Diario de las Islas Galápagos
Emir Rodríguez Monegal
 “El aspecto que el mundo  tendría después de un flagelo incendiario” 
      (Melville, The Encantadas). 
  Todo podía haber terminado  mal. Más de una vez estuvimos (creímos estar) tan cerca del desastre que, retrospectivamente,  ahora que me siento a la máquina a pasar en limpio las notas de viaje, tengo la  sensación de salir de una de esas suavemente siniestras novelas de Bioy Casares  en que en la última página los personajes (y el lector) descubren que el peligro  no sólo había sido real sino inimaginable.
Todo podía haber terminado  mal. Más de una vez estuvimos (creímos estar) tan cerca del desastre que, retrospectivamente,  ahora que me siento a la máquina a pasar en limpio las notas de viaje, tengo la  sensación de salir de una de esas suavemente siniestras novelas de Bioy Casares  en que en la última página los personajes (y el lector) descubren que el peligro  no sólo había sido real sino inimaginable.
    
Esta excursión a las Islas  Galápagos –auspiciada por la Casa de la Cultura Ecuatoriana y el Círculo de  Lectores de Ecuador, como parte de un Congreso de Escritores Hispánicos que se  reunió en Quito a fines de noviembre–, más de una vez pudo haber generado una  catástrofe. O, por lo menos, eso es lo que muchos pensamos y sentimos y  gritamos el último día, en el desolado aeropuerto de Bartra, sin agua, sin  comida, sin servicios higiénicos, esperando durante cuatro horas y media un  avión que llegaría, o no, a rescatarnos a las doce y treinta en punto.
    
Pero en aquella planicie  tecnológica y vacía, al rayo del sol ecuatoriano, sin otro alivio que una brisa  persistente, sin teléfono ni otro medio de comunicación con el mundo exterior  que la telepatía o la magia negra, con un único paquete de galletitas que  humildemente repartía una de las excursionistas, la máscara del decoro burgués  estuvo a punto de resquebrajarse más de una vez. El terror no era infundado.  Aquel aeropuerto parecía salido de una película de ciencia ficción. Era una  cáscara hueca: una pista, una torre de observación, dos salas para pasajeros y  maletas, un baño (que no funcionaba) y absolutamente nada más. Fuera de los  excursionistas no había un solo ser vivo. Ni siquiera tortugas. 
      
Lo increíble es que a las  doce horas exactas, saliendo del vacío, un jeep trajo tres soldados que  pusieron en marcha una máquina de generar electricidad, la que permitió poner  en funcionamiento la bomba de agua y el aeropuerto entero. A las doce y  treinta, con una puntualidad que no es habitual en nuestros países  latinoamericanos, un avión militar posaba en Bartra y nosotros, olvidados de  Bioy y de las películas de ciencia ficción, empezábamos a reclamar por qué la  Coca-Cola no estaba bastante helada y había sólo un ejemplar del periódico de  Guayaquil con las noticias de las elecciones en España y Venezuela. La rutina  del mundo capitalista había borrado en un instante el horror primordial. 
      Lo que sigue son unas notas,  en forma de diario, sobre esos cuatro días 
      
E.R.M.
 
      Domingo 3 (1978)
    
    A las 7 a.m. ya estamos en  el hall del Hotel Continental, de Quito, esperando transporte al aeropuerto  militar. Como todas las noches, el sábado nos quedamos levantados hasta tarde y  en las caras de esta madrugada dominical se muestran los estragos del tiempo,  pero todos pretendemos estar en muy buena forma y parecemos sólo preocupados de  no olvidar las lociones para la piel y los lentes de sol (las islas están en  pleno Ecuador, a unas quinientas millas de Guayaquil, en pleno océano), los  zapatos de tenis, los shorts y trajes  de baño, las cámaras fotográficas y demás impedimenta del turista. Con Luis  Goytisolo verificamos una vez más si tenemos todo a mano. Aunque había leído a  Luis desde que publicó su primer novela, Las  afueras, en 1958, ganando el primer Premio Biblioteca Breve (debe andar por  ahí una crónica mía en Marcha), sólo  el año pasado, en una breve visita a Barcelona en el tórrido mes de julio,  había tenido oportunidad de conocerlo personalmente. Pero ese sólo día pasado  en Poblet, con la admirable María Antonia y sus dos hijos, había bastado para  reconocernos como practicantes del mismo género literario: el diálogo, género  que siempre está en peligro de extinción. Estos días en Ecuador (participando  en mesas redondas, viajando a Guayaquil y Cuenca, desayunando o cenando, con  gentes o solos) no hemos parado de dialogar, y nos prometemos más intercambio  en las Galápagos, con o sin iguanas. 
    
Luis es pequeño, compacto y  tiene una cara intensa que recuerda alguno de esos actores franceses de los  años cincuenta (Serge Reggiani, por ejemplo), hechos de huesos, nervio y fuego  latente. Tiene una virtud rara en España: sabe escuchar. Tiene una virtud más  rara aún: mientras habla, piensa. Poco brillante, en apariencia, observa todo,  y cuando decide hablar, da en el clavo. Su sentido del humor es sutil. No abusa  de él pero está allí, a mano, siempre. Los lectores del segundo volumen de su Antagonía (el hermoso título es: Los  verdes de mayo hasta el mar, 1975) saben hasta qué punto esa mirada que observa  y esa palabra que registra lo observado pueden ser mortales. Nunca la decadente  sociedad que se reúne en la costa de Cataluña fue expuesta con más rigor, con  más contenida furia, con más felicidad verbal.
 (Serge Reggiani, por ejemplo), hechos de huesos, nervio y fuego  latente. Tiene una virtud rara en España: sabe escuchar. Tiene una virtud más  rara aún: mientras habla, piensa. Poco brillante, en apariencia, observa todo,  y cuando decide hablar, da en el clavo. Su sentido del humor es sutil. No abusa  de él pero está allí, a mano, siempre. Los lectores del segundo volumen de su Antagonía (el hermoso título es: Los  verdes de mayo hasta el mar, 1975) saben hasta qué punto esa mirada que observa  y esa palabra que registra lo observado pueden ser mortales. Nunca la decadente  sociedad que se reúne en la costa de Cataluña fue expuesta con más rigor, con  más contenida furia, con más felicidad verbal. 
      
Pero ahora todo lo que nos preocupa es saber si tenemos la crema para la piel a mano o si el amigo que nos lleva al aeropuerto encontrará o no la entrada nueva que (como de costumbre) no tiene ninguna indicación visible. En el aeropuerto nos encontramos con los otros excursionistas. Sólo parte de los invitados al Congreso han optado por las Islas Galápagos. Borges, a pesar del entusiasmo que tenía por ir, fue persuadido de no hacerlo. Sólo más tarde, al ver las condiciones espartanas del barco que nos llevó por el archipiélago y las dificultades permanentes de embarque y desembarque en cada isla, comprendimos que los organizadores habían practicado un acto de caridad cristiana al impedir que Borges (79 años cumplidos, frágil y casi ciego) pretendiese emular a Herman Melville, el cronista de las Encantadas. En cambio, y para compensarlo un poco, el crítico ecuatoriano Hernán Rodríguez Castelo lo llevó en el yate de un amigo a dar unas vueltas por el fabuloso estuario del Guayas.
Otros, más fuertes y jóvenes  que Borges, declinaron la excursión porque tenían compromisos previos. El  crítico y profesor argentino Enrique Anderson Imbert (lleno de energía a sus 68  nerviosos años) debía volver a sus cursos en Harvard. El narrador colombiano,  Pedro Gómez Valderrama, uno de los hombres de más deleitosa conversación que  conozco, tenía compromisos en Bogotá. Pero aun con estas bajas, el grupo de  excursionistas pasaba de los cuarenta. Prominentes, entre ellos, estaban el  poeta colombiano Álvaro Mutis, el novelista ecuatoriano Alfredo Pareja  Díez-Canseco, el poeta español Juan Luis Panero (sí, hijo de Leopoldo, es  claro), el crítico uruguayo Ángel Rama, el narrador ecuatoriano Pedro Jorge  Vera y, last but not least, nuestro  huésped, el crítico Galo René Pérez, presidente de la Casa de la Cultura  Ecuatoriana.
    
