido de Meinung),  una opinión sin desvíos, ortho-doxa-, la institución del  juicio adecuadamente completado como modelo de la verdad; a esos rasgos de la  voluntad de saber que se encuentra en el origen de la Historia, Hegel les añade  otro: con la edad de la prosa surge también una socialización de la memoria  que, a su vez, es contemporánea de un desplazamiento del interés de los  protagonistas políticos (recordemos, de paso, que la palabra interés aparece, en Hegel, siempre  acompañada por las ideas de razón y de racionalidad), a partir de la  constitución del Estado como principal agente histórico. En efecto, Hegel  sugiere que el recorte puntual del devenir, el atesoramiento fantasioso de los  recuerdos, tiende a borrarse para dar lugar a una exploración interesada del  pasado, es decir, determinada por el interés general (y por lo tanto racional),  que se inviste a su vez en la representación de un Estado en cuanto objeto que  hay que producir y reproducir. Se trata de una ruptura con lo inmediato, pero  la vía tomada por la memoria pensante no termina por adherir a
recuerdos esboza la propia idea de resultado):  “En lugar de los mandatos puramente subjetivos del jefe, mandatos suficientes  para las necesidades del momento, toda comunidad, que se consolida y eleva a la  altura de un Estado, exige preceptos, leyes,  decisiones generales y válidas para la generalidad, y  crea, por consiguiente, no solo la narración, sino el interés de los hechos y  acontecimientos inteligibles, determinados y perdurables en sus resultados, hechos  a los cuales Mnemosyne tiende a añadir la duración del recuerdo, para perpetuar  el fin de la forma y estructura presentes del Estado” (VG., p. 164; trad. fr.: pp. 193-194 [trad. esp.: p. 137]). Ya  señalamos antes que Hegel asocia la normalización de la representación prosaica  del mundo con una reestructuración de la percepción - un perfeccionamiento  de la consideración (en el sentido de Meinung),  una opinión sin desvíos, ortho-doxa-, la institución del  juicio adecuadamente completado como modelo de la verdad; a esos rasgos de la  voluntad de saber que se encuentra en el origen de la Historia, Hegel les añade  otro: con la edad de la prosa surge también una socialización de la memoria  que, a su vez, es contemporánea de un desplazamiento del interés de los  protagonistas políticos (recordemos, de paso, que la palabra interés aparece, en Hegel, siempre  acompañada por las ideas de razón y de racionalidad), a partir de la  constitución del Estado como principal agente histórico. En efecto, Hegel  sugiere que el recorte puntual del devenir, el atesoramiento fantasioso de los  recuerdos, tiende a borrarse para dar lugar a una exploración interesada del  pasado, es decir, determinada por el interés general (y por lo tanto racional),  que se inviste a su vez en la representación de un Estado en cuanto objeto que  hay que producir y reproducir. Se trata de una ruptura con lo inmediato, pero  la vía tomada por la memoria pensante no termina por adherir a otro inmediato;  por el contrario, el nuevo objeto se presenta bajo la forma de una Gegenwärtigkeit inacabada y es por allí,  por esa incompletitud, que la   Historia puede finalmente inscribirse en el objeto: “Un sentimiento  profundo, como el amor y también la intuición religiosa, con sus formas, tiene  en sí mismo una presencia total (ganz  gegenwärtig) y satisface por sí mismo; pero la existencia externa del  Estado, con sus leyes y costumbres racionales, es un presente imperfecto, incompleto  (eine unvollständige Gegenwart), cuya  inteligencia necesita, para integrarse, la conciencia del pasado” (ibid.)
 otro inmediato;  por el contrario, el nuevo objeto se presenta bajo la forma de una Gegenwärtigkeit inacabada y es por allí,  por esa incompletitud, que la   Historia puede finalmente inscribirse en el objeto: “Un sentimiento  profundo, como el amor y también la intuición religiosa, con sus formas, tiene  en sí mismo una presencia total (ganz  gegenwärtig) y satisface por sí mismo; pero la existencia externa del  Estado, con sus leyes y costumbres racionales, es un presente imperfecto, incompleto  (eine unvollständige Gegenwart), cuya  inteligencia necesita, para integrarse, la conciencia del pasado” (ibid.)
 
    
La   Historia  efectiva solo puede ser, por lo tanto, experimentada como el terreno primitivo  donde todas nuestras experiencias se arraigan, donde todas van a buscar su  sentido, con la condición de ser representada en cuanto tal; acabamos de ver en  qué sentido el ejercicio del saber, protegido por la prosa y por la memoria,  combinadas y animadas por la misma tensión, por el trabajo de la voluntad de  verdad, hace posible esa representación. Pero eso no es todo; para que la Historia pueda darse al  mismo tiempo como objeto y como proyecto, es necesario que la representación  adecuada del pasado sea parte integrante y real de la propia sociedad, que en  ella se infiltre como la imagen que reúne la dispersión del devenir, que se  interponga entre la conciencia rememorativa, y previdente, y su objeto, cuya  “presencia” inacabada solo puede provocar este tipo de representación: “Mediante  la historia, llegan los pueblos a tener conciencia del curso de su espíritu,  que se expresa en leyes, costumbres y hechos. Las leyes, como las costumbres y  las instituciones, constituyen lo permanente. Pero la historia da al pueblo su  imagen como una condición que, de esta suerte, se hace objetiva para él. Sin historia,  su existencia temporal es ciega: es solo un continuo juego de la arbitrariedad bajo  diversas formas. Pero la historia fija esta contingencia, la hace estable, le  da la forma de la universalidad y establece así la regla para ella y contra  ella. La historia es un eslabón intermediario esencial en el desarrollo y  consolidación de la constitución, esto es, de una condición racional, política;  porque es el modo empírico de hacer resaltar lo universal, puesto que ofrece a  la representación algo perdurable” (VPh  Wg., p. 358: trad. fr.: p. 125 [trad. esp.: p. 282]). En contrapunto, ¿qué  vemos en las sociedades “cerradas”? Jamás, aquí, la retrospección, la imagen  segregada del pasado, podría desempeñar el papel de “eslabón intermediario  esencial,” ya que en ellas solo encontramos formaciones acabadas interiormente,  estacionarias, que tempranamente llegaron al estado en que se encuentran en el  presente, en que la perpetua reaparición de lo mismo ocupa el lugar de lo que  llamaríamos histórico (cf. ibid.,por ejemplo, pp. 275, 343). Pero ese elemento durable no es del  mismo orden del que rige las sociedades históricas y que es solo el producto  del trabajo prosaico de rememoración; en un caso, él remite a una especie de  permanencia que excluye toda transformación, todo desequilibrio, mientras que,  en el otro, remite ante todo a la generalidad de lo que es originariamente  objeto de un saber. Si nuestros análisis anteriores son correctos, se vuelve  más fácil comprender que nos encontramos aquí ante dos maneras distintas de  instituir la representación del pasado o, de modo más genérico, de integrar la  representación del devenir temporal en la representación actual del cuerpo  social; se