Simulaciones de la memoria: Antonio José Ponte y Tuguria, la ciudad-ruina

Ivette Gómez, Pomona College

 

El simulacro no es nunca lo que esconde la verdad – es la verdad la que esconde el hecho de que no hay tal. El simulacro es la verdad.                                       
Jean Baudrillard. Simulacra and Simulation (1)

Cuando pienso en el futuro, mi desesperación es urbanística. A diferencia de quienes intentan avizorar en otros campos la naturaleza de lo que vendrá, mi pregunta se centra en la suerte de unas calles.
Antonio José Ponte. La fiesta vigilada

 

     La Habana de finales de siglo XX y principios del XXI ha sido descrita por varios escritores y ensayistas cubanos contemporáneos como una ciudad devastada por la guerra. En la novela Perversiones en el Prado (1999) de Miguel Mejides, la capital cubana es comparada con Beirut: “Sufrida Habana que había resistido el ataque de sus mismos hijos, ahora ciudad convertida en un Beirut caribeño, sus ruinas desinfladas en el grito de la noche” (118). Y en el libro de ensayos La balsa perpetua (1998) de Iván de la Nuez es asociada con Saravejo:

En la misma medida en que la crisis cubana anuncia algún fin, La Habana aparece como una ciudad devastada. Una capital que aunque no ha vivido una guerra – pese a que ésta ha sido anunciada allí cada día– vive en el estado físico de la posguerra. Una suerte de Saravejo futurista destruida no por las bombas, sino por el efecto demoledor del discurso. Desplomada no ya por la batalla de las armas sino por la guerra de las palabras. (69)

     La cita de De la Nuez apunta a un simulacro en el que intervienen las ruinas de la capital cubana. Como se nota en la misma, las ruinas de La Habana corresponden a la representación de una guerra por la que la ciudad no ha pasado, pero que es constantemente anunciada, recordada, por el discurso del poder. Este discurso, como continúa haciendo notar el crítico de arte, termina por hacer de La Habana una “arquitectura lúgubre,” un espacio habitado solamente por los emblemas y los discursos, y abandonada por los sujetos:

Miro el paisaje pero no encuentro “la ciudad de las columnas”, tampoco la ciudad inventada – e inventariada – por sus grandes narradores: Lezama Lima, Carpentier, Cabrera Infante, Severo Sarduy. No. El paisaje de La Habana con el que me tropiezo es el de una ciudad posterior, tecnofascista, armada por la arquitectura lúgubre del poder y por sus maneras de construir el espacio. Un perímetro hecho para que moren en él los monumentos, las estatuas y los ecos de los discursos, mas no los sujetos que han desaparecido bajo el peso inevitable de estas estructuras (69).

     Pero, ¿qué guerra es ésta que menciona de la Nuez y sugiere Mejides? Se trata de la ya casi olvidada “Guerra Fría,” una guerra en la que La Habana, quizás más que ninguna otra capital latinoamericana, jugó un rol principal. Sólo habría que recordar aquí su protagonismo en el conflicto que, por poco, inicia la Tercera Guerra Mundial y el fin de una buena parte de la humanidad: la Crisis de los Misiles de octubre de 1962, un evento en el que: “por un momento de crisis suprema, Cuba fue la bisagra del mundo.”(2) Las ruinas de La Habana – una ciudad que estuvo al borde de la destrucción, como la última escena de Memorias del subdesarrollo, el filme de Tomás Gutiérrez Alea basado en la novela de Edmundo Desnoes, hace notar – no sólo alegorizan esta guerra, sino también la desaparición en Cuba de la presencia cultural de uno de los países que intervinieron en ella: la Unión Soviética.  
     La palabra ruina, cuya etimología proviene del verbo latino ruere que quiere decir “caer” o “derrumbarse,” suele asociarse con la caída de imperios. En este sentido, las ruinas habaneras suponen también la caída del “imperio” soviético y el derrumbe de la relevancia de Cuba como una de sus más pintorescas provincias en el continente americano. Es el fin de la Guerra Fría el que precisamente coincide con el final de este imperio y con el inicio en la isla del “Período Especial.” Este período que se caracteriza por la instauración en la economía cubana de medidas que rayan con el orden capitalista –la apertura del mercado cubano al dólar y al turismo extranjero– trae también consigo la eliminación, en lo político, de la huella soviética. Este cambio de afectos ha sido estudiado por el historiador Rafael Rojas, quien en Tumbas sin sosiego (2006) señala, como una de las reformas ocurridas en el “Período Especial,” el reemplazo de los términos “marxismo-leninismo” y “clase obrera” por el de “nación” en la Constitución de la República de Cuba. Analizando las reformas que sufre el texto constitucional de 1976 en 1992, Rojas concluye:

Es cierto que el artículo 5 de la Constitución de 1992 mantuvo el principio rector de un régimen totalitario comunista al establecer que el Partido Comunista de Cuba es “la fuerza dirigente superior de la sociedad y el Estado, que organiza y orienta los esfuerzos comunes hacia los altos fines de la construcción del socialismo y el avance hacia la sociedad comunista”. Sin embargo, al definir a ese partido como la “vanguardia organizada de la nación cubana” y no como la “vanguardia organizada marxista-leninista de la clase obrera”, la Constitución insinuaba un desplazamiento compensatorio de la doctrina jurídica del marxismo-leninismo al acervo nacionalista de la Revolución cubana (432).