 Como pasa casi siempre en  nuestros países, además de las personas formalmente invitadas había una  cantidad de gente (no menos distinguida, sin duda) que sólo fue invitada  oralmente y que, a veces, hasta trajo sub-invitados. El resultado (por un rato,  al menos) se pareció mucho al caos. Tratándose de un aeropuerto militar, la  disciplina era rigurosa. Quien no estaba en la lista oficial, no recibía pase  para subir al avión. Y eso era todo. Entre los invitados orales estaban  nuestros excelentes amigos, José Luis y Pitoya Arcos Galbete, de la Embajada  española en Quito: otros fanáticos y jóvenes practicantes del diálogo. Pero no  había diálogo con los soldados a cargo de la operación. Tuvimos que abandonar a  nuestros amigos a su cruel destino, y subir al avión con los privilegiados que  sí teníamos pase. Veinte minutos después, José Luis y Pitoya (y todo el resto  de los invitados orales) habían subido al avión. El aeropuerto estaría  controlado por los militares, pero Ecuador es Ecuador y finalmente siempre se  encuentra allí una manera amable de arreglar las cosas. La mano invisible de  Galo René Pérez (o de los aún más invisibles jerarcas españoles del Círculo de  Lectores) debe haber estado moviendo los hilos precisos. Cuando despegamos,  tanto los oficiales como los orales estábamos inextricablemente mezclados.  Después de una parada en Guayaquil (para recoger otros viajeros), despegamos  sobre el Pacífico para un vuelo de dos horas y media hasta el aeropuerto de  Bartra, en las Galápagos. La tecnología (que no conocieron Darwin ni Melville)  nos permitía cubrir en ese tiempo los casi mil kilómetros de océano que separan  el archipiélago de Guayaquil.
Como pasa casi siempre en  nuestros países, además de las personas formalmente invitadas había una  cantidad de gente (no menos distinguida, sin duda) que sólo fue invitada  oralmente y que, a veces, hasta trajo sub-invitados. El resultado (por un rato,  al menos) se pareció mucho al caos. Tratándose de un aeropuerto militar, la  disciplina era rigurosa. Quien no estaba en la lista oficial, no recibía pase  para subir al avión. Y eso era todo. Entre los invitados orales estaban  nuestros excelentes amigos, José Luis y Pitoya Arcos Galbete, de la Embajada  española en Quito: otros fanáticos y jóvenes practicantes del diálogo. Pero no  había diálogo con los soldados a cargo de la operación. Tuvimos que abandonar a  nuestros amigos a su cruel destino, y subir al avión con los privilegiados que  sí teníamos pase. Veinte minutos después, José Luis y Pitoya (y todo el resto  de los invitados orales) habían subido al avión. El aeropuerto estaría  controlado por los militares, pero Ecuador es Ecuador y finalmente siempre se  encuentra allí una manera amable de arreglar las cosas. La mano invisible de  Galo René Pérez (o de los aún más invisibles jerarcas españoles del Círculo de  Lectores) debe haber estado moviendo los hilos precisos. Cuando despegamos,  tanto los oficiales como los orales estábamos inextricablemente mezclados.  Después de una parada en Guayaquil (para recoger otros viajeros), despegamos  sobre el Pacífico para un vuelo de dos horas y media hasta el aeropuerto de  Bartra, en las Galápagos. La tecnología (que no conocieron Darwin ni Melville)  nos permitía cubrir en ese tiempo los casi mil kilómetros de océano que separan  el archipiélago de Guayaquil. 
      
Bartra es un aeropuerto militar: una torre de comando, con lo mínimo, o tal vez menos (falta algún vidrio, la escalera de madera está punto de perder algún pedazo); un par de espacios en el edificio central, para despachar pasajeros y maletas, y un impracticable patio de bancos de cemento, bajo el rayo de un sol atractivo sólo para iguanas. Fue construido por las fuerzas norteamericanas, durante la Segunda Guerra Mundial, para proteger el acceso al Canal de Panamá de otros posibles Pearl Harbor. Dos ómnibuses nos esperan: uno, común pero pronto lleno hasta los topes, y otro que parece una reliquia de una película latinoamericana de Howard Hawks (Only Angels Have Wings, de 1939, o tal vez, Ceiling Zero, de 1935, aún más arcaica). Los que no entramos en el primer bus, nos sentamos a esperar en la ventilada sombra del viejo. Pero pronto alguien viene a avisarnos que ese ómnibus no sale. Viendo el estado comatoso en que está, es fácil creerlo. Esperamos pacientes la vuelta del primero y apenas lo abordamos, vemos que (por un milagro tecnológico cuyo secreto está cuidadosamente guardado por las Galápagos) el increíble ómnibus decrépito arranca apenas le damos la espalda. Este no será el único acto de “realismo mágico” con que nos deleitará esta excursión.
Llegados al muelle para  tomar el barco que nos llevará por las islas, sólo encontramos un destroyer, apenas más grande que un  remolcador, que parece haber sido pintado el día que inauguraron el aeropuerto.  Con la gracia de hipopótamos paralíticos, agravada por la impedimenta  turística, y la ayuda generosísima e irónica de marineros y hasta dos hermosas  guías gringas, conseguimos trepar al remolcador. Para consuelo, en el salón  comedor nos esperan las palabras cordiales del capitán (joven, buen mozo, poeta  al parecer) y un almuerzo de langosta y mariscos que nos sabe a Fouquet’s.  Antes de sentarnos descubrimos (el realismo mágico) que el remolcador no es tal  sino el mismo barco que ha de llevarnos de excursión por el archipiélago.  Descubrimos también que, a pesar de parecer tan pequeño, es un verdadero  laberinto de camarotes y salones, y tiene realmente alojamiento para las  cuarenta y tantas personas que componemos la excursión. 
    
Con estupor y cansancio  aceptamos ser empaquetados de a cuatro por camarote (por suerte, seguimos  juntos con Luis) y despachando rápidamente las maletas, nos sentamos para el  suculento almuerzo. Poco a poco, y como en una película de Hitchcock, empezamos  a reconstruir la verdadera secuencia de acontecimientos. Sabíamos que la  excursión sería en un barco de guerra, pero no sabíamos que el barco en que  estábamos, el Calicuchima, no era el  barco originariamente escogido. Éste estaba de reparaciones en una de las islas  y, a último momento, hubo que traer el Calicuchima de Guayaquil, sin tiempo de acondicionarlo adecuadamente (no sólo no había sido  repintado, como descubrimos esa misma noche). El único lujo del barco, aparte  de la cordialidad de todos, era el servicio: de primera, ya que venía del barco  grande. 
    
De modo que tuvimos que  aceptar las condiciones espartanas y poner al mal tiempo buena cara. En un  barco de guerra, el orden de prioridades es claro: primero la oficialidad,  después las máquinas, luego un vacío, luego otro, luego la tripulación, y al  final (después de un par de vacíos) las visitas. Es claro que la cordialidad  enmascaraba esa jerarquía rígida. De a poco, y como quien despierta de un largo  y tenaz sueño, llegamos a estas modestas conclusiones. 
      