observa, pues, que la diferencia fundamental reside finalmente en  las modalidades de la conciencia. En efecto, la claridad de la conciencia y de la Historia solo pueden  surgir juntas. Solo se torna posible una imagen del pasado, coherente y activa,  por obra de una ruptura de lo inmediato, de una fisura que trabaja su cuerpo  monolítico: solo con esta negación puede surgir la conciencia del ser-en-sí y  para-sí; en otras palabras, la conciencia solo se instaura en la medida de esa  ruptura. Ahora bien, es claro que esa ruptura de lo inmediato traduce en su  propio plano la operación fundamental del espíritu: el acto de la escisión, de  la oposición a sí mismo, el volverse su propio objeto, el distinguirse para remitirse  a lo diferente allí puesto, como a sí mismo. Es precisamente esa oposición o,  mejor, la conceptualización de los términos en ella separados y confrontados, lo  que jamás se encuentra en las sociedades “sin historia” (ibid., p. 275): en ellas, para seguir la terminología hegeliana, no  hay diversidad alguna entre la unidad sustancial y la libertad subjetiva; ante  la ausencia de esa separación, la sustancia no se eleva a la reflexión en sí.  Alcanzamos en este momento algo que ya mencionamos cuando se trataba de  retrazar aquello que correspondería, en Hegel, a una lógica del tiempo: así  como la co-pertinencia entre egoidad y la temporalidad reposa, en última  instancia, sobre una reflexión primitiva, sobre una división originaria, así  como es posible reconducir la producción del tiempo a esa distancia, podemos  también ver que la complicidad entre el Espíritu y la Historia deriva de una  reflexión semejante. En efecto, la apertura de la Historia coincide con el  advenimiento del Espíritu (cf. VPh Wg.,  p. 512). Si la luz de la conciencia vuelve visible la Historia, esta solo puede  surgir, tras una larga incubación, con la condición de ser acogida por una  instancia ya susceptible de reflejarla. Ahora bien, solo la conciencia es capaz  de hacerlo, pues la “conciencia es lo único Abierto (das Offene)” (VG., p.  162; trad. fr.: p. 192 [trad. esp.: p. 136]): aquello a lo que la Historia puede revelarse  (offenbaren), al mismo tiempo como  objeto y como campo productor de lo universal, solo puede ser ese Abierto, o,  en otros términos, “la conciencia reflexionante (nachdenkend)” (ibid.).  Explosión de lo inmediato, apertura que adviene como una reflexión originaria,  objetivación de la conciencia por la estructuración del pasado: son formas  diferentes de indicar las condiciones de posibilidad de desencadenamiento de un proceso de mediación que Hegel llama  Historia, ese lugar de producción de lo universal o, lo que es lo mismo, de  manifestación de la racionalidad, hecha al fin posible por el advenimiento de  esa realidad “incompletamente  presente” que es el Estado. Pero los análisis  hegelianos de la doble significación, tanto subjetiva como objetiva de la Historia, muestran que  ese proceso de mediación es el revés de un proceso  de interiorización, que el primero supone el segundo, en fin, que solo  pueden ocurrir de manera simultánea. Si hay sociedades “sin historia,” es  porque en ellas el espíritu aún no se interiorizó (cf., por ejemplo, VPh Wg., II, p.  269); y solo puede interiorizarse donde hay diferencia y oposición, conflicto y  carencia. Sin historia, la existencia de esas sociedades en el tiempo  es apenas un curso uniforme, reproducción de un equilibrio dado desde siempre.  Por el contrario, en los pueblos en que lo social surge en la ola de un  conflicto (si así comprendemos lo que Hegel entiende por escisión del  Espíritu), en que la oposición (en el caso, la oposición entre la  sustancialidad y la libre singularidad) es asumida y desarrollada, en que el  objeto del interés de los protagonistas se ofrece bajo la forma de una  presencia parcial (que se opone así a la abstracta plenitud del presente), la  conciencia del pasado o la prosa del recuerdo que en ella se imbrica tiene que  contribuir a la modificación de su modo de inserción en el devenir temporal. Al  situar el nacimiento de la prosa de la Historia bajo el signo de un despertar de la  conciencia, de una Besinnung, Hegel  asocia internamente Besinnung y Erinnerung en el doble sentido de interiorización y de rememoración, que la segunda palabra  recibe en el lenguaje hegeliano. En otras palabras: lo que siempre está ligando  la trama de la prosa de la   Historia es esa interiorización del devenir temporal. Las  sociedades históricas, al contrario de las sociedades “cerradas,” son aquellas  que interiorizan el devenir temporal - operación cuyos términos  intentamos analizar -, para hacer de él un momento constitutivo de la  oposición que a su vez instituye. Al concebir el tiempo como devenir intuido, Hegel nos propone así  aprehender el tiempo histórico como devenir  interiorizado. El devenir temporal solo podría ser experimentado como  devenir histórico con la condición de ser interiorizado, de ser puesto como  momento del objeto.
presente” que es el Estado. Pero los análisis  hegelianos de la doble significación, tanto subjetiva como objetiva de la Historia, muestran que  ese proceso de mediación es el revés de un proceso  de interiorización, que el primero supone el segundo, en fin, que solo  pueden ocurrir de manera simultánea. Si hay sociedades “sin historia,” es  porque en ellas el espíritu aún no se interiorizó (cf., por ejemplo, VPh Wg., II, p.  269); y solo puede interiorizarse donde hay diferencia y oposición, conflicto y  carencia. Sin historia, la existencia de esas sociedades en el tiempo  es apenas un curso uniforme, reproducción de un equilibrio dado desde siempre.  Por el contrario, en los pueblos en que lo social surge en la ola de un  conflicto (si así comprendemos lo que Hegel entiende por escisión del  Espíritu), en que la oposición (en el caso, la oposición entre la  sustancialidad y la libre singularidad) es asumida y desarrollada, en que el  objeto del interés de los protagonistas se ofrece bajo la forma de una  presencia parcial (que se opone así a la abstracta plenitud del presente), la  conciencia del pasado o la prosa del recuerdo que en ella se imbrica tiene que  contribuir a la modificación de su modo de inserción en el devenir temporal. Al  situar el nacimiento de la prosa de la Historia bajo el signo de un despertar de la  conciencia, de una Besinnung, Hegel  asocia internamente Besinnung y Erinnerung en el doble sentido de interiorización y de rememoración, que la segunda palabra  recibe en el lenguaje hegeliano. En otras palabras: lo que siempre está ligando  la trama de la prosa de la   Historia es esa interiorización del devenir temporal. Las  sociedades históricas, al contrario de las sociedades “cerradas,” son aquellas  que interiorizan el devenir temporal - operación cuyos términos  intentamos analizar -, para hacer de él un momento constitutivo de la  oposición que a su vez instituye. Al concebir el tiempo como devenir intuido, Hegel nos propone así  aprehender el tiempo histórico como devenir  interiorizado. El devenir temporal solo podría ser experimentado como  devenir histórico con la condición de ser interiorizado, de ser puesto como  momento del objeto.