     A pesar de que en sus ensayos Rojas reconoce ciertas matizaciones del discurso del poder durante esta etapa de pretendido corte con lo soviético, el historiador no deja de insistir en el mantenimiento, por parte del Estado cubano, de una ideología totalitaria que no renuncia al control de la sociedad y el dominio del tiempo. En el postcomunismo cubano, es el mismo régimen político el que regula las relaciones con el pasado: el que borra los rastros de su antigua ensoñación comunista y estatiza la capitalización de la nueva economía; el que promueve derrumbes y reconstrucciones en la zona colonial de la ciudad, la turística Habana Vieja, y en otras, menos dichosas, el arruinamiento de la misma, la construcción de ruinas que recuerden un conflicto que no acabó con la Guerra Fría: la lucha del pueblo cubano con los Estados Unidos. Es contra este “lavado oficial de la memoria urbana” que refiere Rojas en otro de sus ensayos, que reacciona de la Nuez en La balsa perpetua.(3) Es contra esta misma manipulación del tiempo que esconde el control simbólico del espacio por parte del poder, contra este acto conciente de hacer ruinas por parte del gobierno revolucionario, que reacciona la obra de otro escritor cubano: Antonio José Ponte (1965).
     Reconocido como el ruinólogo de La Habana del “Período Especial,” Ponte es uno de los escritores cubanos contemporáneos que más ha trabajado el tema de las ruinas. En la obra pontiana, el tropo no sólo aparece en títulos como el del poemario Asiento en las ruinas (1997) o el del cuento “Un arte de hacer ruinas” (1998), sino que también es teóricamente abordado en varios de sus libros de ensayos, principalmente en La fiesta vigilada (2007). La preponderancia del tópico en este escritor de origen matancero se aleja de la mera manifestación de las ruinas como alegoría de la crisis y devastación asociada con el “Periodo Especial;” esta encierra también una reflexión crítica de la capacidad memorativa de unas ruinas que son simuladas.(4)  Ruinas y simulacro se unen en la obra de Ponte para exponer los artilugios – y artificios – de la memoria; sobre todo de una memoria oficial que se empeña en la rememoración de un pasado específico para alcanzar cierto fin. Tal vez uno de los críticos más directos y efectivos de “la nostalgia restauradora” del Estado (ese tipo de nostalgia que Svetlana Boym argumenta que gravita sobre lo colectivo y se manifiesta en la total reconstrucción de monumentos, emblemas y rituales patrios con el propósito de conquistar y “especializar el tiempo”)(5), en su obra Ponte “ruiniza,” fragmenta, ironiza, insiste en mostrar las simulaciones de la memoria estatal cubana y hace énfasis en el peligro que estos simulacros esconden, pues, como recuerda el filósofo francés Jean Baudrillard, el simulacro es aquello que, a pesar de no tener origen en lo real, termina por convertirse siempre en realidad.(6)  
     La simulación de la ruina, de la memoria, que trabaja Ponte se hace evidente en uno de los títulos de su obra ya mencionados: el del cuento “Un arte de hacer ruinas.” Este cuento, que desde su misma titulación anuncia un acto conciente de hechura, de construcción de ruinas, será la obra que servirá de guía al análisis de este ensayo, el que  propone examinar los modos en que Ponte elabora las ruinas habaneras finiseculares como simulacros depositarios de una memoria falsa que deja poco lugar para la práctica de una nostalgia que restaure o idealice el pasado. Sin que pueda considerarse completamente divorciada de “lo melancólico,” la escritura de las ruinas pontiana se presenta así, desde un principio, atrevida, negadora, retadora de los mecanismos del poder y, por tanto, incisivamente crítica y política. El objetivo principal de este estudio será entonces el analizar hasta dónde llega esta crítica. ¿Qué niegan y afirman las ruinas de Ponte? ¿Qué memoria oscurecen y cuál iluminan? ¿Cómo se separa el acto de recordar – concomitante a la invocación de las ruinas – de este escritor de la nostalgia restauradora de la que se aprovecha el Estado? ¿Hasta qué punto resiste este autor, perteneciente a una generación de escritores marcados más por la caída del Muro de Berlín que la por la construcción del socialismo en Cuba, la política de la nostalgia practicada por un Estado que insiste en hacer de las ruinas de la capital cubana recordatorios de antiguas batallas, y la de un mercado global que encuentra en las ruinas de La Habana finisecular una imagen ideal para promover el anhelo turístico por los anacronismos?

I. En los predios de Tuguria

     “Un arte de hacer ruinas” comienza con la cita de una parábola que remite irónicamente a una situación de escasez que se inserta y rebasa los marcos históricos del “Período Especial:” la precaria situación de la vivienda en Cuba. La ironía de esta parábola radica en que, en ella, el “no tener” se vuelve causa de felicidad. Se trata de la historia de un hombre –anónimo– al que la falta de espacio en su pequeño apartamento interior le hace construir un entrepiso o barbacoa. Luego de que la llegada de su suegra y una sobrina de su mujer al reducido espacio en el que habita produce una situación de hacinamiento insoportable, el hombre se ve en la necesidad de acudir a un psiquiatra que le indica, como tratamiento, el conseguirse un chivo vivo y llevarlo a vivir a su casa. El animal, como es de suponer, llega a convertir la vida del hombre en un verdadero infierno: “Para empezar se ha merendado el forro de todos los muebles, un maletín de la suegra y una bata de casa. Caga por todas partes, huele a chivo, y de noche no deja dormir” (57).(7) Al paciente no le queda más remedio que regresar al psiquiatra, el que esta vez le ordena sacar el chivo del apartamento. Obedece, y un día después vuelve a la consulta pues, después de dormir toda la noche, tener sexo con su mujer y un desayuno con toda la familia en el que su suegra le sirve más café que el de costumbre, comprende de pronto “que la vida sin chivo puede ser maravillosa” (57). Esta cita que da inicio al cuento es la misma con la que el protagonista del mismo, un joven estudiante de urbanismo, hubiera querido encabezar su tesis sobre las barbacoas. No era una historia inventada ni leída: “se trataba de un caso real” (57), contado por el psiquiatra al joven protagonista.
     Con estos dobleces de la historia abre el cuento de Ponte, el que se seguirá balanceando en la insegura y frágil cuerda que divide la realidad de la fantasía.(8) Si el relato pontiano empieza describiendo una ciudad destruida, arruinada por problemas reales – como la sobrepoblación a causa de la migración del campo y la consecuente construcción imposible de espacios dentro de espacios –, a medida que se desarrolla el mismo descubrimos que la verdadera causa del arruinamiento pertenece más al orden de lo fantástico. Esta tiene que ver con el proceso de “tugurización,” la labor de destrucción conciente de los “tugures:” unos seres “extraños,” de “sombra ligera y sangre nómada” que buscan a toda costa el derrumbe de los edificios de la ciudad (66). Esta es la definición de los tugures que nos llega en el cuento de boca del profesor D., un urbanista retirado que el joven estudiante conoce a través del tutor de su tesis y que es el autor de El tratado breve de estática milagrosa: un estudio que da respuesta al milagro de que los edificios de la ciudad se mantengan en pie a pesar de la tugurización. Es después de la misteriosa desaparición de este tratado y de la sorpresiva muerte de su tutor y el profesor D. –quien muere aplastado por el derrumbe de su edificio – que el protagonista sigue a un tugur por un túnel, antiguo refugio para ataques aéreos, y descubre la causa principal de las ruinas de la ciudad que habita: ésta es “Tuguria, la ciudad hundida donde todo se conservaba como en la memoria” (73).
     Tuguria, la causante del arruinamiento de la ciudad de la superficie, es una réplica parásita de ésta: ella se alimenta de sus escombros, de sus fragmentos, de sus pedazos. Describe el joven estudiante de urbanismo al verla:

De no salir inmediatamente, tendría que reconocer que allí existía una ciudad muy parecida a la de arriba. Tan parecida que habría sido planeada por quienes propiciaban los derrumbes. Y frente a un edificio al que le faltaba una de sus paredes, comprendí que esa pared, en pie aún en el mundo de arriba, no demoraría en llegarle. (73)

Este edificio fracturado, nos enteramos después, se trata de la copia del ruinoso edificio donde vivía el profesor D., cuyo apartamento funcionaba, por lo demás, como un pequeño museo-ruina dela ciudad de la superficie. En él, según narra el joven estudiante, el profesor D. iba almacenando todo lo que ya no hallaba sitio en ella: bancos de parque, rejas, faroles y rótulos de calles (62).(9) Si aceptamos, por las pistas que el cuento nos da, que la ciudad de la superficie es la capital cubana, Tuguria reproduce entonces La Habana, pero no lo que La Habana fue, sino lo que es: una ciudad arruinada.(10) Tuguria no replica la monumental y animada ciudad de la época colonial ni tampoco la avant-garde y cabaretera ciudad de la República; no evoca el pasado, sólo el presente.(11) Un presente de ruinas que se equivale a sí mismo y se inmoviliza en el acto conmemorativo que alegoriza la ruina. La memoria que convoca Tuguria es entonces una memoria falsa, ilusoria, artificial – no en balde al joven estudiante, al entrar en ella le parece atravesar la taquilla de un teatro: “Sólo así, más entrampado aún que al atravesar una taquilla y meterme en tan gran luz, habría llegado a Tuguria” (73)–; es una memoria simulada, un adjetivo que Jean Baudrillard encuentra que supera la mera representación, en el sentido de copia artificiosa, de lo real.
En Simulacra and Simulation, Baudrillard argumenta que el concepto de simulación se opone al de representación en la medida que el segundo mantiene una relación, aunque sea falsa, con “lo real,” mientras que en el primero esta relación desaparece al ser “lo real” completamente absorbido, reemplazado, por “lo falso:”

La representación se deriva del principio de equivalencia entre el signo y lo real (aún si esta equivalencia es utópica, este es su axioma fundamental). La simulación, por el contrario, se deriva de la utopía del principio de equivalencia, de la negación radical del signo como valor, del signo como reverso y muerte de cualquier referencia. Mientras la representación se propone absorber la simulación interpretándola como una falsa representación, la simulación contiene a la representación misma como simulacro (6, énfasis del autor).

