El Muro: The Wall

Eduardo Hernández Santos

Massachusetts: Red Trillium Press / Aquí en la lucha, 2010

 

José Quiroga, Emory University

     A Eduardo Hernández siempre lo asocio con el Malecón. Fue en el Malecón donde lo conocí la primera vez, en una zona a la que le llamaban “la acera del Fiat” (ignoro si eso existe todavía o si todavía se llama así), que parecía la última frontera del mundo. A un lado, la ciudad, y al otro lado, la boca de lobo nocturna del mar, y a ese muro se agarraban todos aquellos seres que sacaban a la calle sus lentejuelas, sus jeans bien apretados para marcar el bulto completo—a quererse un poco y dejarse querer.  Le daban a la ciudad su fiesta.  En aquel asombro de lugar me encontré con un amigo y conocí a Eduardo Hernández Santos, y todos hablamos y no hablamos de aquel sitio. Vi una patrulla una noche, de lejos. Había algo duro y celebratorio: tanta abundancia en bulto y sexo y todo bien duro…
     Eduardo Hernández nació en 1966 y se graduó de la Academia Nacional de Artes Plásticas San Alejandro en el 1985. Su obra siempre ha representado abiertamente el tema de la masculinidad y la sexualidad de muchas maneras — ya sea en sus fotos de desnudos masculinos recortados sobre un fondo negro, o en sus collages, en los que Hernandez Santos recorta cuerpos y rostros y pedazos de cuerpos, y los coloca en situaciones y arquitecturas insólitas. Logra así efectos impredecibles: juegos de superficie en los que el cuerpo se mecaniza, y en ocasiones, se libera de su propia organicidad.  
Como en aquella época (hablo de finales de los noventa) lo que rastrea Eduardo Hernández Santos en El muro es una aparición – unas apariciones. Marilyn y Manson, las chicas de la portada, por ejemplo: sus piercings, sus cueros, lipstick,  y anillos. Salen de la noche a encontrarse con el flash, y Hernándes Santos las retrata con el fondo oscuro del agua, del cielo, o de la nada.  Un chico con cadenas colgando de los bolsillos, camiseta sin mangas, tatuajes, una chiva y cadenas. Hermoso, listo para la batalla. Justo al lado, en la foto del muro Hernández Santos ha traspasado con stencil una cita de “La isla en peso” de Virgilio Piñera, y al otro lado unas letras en código sobre otro pedazo del muro que retrata. Las páginas se abren de esa forma en un tríptico, y en casi todas las ocasiones en el centro está la figura de los ciudadanos que se dejan sorprender en la noche, para convertirse en la cita de un discurso otro—encarnaciones de un texto de Virgilio Piñera que resumía la fatalidad de una condición insuperable, o referencias de un graffitti escrito en código.
     En el centro de las páginas de esta edición: la acción detenida (por el muro mismo), de esos seres de la noche: uñas oscuras, agarraderas de cuero, mucha malla glam y hasta gótica, y labios muy pintados, y aretes y piercings por todas partes. Hay una que lleva la carterita en la mano. Y la otra, de labios anchos, ojos de almendra marcados con kohl y de pómulos muy definidos. Una con la falda levantada revela su tanga, de espaldas a la cámara. Y está aquella que baila con el culo prensado en las tacas encima del muro del malecón. Hay chiquitos que usan sus cintos blancos (muy de moda), su corbatica con el nudo suelto. Y hay una que lleva botas hasta el tobillo, y hot pants, y quien sabe cuánto le tomó hacerse el pelo para salir de noche.
     “La isla en peso” es el poema que no le gustó a Cintio Vitier, el poema de la negrada, el poema de ese Caribe que no es “nuestro Caribe.” El desgaste y el delirio es lo que busca representarse aquí — en el poema y en las fotos.  Hernández Santos lo logra valiéndose de una estética sucia, haciendo del papel como si fuera una plancha de aluminio. Es el encuentro de la estética y la necesidad, porque Hernández Santos funciona con los materiales que tiene: químicos expirados, papel de fotografía viejo o datado, y al parecer revelados con químicos también agotados. El efecto es raro, sucio, distante y visceral. “Estas fotos son mi homenaje a todos ellas, a su valor,” escribe Eduardo Hernández, y efectivamente, es transgresor todo y duro.
     La edición misma es un juego entre la carestía y el proyecto artesanal. Red Trillium Press (www.redtrilliumpress.com) es la obra de Steven C. Daiber, cuya base se encuentra en Massachusetts. Daiber es un artista del libro, y su trabajo es con papel, tinta y pluma. Desde el 2001 ha ido a Cuba regularmente, y ha facilitado diálogos entre artistas cubanos y el extranjero. Sus ediciones de autor crean objetos reales, pero a la vez metafóricos: palacios de la memoria en los que cada elemento subraya un significado. El papel es lo que hace esta obra, pero el papel mismo es un significado amplio: en uno de sus libros de arte, los filtros de automóviles encontrados en La Habana se pueden utilizar para hacer un proyecto en acordeón, al cual se le adhieren marquillas de tabaco, mapas de carreteras cubanas, y otros materiales encontrados. Una de sus ediciones, titulada Cuba, contiene imágenes de trabajo, mapas de carreteras de Washington DC y Hyannis Port Massachusetts (¿no estaba ahí la casa de veraneo del presidente Kennedy?), en los años sesenta. El objeto-libro tiene simbólicamente roto el espinazo, y será re-cosido cuando se normalicen las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos. El objeto fue impreso en el Taller Experimental de Gráfica de La Habana, por Yordanis García Delaedo. En Vietnam, Daiber hizo un taller de cuatro días en el Centro Contemporáneo de Bellas Artes de Hanoi con 13 impresores, pintores y diseñadores graficos vietnamitas. En una casa de publicación de libros para niños, organizó un taller en el que se hicieron libros de origami.
     En El Muro Eduardo Hernández deja constancia de un momento en la noche habanera, en un lugar en específico. No sé muy bien si La Habana se ha balcanizado. No sé tampoco (no puedo decir) cuál es la relación entre los espacios — si la avenida de los Presidentes, o G, se ha convertido en el centro de la escena freaky o heavy metal, o emo, o si el malecón ha quedado más bien como el espacio para toda esta ciudadanía gay. En algún momento me dijeron que lo del Fiat ya no existía—o que existía más bien como espacio para turistas. Era aquella la época en la que corrían toda serie de cuentos, que tenían que ver con fiestas privadas, o fiestas de percheros, o redadas donde se encontraban turistas, maricones, lesbianas, proxenetas, italianos—todos aquellos que “descubrieron” La Habana y que la dejan nuevamente sola, cuando se acaba el frenesí.

     Eduardo Hernández Santos retrata los espacios de La Habana que más familiares me resultan, sin perder su especificidad de tiempo y de historia. Frente al discurso higiénico y moralizante, es aterrador y da esperanza ver una paladar que tiene en la pared colgada uno de esos tapices que solo se ven bien con el blacklight, un jarrón con flores plásticas, y el atuendo de toda aquella gente que se desborda en el Malecón. El libro incluye tambien un ensayo de Abel Sierra Madero, con lo que queda el objeto más que completo. Es la mirada del presente, de ese que está ahí, aunque no se quiera ver.