    
El análisis de la distinción  hegeliana entre sociedades “sin historia” y sociedades históricas nos permitió  hasta ahora iluminar las condiciones, tanto del lado del sujeto como del lado  del objeto, cuya articulación hace posible la constitución del campo donde se  da continuamente la transformación del mero devenir temporal en devenir  histórico. Son esas condiciones las que presiden la constitución de aquello que  podemos llamar tiempo histórico. Profundizando un poco el análisis, descubrimos  otros trazos indicativos de esa conversión y que permiten ampliar la distinción  operada, al punto de identificarla como la oposición entre dos maneras de  reaccionar ante el encadenamiento temporal de las cosas o de registrarlo: las  sociedades “sin historia” intentan no ofrecer flanco alguno al tiempo,  concebirlo como un parámetro entre otros, para evitar sufrir su acción como  agente de desequilibrio, mientras que las otras sociedades transforman la  representación del tiempo en un eslabón intermediario de su propio desarrollo y  multiplican sus efectos en lugar de intentar neutralizarlos.
    
La prosa especulativa de la Historia se abre con una  meditación sobre las ruinas.(11)  Considerando  las cosas desde el punto de vista del “presente temporal,” vemos que China y la India duran, persisten sobre  la Tierra,  cuando nada queda del imperio persa salvo, a lo sumo, como dice Hegel, “un montón  de ladrillos” (cf. VPh Wg., II, p.  274 [trad. esp.: p. 220]). Una de las primeras tareas de la comprensión  especulativa de la Historia  consiste justamente en invertir la dirección de esa tendencia natural a  privilegiar lo durable a costa de lo perecible; invirtiendo esa tendencia, la  especulación mostrará la pertinencia teórica de la oposición entre Historia y  no-Historia. Es cierto que “las distintas figuras [de los pueblos] se presentan  también coexistiendo y perdurando en el espacio, indiferentes unos a otros” cf. VG., p. 154; trad. fr.: p. 183 [trad.  esp.: p. 130]). Distribuir de ese modo sobre la superficie del planeta el  conjunto de las sociedades humanas, para medirles la duración relativa, es la  obra (legítima en su género) de la reflexión que se sitúa desde el punto de  vista exclusivo del “presente temporal.” Pero la coexistencia así figurada disimula  la transición, la yuxtaposición esconde la conexión interna, que no deja de ser  real por ser menos visible y presente. En el plano propiamente lógico, el esfuerzo  especulativo se traduce entonces por el desplazamiento de esa representación  del sistema de las coexistencias en favor de un pensamiento serial, es decir, del  concepto de una especie de orden gradual. Con ese gesto, los eslabones  perdidos, por el propio hecho de su desaparición, son promovidos al estatus de  objeto real. Las razones que Hegel proporciona para esa inversión deciden, al  mismo tiempo, la cuestión de la primacía: “Esta serie universal se halla  expuesta aquí en su modo perdurable de ser [esto es, en la Antigüedad, el  “principio oriental,” el “mundo musulmán” y el “mundo cristiano”]; pero en la historia  universal la encontramos en fases sucesivas. Los grandes principios, al  pervivir unos junto a otros, no exigen por ello la pervivencia de todas las  formas que transcurrieron en el tiempo. Podríamos desear la existencia actual  de un pueblo griego, con su hermoso paganismo, o de un pueblo romano; pero estos  pueblos han perecido. Hay asimismo formas, dentro de todos los pueblos, que perecen,  aunque estos sigan existiendo. ¿Por qué desaparecen? ¿Por qué no perduran en el  espacio? Esto solo puede explicarse por su especial naturaleza; pero esta  explicación tiene su lugar indicado en la historia universal misma. Allí se verá  que solo perviven las formas más universales. Las formas determinadas  desaparecen necesariamente, después de haberse manifestado con intranquila  vitalidad” (ibid. [trad. esp.: pp.  130-131]). De estas proposiciones solo retendremos la manera mediante la cual  superponen lo histórico a las formaciones condenadas a la desaparición por su  propia y compleja diferenciación. Lo que equivale a decir que solo la ausencia  de pensamiento, la conciencia somnolienta, es imperecedera, o sea, que solo lo  abstracto puede escapar de la acción del tiempo. Volvamos al ejemplo del  imperio persa: con él la   Historia está armada, allí entramos por primera vez en su  proceso. “Los persas son el primer pueblo histórico; Persia es el primer  imperio que ha sucumbido” (VPh Wg.,  II, p. 414; trad. fr.: p. 133 [trad. esp.: p. 323]); además, añade Hegel, tal  desaparición nos muestra, por primera vez, un “pasaje histórico” (cf. ibid., p. 512). No hay nada de extraño  en que la exposición especulativa de la Historia Universal  sea inaugurada por la consideración del testimonio de las ruinas. Ahora
 de vista del “presente temporal,” vemos que China y la India duran, persisten sobre  la Tierra,  cuando nada queda del imperio persa salvo, a lo sumo, como dice Hegel, “un montón  de ladrillos” (cf. VPh Wg., II, p.  274 [trad. esp.: p. 220]). Una de las primeras tareas de la comprensión  especulativa de la Historia  consiste justamente en invertir la dirección de esa tendencia natural a  privilegiar lo durable a costa de lo perecible; invirtiendo esa tendencia, la  especulación mostrará la pertinencia teórica de la oposición entre Historia y  no-Historia. Es cierto que “las distintas figuras [de los pueblos] se presentan  también coexistiendo y perdurando en el espacio, indiferentes unos a otros” cf. VG., p. 154; trad. fr.: p. 183 [trad.  esp.: p. 130]). Distribuir de ese modo sobre la superficie del planeta el  conjunto de las sociedades humanas, para medirles la duración relativa, es la  obra (legítima en su género) de la reflexión que se sitúa desde el punto de  vista exclusivo del “presente temporal.” Pero la coexistencia así figurada disimula  la transición, la yuxtaposición esconde la conexión interna, que no deja de ser  real por ser menos visible y presente. En el plano propiamente lógico, el esfuerzo  especulativo se traduce entonces por el desplazamiento de esa representación  del sistema de las coexistencias en favor de un pensamiento serial, es decir, del  concepto de una especie de orden gradual. Con ese gesto, los eslabones  perdidos, por el propio hecho de su desaparición, son promovidos al estatus de  objeto real. Las razones que Hegel proporciona para esa inversión deciden, al  mismo tiempo, la cuestión de la primacía: “Esta serie universal se halla  expuesta aquí en su modo perdurable de ser [esto es, en la Antigüedad, el  “principio oriental,” el “mundo musulmán” y el “mundo cristiano”]; pero en la historia  universal la encontramos en fases sucesivas. Los grandes principios, al  pervivir unos junto a otros, no exigen por ello la pervivencia de todas las  formas que transcurrieron