     El filósofo francés – que empieza el desarrollo de su teoría mencionando el relato de Borges en el que los cartógrafos de un Imperio dibujan un mapa tan exacto al territorio, incluida su escala, que al final termina por convertirse en el territorio mismo –(12), argumenta que el simulacro es aquello sin origen en lo real que termina por convertirse en realidad o en percepción de realidad: “La simulación ya no es aquella del territorio, un ente referencial o una sustancia. Es la generación de modelos de lo real sin origen en lo real: es lo hiperreal” (1). Lo hiperreal o “real producido” es para Baudrillard una dimensión de la realidad en la que la diferencia entre modelo y copia desaparece, en la que ya no es posible la separación entre “lo real” y “lo imaginario”: “De este punto en adelante, lo hiperreal se protege de lo imaginario y de cualquier distinción entre lo real y lo imaginario, dejando sólo espacio para la recurrencia circular de modelos y para generación simulada de la diferencia” (3).(13) Lo simulado amenaza entonces, según el filósofo, la diferencia entre “lo verdadero” y “lo falso.” Al generarse en esta ausencia de diferencia, el simulacro se propone como verdadero, como “real.” Pero esta “realidad” o “verdad” vuelve a apuntar a lo falso, pues el proceso de simulación se produce en un circuito ininterrumpido de intercambio en el que el simulacro se auto-refiere, se convierte en sinécdoque de sí mismo: “un simulacro no es nunca intercambiado con lo real, sino que se intercambia consigo mismo, en un circuito ininterrumpido sin referencia o circunferencia” (6).
     Tuguria, la ciudad-ruina que se auto-refiere a sí misma (ella está hecha de las ruinas de La Habana, la que ha sido arruinada, deshecha, precisamente para permitir su construcción) es un simulacro. Su creación, su hechura se instala en el orden de lo simulado: ella conserva una memoria falsa –la memorización de las ruinas que ella misma produce– que al mismo tiempo se vuelve la única memoria posible a tener, pues todo principio de “lo verdadero” se ha borrado en ella. Pero, Tuguria, la ciudad-simulacro, es una entidad peligrosa, pues al servicio de los usos de la memoria que ésta convoca no sólo se destruye la ciudad-real, pero, con ella, la vida de sus habitantes. No hay que olvidar que ella es, de una manera u otra, la causante de la muerte del tutor del estudiante y del profesor D. Detrás de la memoria simulada de Tuguria se esconde una trágica realidad y es que las ruinas, que se ponen a su servicio, no son unas ruinas cualquiera: son ruinas habitadas.

II. Ruinas habitadas

     Es en su último libro de ensayos, La fiesta vigilada (2007) donde Antonio José Ponte desarrolla con detalle su singular y lúcida teoría de las ruinas habaneras. En este texto, original combinación de ensayo, narración y memorias, Ponte enfatiza que, diferentes a las ruinas clásicas de Roma, Grecia y Egipto en las que el filósofo alemán Georg Simmel encuentra un momento de equilibrio entre naturaleza y racionalidad, las habaneras son ruinas habitadas. Para el escritor, la presencia humana en las ruinas de La Habana dificulta un acercamiento romántico a ellas. La curiosidad del turista –cuya ausencia en “Un arte” es significativa– o nacional que se aproxime a las ruinas de la capital cubana tratando de encontrar belleza en su decadencia o un boleto de viaje al pasado, habrá de chocar con la realidad precaria de unas vidas vividas, sin que haya otra opción, entre escombros. Inspirado en Jean Cocteau, quien entendía a las ruinas como “accidentes en cámara lenta”, Ponte increpa en su ensayo: “Aquel que halla deleite en ruinas habitadas cabe entre los espectadores de penas capitales, los visitantes de morgues y anfiteatros anatómicos, los curiosos de incendios, los privilegiadores de la crónica roja. Pertenece sin duda a la pandilla enamorada de la destrucción, a la Sociedad de Conocedores del Asesinato” (168).
     A la contemplación morbosa de las ruinas habitadas, el ensayista opone el remordimiento, incluso el suyo propio, pues Ponte reprocha su propia opción de acercarse a las ruinas de La Habana en busca de sentido (aunque este reproche se justifique luego al hacer notar que él mismo es un habitante de ruinas): “La contemplación de ruinas es afín al sonambulismo. Pertenece a esa clase de actos que, explicados a la luz del día, en otro orden del universo, no recaba suficientes razones” (169). Sin embargo, en el ensayo se nota también que esta contemplación es, en último término “irreprimible” y, en la medida que se vuelve incontrolable, esta actividad se torna de interés estatal: ella lo mismo sirve a fines estéticos como ideológicos. Introduciendo su teoría con ejemplos del empeño puesto por el gobierno británico en el mantenimiento mnemónico de las ruinas causadas por los bombardeos del enemigo a las ciudades inglesas durante la Segunda Guerra Mundial, ahínco que respondía a intereses artísticos –el desarrollo del picturesque británico en el que las ruinas del tiempo se confunden con las ruinas de la guerra– y nacionalistas –el “tomar por hermosas hasta las cicatrices propias” (170) –, Ponte se detiene en su reflexión del caso cubano. Le sirve al escritor, en su análisis de las sospechosas ruinas de La Habana (una ciudad que Iván de la Nuez nos recuerda que no ha sufrido ningún bombardeo), un ejemplo que encuentra en el libro In Ruins de Christopher Woodward, el del Cuartel Moncada, en el que marcas de disparos que arruinan su fachada actúan como perpetuación de un hecho histórico:

El ataque al cuartel de Santiago de Cuba, fracaso con el que se iniciara la revolución triunfante de 1959, dejó en los muros huecos de metralla. Apresados los atacantes, las autoridades militares se esmeraron en borrar las huellas del atrevimiento, cementaron los huecos. Y, llegado el triunfo de las tropas revolucionarias, los muros fueron ametrallados otra vez. Con el fin de inaugurar unos huecos conmemorativos, se reprodujo el ataque. (La fiesta vigilada, 172).

