Palabras del trasfondo. Intelectuales, literatura e  ideología en la Revolución Cubana. 
      Duanel Díaz 
     Madrid: Editorial Colibrí, 2009
      213 p.
    Anke Birkenmaier, Columbia University
     Sine ira et studio era el lema de Tácito al escribir su  historia del emperador romano Augusto. El libro de Duanel Díaz está escrito, al  contrario, con una parcialidad que refresca. En sus dos libros anteriores, Mañach o la República (2003) y Los límites del Origenismo (2005), Díaz  había más que dado muestras suficientes de su erudición y criterio  independiente. En su tercer libro continúa la indagación de los debates  literarios y culturales cubanos, enfocándose esta vez en el período que va,  desde los comienzos de la Revolución cubana, en 1959, hasta 2009. Escrito en un  tono deliberadamente suelto y provocador, Palabras  del trasfondo es un ajuste de cuentas con los protagonistas de la cultura  cubana desde 1959, lectura que se suma a una serie de ensayos históricos recientes  que han estado revisando la política cultural cubana de la Revolución. 
           El propósito de Díaz es ofrecer una visión de  conjunto de los debates sobre la intelectualidad cubana, clasificándolos en   tres categorías: los textos programáticos; las ficciones, poesías y obras de  teatro consideradas revolucionarias, y las obras consideradas  contrarrevolucionarias. Díaz empieza analizando la pérdida de memoria de la  república, simbolizada para él en la pérdida de bibliotecas personales de los  que se marchaban al exilio, pero también en la pérdida de la libertad de  producción cultural a partir del cierre de la prensa libre y de las “Palabras a  los intelectuales,” de Fidel Castro. En el capítulo que lleva por título “Del  pecado original,” el autor se adentra en las controversias que rodearon al vanguardismo  y al realismo socialista de los años sesenta, evocando las tensiones  irresueltas entre la violencia y los conflictos acérrimos del comienzo de la  Revolución, por una parte, y la esperanza que muchos albergaron de que la  Revolución haría posible un “arte revolucionario independiente,” en palabras de  André Breton. El siguiente capítulo presenta la poesía revolucionaria escrita  por Eliseo Diego, Heberto Padilla y otros, así como también la llamada  literatura de la violencia de Norberto Fuentes y Jesús Díaz, y algunas “novelas  de la caña,” además de Memorias del  subdesarrollo, de Edmundo Desnoes, o La  última mujer y el próximo combate, de Manuel Cofiño, haciendo hincapié  siempre en el compromiso político de estos autores con la causa revolucionaria.  El autor luego discute la noción de “diversionismo ideológico,” central en los  años setenta, y aún después, mostrando que la doctrina del realismo socialista  había sido preconizada por Mirta Aguirre desde principios de los años sesenta,  convirtiéndose luego en dogma y base de la política cultural de los años  setenta. Esto incluso se hizo sentir en la Constitución Socialista de 1978. Díaz  nos recuerda el autor el canon marxista que se estableció entonces y los  ataques que se hicieron contra el barroquismo de las obras de Severo Sarduy y  hasta de Alejo Carpentier. Esto lo lleva a desarrollar una interesante discusión  de la ficción policíaca promovida entonces por sobre la obra de estos autores.  Finalmente, los últimos dos capítulos discuten lo que Díaz llama el “deshielo  tropical,” es decir, las señales de tolerancia hacia la producción cultural  contemporánea, el selectivo reconocimiento de errores del pasado, y la  publicación de algunos escritores del exilio en Cuba. Para Díaz, este deshielo  relativo es señal no tanto de un cambio de ideología, sino de la crisis del  régimen. Tomando la película Fresa y  chocolate como ejemplo, argumenta que la insistencia en esta película sobre  una cultura cubana autónoma se hace solamente para no tener que hablar de  política: “El culto a la identidad nacional implica, en cierto modo, la  adopción de una idea ‘burguesa’ de la cultura como cultivo de la interioridad,  al margen del espacio público de la confrontación política” (178). Este, sin  embargo, es un conflicto del que no se salva el Duanel Díaz. Al abogar por un  pensamiento crítico más allá de la disyuntiva entre literatura y política, se  expone al mismo criterio de la ortodoxia política que acusa. Díaz luego vuelve  sobre un terreno más seguro al criticar la participación de Cintio Vitier en la  llamada batalla de las ideas, y el “socialismo con rostro humano” del cine de  Tomás Gutiérrez Alea, sugiriendo que lo único interesante hoy en día en el  ámbito de la cultura cubana son los universos marginales y apocalípticos de  Pedro Juan Gutiérrez y del poeta Juan Carlos Flores en Alamar. Díaz se queda al  final, por tanto, en una posición algo paradójica: describe el nexo entrañable en  Cuba entre la cultura y la política e insiste en la necesidad de encontrar  espacios de crítica desde donde ofrecer visiones alternativas; estos espacios  son definidos, sin embargo, por su contenido poético, como espacios autónomos,  al fin.