Nuestro primer contacto con  las islas mismas ocurrió en la tarde. Ya nos habían prevenido que bajaríamos en  una de las Islas Playas. Didácticamente habíamos recibido un mapa de las  Galápagos y unas feroces instrucciones sobre lo que no hacer. Aunque teníamos  ideas vagas (restos de lecturas de Darwin, Melville y hasta de Tennessee  Williams), no sabíamos hasta qué punto el antiguo archipiélago de piratas y  bucaneros, el penal de los siglos coloniales, se había transformado en una de  las primeras estaciones ecológicas del mundo. Ya en 1958, y con los auspicios  de la Unesco, se fundó la Fundación Charles Darwin para las Islas Galápagos. A  principios de 1960 se inició la construcción de la estación biológica Charles  Darwin, con ayuda económica del Ecuador (al que pertenece el archipiélago). En  1964 fue inaugurada. La finalidad es preservar el ecosistema (para usar la palabreja): es decir: inmovilizar las  Islas en una época biológica anterior a la llegada del hombre. El resultado es  el parque zoológico más grande y abierto del mundo. Un parque en que los  animales son los que están en libertad y los hombres circulan sólo por caminos  marcados, custodiados por guardianes entrenados que los sacan al sol en horas  fijas.
 Islas Playas. Didácticamente habíamos recibido un mapa de las  Galápagos y unas feroces instrucciones sobre lo que no hacer. Aunque teníamos  ideas vagas (restos de lecturas de Darwin, Melville y hasta de Tennessee  Williams), no sabíamos hasta qué punto el antiguo archipiélago de piratas y  bucaneros, el penal de los siglos coloniales, se había transformado en una de  las primeras estaciones ecológicas del mundo. Ya en 1958, y con los auspicios  de la Unesco, se fundó la Fundación Charles Darwin para las Islas Galápagos. A  principios de 1960 se inició la construcción de la estación biológica Charles  Darwin, con ayuda económica del Ecuador (al que pertenece el archipiélago). En  1964 fue inaugurada. La finalidad es preservar el ecosistema (para usar la palabreja): es decir: inmovilizar las  Islas en una época biológica anterior a la llegada del hombre. El resultado es  el parque zoológico más grande y abierto del mundo. Un parque en que los  animales son los que están en libertad y los hombres circulan sólo por caminos  marcados, custodiados por guardianes entrenados que los sacan al sol en horas  fijas. 
En las Islas Playas no hay  tortugas, así que nuestra primera experiencia fue como ir a ver Hamlet y enterarnos que dan Rosencrantz y Guildernstern. Pero más  tarde comprendemos que la excursión está planeada como un banquete. Las Islas  Playas son los hors d’oeuvres que nos  introducen en el mundo fabuloso de hace millones de años: un mundo volcánico,  de piedra basáltica negra, blanqueada por los excrementos de animales y un sol  que no da respiro. Las estrellas de esta isla son las focas y las iguanas, pero  el astro absoluto es el león marino. Los había visto hace muchos años en la  Isla de Lobos, frente a la Playa Brava de Punta del Este, pero ahora, por  primera vez, camino entre ellos. Tienen un sentido muy preciso de la territorialidad.  Éste incluye la posesión de las hembras, su harén, como dicen los biólogos.  Como las focas no parecen excitar a nadie de nuestro grupo, no hay peligro por  ese lado. El peligro existe cuando nos encontramos con algún inmenso lobo  sentado en medio del camino que se ha trazado para nuestra circulación. Los  guías nos recomiendan prudencia. Hay que esperar a ver si el lobo decide  apartarse. Si no lo hace, si en cambio nos enfrenta con sus roncos ladridos  (duros, cortos), entonces hay que echar mano de un recurso inesperado: aplaudir  fuerte. Parece que los lobos son más delicados de oídos que las cantantes de  ópera y huyen el aplauso. Algunos, sin embargo, se enfurecen y ladran más.  Formamos una improvisada claque, hasta que se apartan. 
    
Por el camino nos fascinan  las iguanas. Hay dos especies: las marinas son negras y casi no se distinguen  de la negras rocas. Pero las terrestres (de unos colores vivos, rojos  herrumbrados por el verde y el amarillo) son un festín expresionista y hubieran  hecho las delicias de Ensor. En su libro, Darwin no se cansa de llamarlas ugly pero su gusto victoriano no es el  nuestro. Las iguanas de aquí son más pequeñas que las mexicanas y parecen  abrumadas por el calor. Como respiran por la piel se aplastan literalmente  sobre las rocas, pareciendo más una piel de iguana que un animal vivo. Las  máquinas fotográficas no paran de funcionar. Habrá exposición de iguanas en  todo el continente. 
    
Nos ha tocado una guía  norteamericana, una deliciosa muchacha de la Universidad de Gainsville, en  Florida, que está trabajando desde hace cuatro meses en la Estación Darwin. Es  ecóloga aunque no fanática. Sabe que es imposible evitar la contaminación  humana de este paraíso zoológico. Con paciencia, recoge el paquete vacío de  cigarrillos que un especialista en basura ha dejado caer entre los cactos, o la  cajita vacía de película fotográfica que otro aficionado tiró por ahí. No se  cansa de pedirnos que no salgamos del camino trazado y nos ensaya en los  aplausos para prevenir problemas con los lobos marinos. Cuando le digo que es  un poco irreal querer excluir al hombre (ya que estamos ahí, miramos a los  animales, ellos nos miran desde sus profundidades prehistóricas); cuando  insisto que hasta esa tarea de cuidar y proteger las especies en peligro, de  detener y fijar el reloj biológico es anti-darwiniana ya que interfiere en la  supervivencia de los más aptos, admite que esas cuestiones la preocupan. Pero  no la hacen dudar de su misión. Y ahora lo que importa es que tengamos el  privilegio de ver a los animales en libertad, sólo reduciéndonos a ser eso: un  ojo que mira. 
    
Desde las rocas más altas,  observamos los pájaros y los peces. Más especies que las que podré reconocer  nunca organizan el más increíble ballet en tierra, mar y aire. El agua verde y  azul, transparente, nos permite reconocer los cardúmenes de peces, oscuramente  coloridos, que trazan laberínticos caminos en el mar. De golpe un pelícano se  hunde como una flecha y emerge, chorreando, con una presa en el pico. Tenemos  que moderar nuestro entusiasmo porque el borde de las rocas está tan erosionado  que nuestros pies no tienen suficiente apoyo. Lúgubremente, Margaret nos  informa que el año pasado dos turistas cayeron más veloces que el pelícano pero  sin emerger vivos. Otra señal de nuestra mortalidad compartida con los  animales: algunas focas tienen cicatrices de tiburones en el vientre, o una  aleta mutilada. En el vasto océano brillante al sol y tan fresco, a veces asoma  una aleta triangular. El equilibrio ecológico ha convertido las focas en pasto  de tiburones.
 el más increíble ballet en tierra, mar y aire. El agua verde y  azul, transparente, nos permite reconocer los cardúmenes de peces, oscuramente  coloridos, que trazan laberínticos caminos en el mar. De golpe un pelícano se  hunde como una flecha y emerge, chorreando, con una presa en el pico. Tenemos  que moderar nuestro entusiasmo porque el borde de las rocas está tan erosionado  que nuestros pies no tienen suficiente apoyo. Lúgubremente, Margaret nos  informa que el año pasado dos turistas cayeron más veloces que el pelícano pero  sin emerger vivos. Otra señal de nuestra mortalidad compartida con los  animales: algunas focas tienen cicatrices de tiburones en el vientre, o una  aleta mutilada. En el vasto océano brillante al sol y tan fresco, a veces asoma  una aleta triangular. El equilibrio ecológico ha convertido las focas en pasto  de tiburones. 
    
También son pasto de las  moscas que se concentran feroces en los ojos y se beben los lagrimales. Muchas  están casi ciegas por eso. Tiradas perezosamente sobre las rocas, como  odaliscas de Ingres, sensuales y distraídas, sólo se mueven un poco para evitar  ineficazmente una mosca. Sus aletas son demasiado cortas para alcanzar los  ojos. Parecen muñones. De golpe nos damos cuenta que este paraíso zoológico no  ha sido diseñado por Walt Disney sino por el lúcido Charles Darwin. 
    