Este ejemplo, donde se demuestra cómo el mneme (la memoria) se transforma en techné (en arte manual), en mnemotecnia, visualiza la operación que, según Ponte, se encuentra detrás del arruinamiento de la capital cubana. Este proceso de ruina que primero se justifica en la sobrepoblación y el hacinamiento de los espacios de una ciudad que crece hacia adentro –una ciudad que se caracteriza por “una arquitectura que emprende el camino del exilio interior, que se encierra en sí misma y termina por devorar sus posibilidades, por encontrar su ruina” (174)–(14), acaba por explicarse como producto de un “estatismo inmobiliario impuesto por la administración revolucionaria” (178). Este “estatismo” puede ser interpretado tanto en el sentido de intervención del Estado como en la cualidad de estático, pues en su ensayo Ponte explica cómo, a su triunfo, la Revolución cubana no sólo logra impedir una “revolución urbanística” planeada por el gobierno batistiano –el cumplimiento del Plan Sert que prometía la modernización de La Habana a expensa de la demolición de casi toda su zona colonial–, sino que también inmoviliza cualquier posibilidad de cambio para la ciudad. En palabras del escritor: “La capital cubana goza, gracias a ello, de un envidiable carácter museístico. Aunque también un desmoronamiento lindante con lo irresoluble: La Habana es un museo en ruinas” (178).    
     La museificación de la ciudad, que también incluye el hacer un museo de su “fiesta,” corresponde con el deseo por parte del Estado cubano de historizar, de unir bajo una dirección única la arquitectura con la memoria. Pero esta memoria apunta –se continúa notando en La fiesta vigilada– sólo a los eventos o sucesos relacionados con el proceso revolucionario, pues: “Muy escasos miramientos debían esperar los hitos de una historia anterior. Todo lo alzado antes de 1959, obra de padres o abuelos, encerraba culpa y tendría que avergonzarse hasta las ruinas” (184). Y aquí se vuelve a asociar, otra vez, al remordimiento con las ruinas. Para Ponte, La Habana actual es una ruina que incita tanto al olvido como a la memoria: al borre de todos esos sucesos históricos pre-revolucionarios o revolucionarios que no conviene recordar y a la evocación de aquellos que marcan el excepcionalismo de la Revolución cubana. Dentro de este excepcionalismo se encuentra la eterna lucha que libra la misma Revolución por su soberanía y supervivencia. En este sentido, Ponte recuerda que uno de los temas principales del discurso historizante del gobierno revolucionario es el de la militarización: el anuncio constante de invasiones, guerras y batallas.
     Considerando la permanente retórica de guerra que domina el discurso oficial del Estado cubano, un discurso que se concretiza en las constantes alusiones a la invasión norteamericana y recordatorios de la crisis de los misiles, la batalla de Playa Girón, la guerra contra el analfabetismo, contra el vicio, contra el bloqueo y –más reciente– “la batalla de ideas”, en su ensayo Ponte argumenta que La Habana actual es una creación, la hechura conciente de un escenario de guerra, de “una guerra ocurrida nunca” (204). Para el escritor, las de La Habana son, entonces, unas ruinas simuladas cuyo único fin es el de la legitimación política: “Estas calles destruidas por los bombardeos del tiempo son perfecto escenario para un discurso de plaza sitiada. La Habana es una localización a la medida de esa añoranza (inescondible en el monólogo revolucionario cubano) por el ataque militar que John F. Kennedy no propició, ni ha propiciado hasta hoy ninguno de sus sucesores en la presidencia” (204).
     Aunque en La fiesta Ponte se ocupa de demostrar cómo este ataque, esta guerra, está presente en el imaginario de la Revolución desde sus inicios – al citar una misiva en la que el máximo líder de la misma notifica a su ayudante principal que, concluida la campaña que libraban por entonces, él iniciaría otra, más larga y más violenta contra el país del norte, pues aquella segunda movilización sería “la verdadera guerra” (204)-, es en una entrevista dada a Florián Borchmeyer, director alemán de un documental cuyo título es una versión del cuento que aquí se analiza, que el escritor expone claramente su teoría de las ruinas habaneras. En este documental, titulado Habana. Arte nuevo de hacer ruinas (2007), Ponte declara:  

Yo tengo una teoría que es: todo el discurso de Fidel Castro, en estos momentos y desde hace muchos años, desde el inicio, se basa en la invasión norteamericana. La ciudad de La Habana, manteniéndose en ruinas, es exactamente, corresponde exactamente con ese discurso. De algún modo, para legitimar el poder político Fidel Castro ha dicho que estamos a punto de ser invadidos por los Estados Unidos. Para legitimar arquitectónicamente ese discurso político la ciudad tiene el aspecto de haber sido ya bombardeada, de haber sido invadida. Entonces, en ese sentido, me parece que puede hablarse de un arte nuevo de hacer ruinas (…) como la invasión no tuvo lugar, nosotros somos las ruinas falsas de esa invasión, de esa guerra que no fue.(15)

Es en este documental, más que en La fiesta vigilada, donde Ponte mejor plantea la tragedia que constituye el habitar unas ruinas simuladas: y es que su falsedad alcanza también a sus habitantes. Lo falso del simulacro llega a convertirse en la verdad del habitante de ruinas. El deslinde entre “lo imaginario” y “lo real” se borra y, como señala Baudrillard, el simulacro llega a convertirse en realidad. “La convivencia con la ruina siempre es trágica. Siempre está la posibilidad de que te estás arruinando tú también dentro de ella,” manifiesta el escritor en el documental. La inmovilidad del tiempo, de la memoria, a la que apuesta la ruina simulada se reproduce así en la vida del habitante de ruinas, el que, según Ponte, sufre de parálisis, de una sensación de estancamiento y de imposibilidad de cambio:

Yo creo que vivir en ruinas te menoscaba tu auto-confianza. Si tú no puedes, en lo íntimo, rehacer lo que va cayendo, entonces no podrás hacerlo en ningún sitio. En eso es en lo que yo pienso que hay un pensamiento del poder sobre la ruina, de mostrar a cada súbdito que no se puede cambiar nada. Si tú no puedes cambiar tu casa, tú no puedes cambiar el reino. Ese fracaso privado garantiza el fracaso público y eso es lo que yo creo que anima el desánimo político cubano, el desánimo civil cubano. La conciencia metida en la cabeza de cada uno de que no hay nada que se puede hacer, que hay que dejar que los edificios se caigan, no puedes cambiar nada. Entonces eso, creo yo, ha sido la mayor contribución de la Revolución cubana al pensamiento urbanístico: la idea de que nada se puede restaurar, nada se puede arreglar. Entonces no se puede arreglar el país tampoco. (“Habana”).