en el tiempo. Podríamos desear la existencia actual  de un pueblo griego, con su hermoso paganismo, o de un pueblo romano; pero estos  pueblos han perecido. Hay asimismo formas, dentro de todos los pueblos, que perecen,  aunque estos sigan existiendo. ¿Por qué desaparecen? ¿Por qué no perduran en el  espacio? Esto solo puede explicarse por su especial naturaleza; pero esta  explicación tiene su lugar indicado en la historia universal misma. Allí se verá  que solo perviven las formas más universales. Las formas determinadas  desaparecen necesariamente, después de haberse manifestado con intranquila  vitalidad” (ibid. [trad. esp.: pp.  130-131]). De estas proposiciones solo retendremos la manera mediante la cual  superponen lo histórico a las formaciones condenadas a la desaparición por su  propia y compleja diferenciación. Lo que equivale a decir que solo la ausencia  de pensamiento, la conciencia somnolienta, es imperecedera, o sea, que solo lo  abstracto puede escapar de la acción del tiempo. Volvamos al ejemplo del  imperio persa: con él la   Historia está armada, allí entramos por primera vez en su  proceso. “Los persas son el primer pueblo histórico; Persia es el primer  imperio que ha sucumbido” (VPh Wg.,  II, p. 414; trad. fr.: p. 133 [trad. esp.: p. 323]); además, añade Hegel, tal  desaparición nos muestra, por primera vez, un “pasaje histórico” (cf. ibid., p. 512). No hay nada de extraño  en que la exposición especulativa de la Historia Universal  sea inaugurada por la consideración del testimonio de las ruinas. Ahora  bien,  no basta la ruina para dar testimonio del carácter histórico de un pueblo, aun  es necesario que la caída de la civilización sea el resultado de un proceso  interno. Como es sabido, todos los análisis hegelianos de los fenómenos de  decadencia se vinculan con la disolución de una muerte natural: en los pueblos  históricos, lo negativo solo puede surgir del interior, y el papel de la  violencia externa nunca es determinante en la caída final. Las  sociedades “sin historia” presentan, por otro lado, una figura inversa: siendo  su positividad lo que es, la desagregación solo puede ocurrir como efecto de  una catástrofe por así decir extrínseca; muy tempranamente su estabilidad (su  débil temporalidad o, como veremos, su “duración”) las vuelve vulnerables a las  devastaciones de lo arbitrario exterior, lo negativo que en ellas se insinúa  proviene de fuera o, como dice Hegel, “al no desarrollarse adentro, la  oposición explota en el exterior” (VG.,  p. 248; trad. fr.: p. 286). Ellas pueden dejar ruinas, pero la Historia no pasa por su  destrucción: “También esta historia es predominantemente ahistórica, pues es  solamente la repetición de una misma ruina (Untergang)  majestuosa. Lo nuevo, que se produce por la valentía, la fuerza, la nobleza, y  sustituye a la suntuosidad anterior, sigue el mismo ciclo de decadencia y  ruina. Esta ruina no es, pues, una verdadera ruina, porque estas variaciones  incesantes no llevan a cabo ningún progreso. Lo nuevo, que viene a sustituir a  lo muerto, se sumerge también en la decadencia; aquí no hay progreso alguno y  toda esta inquietud es una historia ahistórica (eine ungeschichtliche Geschichte)” (ibid., p. 245; trad. fr.: p. 283 [trad. esp.: p. 203]). Hay, por lo  tanto, ruinas que no demarcan ningún pasaje histórico; allí, en efecto, no  están presentes las categorías que permiten delimitar el campo de la Historia: ninguna transformación orientada, guiada por un  fin racional (ya que el único fin que  allí encontramos se reduce a la pura yuxtaposición de las “duraciones”  bruscamente interrumpidas), ningún rejuvenecimiento,  es decir, nada nuevo, a no ser bajo la forma de la repetición de un mismo  destino. Al contrario de los pueblos históricos, las marcas de la desaparición  de los pueblos “sin historia” sugieren, por medio de la meditación sobre las  ruinas, menos la categoría del cambio que la de la permanencia, de la duración en  que cada fisura aparece como una figura casual; por ello era necesario, una vez  más, insistir en la distinción entre Historia y no-Historia, diversificar,  entre una ruina y otra, la formación de la experiencia de la temporalidad.
bien,  no basta la ruina para dar testimonio del carácter histórico de un pueblo, aun  es necesario que la caída de la civilización sea el resultado de un proceso  interno. Como es sabido, todos los análisis hegelianos de los fenómenos de  decadencia se vinculan con la disolución de una muerte natural: en los pueblos  históricos, lo negativo solo puede surgir del interior, y el papel de la  violencia externa nunca es determinante en la caída final. Las  sociedades “sin historia” presentan, por otro lado, una figura inversa: siendo  su positividad lo que es, la desagregación solo puede ocurrir como efecto de  una catástrofe por así decir extrínseca; muy tempranamente su estabilidad (su  débil temporalidad o, como veremos, su “duración”) las vuelve vulnerables a las  devastaciones de lo arbitrario exterior, lo negativo que en ellas se insinúa  proviene de fuera o, como dice Hegel, “al no desarrollarse adentro, la  oposición explota en el exterior” (VG.,  p. 248; trad. fr.: p. 286). Ellas pueden dejar ruinas, pero la Historia no pasa por su  destrucción: “También esta historia es predominantemente ahistórica, pues es  solamente la repetición de una misma ruina (Untergang)  majestuosa. Lo nuevo, que se produce por la valentía, la fuerza, la nobleza, y  sustituye a la suntuosidad anterior, sigue el mismo ciclo de decadencia y  ruina. Esta ruina no es, pues, una verdadera ruina, porque estas variaciones  incesantes no llevan a cabo ningún progreso. Lo nuevo, que viene a sustituir a  lo muerto, se sumerge también en la decadencia; aquí no hay progreso alguno y  toda esta inquietud es una historia ahistórica (eine ungeschichtliche Geschichte)” (ibid., p. 245; trad. fr.: p. 283 [trad. esp.: p. 203]). Hay, por lo  tanto, ruinas que no demarcan ningún pasaje histórico; allí, en efecto, no  están presentes las categorías que permiten delimitar el campo de la Historia: ninguna transformación orientada, guiada por un  fin racional (ya que el único fin que  allí encontramos se reduce a la pura yuxtaposición de las “duraciones”  bruscamente interrumpidas), ningún rejuvenecimiento,  es decir, nada nuevo, a no ser bajo la forma de la repetición de un mismo  destino. Al contrario de los pueblos históricos, las marcas de la desaparición  de los pueblos “sin historia” sugieren, por medio de la meditación sobre las  ruinas, menos la categoría del cambio que la de la permanencia, de la duración en  que cada fisura aparece como una figura casual; por ello era necesario, una vez  más, insistir en la distinción entre Historia y no-Historia, diversificar,  entre una ruina y otra, la formación de la experiencia de la temporalidad.