tres categorías: los textos programáticos; las ficciones, poesías y obras de  teatro consideradas revolucionarias, y las obras consideradas  contrarrevolucionarias. Díaz empieza analizando la pérdida de memoria de la  república, simbolizada para él en la pérdida de bibliotecas personales de los  que se marchaban al exilio, pero también en la pérdida de la libertad de  producción cultural a partir del cierre de la prensa libre y de las “Palabras a  los intelectuales,” de Fidel Castro. En el capítulo que lleva por título “Del  pecado original,” el autor se adentra en las controversias que rodearon al vanguardismo  y al realismo socialista de los años sesenta, evocando las tensiones  irresueltas entre la violencia y los conflictos acérrimos del comienzo de la  Revolución, por una parte, y la esperanza que muchos albergaron de que la  Revolución haría posible un “arte revolucionario independiente,” en palabras de  André Breton. El siguiente capítulo presenta la poesía revolucionaria escrita  por Eliseo Diego, Heberto Padilla y otros, así como también la llamada  literatura de la violencia de Norberto Fuentes y Jesús Díaz, y algunas “novelas  de la caña,” además de Memorias del  subdesarrollo, de Edmundo Desnoes, o La  última mujer y el próximo combate, de Manuel Cofiño, haciendo hincapié  siempre en el compromiso político de estos autores con la causa revolucionaria.  El autor luego discute la noción de “diversionismo ideológico,” central en los  años setenta, y aún después, mostrando que la doctrina del realismo socialista  había sido preconizada por Mirta Aguirre desde principios de los años sesenta,  convirtiéndose luego en dogma y base de la política cultural de los años  setenta. Esto incluso se hizo sentir en la Constitución Socialista de 1978. Díaz  nos recuerda el autor el canon marxista que se estableció entonces y los  ataques que se hicieron contra el barroquismo de las obras de Severo Sarduy y  hasta de Alejo Carpentier. Esto lo lleva a desarrollar una interesante discusión  de la ficción policíaca promovida entonces por sobre la obra de estos autores.  Finalmente, los últimos dos capítulos discuten lo que Díaz llama el “deshielo  tropical,” es decir, las señales de tolerancia hacia la producción cultural  contemporánea, el selectivo reconocimiento de errores del pasado, y la  publicación de algunos escritores del exilio en Cuba. Para Díaz, este deshielo  relativo es señal no tanto de un cambio de ideología, sino de la crisis del  régimen. Tomando la película Fresa y  chocolate como ejemplo, argumenta que la insistencia en esta película sobre  una cultura cubana autónoma se hace solamente para no tener que hablar de  política: “El culto a la identidad nacional implica, en cierto modo, la  adopción de una idea ‘burguesa’ de la cultura como cultivo de la interioridad,  al margen del espacio público de la confrontación política” (178). Este, sin  embargo, es un conflicto del que no se salva el Duanel Díaz. Al abogar por un  pensamiento crítico más allá de la disyuntiva entre literatura y política, se  expone al mismo criterio de la ortodoxia política que acusa. Díaz luego vuelve  sobre un terreno más seguro al criticar la participación de Cintio Vitier en la  llamada batalla de las ideas, y el “socialismo con rostro humano” del cine de  Tomás Gutiérrez Alea, sugiriendo que lo único interesante hoy en día en el  ámbito de la cultura cubana son los universos marginales y apocalípticos de  Pedro Juan Gutiérrez y del poeta Juan Carlos Flores en Alamar. Díaz se queda al  final, por tanto, en una posición algo paradójica: describe el nexo entrañable en  Cuba entre la cultura y la política e insiste en la necesidad de encontrar  espacios de crítica desde donde ofrecer visiones alternativas; estos espacios  son definidos, sin embargo, por su contenido poético, como espacios autónomos,  al fin.
           El libro de Díaz se restringe al repaso y la  revaloración de eventos, publicaciones y debates exclusivamente cubanos. Así, Díaz  deja fuera varias preguntas que pueden ser fructíferas para estudios futuros.  Una de ellas es la pregunta por la manera en que la política cultural cubana se  puede comparar con la de otros países comunistas en el Este de Europa y la  Unión Soviética. Dado el auge actual de los estudios postcomunistas y de los  estudios de la Guerra Fría, sería importante estudiar el caso de Cuba en un  marco más amplio, enfatizando no sólo la calidad y responsabilidad de sus  escritores, sino también la cantidad de publicaciones, su consumo y exportación  en comparación con otros países comunistas. También sería bueno hacer estudios  empíricos sobre otros medios de difusión y de contacto cultural en Cuba más  allá del libro, especialmente en los últimos diez años cuando el internet y el  teléfono celular han llegado a tener una presencia importante a pesar de todo. Otro  aspecto a revisar sería el concepto latinoamericano del intelectual y los  cambios que ha experimentado, al menos desde 1989. Díaz se contenta con la  dicotomía, común en los sesenta, entre intelectual “revolucionario” e  intelectual distanciado au dessus de la  mêlée, según el muy citado Julien Benda. Sería fructífero, creo, invertir  la perspectiva y cuestionar radicalmente el privilegio del “intelectual” en  Cuba, comparándolo con otros países latinoamericanos, donde hoy en día los  intelectuales y escritores han perdido en gran parte su voz y presencia  pública. Las limitaciones de Palabras  del trasfondo de cierta manera también constituyen su fuerza. Más que nada,  el propósito de Díaz es moral; dice su verdad sobre los debates de la  intelectualidad cubana, tal como el autor los estudió y vivió en persona. En  este sentido, Palabras del trasfondo es un ensayo de psicología colectiva de los escritores y ensayistas cubanos, y de  su sentido de responsabilidad y de culpa hasta hoy frente al estado cubano.
 
  