     Contra esta imposibilidad de cambio propiciada por el poder, contra ese “desánimo político y civil” y el impedimento de un posible “arreglo” es que se declara Ponte en su escritura. Si en el cuento “Un arte de hacer ruinas” el narrador ficcionaliza el peligro que supone el mantenimiento de una utopía a través de la construcción de un simulacro (Tuguria), en La fiesta el ensayista se opone a la simulación de la memoria que representa La Habana en ruinas. A la inamovilidad de la memoria estatal que persiste en la perpetuación de un presente de lucha, sacrificio y espera, en su cuento Ponte contrapone la memoria de la ficción: una memoria que se caracteriza por la movilidad, por saltos y fragmentaciones del tiempo e, incluso, por contener la posibilidad del olvido. Ya se mencionó que “Un arte de hacer ruinas” abre con la cita de una parábola, de un cuento, lo que no se ha dicho todavía es que el relato pontiano cierra con una “cita de la memoria,” una cita que refiere, otra vez, a un cuento. Se trata de la fábula del escritor inglés Lord Dunsany (1878-1957) titulada “Bethmoora,” la historia de una ciudad-ruina que el joven estudiante de urbanismo escucha muchas veces de boca de su abuelo sin saber si aludía a una “ciudad real o imaginaria.” La línea final de “Un arte” reza: “Y como ocurre con tantas citas de la memoria, su momento definitivo le llegó después, inesperadamente” (73).(16)
     En La fiesta vigilada Ponte también combate – más que resiste – la práctica de la memoria oficial hurgando en sus recovecos, “espiando” sus silencios y desafiando su historia.(17) Plantado en un supuesto “pos, el del período pos-soviético o del pos-comunismo, el escritor no sólo historiza el presente cubano de finales de los noventa y principios del nuevo milenio, –un presente marcado por las ruinas, los apagones, por la ciudadanía de segunda del cubano, por su obligatoriedad de pedir permiso de salida para viajar al exterior, por el sistema de apartheid entre nacionales y extranjeros, por la “desactivación” de intelectuales no comprometidos con el sistema, por la vigilancia, el espionaje y delación promovida por los aparatos gubernamentales–, sino que también recupera ciertos “fantasmas” del pasado, una memoria cultural que no consta o insiste en desaparecer de los anaqueles oficiales. En La fiesta Ponte hace hablar los “silencios” de la historia revolucionaria: la censura del documental PM, la prohibición de la música de los Beatles, la muerte civil de Virgilio Piñera, la ruptura de la relación del filósofo Jean-Paul Sartre con la Revolución a raíz del “caso Padilla,” el fracaso de la construcción de las Escuelas de Arte –verdaderas ruinas revolucionarias– entre otros episodios menos conocidos. Con este inventario de censuras, prohibiciones y frustraciones, el ensayista y narrador no sólo invita a pensar en la imposibilidad de ese “pos” en el presente, en la no-existencia de un régimen pos-dictatorial o pos-totalitario que no persiste en mantener relaciones de control y dominación sobre el tiempo y el espacio, sobre la sociedad cubana, también insiste en mostrar la irresolución de cierto pasado, la permanencia de cierta injusticia de antaño.
     La injusticia que destila de la escritura de “Un arte” y de La fiesta está inscrita en el arruinamiento, el de la ciudad y el de sus ciudadanos: la muerte del profesor D. y el tutor del estudiante de urbanismo en el cuento y la muerte pública del escritor en el libro de ensayos. Este último también describe la expulsión que sufre el narrador (alter-ego de Ponte) de los órganos oficiales de la cultura de la Cuba pos-soviética, un suceso que se compara a la muerte civil de Virgilio Piñera en la década del setenta:

Días después, en una terraza de la Unión de Escritores, dos funcionarios me notificaron la expulsión de la ciudad letrada: en adelante ningún trabajo mío podría aparecer en las revistas y editoriales del país, suspenderían cualquier presentación en público que intentara y, ya que no podían controlar mis movimientos en el extranjero, no iba a encontrar ayuda de ninguna institución para afrontar gestiones migratorias. Me dejaban a solas en el laberinto burocrático” (41).(18)

La práctica de la memoria pontiana revela así un pasado de injusticia que no está resuelto y que,
por lo mismo, irrumpe en el presente.(19) Al poner más énfasis en lo que permanece –la injusticia– que en lo que se pierde, Ponte hace un uso poco nostálgico de la memoria. Al menos la nostalgia que devela el autor en su escritura, sumamente marcada por el sarcasmo y la ironía, no es aquella restauradora, convocada por el Estado en sus memorizaciones balísticas. Si hay algún tipo de saudade en la escritura pontiana ésta se comporta dentro de los parámetros de “la melancolía productiva”: un tipo de nostalgia que no deja de aspirar a la reparación de la injusticia. 

III. Melancolía productiva

     En el artículo “Cuba 1989-2002: melancolía, duelo y transición”, el crítico cubano-puertorriqueño José Quiroga opina que la producción cultural y literaria cubana de los últimos quince años debe ser entendida menos en términos de duelo y sí más de melancolía. Basado en la noción freudiana que define el duelo como el proceso mediante el cual la separación entre el ego y el objeto perdido puede tomar lugar y la melancolía como el proceso contrario, donde el ego es absorbido por el objeto, de manera que el duelo nunca puede consumarse, Quiroga compara el caso cubano a los de las pos-dictaduras chilenas y argentinas en las que los procesos de la memoria se dan en el contexto de un traspaso a la sociedad civil:

(…) en el Cono Sur la memoria se convierte en un reclamo civil, mientras que en el contexto cubano parece ser más bien una compensación, un homenaje tardío, un intento de rectificación. En Cuba, los procesos de “abertura” de la memoria se dan dentro del aparato estatal (…) Avalado por las instancias máximas del poder, el reclamo en Cuba se da desde el Estado mismo (82).

     El crítico, que acertadamente señala cómo luego de la debacle del campo socialista el gobierno cubano se convierte en la corporación que maneja las pautas de una transición transformándose en un “agente de mercado que rentabiliza su propia ruina con el objeto y el propósito de mercadearla y a la vez simularla” (83), considera que esta presencia intacta del Estado invalida la posibilidad de que se produzca en Cuba una ficción pos-dictatorial en la que la ausencia del objeto estatal en el ego nacional permita una separación, la catexis necesaria para el proceso de duelo. En la conclusión de su artículo Quiroga no sólo insiste en la condición melancólica del discurso intelectual que se produce en la isla en estos últimos quince años, sino que también declara la negatividad de esta condición. Luego de reafirmar la ausencia de una oposición civil y el mantenimiento de los mismos aparatos de poder, el ensayista considera que cualquier intento contestatario frente al mismo se convierte en colaboración. El “afán contestatario” se convierte en “oposición ‘estética’ y, como estética, imposibilita el duelo” (86).
     Aunque estoy de acuerdo con Quiroga en que la producción cultural, y especialmente literaria, cubana de estos últimos quince años puede ser catalogada de melancólica, difiero de su insistencia en tratar lo melancólico como algo negativo y sin ninguna conexión con el duelo, proceso que el crítico parece privilegiar con la posibilidad de contraponerse al poder. En la oposición entre el duelo y melancolía que sugiere, esta opinión no sólo no considera la relación simbiótica que existe entre estos dos procesos, también desestima la capacidad creativa y crítica de la melancolía. Desde esta perspectiva, para el estudio de la escritura pontiana –la cual Quiroga también cataloga bajo la negatividad melancólica en su artículo–(20), prefiero utilizar las ideas de los críticos estadounidenses David Eng y David Kazanjian, los que en el ensayo “Mourning Remains” elaboran el concepto de melancolía productiva.
     En este ensayo, que sirve de introducción al volumen, Loss: The Politics of Mourning, Eng y Kazanjian parten también del estudio de la dicotomía freudiana entre duelo y melancolía  para argumentar que, al definir el segundo como un proceso que se enfrenta continuamente a la pérdida en la negación de la posibilidad de un cierre, Freud provee un modo de interpretar la melancolía como un proceso creativo.(21) Los críticos notan que mientras que en el duelo el pasado se declara resuelto, acabado, muerto, la melancolía hace que el pasado se mantenga “vivo” en el presente. De esta manera el proceso melancólico presenta una relación benjamiana con el pasado. En palabras de Eng y Kazanjian: “Al producirse en ‘inumerables y constantes luchas’ con la pérdida, la melancolía se puede decir que establece, tal y como Bejamin lo describiera, una relación activa y abierta con el pasado– trayendo sus fantasmas y espectros, sus efímeras e iluminadas imágenes al presente” (4, énfasis agregado).
     En su ensayo Eng y Kazanjian no sólo defienden la dependencia que conecta al proceso de duelo con el melancólico, sino que también enfatizan la relación entre este último y el materialismo histórico benjamiano.(22) Una práctica histórica caracterizada por los críticos como creativa y animada, llena de significados para el futuro y de empatías alternativas, el materialismo histórico se define en el ensayo como un concepto que genera una instancia productiva

Para el materialista histórico, revivir una era no es ‘descartar todo’ lo que uno sabe del curso posterior de la historia –simplemente traer la memoria al pasado. Por el contrario, revivir una era es traer el pasado a la memoria. Es inducir activamente una tensión entre el pasado y el presente, entre lo muerto y lo vivo. De esta manera, el materialismo histórico de Benjamín establece un dialogo continuo con la pérdida y sus restos –una luz de emergencia, un instante emergente y, sobre todo, un momento de producción (1).