De noche anclamos en la bahía Academy, cerca de la estación de Puerto Ayora. Vamos al pueblo, recorremos sus calles mal iluminadas, tomamos alguna cerveza y compramos chucherías. Pero el pueblo nos parece trivial frente al escenario apocalíptico de las Islas Playas.
Lunes 4
Una especie para la que no  estábamos preparados por nuestros guías es la familiar cucaracha. La primera  apareció a eso de las 11:30 p.m, cuando ya estaba por subir a la litera que me  correspondía. A un movimiento de la almohada, salió muy urgente una pequeña  cucaracha marrón. Una inspección más detallada reveló que no era la única. Mis  compañeros de camarote empezaron a hacer sus propios descubrimientos. Pronto el  reposo estaba cancelado. En las instrucciones precisas sobre cómo tratar a la  fauna local, las cucarachas no figuraban. De hecho (después supimos), eran tan  ajenas al paraíso zoológico como los hombres, y Darwin no las había estudiado.  Pero nosotros pronto nos convertimos en especialistas.
 las 11:30 p.m, cuando ya estaba por subir a la litera que me  correspondía. A un movimiento de la almohada, salió muy urgente una pequeña  cucaracha marrón. Una inspección más detallada reveló que no era la única. Mis  compañeros de camarote empezaron a hacer sus propios descubrimientos. Pronto el  reposo estaba cancelado. En las instrucciones precisas sobre cómo tratar a la  fauna local, las cucarachas no figuraban. De hecho (después supimos), eran tan  ajenas al paraíso zoológico como los hombres, y Darwin no las había estudiado.  Pero nosotros pronto nos convertimos en especialistas. 
    
A la hora del desayuno  comparamos notas. Los más fatalistas se habían limitado a ofrecer la otra  mejilla y seguir roncando. Pero hubo quienes emprendieron contra las cucarachas  una batalla tan descomunal como la del Quijote contra los carneros, y con el  mismo ridículo resultado. José Luis y Pitoya nos contaron que uno de nuestros  amigos pasó la noche dando alaridos y arrojando todo objeto portátil contra el  múltiple enemigo. Ellos mismos recurrieron a dormir con la luz prendida ya que  las cucarachas son reticentes y no les gusta exhibirse mucho. Alguien nos informó  más tarde que la premura con que el Calicuchima dejó Guayaquil impidió que fuese fumigado. 
    
Después de esta ominosa  información, fuimos preparados para las dos excursiones del día. Muy  profesionalmente se nos explicó lo que veríamos y dónde. Armados de mapas,  diagramas y boletines, bajamos a los botes, preparados para enfrentarnos al fin  con las tortugas. Como esta excursión es breve, sólo tendremos tiempo de ver   cinco de las cuarenta y tantas islas que componen el archipiélago, y estas  cinco no incluyen aquellas donde las tortugas tienen su hábitat. Para  compensarnos (quién se atrevería a irse de las Galápagos sin verlas),  examinaremos las tortugas que tienen en la Estación Darwin. Aquí el zoológico  natural se convierte en zoológico común. En unos barrancos especialmente  diseñados para hacer que las tortugas se sientan a gusto, están los monstruos  antediluvianos. Todo lo que sabíamos de ellas es cierto: son enormes, feas,  solemnes. Nos miran con sus ojos fríos de reptil; por lo general, nos ignoran.  Incluso cuando los más audaces subimos en sus caparazones o hasta nos  balanceamos precariamente de pie sobre ellas. Se irritan pero la reacción es  lentísima, como si el tiempo en que viven tuviera un ritmo milenario. Es la  hora del almuerzo y al olor de la caña partida que trae uno de los guardianes  (estos feroces monstruos son pacientes hervíboros), se desplazan  milimétricamente hacia su comida.
cinco de las cuarenta y tantas islas que componen el archipiélago, y estas  cinco no incluyen aquellas donde las tortugas tienen su hábitat. Para  compensarnos (quién se atrevería a irse de las Galápagos sin verlas),  examinaremos las tortugas que tienen en la Estación Darwin. Aquí el zoológico  natural se convierte en zoológico común. En unos barrancos especialmente  diseñados para hacer que las tortugas se sientan a gusto, están los monstruos  antediluvianos. Todo lo que sabíamos de ellas es cierto: son enormes, feas,  solemnes. Nos miran con sus ojos fríos de reptil; por lo general, nos ignoran.  Incluso cuando los más audaces subimos en sus caparazones o hasta nos  balanceamos precariamente de pie sobre ellas. Se irritan pero la reacción es  lentísima, como si el tiempo en que viven tuviera un ritmo milenario. Es la  hora del almuerzo y al olor de la caña partida que trae uno de los guardianes  (estos feroces monstruos son pacientes hervíboros), se desplazan  milimétricamente hacia su comida. 
    
Las cámaras fotográficas se  dan un festín. Como si fuera un living  room decorado por Gaudí, nos sentamos entre y sobre las tortugas que chupan  y rechupan la caña con sus mandíbulas sin dientes, y nos hacemos fotografiar  para la instantánea posteridad de las Polaroid. Mientras unas comen, otras se  quedan mirando el infinito temporal, como si esperasen turno desde hace siglos.  En un rincón y contra el muro de piedra, una tortuga ha conseguido montar  parcialmente sobre otra. Es imposible saber si busca alivio a su soledad o si  realmente se la está fornicando. El proceso es tan lento que cualquier  hipótesis es creíble. Alertados, los camarógrafos se concentran en la pareja,  con la voracidad del conde Drácula al descubrir una yugular virgen. Inmunes al  accidente de las cámaras, las tortugas continúan su oscuro comercio. Me acuerdo  de golpe que al tratar el tema de la reproducción de las tortugas, Darwin usó  el más decoroso lenguaje victoriano (“During  the breeding session, when the male and the female are together...”, p.  409, releo en la edición de John Murray, Londres) en tanto que nosotros  violamos esa intimidad con nuestros flashes. 
    
Pero a las tortugas ni el  decoro de Darwin ni nuestro voyeurismo les importan un rábano. Con la misma  indiferencia con que había montado a su pareja, la tortuga de arriba desciende  a continuar su excursión de siglos. Nunca sabremos si realmente fuimos testigos  de una fecundación más, o si aquella tortuga sólo quería ver un poco lo que  pasaba del otro lado del muro de piedra. 
    
En la estación hay un vivero  de tortugas. Como la especie estaba muy amenazada en alguna de las islas (ya no  hay balleneros o piratas pero hay ratas salvajes, cerdos feroces y sobre todo  aves voraces), la estación ha construido viveros que conservan los huevos y  protegen a las tortuguitas hasta que están en condiciones de protegerse a sí  mismas. En uno de los discursos de mayor bravura de Tennessee Williams (está en Suddenly Last Summer), el destino  del artista y del poeta en el mundo moderno había sido alegorizado con la  anécdota de las tortuguitas que al salir de los huevos sobre la playa ardiente,  tienen que ganar una carrera mortal contra las aves, para llegar al refugio del  mar antes de que a picotazos éstas penetren el caparazón aún tierno y se las  devoren. Para Williams, esas aves rapaces son los heterosexuales.
 que conservan los huevos y  protegen a las tortuguitas hasta que están en condiciones de protegerse a sí  mismas. En uno de los discursos de mayor bravura de Tennessee Williams (está en Suddenly Last Summer), el destino  del artista y del poeta en el mundo moderno había sido alegorizado con la  anécdota de las tortuguitas que al salir de los huevos sobre la playa ardiente,  tienen que ganar una carrera mortal contra las aves, para llegar al refugio del  mar antes de que a picotazos éstas penetren el caparazón aún tierno y se las  devoren. Para Williams, esas aves rapaces son los heterosexuales. 
    