    
La contemplación de las ruinas  ilustra bien esa función que Hegel atribuye a la Historia, la de  constituir un medio empírico de la producción de lo general, pues aquello que  se anuncia ante la visión de las ruinas remite a una identificación inmediata  con lo universal; si la desaparición atañe incluso a ese nivel de  indeterminación es porque estamos siempre cerca de nosotros, en casa; por ello  mismo, las ruinas se tornan la alegoría de la degradación temporal, de la  irreversible supresión de las cosas corroídas por la Historia. “El aspecto  negativo de este pensamiento de la variación provoca nuestro pesar”, señala  Hegel, que a continuación dice: “Lo que nos oprime es que la más rica figura,  la vida más bella encuentra su ocaso en la historia. En la historia caminamos  entre las ruinas de lo egregio. La historia nos arranca a lo más noble y más hermoso,  por que nos interesamos. Las pasiones humanas lo han hecho sucumbir. Es  perecedero. Todo parece pasar y nada permanecer. Todo viajero ha sentido esta  melancolía. ¿Quién habrá estado entre las ruinas de Cartago, Palmira,  Persépolis o Roma, sin entregarse a consideraciones sobre la caducidad de los  imperios y de los hombres, al duelo por una vida pasada, fuerte y rica? Es un  duelo que no deplora pérdidas personales y la caducidad de los propios fines  particulares, como sucede junto al sepulcro de las personas queridas, sino un  duelo desinteresado, por la desaparición de vidas humanas brillantes y cultas”  (VG., pp. 34-35; trad. fr.: p. 54  [trad. esp.: p. 47]). Apenas se ha desprendido del “duelo desinteresado de la  ruina” y lo universal se borra en la monotonía de la tristeza, volviéndose  experiencia negativa en la inoperancia de la melancolía. La dialéctica  aprehende ese universal en el curso de esa experiencia del duelo, pero  trabajándolo de modo tal que produzca, al mismo tiempo, la crítica de aquellos  que en ella se demoran. Convertir las ruinas en alegoría de una interminable  decadencia (llamada, entonces, Historia), ¿no sería doblegarse  complacientemente a los poderes del tiempo? La tristeza que inspiran las ruinas  expuestas por la Historia  es, nadie lo niega, provocada por el “duelo más profundo e inconsolable, que ningún  resultado compensador sería capaz de contrapesar” (cf. ibid., p. 80; trad. fr.: p. 103 [trad. esp.: p. 80]); siempre es  necesario constatar que “no podemos sino sumergirnos en la tristeza frente a la  representación de la caducidad en general” (ibid.).  Pero al presentar sistemáticamente la ruina como desenlace de la Historia, ese tipo de  meditación no deja de subvertir las relaciones entre medio y fin, de ignorar el  intercambio entre mediación y resultado - que la dialéctica nos enseña a  discernir -. “Por otra parte - añade Hegel -, el interés de aquella  reflexión sentimental no consiste propiamente tampoco en elevarse sobre  aquellas visiones y los sentimientos correspondientes, y en resolver de hecho  los enigmas de la   Providencia, que aquellas consideraciones nos han propuesto, sino  más bien en complacerse melancólicamente sobre las vanas e infecundas  sublimidades de aquel resultado negativo” (ibid.,  p. 81; trad. fr.: pp. 103-104 [trad. esp.: p. 80]). En una palabra, ese  desprecio por el aspecto negativo del cambio, concerniente a la significación  de la negación determinada, tiene un origen bien conocido: transformar el devenir  de la Historia  en Trauerspiel, esa es la obra de una  analítica de la finitud. “El pensamiento referente a la finitud de las cosas lleva  consigo este pesar (Trauer), porque la  finitud es la negación cualitativa empujada hasta su extremo, a las cosas en la  simplicidad de tal destinación ya no se deja un ser afirmativo distinto de su destinación al perecer.”(12) En el terreno de la Historia, así rebajada al plano de la  ilustración, las ruinas solo pueden aparecer como alegoría de la finitud, y la  melancolía puede alimentarse de la inversión que consiste en transformar lo perecedero  en una determinación imperecedera. Como es sabido, el intelecto tiende siempre  a agravar el alcance de la proposición que afirma que el fin de las cosas  finitas es exactamente la necesidad de tener un fin. Y ello, mientras lo  afirmativo trasparece en
 a continuación dice: “Lo que nos oprime es que la más rica figura,  la vida más bella encuentra su ocaso en la historia. En la historia caminamos  entre las ruinas de lo egregio. La historia nos arranca a lo más noble y más hermoso,  por que nos interesamos. Las pasiones humanas lo han hecho sucumbir. Es  perecedero. Todo parece pasar y nada permanecer. Todo viajero ha sentido esta  melancolía. ¿Quién habrá estado entre las ruinas de Cartago, Palmira,  Persépolis o Roma, sin entregarse a consideraciones sobre la caducidad de los  imperios y de los hombres, al duelo por una vida pasada, fuerte y rica? Es un  duelo que no deplora pérdidas personales y la caducidad de los propios fines  particulares, como sucede junto al sepulcro de las personas queridas, sino un  duelo desinteresado, por la desaparición de vidas humanas brillantes y cultas”  (VG., pp. 34-35; trad. fr.: p. 54  [trad. esp.: p. 47]). Apenas se ha desprendido del “duelo desinteresado de la  ruina” y lo universal se borra en la monotonía de la tristeza, volviéndose  experiencia negativa en la inoperancia de la melancolía. La dialéctica  aprehende ese universal en el curso de esa experiencia del duelo, pero  trabajándolo de modo tal que produzca, al mismo tiempo, la crítica de aquellos  que en ella se demoran. Convertir las ruinas en alegoría de una interminable  decadencia (llamada, entonces, Historia), ¿no sería doblegarse  complacientemente a los poderes del tiempo? La tristeza que inspiran las ruinas  expuestas por la Historia  es, nadie lo niega, provocada por el “duelo más profundo e inconsolable, que ningún  resultado compensador sería capaz de contrapesar” (cf. ibid., p. 80; trad. fr.: p. 103 [trad. esp.: p. 80]); siempre es  necesario constatar que “no podemos sino sumergirnos en la tristeza frente a la  representación de la caducidad en general” (ibid.).  Pero al presentar sistemáticamente la ruina como desenlace de la Historia, ese tipo de  meditación no deja de subvertir las relaciones entre medio y fin, de ignorar el  intercambio entre mediación y resultado - que la dialéctica nos enseña a  discernir -. “Por otra parte - añade Hegel -, el interés de aquella  reflexión sentimental no consiste propiamente tampoco en elevarse sobre  aquellas visiones y los sentimientos correspondientes, y en resolver de hecho  los enigmas de la   Providencia, que aquellas consideraciones nos han propuesto, sino  más bien en complacerse melancólicamente sobre las vanas e infecundas  sublimidades de aquel resultado negativo” (ibid.,  p. 81; trad. fr.: pp. 103-104 [trad. esp.: p. 80]). En una palabra, ese  desprecio por el aspecto negativo del cambio, concerniente a la significación  de la negación determinada, tiene un origen bien conocido: transformar el devenir  de la Historia  en Trauerspiel, esa es la obra de una  analítica de la finitud. “El pensamiento referente a la finitud de las cosas lleva  consigo este pesar (Trauer), porque la  finitud es la negación cualitativa empujada hasta su extremo, a las cosas en la  simplicidad de tal destinación ya no se deja un ser afirmativo distinto de su destinación al perecer.”