     El materialismo histórico benjamiano se contrapone en el ensayo al historicismo: una práctica histórica que encripta el pasado desde un solo punto de vista: uno que coincide siempre con la visión de los vencedores, del poder.  El historicismo es condenado por Benjamín por encontrar que éste se dedica al rescate del pasado desde un sentido inexorablemente fijo. Este sentido, que el filósofo alemán nombra como “acedia,” insiste en la identificación hegemónica con la perspectiva del vencedor y desecha las otras posibilidades de la Historia. “Los deseos del historicismo de agarrar y mantener las imágenes efímeras del pasado –para crear narrativas fijas y totalitarias de esas imágenes– no hacen otra cosa que precipitar la desesperanza, pues estas narrativas son finalmente no sólo elusivas, sino también ilusorias” (2), argumentan  Kazanjian y Eng en su ensayo.
     En “Mourning Remains” se defiende el uso de una melancolía en la medida que ésta ofrece la posibilidad de buscar el sentido a lo perdido desde la perspectiva de lo que permanece: los restos de la pérdida. Para Eng y Kazanjian la melancolía es productiva en la medida que ofrece la posibilidad de acceder a un conocimiento que relaciona la pérdida tanto con lo individual como con lo colectivo, lo espiritual y lo material, lo psíquico y lo social, lo estético y lo político (3). Es la melancolía la que permite una apertura de sentidos del pasado: múltiples y variadas interpretaciones de lo perdido. Es ella la que asegura la práctica de una política de duelo que sea activa en vez de reactiva, anticipadora en vez de nostálgica, abundante en vez de limitada, social en vez de individualista, militante en vez de reaccionaria (2). La melancolía produce, en resumen, una práctica ambivalente, dinámica y maleable, relativa y crítica que se aparta de los usos de la memoria histórica practicados por el poder.
     Si la escritura pontiana es melancólica –en la medida que se declara en un constante debate con el pasado para recuperar, de éste, sucesos proclives a la censura y al olvido de la memoria oficial–  su melancolía se opone a la nostalgia practicada por los aparatos estatales. Diferente a la recuperación de una memoria seria, ceremoniosa, enfocada en lo colectivo y preocupada por la reconstrucción total de emblemas nacionales y revolucionarios, la memoria practicada por Ponte tiende hacia lo fragmentario, lo irónico, lo humorístico y lo subjetivo. Se puede argumentar entonces que el escritor manifiesta en su escritura ese tipo de nostalgia que Svetlana Boym opone a la nostalgia restauradora del Estado: la nostalgia reflexiva, ese tipo de nostalgia que “gravita sobre el individuo y que brota de las piedras, de las ruinas, del musgo verdoso del cobre de los monumentos y de los deseos de otro tiempo y lugar” (The Future of Nostalgia 49, énfasis agregado). Este tipo de nostalgia que precisa de la fragmentariedad de la memoria y que “temporaliza el espacio” no está exenta de cierto poder crítico, pues como sigue haciendo notar Boym en su estudio, la nostalgia reflexiva demuestra que “la añoranza y el pensamiento crítico no se oponen el uno al otro, como las memorias afectivas no nos absuelven de la compasión, el juicio o la reflexión crítica” (49-50). En este sentido, en cierta divergencia con la opinión de Quiroga, este ensayo reconoce una efectiva crítica política en la escritura pontiana.
     La efectividad de la crítica contenida en la escritura de Ponte radica no sólo en que es hoy una de las voces más destacadas de esa emergente sociedad civil cubana que se empieza a reconocer dentro y fuera de la isla – no por el gobierno cubano, por supuesto –(23), sino también que la misma es doblemente política por ser contestataria tanto del discurso oficial del Estado cubano como el del exilio histórico de Miami, ese exilio que suele alimentar su anti-castrismo con la práctica de una nostalgia que opto en llamar hedonística: una nostalgia que fija a La Habana a su época pre-revolucionaria. Esta nostalgia hedonística, que incita al deseo de experimentación de un tiempo anterior, de un lugar protegido de la fiebre de la globalización, ha sido también aprovechada por un mercado global turístico que en las últimas dos décadas ha hecho de las ruinas habaneras sitios privilegiados para explotar un aprecio nostálgico por los anacronismos, por el hedonismo de la década del cincuenta. Las ruinas de La Habana corresponden así a una simulación de la memoria que responde tanto a intereses locales como globales.
     En su artículo “Picturing Havana: History, Vision, and the Scramble for Cuba,” la crítica cubana-americana Ana María Dopico asegura que la capital cubana es, desde mediados de los noventas, una de las ciudades más fotografiadas a nivel internacional. Según la articulista, esta demanda por la imagen habanera que se inicia a partir del fin de la Guerra Fría y la apertura a la promoción turística que trae consigo el “Período Especial”, está sustentada precisamente por el aspecto ruinoso de la ciudad. Como bien explica Dopico, las ruinas de La Habana sirven de alegoría a una fusión o “mixtura” (scramble) de economía e ideología: son un campo visual donde se unen la política económica del turismo tercermundista y el simbolismo político e ideológico de la Guerra Fría. Las ruinas habaneras son, en palabras de Dopico:

[I]mágenes que prometen un tiempo suspendido al consumidor agotado por la velocidad; imágenes de una nación real que funciona como un parque temático histórico; imágenes que prometen una intensidad humana y una mirada perceptiva en medio de la movilidad del turista; imágenes de la decadencia hecha pictórica por aquellos que gustan visitar ruinas; imágenes del colapso mercantilizadas a un mundo que se nutre de la reconstrucción y la expansión (452).  