Pero la estación ha decidido  alterar el equilibrio ecológico, dándole primacía a las tortugas sobre las  aves. Y nosotros nos beneficiamos de esta decisión ya que podemos deleitarnos  (con auténtico espíritu waltdisneyano)  con la gracia natural de las tortuguitas. En la tarde, vamos a otra isla,  Floreana, la Charles, de Darwin, para conocer más especies: los rosados  flamencos, las casi invisibles rayas que yacen en la arena y que emergen de sus  nidos superficiales al menor contacto de nuestros pies, veloces, amenazantes,  turbias. La excursión a Floreana es cansadora. No hay casi brisa y el sol se  siente como plomo. Para aliviarla Margaret nos cuenta la historia de la  baronesa germánica y sus dos amantes: uno rico y explotado; otro pobre y  querido. La baronesa se  enredó con otros habitantes de la isla en permutaciones  que todavía hoy no son claras, y un buen día desapareció con el pobre (es  claro) y nunca fueron encontrados. Pero su desaparición desencadenó una ola de  muertes violentas que se presta a toda clase de hipótesis. Con la precisión de  quien cuenta una historia muchas veces contada, y con un vocabulario que revela  sus cautelas científicas, Margaret nos revela un argumento de película de  Agatha Christie.
enredó con otros habitantes de la isla en permutaciones  que todavía hoy no son claras, y un buen día desapareció con el pobre (es  claro) y nunca fueron encontrados. Pero su desaparición desencadenó una ola de  muertes violentas que se presta a toda clase de hipótesis. Con la precisión de  quien cuenta una historia muchas veces contada, y con un vocabulario que revela  sus cautelas científicas, Margaret nos revela un argumento de película de  Agatha Christie. 
    
Pero al final no ata los  cabos sino que los suelta aún más. Retornamos a nuestra mediocre vida de excursionistas  después de ese ejercicio en el melodrama. 
    
Antes de regresar al barco  visitamos una playa de la isla que tiene un correo singular. Consiste en un  barril en el que los visitantes depositan sus cartas y tarjetas (sin sellos,  naturalmente) y en el que también recogen la correspondencia dejada por otros y  dirigida a lugares que habrán de visitar. Encuentro una postal, en francés,  para una señora residente en Cabo Frío, cerca de Río de Janeiro, y como  proyecto volver por el Brasil, me hago cargo de la tarjeta, con el sentido  solemne de responsabilidad que debía tener Mercurio en tiempos menos  automatizados. 
    
De noche, repasamos con Luis  algunas de las aventuras de este congreso. Para él, Ecuador es su primera  experiencia de la Suramérica del Pacífico. Yo conocía Colombia, Perú y Chile  pero sólo había sobrevolado Quito. El entusiasmo que nos despertó el centro  colonial de la ciudad (casi intacto y con magníficos conventos e iglesias) nos  ha dejado con ganas de volver sin prisa. En Guayaquil, fue el malecón y la  atmósfera de ciudad tropical, húmeda, de olores densos, lo que nos impresiono  más. Recordamos con asombro algunos de sus monumentos: el relamido homenaje de  mármol a Bolívar y San Martín con motivo de la famosa entrevista está  severamente amonestado por la monumentalidad agresiva de la escultura y espacio  construidos por Guayasamín para el Centro Cívico. De Cuenca poco podemos  evocar, ya que el día estuvo casi enteramente dedicado a infinitas  conversaciones, mesas redondas, conferencias y entrevistas.
 homenaje de  mármol a Bolívar y San Martín con motivo de la famosa entrevista está  severamente amonestado por la monumentalidad agresiva de la escultura y espacio  construidos por Guayasamín para el Centro Cívico. De Cuenca poco podemos  evocar, ya que el día estuvo casi enteramente dedicado a infinitas  conversaciones, mesas redondas, conferencias y entrevistas. 
    
Fue allí donde mejor  palpamos que la trasnochada disputa sobre el compromiso literario no está  muerta ni enterrada, y que las polémicas de los años sesenta continúan  librándose con anacrónica frescura. Algunos de nuestros oyentes se quedan muy  perplejos al saber que los profesores cubanos Moreno Fraginals y Fernández  Retamar visitaron la Universidad de Yale, el año pasado, invitados por el  programa de Estudios Latinoamericanos que yo dirijo, para discutir en privado y  sin demagógicas declaraciones periodísticas la posibilidad de un intercambio  cultural más intenso entre La Habana y Yale. No menos asombroso les parece que  Alejo Carpentier haya aceptado venir en marzo a Yale, a un congreso auspiciado  por el mismo programa, a discutir con sus colegas universitarios el delicado  tema de la Historia en la Ficción. Aquellos que todavía creen operativa la  famosa “Carta  abierta a Pablo Neruda”, en que improvisados socialistas cubanos  acusaban al poeta (y a Fuentes y a mí) de servir al imperialismo norteamericano  porque visitábamos Estados Unidos, no podían comprender cómo dos de los más  conocidos firmantes de la carta habían aceptado ir a Yale. Era inútil  explicarles que la Revolución Cubana está a punto de cumplir veinte años y que  hasta Fidel ya ha declarado obsoleto el término “gusano”. Ahora los exiliados  son “cubanos residentes en el extranjero”. (A mi regreso, conversando con  Roberto González Echevarría, que en diciembre estuvo dos veces en Cuba, con un  grupo que está tramitando la salida de los presos políticos de la isla, me  cuenta que el cambio de nomenclatura ha creado perplejidades en los fidelistas.  Para marcar el nuevo status de los exiliados, un ingenioso propuso que se les  llamara “compañeros gusanos”).
abierta a Pablo Neruda”, en que improvisados socialistas cubanos  acusaban al poeta (y a Fuentes y a mí) de servir al imperialismo norteamericano  porque visitábamos Estados Unidos, no podían comprender cómo dos de los más  conocidos firmantes de la carta habían aceptado ir a Yale. Era inútil  explicarles que la Revolución Cubana está a punto de cumplir veinte años y que  hasta Fidel ya ha declarado obsoleto el término “gusano”. Ahora los exiliados  son “cubanos residentes en el extranjero”. (A mi regreso, conversando con  Roberto González Echevarría, que en diciembre estuvo dos veces en Cuba, con un  grupo que está tramitando la salida de los presos políticos de la isla, me  cuenta que el cambio de nomenclatura ha creado perplejidades en los fidelistas.  Para marcar el nuevo status de los exiliados, un ingenioso propuso que se les  llamara “compañeros gusanos”). 
    
Luis, que militó en la  resistencia contra el franquismo y hasta estuvo preso por ello, es la persona  menos fanática que he conocido y por todos los medios se resistió (en Cuenca y  en otras partes), a politizar burdamente la literatura. Por mi parte,  hace ya  más de una década que expresé la esperanza de que los cubanos llegasen a  practicar un diálogo sin restricciones con el resto del mundo latinoamericano,  y especialmente con los que viven y trabajan en Estados Unidos. Ahora que ese  diálogo empieza, resulta increíble encontrar gente tan mal informada que se  cree “progresista” y sigue librando las batallas del pasado. Por suerte, el  nivel del congreso (sobre todo en las sesiones sobre poesía y novela en que me  tocó participar) fue otro. La presencia de Enrique Anderson Imbert, de Gómez  Valderrama, de Ángel Feliciano Rojas, de Alfredo Pareja Díez-Canseco, de Álvaro  Mutis, de Pedro Saad, especialmente impidió que se distrajese la discusión  hacia temas superados.
hace ya  más de una década que expresé la esperanza de que los cubanos llegasen a  practicar un diálogo sin restricciones con el resto del mundo latinoamericano,  y especialmente con los que viven y trabajan en Estados Unidos. Ahora que ese  diálogo empieza, resulta increíble encontrar gente tan mal informada que se  cree “progresista” y sigue librando las batallas del pasado. Por suerte, el  nivel del congreso (sobre todo en las sesiones sobre poesía y novela en que me  tocó participar) fue otro. La presencia de Enrique Anderson Imbert, de Gómez  Valderrama, de Ángel Feliciano Rojas, de Alfredo Pareja Díez-Canseco, de Álvaro  Mutis, de Pedro Saad, especialmente impidió que se distrajese la discusión  hacia temas superados. 
    