(12) En el terreno de la Historia, así rebajada al plano de la  ilustración, las ruinas solo pueden aparecer como alegoría de la finitud, y la  melancolía puede alimentarse de la inversión que consiste en transformar lo perecedero  en una determinación imperecedera. Como es sabido, el intelecto tiende siempre  a agravar el alcance de la proposición que afirma que el fin de las cosas  finitas es exactamente la necesidad de tener un fin. Y ello, mientras lo  afirmativo trasparece en la necesidad de desaparecimiento de la desaparición: “el  intelecto persevera en este pesar de la finitud (Trauer der Endlichkeit), en cuanto convierte el no-ser en  destinación de las cosas, y al mismo tiempo en imperecedero y absoluto”;  ahora bien, añade Hegel: “La fugacidad de las cosas podría desaparecer solo en  su otro, en lo afirmativo” (WdL..,  pp. 117-118; trad. fr.: p. 130 [trad. esp.: p. 116]). Como vemos, al pasaje  lógico de lo finito a lo infinito le corresponde, en el plano de la Historia, el  reconocimiento de un “pasaje histórico” en todo desaparecimiento - la ruina se vuelve la  señal del advenimiento de una nueva forma de racionalidad -. Si la dialéctica,  según Hegel, no puede remediar la tristeza de la finitud, es justamente porque  ella se muestra capaz de habitar ese elemento; ¿qué hace la dialéctica de lo  particular y de lo universal sino mostrar que la Idea debe pagar el “tributo  del ser-ahí de la caducidad”? (cf. VG.,  p. 105; trad. fr.: p. 129). (La analítica de la finitud no vería en eso, es  verdad, nada más que una astucia de  la razón.) En ese sentido, el trabajo del  Concepto, que se opera por medio de la meditación sobre las ruinas, aparece  como el trabajo del duelo. El duelo  suscitado por la ruina solo es posible mediante una identificación con lo  desaparecido: el desinterés que lo define nos proyecta en el terreno de lo  universal, y el duelo desinteresado pasa a aparecer como el revés del interés  de la Razón. La  ruina, en su función alegórica, es vivida entonces como una pérdida del objeto,  y la melancolía expresa a su vez la identificación con el objeto perdido. Pero  ya estamos en el dominio de lo universal: ese duelo, decía Hegel, no proviene  de la muerte, de la caducidad de los fines particulares; asimismo, el  pensamiento no podría demorarse en las heridas infligidas a las formaciones  singulares, y de la dialéctica no podría esperarse consuelo alguno. Conviene,  por tanto, marcar con nitidez la diferencia: la Filosofía reconcilia, no  consuela, nada más alejado del estilo de la dialéctica que transformar lo  negativo en un espejismo: “Lo que generalmente se llama ‘realidad’ es considerado  por la filosofía como sospechoso, que puede aparecer como real, pero que no es  real en sí y para sí. Este modo de ser puede decirse que nos consuela, frente a  la representación de que la cadena de los sucesos es absoluta infelicidad y  locura. Pero este consuelo solo es, sin embargo, el sustitutivo de un mal, que  no hubiera debido suceder; su centro es lo finito. La filosofía no es, por  tanto, un consuelo; es algo más, [...] algo que remedia la injusticia aparente  y la reconcilia con lo racional” (ibid.  [trad. esp.: p. 78]). Se trata, pues, de “matar lo muerto,” o de mirar lo perecedero  con el ojo del Concepto; es desde esta perspectiva que se debe releer la frase  de la Fenomenología: “La  muerte, si así queremos llamar a esa irrealidad, es lo más espantoso, y el  retener lo muerto lo que requiere una mayor fuerza.”(13) El  trabajo conceptual del duelo culmina, también, en una liberación que igualmente  torna posibles otras inversiones: nos libera de la tristeza de la finitud por  una ruptura de la ligación con el objeto suprimido, pero esa ruptura asume aquí  la forma de la doble negación, pues es el desaparecimiento de la desaparición.  Esto es lo que Hegel llama reconciliación con la caducidad: “La caducidad puede  conmovernos; pero se nos muestra, si miramos más profundamente, como algo  necesario en la idea superior del espíritu. El espíritu está puesto de manera  que realiza su absoluto fin último. Y así debemos reconciliarnos con su  caducidad” (VG., p. 69; trad. fr.: p.  91 [trad. esp.: p. 72]). Comprendamos este imperativo: es necesario ligar la  negatividad del tiempo con la negatividad del Concepto; el poder del tiempo,  que se delinea de entrada como pérdida y ruina, debe ser subordinado al poder  del Concepto, en el que la pérdida es metamorfoseada en ganancia, en el que lo  que desaparece da testimonio de su pertinencia respecto de la Historia.
 la necesidad de desaparecimiento de la desaparición: “el  intelecto persevera en este pesar de la finitud (Trauer der Endlichkeit), en cuanto convierte el no-ser en  destinación de las cosas, y al mismo tiempo en imperecedero y absoluto”;  ahora bien, añade Hegel: “La fugacidad de las cosas podría desaparecer solo en  su otro, en lo afirmativo” (WdL..,  pp. 117-118; trad. fr.: p. 130 [trad. esp.: p. 116]). Como vemos, al pasaje  lógico de lo finito a lo infinito le corresponde, en el plano de la Historia, el  reconocimiento de un “pasaje histórico” en todo desaparecimiento - la ruina se vuelve la  señal del advenimiento de una nueva forma de racionalidad -. Si la dialéctica,  según Hegel, no puede remediar la tristeza de la finitud, es justamente porque  ella se muestra capaz de habitar ese elemento; ¿qué hace la dialéctica de lo  particular y de lo universal sino mostrar que la Idea debe pagar el “tributo  del ser-ahí de la caducidad”? (cf. VG.,  p. 105; trad. fr.: p. 129). (La analítica de la finitud no vería en eso, es  verdad, nada más que una astucia de  la razón.) En ese sentido, el trabajo del  Concepto, que se opera por medio de la meditación sobre las ruinas, aparece  como el trabajo del duelo. El duelo  suscitado por la ruina solo es posible mediante una identificación con lo  desaparecido: el desinterés que lo define nos proyecta en el terreno de lo  universal, y el duelo desinteresado pasa a aparecer como el revés del interés  de la Razón. La  ruina, en su función alegórica, es vivida entonces como una pérdida del objeto,  y la melancolía expresa a su vez la identificación con el objeto perdido. Pero  ya estamos en el dominio de lo universal: ese duelo, decía Hegel, no proviene  de la muerte, de la caducidad de los fines particulares; asimismo, el  pensamiento no podría demorarse en las heridas infligidas a las formaciones  singulares, y de la dialéctica no podría esperarse consuelo alguno. Conviene,  por tanto, marcar con nitidez la diferencia: la Filosofía reconcilia, no  consuela, nada más alejado del estilo de la dialéctica que transformar lo  negativo en un espejismo: “Lo que generalmente se llama ‘realidad’ es considerado  por la filosofía como sospechoso, que puede aparecer como real, pero que no es  real en sí y para sí. Este modo de ser puede decirse que nos consuela, frente a  la representación de que la cadena de los sucesos es absoluta infelicidad y  locura. Pero este consuelo solo es, sin embargo, el sustitutivo de un mal, que  no hubiera debido suceder; su centro es lo finito. La filosofía no es, por  tanto, un consuelo; es algo más, [...] algo que remedia la injusticia aparente  y la reconcilia con lo racional” (ibid.  [trad. esp.: p. 78]). Se trata, pues, de “matar lo muerto,” o de mirar lo perecedero  con el ojo del Concepto; es desde esta perspectiva que se debe releer la frase  de la Fenomenología: “La  muerte, si así queremos llamar a esa irrealidad, es lo más espantoso, y el  retener lo muerto lo que requiere una mayor fuerza.”(13) El  trabajo conceptual del duelo culmina, también, en una liberación que igualmente  torna posibles otras inversiones: nos libera de la tristeza de la finitud por  una ruptura de la ligación con el objeto suprimido, pero esa ruptura asume aquí  la forma de la doble negación, pues es el desaparecimiento de la desaparición.  Esto es lo que Hegel llama reconciliación con la caducidad: “La caducidad puede  conmovernos; pero se nos muestra, si miramos más profundamente, como algo  necesario en la idea superior del espíritu. El espíritu está puesto de manera  que realiza su absoluto fin último. Y así debemos reconciliarnos con su  caducidad” (VG., p. 69; trad. fr.: p.  91 [trad. esp.: p. 72]). Comprendamos este imperativo: es necesario ligar la  negatividad del tiempo con la negatividad del Concepto; el poder del tiempo,  que se delinea de entrada como pérdida y ruina, debe ser subordinado al poder  del Concepto, en el que la pérdida es metamorfoseada en ganancia, en el que lo  que desaparece da testimonio de su pertinencia respecto de la Historia.