     De acuerdo a Dopico, la multiplicidad de imágenes del arruinamiento de La Habana que traducen los códigos visuales de la relación de la isla con la Guerra Fría –imágenes que preservan el aura de la ciudad en la medida que la misma es reintegrada al mercado global de la imagen– parecen normalizar el estatus de la isla en un orden secular “post-Cold War” manteniendo, literalmente, fuera de vista los conflictos políticos que no pueden ser asimilados por la narrativa del turismo y la inversión extranjera. Es esta ausencia –lo que queda fuera del foco– la que hace sospechar a Dopico la presencia de una visión hegemónica fundada en una “fantasía política” y una “memoria artificial” (452). En su artículo la crítica cubano-americana relaciona esta simulación con el apetito del mercado, con la imaginación re-colonizadora de su política económica.(24)
     Al analizar los libros de fotografías de Gianfranco Gorgoni (Cubano 100%), Claudio Edinger (Old Havana), David Alan Harvey (Cuba) y los documentales Buena Vista Social Club de Wim Wenders y La tropical de David Turnley, Dopico nota la recreación nostálgica de un territorio inventado que sustituye a la ciudad real. Son imágenes a colores de los mismos sitios de la ciudad (la Habana Vieja, el malecón, las derruidas mansiones del Vedado), de ruinas romantizadas, carros americanos, cuerpos voluptuosos y caras arrugadas sonrientes que tienden a sustituir la realidad “blanco-y-negro” del cubano y que reproducen una ciudad virtual que circula en el exterior y regresa en la forma del turístico dólar. “Circulando afuera, esta ciudad de imágenes representa solo una fracción de su capital real, ofreciendo una geografía consumible que simbólicamente se come todo lo que está a su alrededor” (453). El simulacro de esta ciudad se hace extensivo a sus  ciudadanos, pues argumenta la crítica: “Manos prácticas en las fantasías del neocolonialismo y el subdesarrollo, herederos de la voraz industria de la promoción turística, los habaneros del presente viven en la vitrina de espejos del mercado donde las imágenes sugieren –pero no representan– la segregación real del ‘apartheid’ turístico de la ciudad” (453).
     La nostalgia hedonística que se desprende de las fotografías y documentales que analiza Dopico, se encuentra en este punto con la nostalgia restauradora que practica el Estado en sus memorizaciones históricas. Ambas crean simulaciones que procuran fijar el tiempo y el espacio nacional dejando a los habitantes de este espacio poca posibilidad de agencia y cambio. Los intereses colonizadores del nuevo imperio del mercado global –intereses que la crítica cubano-americana insiste en su artículo con identificar con los Estados Unidos, desestimando un poco las inversiones que también tiene hecha Cuba en este nuevo “imperio”– coinciden así con los del poder local. Si la imagen turística de las ruinas habaneras de la pos-Guerra Fría, creada, según enfatiza Dopico, fundamentalmente para un público estadounidense, encierra el rescate de un tiempo pre-soviético con altas influencias de la cultura “americana” y por lo tanto un espacio que es posible volver a re-colonizar, esta misma imagen funciona, bajo la manipulación del discurso oficial, como una entidad resistente a esa re-colonización, como el recordatorio de una perenne guerra con los Estados Unidos. Lógicas diferentes que producen el mismo resultado. Cuba prefigura en ellas como la pantalla de una memoria del pasado (y del futuro) de un mundo polarizado por empresas imperialistas y utópicas revoluciones, por aventuras capitalistas y por otras socialistas.
     En la insistencia de permanencia de este orden geopolítico, La Habana en ruinas, tal y como sugiere la cita pontiana que encabeza a modo de epígrafe este ensayo, no tiene mucho futuro. Mientras las ruinas habaneras sigan actuando como residuos materiales y simbólicos de la supervivencia de esta tensión, la ciudad, el territorio nacional, está condenado a ser un simulacro, colonizado, fijado, abarcado, como el imperio del cuento borgiano. Opino que es contra este destino que se revela la escritura de Ponte, pues su opción de escribir sobre un tema vendible (quizá más vendible después de su incursión en el mismo), viene acompañado de un gesto reflexivo y crítico que apunta directamente a víctimas y a culpables. He aquí el primer paso para la reconstrucción: la de La Habana y la de la sociedad civil cubana.