Por otra parte, la valentía  de la dirección de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, que no cedió a la presión  de las patrullas ideológicas (querían impedir la venida de Borges), evitó que  el congreso se convirtiese en otra exhibición más de focas amaestradas, que  firman manifiestos ya cocinados por los comisarios de turno. La presencia de  Borges, en dos mesas redondas (noviembre 28 y 29), atrajo el público mayor del  congreso y fue un éxito increíble. Porque Borges, en su ancianidad cada vez más  transparente, ha llegado a tal simplicidad de dicción que consigue comunicarse  con el público por encima de la gastada oratoria de los que lo llaman “Maestro”  a cada tres palabras, o de los fanáticos que traen su discursito escrito en  términos abstractos e indigeribles. 
    
Ante un hombre que no ha  tenido empacho en elogiar a nuestros más siniestros dictadores, pero que  también se ha negado a defender la familia, la patria y hasta la religión  católica, es difícil situarse con clichés. Como otros ancianos apocalípticos  (pienso en Pound o en Céline), Borges representa al escritor que se niega a  pactar con las buenas conciencias y no juega el juego de la hipocresía moral. A  una respetuosa pregunta sobre por qué no intercede ante el gobierno del General  Videla (“Usted, Maestro, que es tan amigo de los generales”) para saber el  paradero del escritor Haroldo Conti, “desaparecido” hace años, Borges contesta  con simplicidad: “Pero si yo no soy amigo del General Videla. Almorcé una vez  con él [estaba presente también Ernesto Sábato, podía haber agregado] y me di  cuenta que no teníamos nada en común. Como usted sabe, ellos son católicos y yo  soy agnóstico”.
 años, Borges contesta  con simplicidad: “Pero si yo no soy amigo del General Videla. Almorcé una vez  con él [estaba presente también Ernesto Sábato, podía haber agregado] y me di  cuenta que no teníamos nada en común. Como usted sabe, ellos son católicos y yo  soy agnóstico”. 
    
Para entender la respuesta,  hay que entender que efectivamente Borges presta más atención a las creencias  religiosas de alguien que a su filiación política: esta última suele cambiarse  más fácilmente. Pero no todas fueron preguntas políticas. A una dama que  insistía en preguntarle cómo podía haber creado tantos personajes inolvidables,  Borges contestó llanamente: “Pero sí no he inventado ningún personaje: todos  son yo. He fracasado completamente”. A un escritor ecuatoriano que le recordaba  que en una ocasión lo había visitado en Buenos Aires y habían departido  inolvidablemente sobre el gran Juan Montalvo, recitando de memoria Borges  pasajes enteros del ilustre prosista ecuatoriano, Borges le replicó con su algo  vacilante dicción: “No me acuerdo de esa ocasión, pero si usted la recuerda,  debe ser verdad. Eso sí, no pude haber recitado mucho de Montalvo porque sólo  leí los Capítulos que se le olvidaron a  Cervantes, y eso fue hace mucho y ahora no me acuerdo de nada”. A otra  pregunta sobre si ahora era más feliz que cuando era joven y podía ver,  contestó sin vacilaciones que sí era más feliz porque los jóvenes son tan  desesperados... A un catalán que quería saber si pensaba en imágenes, conceptos  o en palabras, y después de explicarle inútilmente las dificultades de ese tipo  de planteo, terminó por decirle: “Bueno, para simplificar su posición,  permítame que le pregunte: usted, cuando tiene un dolor de muelas, ¿lo tiene en  español o en catalán?” Todavía deben estar resonando las carcajadas del inmenso  público que llenaba todo resquicio de la Universidad Católica. 
    
 El día anterior, Ernesto  Cardenal había asistido a un conversatorio en los jardines de la misma  universidad y había sido aplaudido, tal vez por el mismo público. Su presencia  en el congreso, como huésped del mismo, resultó equívoca porque en realidad  vino invitado también por el comité de ayuda a la oposición sandinista en  Nicaragua. Prefirió seguir el consejo de los miembros políticos del comité y no  participar en los debates literarios. Por pura casualidad, me encontré con él  en el Museo del Banco Central, que visitamos con Galo René Pérez como huéspedes  del director. Con la cordialidad de siempre, Ernesto nos abrazó excusándose por  no tener tiempo de participar en el congreso. Como iba camino al Perú, prometió  volver a leer sus poemas, de regreso. Recordamos su visita a Yale, hace unos  años, y el éxito que tuvo entre los estudiantes y profesores jóvenes que no  salían de su asombro al escuchar a un sacerdote que sostenía que había más  verdadero cristianismo en Fidel Castro que en la mayoría de los curas  católicos. Como siempre, Cardenal parece sereno, animado por una fuerza  interior muy firme y constante. La situación de Nicaragua es desesperada, su  comunidad de Solentiname ha sido destruida, pero él sigue su tarea, confiando  en Dios y practicando literalmente el mensaje cristiano. Mas da pena que no  venga a conversar con nosotros porque nos están haciendo falta gentes que no  sólo hablen del compromiso (atrincherados en puestos burocráticos del  capitalismo) sino gente auténticamente comprometida.
El día anterior, Ernesto  Cardenal había asistido a un conversatorio en los jardines de la misma  universidad y había sido aplaudido, tal vez por el mismo público. Su presencia  en el congreso, como huésped del mismo, resultó equívoca porque en realidad  vino invitado también por el comité de ayuda a la oposición sandinista en  Nicaragua. Prefirió seguir el consejo de los miembros políticos del comité y no  participar en los debates literarios. Por pura casualidad, me encontré con él  en el Museo del Banco Central, que visitamos con Galo René Pérez como huéspedes  del director. Con la cordialidad de siempre, Ernesto nos abrazó excusándose por  no tener tiempo de participar en el congreso. Como iba camino al Perú, prometió  volver a leer sus poemas, de regreso. Recordamos su visita a Yale, hace unos  años, y el éxito que tuvo entre los estudiantes y profesores jóvenes que no  salían de su asombro al escuchar a un sacerdote que sostenía que había más  verdadero cristianismo en Fidel Castro que en la mayoría de los curas  católicos. Como siempre, Cardenal parece sereno, animado por una fuerza  interior muy firme y constante. La situación de Nicaragua es desesperada, su  comunidad de Solentiname ha sido destruida, pero él sigue su tarea, confiando  en Dios y practicando literalmente el mensaje cristiano. Mas da pena que no  venga a conversar con nosotros porque nos están haciendo falta gentes que no  sólo hablen del compromiso (atrincherados en puestos burocráticos del  capitalismo) sino gente auténticamente comprometida. 
      Ya es tarde y volvemos a  nuestras literas. 
Martes 5
Rodeada de mar por todas  partes, cada isla de las Galápagos tiene el problema de la escasez de agua  potable. A nuestra costa, aprendemos la dura lección de vivir en un  archipiélago volcánico. El Calicuchima tiene el agua racionada. Así que aprendemos a racionar nuestras visitas al  w.c., a bañarnos (en el Ecuador) una vez por día, y a limpiarnos los dientes  con agua mineral. Rabelais y Céline podrían describir con mayor elocuencia que  yo este capítulo coprológico. Prefiero refugiarme en el decoro victoriano de  Darwin (que nunca habla de este problema en su Diario). Pero ya en el tercer día de nuestra excursión, empieza a  hacerse visible el desesperado esfuerzo por seguir pareciendo consumistas  urbanos. Nos acostumbramos a exagerar la loción para después de afeitarse, o a  petrificar la nariz cuando pasamos por ciertas áreas higiénicas del barco. Por  suerte hay mucho aire afuera, podemos dormir con los ojos de buey abiertos y no  falta la ocasional gota de agua que sale inesperadamente de la reseca canilla.  No quiero ni pensar cómo se las arreglan las valientes compañeras de excursión. 
    