    
En la teoría del tiempo, vimos  que Hegel distingue dos formas de temporalidad: la duración y el tiempo. Era de  esperar que la  distinción entre Historia y no-Historia la recubriese, es decir,  se sobrepusiese a la distinción que opone el proceso abstracto de las cosas a  su abolición relativa. Recorrimos, así, el análisis hegeliano de las  condiciones que permiten explicar por qué ciertas sociedades permanecen  impermeables a la acción corrosiva del tiempo, o simplemente duran, mientras que otras se sumergen  por entero en el tiempo de la   Historia por haber interiorizado el devenir; solo donde hay  oposición desarrollada, puede el tiempo inscribirse en la osamenta del proceso,  grabarse como tiempo histórico. De allí el inmovilismo, la inmutabilidad  sustancial de los pueblos en los que reina la duración; y Hegel nos proporciona  los fundamentos de ese inmovilismo, Las sociedades “sin historia”, al no poder  cambiar por razones internas, ilustran a la perfección el “reino de la  duración”: a esa “duración espacial” se opone la forma del tiempo (cf. VG., pp. 245, 248; VPh Wg., II, p. 247); siempre que el Espíritu no se divide, no se  abre, siempre que ninguna oposición diferencial puede desencadenar el proceso  de la mediación, el antes y el después permanecen indiscernibles, el  pasado puede prolongarse en el presente, pero no hay Historia, pues el  organismo social no envejece y ninguna fractura permite que el tiempo se  inscriba en él: la resistencia (endurance)  de ese organismo es su “duración”.  Al sacar a luz la diferencia entre el tiempo y la  duración, la reflexión sobre las ruinas permitió también alejar un preconcepto,  o decidir una cuestión de prioridad: “¿Por qué ha sucumbido el imperio persa,  mientras los imperios de los principios anteriores han perdurado? La duración  como tal no constituye una preeminencia sobre la caducidad. Las montañas no tienen  preeminencia sobre la rosa, que se marchita” (VPh Wg., II, p. 512 [trad. esp.: p. 394]). En una palabra, la  verdad no se expone como proceso en aquello que solo dura, por debajo de la  prueba del tiempo.(14)
distinción entre Historia y no-Historia la recubriese, es decir,  se sobrepusiese a la distinción que opone el proceso abstracto de las cosas a  su abolición relativa. Recorrimos, así, el análisis hegeliano de las  condiciones que permiten explicar por qué ciertas sociedades permanecen  impermeables a la acción corrosiva del tiempo, o simplemente duran, mientras que otras se sumergen  por entero en el tiempo de la   Historia por haber interiorizado el devenir; solo donde hay  oposición desarrollada, puede el tiempo inscribirse en la osamenta del proceso,  grabarse como tiempo histórico. De allí el inmovilismo, la inmutabilidad  sustancial de los pueblos en los que reina la duración; y Hegel nos proporciona  los fundamentos de ese inmovilismo, Las sociedades “sin historia”, al no poder  cambiar por razones internas, ilustran a la perfección el “reino de la  duración”: a esa “duración espacial” se opone la forma del tiempo (cf. VG., pp. 245, 248; VPh Wg., II, p. 247); siempre que el Espíritu no se divide, no se  abre, siempre que ninguna oposición diferencial puede desencadenar el proceso  de la mediación, el antes y el después permanecen indiscernibles, el  pasado puede prolongarse en el presente, pero no hay Historia, pues el  organismo social no envejece y ninguna fractura permite que el tiempo se  inscriba en él: la resistencia (endurance)  de ese organismo es su “duración”.  Al sacar a luz la diferencia entre el tiempo y la  duración, la reflexión sobre las ruinas permitió también alejar un preconcepto,  o decidir una cuestión de prioridad: “¿Por qué ha sucumbido el imperio persa,  mientras los imperios de los principios anteriores han perdurado? La duración  como tal no constituye una preeminencia sobre la caducidad. Las montañas no tienen  preeminencia sobre la rosa, que se marchita” (VPh Wg., II, p. 512 [trad. esp.: p. 394]). En una palabra, la  verdad no se expone como proceso en aquello que solo dura, por debajo de la  prueba del tiempo.(14)
* Publicado originalmente en el primer número de la revista Almanaque, São Paulo, Basiliense, 1976, con traducción de Bento Prado Jr., este texto forma parte del libro Hegel. A ordem do tempo, São Paulo, Hucitec/Polis, 2000, pp. 187-212. [Traducido por Ada Solari, y gracias a la generosa contribución de Carleton College.]
Notas
      
1. Die Vernunft in der Geschichte, ed. de J. Hoffmeister, Hamburgo, Felix Meiner, 1966, p. 162 (abreviado: VG.); trad. al francés de K. Papaioannou, La raison dans l’histoire, París, col. 10/18, p. 191 [las citas de esta obra pertenecen en general a la edición en español: “Introducción general” e “Introducción especial”, en Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, trad. de José Gaos, Madrid, Revista de Occidente, 1974, p 136. No obstante, no se sigue literalmente la edición en español a fin adecuar las citas a la versión del artículo, N. de la T.].
2. Y más aun: “En esta parte principal de África no puede haber en realidad historia. No hay más que casualidades, sorpresas, que se suceden unas a otras” (VG., p. 216; trad. fr.: p. 249 [trad. esp.: p. 182).
3. Del mismo modo, la “prehistoria”, a fortiori, queda fuera del tratamiento especulativo de la Historia: fue pues sin historia que se realizó “esa labor inmensa y variada que supone el crecimiento de las familias en tribus, de las tribus en pueblos y la dispersión consiguiente a tal aumento, que permite presumir grandes complicaciones, guerras, perturbaciones y decadencias” (ibid., p. 166; trad. fr.: p. 195 [trad. esp.: p. 138]). El nuevo saber filológico tampoco autoriza, a los ojos de la especulación, una ampliación del dominio de la Historia: “El gran descubrimiento histórico, grande como el de un nuevo mundo, ha sido el que tuvo lugar hace veintitantos años, sobre la lengua sánscrita y sobre la relación de las lenguas europeas con el sánscrito. Este descubrimiento nos ha mostrado la unión histórica de los pueblos germánicos y los pueblos indos [...]. La indicada relación entre las lenguas de pueblos tan distantes y diversos [...] ( y no solo en los tiempos actuales, sino desde los ya antiguos en que los conocemos) nos ofrece un resultado que nos revela como un hecho innegable la dispersión de estas naciones, a partir de Asia, y el desarrollo divergente [las cursivas son mías] de su afinidad primitiva. [...] Pero ese pasado, que se ofrece tan largo, cae fuera de la historia; ha precedido a la historia propiamente dicha” (ibid., p. 163; trad. fr.: pp. 192-193) [trad. esp.: pp. 136-137].