Notas

1. Cita del Eclesiastés usada como epígrafe del ensayo “The Precession of Simulacra”. En
Simulacra and Simulation (1). Todas las traducciones al español de este trabajo son mías, a menos que se indique lo contrario.
2. Palabras del secretario de Asuntos Inter-Americanos del gobierno de Gerald R. Ford,
WilliamD. Rogers en apreciación del volumen Cuba on the Brink: Castro, the Missile Crisis, and the Soviet Collapse. James B. Blight y David A. Welch. Lanham: Rowman & Littlefield, 2002. En el siguiente sitio electrónico: http://www.watsoninstitute.org/pub_detail.cfm?ID=135.
3. Ver el ensayo de Rojas “Souvenirs de un Caribe soviético.”
4. Y aquí quisiera enfatizar la distinción entre la representación figurativa o simbólica que define
a la alegoría y la representatividad de “lo real” que contempla la simulación, según argumenta, como se vera más adelante, Jean Baudrillard.
5. Ver The Future of Nostalgia (49).
6. Ver Simulacra and Simulation (1)
7. En  Un arte de hacer ruinas y otros cuentos. México DF: Fondo de Cultura Económica, 2005 (56-73).
8. Y la fantasía aquí no sólo remite a la de la ficción que leemos sino también a la posibilidad de
que la persona que narra el cuento, el joven estudiante de urbanismo, sea un loco, ya que su
relación con el psiquiatra el texto nunca la aclara.
9. El juego de dobles del relato sigue revelándose al enterarnos que el título del cuento que
leemos, “Un arte de hacer ruinas” es el mismo título de un libro que planeaba escribir el     profesor D. (70).
10. El cuento nunca menciona el nombre de La Habana, pero da suficientes pistas como para
reconocerla: nombre de calles, fechas históricas y una descripción que se acerca bastante al  estado de arruinamiento real de la ciudad. En el texto La Habana de los noventa –el cuento tampoco ofrece fechas, pero da detalles, como la alusión a los refugios antiaéreos y el abandono de la construcción de un supuesto metro, que ayudan a ubicar la historia en el período post-soviético– se describe como una ciudad de edificios hacinados y apuntalados, con zonas de derrumbes y escombros. Hay un pasaje que también contrapone La Habana en ruinas del presente con Las Habanas del pasado, unas que el estudiante no puede reconocer: “Mi tutor recordó todas las ciudades que iba a ser esta ciudad. Hubo un momento en que sentí que, de abrir una ventana, no la encontraríamos allá afuera” (59).
11. Esta opinión crítica contradice a la expuesta por Damaris Puñales-Alpízar, quien, en un
artículo publicado en la revista electrónica Ciberletras, argumenta “Tuguria, la ciudad subterránea fundada por Antonio José Ponte en “Un arte de hacer ruinas”, no es copia de la ciudad exterior, de La Habana en ruinas que sobrevive en la superficie, sino réplica de lo que la ciudad ha sido antes” (ver Puñales-Alpízar). La imposibilidad de acceder a La Habana del pasado se manifiesta en el cuento de modo contundente. Por ejemplo, al estar en Tuguria el joven estudiante de urbanismo trata de transportarse a través del recuerdo a la colonial esquina de Cuba y Lamparilla –la esquina en la que, según le informa su tutor, en 1832 había una bodega llamada el Rincón donde vendían planos de la epidemia del cólera que azotaba a la ciudad–, y no lo consigue.
12. Aunque Baudrillard no lo cita, el relato de Borges es “Del rigor en la ciencia” en El hacedor
(1960). En Jorge Luis Borges. Obras Completas. Vol 2. Buenos Aires: Emecé Editores, 2005 (241).  
13. Baudrillard, que ejemplifica su posmoderna teoría analizando como ejemplos de simulacros a
Disneyland, la película “The Matrix” y al proceso de clonación entre otros, define la diferencia entre “lo real” y “lo hiperreal” en estos términos: “Lo real se produce de células en miniatura, de matrices, bancos de memoria y modelos de control – y puede ser reproducido un número infinito de veces de estas fuentes. No necesita ser racional, pues ya no se compara con una instancia ideal o negativa. Ya no es otra cosa que operacional. De hecho, ya no es más realmente lo real, porque nada imaginario lo rodea. Es lo hiperreal, producido por la radiación de una síntesis de modelos combinatorios en un hiperespacio sin atmósfera” (2). Para Baudrillard en “la era de la simulación”: “Ya no se trata de una cuestión de imitación, ni de duplicación, ni siquiera de parodia. Es cuestión de sustituir los signos de lo real por lo real” (2).
14. Y esta cita no deja de funcionar como una alegoría de la Revolución cubana.
15. Quizás no sea necesario aclarar aquí que después de estas declaraciones Ponte tuvo que
emigrar definitivamente a España. 
16. La cita del cuento de Lord Dunsany es la siguiente: “Mi pensamiento está muy lejos, en la
soledad de Bethmoora, cuyas puertas baten en el silencio, golpean y crujen en el viento, pero nadie las oye. Son de cobre verde, muy bellas, pero nadie las ve. El viento del desierto vierte arena en sus goznes, pero nadie llega a suavizarlos. Ningún centinela vigila las almenadas murallas de Bethmoora, ningún enemigo las asalta. No hay luces en sus casas ni pisadas en sus calles. Está muerta y sola más allá de los montes, y yo quisiera ver de nuevo a Bethmoora pero no me atrevo" (73). Opto por incluir aquí la cita del cuento porque la misma, en su reproducción o copia, continúa apuntando al “juego de dobles” presente en el cuento. Esta duplicación se hace clara en un comentario que hace Ponte en un número especial de la revista electrónica La Habana Elegante dedicada a la celebración de la fundación de la ciudad. El comentario del escritor, seguido a la reproducción de este fragmento, indica: “donde Lord Dunsany escribió Bethmoora leo, donde quiera que esté, La Habana”. En http://www.habanaelegante.com/Winter99/Templete.htm
17. El tema del espionaje es una constante en La fiesta. El ensayo-narración-memoria de Ponte
no sólo se construye sobre la base de una historia de espías de la Guerra Fría, Our Man in  Havana de Graham Greene, sino que también se relaciona a la teoría de las ruinas. El espionaje y la delación –esos motores preservadores del status quo cubano– se posibilitan de gran manera en medio de las ruinas, de estructuras a las que le faltan alguna de sus paredes: “Todo espionaje aspira a la simultaneidad de interior y exterior que es atributo a las ruinas. Lo mismo que el teatro y las operaciones de allanamiento policial, el espionaje recurre a habitaciones de sólo tres paredes. Al espía lo empuja la insolencia con que el demonio destapa techos para husmear en los hogares. Su trabajo presupone las búsquedas del torturador en el cuerpo del detenido, el empeño de sacar afuera músculos, ligamentos, vísceras, secretos, sangre… (Lo supo Piranesi al grabar, junto a despojos clásicos, cárceles en las cuales practicaban la tortura.) Y tal vez la explicación más extremada de la fascinación que las ruinas despiertan resida en ese punto donde vigilancia y tortura suponen un secreto en lo edificado, una confesión a punto de ser obtenida: las ruinas son arquitectura torturada” (203).
18. Esta expulsión o “desactivación” –como realmente le llaman los funcionarios oficiales– se
explica como resultado de la colaboración del narrador en la edición de “la más importante      
revista del exilio cubano” (48): la revista Encuentro de la cultura cubana, con sede en
Madrid. Dato que corresponde a la biografía pontiana.
19. Y aquí Ponte se acerca a la filosofía de la historia benjamiana. Según José Javier Maristany,
también estudioso de la obra pontiana, “Benjamín nos invita a pensar en un pasado inconcluso (…) que altera el continuum temporal, que asalta el presente, un pasado que ha quedado pendiente puesto que  hay una injusticia que no ha sido reparada. Ese pasado, en el pensar del filósofo alemán se transforma en un principio activo en todos aquellos momentos que reeditan una situación de injusticia” (145). Ver “Topografías urbanas: de los andamios a los apuntalamientos. A propósito de Contrabando de sombras de Antonio José Ponte”.
20. En su artículo el crítico cubano-puertorriqueño analiza brevemente a “Un arte de hacer
ruinas” y considera a Tuguria la “tumba síquica” de lo que fue La Habana, de ahí el referente        melancólico del cuento pontiano: “Tuguria y La Habana, en sus propios, borrosos límites, son la melancolía, pero la melancolía se expresa mediante el hecho de la combinatoria misma de ellas dos. Esa melancolía no puede significarse a sí misma, no hay sinécdoque capaz de contener todo el exceso de significantes señalados para lo que se sabe es una ausencia, aunque no se entienda muy bien cuál es el objeto ausente” (76, énfasis agregado). Este ensayo no sólo difiere de la interpretación que hace Quiroga de Tuguria -pues como ya mencioné considero que Tuguria no representa lo que “fue” La Habana, sino lo que es-, también se separa del halo negativo que atribuye a su referente melancólico.
21. Eng y Kazanjian explican claramente la dicotomía freudiana: “En ‘Duelo y Melancolía’,
Freud trata de trazar una clara distinción entre estos dos procesos mentales. Él defiende que el duelo es un proceso psíquico en el que la libido se separa del objeto perdido. Esta separación no se produce enseguida. Todo lo contrario, la libido se va alejando poco a poco, hasta que eventualmente la persona afectada por el duelo puede declarar al objeto como muerto y puede fijarse en otros objetos. En contraste, Freud describe a la melancolía como la devoción duradera que se produce entre el ego y el objeto perdido. Un duelo sin fin, la melancolía resulta de la incapacidad de que se resuelva el sufrimiento y el sentido de ambivalencia que se produce ante la pérdida de un objeto amado, un lugar o un ideal” (3).
22. Eng y Kanzajian argumentan que el trabajo de duelo no es posible sin el de melancolía.
Puesto de otra manera, los críticos defienden que la melancolía es una precondición del duelo en la medida que es su lógica incorporativa la que hace posible el reconocimiento del ego y su topografía síquica: “Es precisamente la atadura melancólica del ego, lo que se puede decir que produce no sólo la vida síquica y la subjetividad, sino también el dominio de los restos, de los fragmentos de recuerdos. En este sentido, la melancolía crea una dimensión de trazos abiertos a la significación, un dominio hermenéutico que permite sacar sentido, conocimiento a lo que queda de la pérdida” (4).
23. Otras de las voces que se destacan en esta emergente y, por diaspórica, fragmentada sociedad
civil cubana son las de Rafael Rojas e Iván de la Nuez; de ahí que sirvan, al inicio de este artículo, para introducir el análisis de la obra de Ponte. Estos tres autores, pertenecientes a la “generación postguerra”, no sólo se asemejan en la manera crítica y efectiva en que revisan el pasado y el presente cubano, sino también en el modo  cauteloso, irónico y poco utópico en que imaginan el futuro –como los ensayos que aportan los mismos al volumen Cuba y el día después demuestran (ver “Obras citadas”). Hago explícito, así, el diálogo que se produce entre estos tres intelectuales y que sugiero en la introducción de este ensayo.
24. Otro excelente análisis del aprovechamiento por parte del mercado transnacional de las
ruinas finiseculares de La Habana, es  el que hace Esther Whitfield en el último capítulo, “The Ruined City”, de su libro Cuban Currency, en donde la crítica también comenta la obra de Ponte en relación a las ruinas de la “guerra que nunca fue” (142). Aunque no han sido mencionados directamente, otros trabajos sobre la obra pontiana en general y sobre el cuento en particular que han sido considerados para este trabajo son los de Francisco Morán “Un asiento, y Ponte, entre las ruinas” y Mercedes Serna “Tuguria: la ciudad de la memoria” (quien también lee a la fantástica ciudad como copia nostálgica de La Habana) – estos ensayos en el recientemente publicado volumen La vigilia cubana: sobre Antonio José Ponte (2009)- y el ensayo de Vicky Unruh “All in a Day’s Work: Ruins Dwellers in Havana” en el volumen Telling Ruins in Latin America (2009).

Obras citadas

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Whitfield, Esther. “The Ruined City” Cuban Currency. The Dollar and the “Special Period”Fiction. Minneapolis: Minnesota UP, 2008.