Hoy visitaremos la Isla San  Cristóbal, la Chatham de Darwin. Por primera vez, tenemos oportunidad de ver,  muy de cerca, las aves en sus nidos: pinzones, pájaros brujos, fragatas (que al  volar, despliegan las alas como un velero del siglo pasado), piqueros  enmascarados (con un antifaz como el de Douglas Fairbanks en The Mark of the Zorro), piqueros de  patas azules (que empollan los huevos con sus patas) piqueros de patas rojas,  gaviotas de cola bifurcada y sobre todo golondrinas. Pero no podemos negar  nuestro origen: el pajaro que más nos conmueve es el albatros, celebrado por  Coleridge y su discípulo Baudelaire. Pronto estamos recitando, entre todos y a  pedazos, el hermoso poema del francés:
 aves en sus nidos: pinzones, pájaros brujos, fragatas (que al  volar, despliegan las alas como un velero del siglo pasado), piqueros  enmascarados (con un antifaz como el de Douglas Fairbanks en The Mark of the Zorro), piqueros de  patas azules (que empollan los huevos con sus patas) piqueros de patas rojas,  gaviotas de cola bifurcada y sobre todo golondrinas. Pero no podemos negar  nuestro origen: el pajaro que más nos conmueve es el albatros, celebrado por  Coleridge y su discípulo Baudelaire. Pronto estamos recitando, entre todos y a  pedazos, el hermoso poema del francés: 
Souvent, pour s’amuser, les hommes d’équipage
Prennent des albatros, vastes oiseaux des mers,
Qui suivent, indolents compagnons de voyage,
Le navire glissant sur les gouffres amers.
Ahora los tenemos delante de nuestros ojos, estos viajeros alados, despegando desde el borde mismo del acantilado, volando en grandes y hermosos círculos, infatigables y serenos. Más tarde, plantado en el centro del camino que nos está destinado, un albatros nos enfrenta, irritado por nuestra atención turística. Entonces podemos verlo, dejando caer sus alas (“como remos”, dice el poeta), torpemente, sobre sus flancos:
Ce voyageur ailé, comme il est gauche et veule!
Lui, naguere si beau, qu’il est comique et laid!
Ses ailes de géant l’empêchent de marcher.
Pero nuestro albatros ni  siquiera está dispuesto a caminar torpemente. Furioso por la invasión a su  territorio, quiere  eliminarnos con la fusilería de sus ojos, nos empuja  literalmente con los gestos hostiles de su pico, fuera del camino marcado. Nos  quedamos inmóviles, esperando que se canse de esta actitud hostil. Al fin,  desdeñoso y rezongando, se va a pasos cortos, ridículos. Baudelaire debe haber  visto albatros (además de leerlos en el poema de Coleridge) cuando su viaje a  Madagascar. Yo había visto algunos al cruzar el Atlántico. Pero ahora están  ahí, a mano, o casi, y nos impresionan por corroborar tan exactamente las  palabras del poeta. Solo más tarde, al repasar mi Darwin de regreso de las  Galápagos, me entero que nuestra comunión literaria con los albatros de San  Cristóbal fue falsa. No son la especie que Coleridge inmortalizó en The Rime of the Ancienf Mariner, y  Baudelaire glosó en su poema de Les  fleurs du mal. Los nuestros son grises y no tienen otro pedigrí literario  que el que les otorga, sin mayor entusiasmo, Darwin. Aquellos son blancos,  majestuosos, verdaderos “rois de l’azur”.  Al leer la
eliminarnos con la fusilería de sus ojos, nos empuja  literalmente con los gestos hostiles de su pico, fuera del camino marcado. Nos  quedamos inmóviles, esperando que se canse de esta actitud hostil. Al fin,  desdeñoso y rezongando, se va a pasos cortos, ridículos. Baudelaire debe haber  visto albatros (además de leerlos en el poema de Coleridge) cuando su viaje a  Madagascar. Yo había visto algunos al cruzar el Atlántico. Pero ahora están  ahí, a mano, o casi, y nos impresionan por corroborar tan exactamente las  palabras del poeta. Solo más tarde, al repasar mi Darwin de regreso de las  Galápagos, me entero que nuestra comunión literaria con los albatros de San  Cristóbal fue falsa. No son la especie que Coleridge inmortalizó en The Rime of the Ancienf Mariner, y  Baudelaire glosó en su poema de Les  fleurs du mal. Los nuestros son grises y no tienen otro pedigrí literario  que el que les otorga, sin mayor entusiasmo, Darwin. Aquellos son blancos,  majestuosos, verdaderos “rois de l’azur”.  Al leer la prosa científica, precisa, de Darwin siento vergüenza retrospectiva  por nuestro entusiasmo, nuestro inútil esfuerzo por reconstruir el poema de  Baudelaire. Me siento como esos visitantes de una iglesia gótica que,  extasiados hasta el misticismo por un colorido vitral, se enteran de que es una  obra moderna: el original fue destruido cuando la revolución francesa o fue  volado por las bombas de las superfortalezas volantes de la Segunda Guerra  Mundial.
 prosa científica, precisa, de Darwin siento vergüenza retrospectiva  por nuestro entusiasmo, nuestro inútil esfuerzo por reconstruir el poema de  Baudelaire. Me siento como esos visitantes de una iglesia gótica que,  extasiados hasta el misticismo por un colorido vitral, se enteran de que es una  obra moderna: el original fue destruido cuando la revolución francesa o fue  volado por las bombas de las superfortalezas volantes de la Segunda Guerra  Mundial. 
    
Este es el primer mediodía  realmente ecuatorial que tenemos. No hay brisa y el sol raja. Demasiado tarde  me doy cuenta que no me he puesto bastante crema en los brazos, que empiezan a  tomar un color de carne cruda, me arden las orejas y la punta de la nariz que  no consigo proteger con mi gorrito de tela, en los tobillos hay una franja que  parece robada de una langosta. Cuando me tiro al agua en una caleta en que es  posible nadar sin riesgo de ser visitado por tiburones, tengo la sensación de  que mi piel chirría. Pero al minuto me he olvidado de las quemaduras. Con  nosotros, se bañan docenas de focas. Son los animales más mansos y juguetones  del mundo. Empiezan por nadar, rápidamente, en torno de nosotros, estudiándonos  por las dudas, pero al ver que somos pacíficos, se ponen realmente  confianzudas. Pasan ágilmente entre nuestras piernas y nos dan topetazos de  carneros marinos. Al ser bien recibidas, se atreven a dar pequeños mordiscos,  como cachorros mimados. Al cabo, están desfachatadas. Una termina por  apoderarse de una de las patas de rana de un bañista y no la larga. O la larga  sólo cuando se convence que el bañista también quiere jugar. Empiezan un tira y  afloja que desata una tempestad de cámaras y flashes. Los únicos que no  condescienden a tanta jarana son los lobos marinos. Desde la orilla nos saludan  con algún ladrido seco si nos acercamos demasiado a sus respectivos  territorios. Pero no objetan que juguemos con sus focas en el agua: la  territorialidad no se extiende al mar. Sobre las rocas dormitan los cachorros,  blanquitos y tan tiernos que dan ganas de estrujarlos. Pero ya nos han  explicado que está terminantemente prohibido hacerlo. Se corre el riesgo de que  se contaminen con nuestro olor y las madres sean incapaces de reconocerlos por  el olfato, dejándolos sin alimento ni cuidado. Así que tenemos que contentarnos  con las fotografías. Cuando vuelvo a la arena me quedo un rato hipnotizado por  dos foquitas que no se cansan de rodar, una sobre otra, embadurnándose con la  arena, incensantes e infinitas en su juego. 
    