4. “La China y la India son el sordo germinar del espíritu” (Vorlesungen über die Philosophie der Weitgeschichte [abreviado: VPh Wg.], vol. II, Die Orientalische Welt, ed. de G. Lasson, Hamburgo, Felix Meiner, 1968, p. 418. Nos referimos a veces a la traducción de J. Gibelin, Leçons sur la Philosophie de l’Histoire, París, Vrin, 1967) [las citas de esta obra se basan, no de manera literal, en la edición en español: Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, op. cit., p. 326].
5. “Es preciso saber que el estado del mundo, de un pueblo, depende del concepto que él tiene de sí mismo” (Einleitung in die Geschichte der Philosophie, ed. de J. Hoffmeister, Hamburgo, Felix Meiner, 1966, p. 62; trad. al francés de J. Gibelin, Leçons sur l’Histoire de la Philosophie, París, Gallimard, Idées, 1954, p. 80).
6. Es suficiente con recordar que ese tipo de explicación se relaciona con los análisis que encontramos en la Enciclopedia (§ 459), que Hegel sitúa justamente entre la teoría de la imaginación y la teoría de la memoria, y donde se califica la cultura del espíritu chino -cultura de un pueblo “sin historia”- como statarisch (término que M. de Gandillac traduce por “fundada-sobre-el-comentario-de-escuela”; trad. fr.: p. 410), cultura a la que se adapta el lenguaje escrito jeroglífico, una escritura que es del orden del obstáculo; en contraste, la escritura alfabética constituye un “medio de cultura infinito”. Nótese también que Hegel emplea la misma palabra statarisch en el comienzo de su exposición acerca del mundo chino para mejor señalar su inmutabilidad (cf. VPh Wg., II, p. 275).
7. Cf. Vorlesungen über die Aesthetik, Werke, Suhrkamp, vol. 15, t. III, p. 242 (abreviado: VuAe.); trad. al francés de S. Jankélévitch, París, Aubier.
8. Cf., por ejemplo, VG., p. 5 y notas al margen; VPh Wg., II, p. 267; Grundlinien der Philosophie des Rechts, ed. de J. Hoffmeister, Hamburgo, Felix Meiner, 1967, § 355, p. 294; trad. al francés de André Kaan, Principes de la Philosophie du Droit, París, Gallimard, col. Idées, p. 372.
9. “Como los indios no tienen historia narrativa (Geschichte als Historie), tampoco la tienen en el sentido de los hechos (Geschichte als Taten) (res gestae); esto es, no han llegado a formar un verdadero estado político” (VPh Wg., II, p. 358; trad. fr.: p. 125 [trad. esp.: p. 282]). En ese sentido el criterio hegeliano parece incluir una excepción: la civilización china. En efecto, en repetidas ocasiones Hegel llama la atención hacia la plétora de la historiografía china. Una de las condiciones de la formación de la Historia, señaladas por él, está por tanto presente, y aun así China tampoco tiene Historia. El análisis hegeliano multiplica entonces, en otros planos, el inventario de las disposiciones que dejan a China al margen de la Historia, entre ellas la forma china del despotismo oriental. Además, Hegel parece, in extremis, invertir su argumento para poder seguir aplicándolo: los historiadores chinos no solo tratan lo mítico y lo prehistórico como si fuesen la propia historia, sino que también pecan por exceso de exactitud. Dicha exactitud es menos la de una historiografía descriptiva que la que preside el establecimiento de los archivos de la administración “despótica” del Imperio. La vida china, en la opinión de Hegel, es pues el cúmulo del prosaísmo (Hegel insiste en ese punto a lo largo de la exposición acerca del mundo oriental) y su historiografía, “que no desarrolla nada por sí misma” (ibid., II, p. 283; trad. fr.: p. 94), es más bien del orden del obstáculo.
10. Cf. Enzyclopädie der philosophischen Wissenschaften im Grundisse (1830), ed. de F. Nicolin y Pöggeler, Hamburgo, Felix Meiner, 1959, § 464. Para las Adiciones (abreviado: Zus.) citamos por la edición de Suhrkamp de las Werke, vols. 8, 9 y 10. Traducciones al francés de B. Bougeois, París, Vrin, 1970, para la primera parte y las respectivas adiciones; M. de Gandillac, París, Gallimard, 1970, para la segunda y la tercera partes.
11. Sobre los orígenes de ese “motivo” hegeliano, véase Jacques D’Hondt, Hegel secret, París, PUF, 1968, pp. 83 y ss.
12. Wissenschaft der Logik, ed. de G. Lasson, Hamburgo, Felix Meiner, 1967, vol. I, p. 117 (abreviado: WdL.); trad. al francés de S. Jankélévitch, Science de la Logique, París, Aubier, vol. I, p. 129 [la cita pertenece a la edición en español: Ciencia de la lógica, trad. de Augusta y Rodolfo Mondolfo, Buenos Aires, Solar/Hachette, 1968, pp. 115-116].
13. Phänomenologie des Geistes, ed. de J. Hoffmeister, Hamburgo, Felix Meiner, 1952, p. 29; trad. al francés de J. Hyppolite, París, Aubier, vol. I, p. 29 [la cita pertenece a la edición en español: Fenomenología del espíritu, trad. de Wenceslao Roces, México, Fondo de Cultura Económica, 1966, p. 24].
14. Ciertas observaciones de la Enciclopedia a propósito de la distinción entre tiempo y duración ya habían tomado ese mismo rumbo: “lo pésimo (dura) porque es una universalidad abstracta, así el espacio, así el propio tiempo, el sol, los elementos, piedras, montañas, la naturaleza inorgánica en general, y también obras de los hombres, pirámides; su duración no es un privilegio. Lo que dura es más respetado que lo que pronto perece; pero todo florecimiento, toda bella vitalidad tiene una muerte prematura”. Y más aun: “Aquiles, el florecimiento de la vida griega, Alejandro Magno, esa individualidad infinitamente vigorosa, no perseveraron; solo sus actos, sus acciones permanecen, esto es, el mundo instituido por ellos. Lo que es mediocre dura y gobierna por fin el mundo; esa mediocridad tiene también pensamientos, con ellos achata el mundo existente, extingue la vitalidad espiritual, hace de ella un mero hábito, y así dura. Su duración consiste justamente en persistir en la inverdad, no lograr su derecho, no dar al concepto su honra, no exponerse en ella la verdad como proceso” (Zus., § 258, W 9, II, p. 51).
 
  