La excursión está llegando a  su fin. Todavía nos queda un paseo por las tiendas para turistas de la isla y  los bares de los alrededores. Pero ya nos empiezan a entrar las ganas de dejar  este zoológico mágico y volver a nuestras cajitas urbanas. El capitán invita a  un grupo a almorzar con él, en el confortable comedor que corresponde a la  oficialidad y que parece decorado para una película de los años cincuenta. La  comida es la misma del comedor turístico pero la bebida no sólo es mejor sino  de una abundancia pantagruélica. Se nos explica que hoy es el día de Quito, no  sé cuántos años (y siglos) de la fundación de la ciudad. Vamos a volver al  comedor en la noche después de la cena, para seguir dando el tradicional grito:  ¡Viva Quito! En realidad, parece que todo el día no hacemos otra cosa que  brindar. Cuando llega la noche, el Calicuchima está anclado en la bahía, frente al pueblo, y gira lentamente sobre sus  anclas. En el puesto de mando no hay nadie. De las entrañas del barco sube  ritualmente el grito repetido de las celebraciones. 
      
La noche está tibia y hay una curiosa luminosidad en el aire. Otro barco está delante del nuestro y también gira lentamente sobre sus anclas. Una ilusión óptica nos hace creer que los dos se van acercando lentamente. O, por lo menos, es lo que sostiene Juan Luis Panero que se ha adherido vivamente a las celebraciones y ahora sube a tomar un poco de aire. Trata de convencerme de que dentro de cinco minutos vamos a chocar y hasta me apuesta una botella de whisky a que la catástrofe va a suceder. Un poco más sobrio, o tal vez con más millas marinas entre pecho y espalda, le observo que el Calicuchima no avanza realmente, que mire sobre la borda y no va a ver la menor estela, que si nos moviéramos habría olitas, etc. No sé si mis argumentos lo convencen. Lo cierto es que los cinco minutos pasan y seguimos balanceándonos, cerca pero lejos del otro barco. No apunto esto para decir que Juan Luis me debe una botella de whisky (se la pienso cobrar la primera vez que nos encontremos en Bogotá, donde trabaja ahora), sino para indicar, o aludir, a un cierto estado de sugestión colectiva que se ha ido apoderando de nosotros, alimentado por la extrañeza de estas islas prehistóricas, por la violencia hecha a nuestros hábitos urbanos al tener que aceptar que en este mundo los hombres somos parásitos indeseables. Y también, es claro, por la más sutil experiencia de estar confinados en un barco militar en el que somos como niños en manos de la tripulación y la oficialidad. Ellos lo saben todo y nosotros nada. Ahora, para cortar la histeria contagiosa de Juan Luis (que está empezando a minar hasta mi racionalismo), tenemos que mandar a alguien a hablar con algún oficial para que nos aseguren que no, que los barcos no van a chocar y que podemos irnos a nuestras literas, como chicos buenos y dormir bien y etc., etc.
Miércoles 6
 A las 7 a.m tenemos que  tener todo empacado porque a las ocho vendrá el ómnibus que nos devolverá al  aeropuerto. El Calicuchima ha viajado  toda la noche y estamos otra vez en el muelle de Bartra. Por broma, le digo a  Luis que un tablón que comunica nuestro barco con un barco-tanque recostado al  muelle, será la escalerilla por la que debemos bajar con todo nuestro equipaje;  se mata de risa. Nos ponemos a imaginar a nuestros compañeros menos atléticos,  y a nosotros mismos, negociando la impedimenta turística sobre ese tablón de  piratas. Media hora después, en fila india, bajamos por el tablón,  precariamente, ayudados o empujados por la tripulación y las lindas gringuitas,  hasta la seguridad de tierra firme, el ómnibus, el aeropuerto, la civilización  en fin. 
      
 El ómnibus que nos lleva al  aeropuerto regresa al muelle y nos quedamos de golpe, y por primera vez desde  que empezó el congreso, literalmente solos: cuarenta turistas, incapaces de  estornudar sin tener un kleenex a  mano, abandonados en un aeropuerto en que no hay una sola persona de servicio,  en que los w.c. no funcionan, no hay agua potable, y sólo hay (fuera) un sol  rajante, algunos cactos, unos bancos de cemento y las pistas desoladas.  Tardamos una media hora en convencernos de que hemos sido abandonados para  siempre a nuestro destino. El destete brusco nos hace volver la mirada al  caminito que lleva al muelle. Algunos piensan que hay que regresar al barco,  nuestro único punto de contacto con el mundo exterior. (Más tarde nos  enteraremos que el barco no tenía radio y que de hecho estuvimos cuatro días  sin otro contacto que el que nos daban los puertos en que parábamos).
El ómnibus que nos lleva al  aeropuerto regresa al muelle y nos quedamos de golpe, y por primera vez desde  que empezó el congreso, literalmente solos: cuarenta turistas, incapaces de  estornudar sin tener un kleenex a  mano, abandonados en un aeropuerto en que no hay una sola persona de servicio,  en que los w.c. no funcionan, no hay agua potable, y sólo hay (fuera) un sol  rajante, algunos cactos, unos bancos de cemento y las pistas desoladas.  Tardamos una media hora en convencernos de que hemos sido abandonados para  siempre a nuestro destino. El destete brusco nos hace volver la mirada al  caminito que lleva al muelle. Algunos piensan que hay que regresar al barco,  nuestro único punto de contacto con el mundo exterior. (Más tarde nos  enteraremos que el barco no tenía radio y que de hecho estuvimos cuatro días  sin otro contacto que el que nos daban los puertos en que parábamos). 
      
La histeria contenida la  noche anterior nos empieza a minar rápidamente. Refugiados al pie de la torre  de comando, vacía y cerrada a llave, Luis Goytisolo, Juan Luis Panero y yo nos  ponemos a imaginar el libreto de una película de catástrofe que podríamos  filmar con nuestra aventura. Luis quiere que el film comience con cada uno de  los excursionistas saliendo de su mundo cotidiano, para ir al aeropuerto  militar de Quito. Mas melodramático, yo quiero un comienzo espectacular: un  gigantesco albatros rasga los aires y va volando circularmente sobre la Isla  San Cristóbal. Filmada la toma con helicóptero, la imagen se concentra en la  caleta en que juegan las focas. No hay un ser humano a la vista pero un zoom se  va centrando sobre una mancha blanca en la arena, una de cuyas extremidades,  con una pata de rana, está siendo tironeada por una foca juguetona. Al  centrarse del todo se ve el cuerpo desnudo (hermoso, es claro) de una de las  guías: el agua, la foca, la cámara juegan tantalizadoramente con ella. Está  muerta. Entonces empiezan los títulos, sobre una música de fondo a la Bernard  Herman, y con la secuencia que inventó Luis. Para reforzar el libreto llega  oportunamente Álvaro Mutis que desde hace años trabaja y vive en México, y que  ha escrito algunos hermosos libretos cinematográficos. Uno, notable, sobre los  últimos días de Bolívar está en el volumen titulado La mansión de Araucaíma (Barcelona, Seix-Barral), relato que  también tuvo su origen en un libreto, éste escrito especialmente para Buñuel. 
      
Con Álvaro a mano, nos  largamos a preparar una superproducción financiada por Joseph E. Levine, y con  elenco internacional. Apoyándonos en semejanzas físicas o de carácter vamos  desarrollando el casting. Hay  elecciones que están tan a la vista que es imposible errar: Jack Nicholson  tiene que ser Luis; Anthony Quinn, Álvaro; David Niven, Alfredo Pareja; Anouk  Aimée, la mujer de Álvaro; Vittorio Gassman, Ángel Rama. Otros son más  difíciles de adjudicar. Margaret, nuestra guía favorita, puede ser una Ali  McGraw, más jovencita, o una Sissy Spacek. Pero cualquier starlet con talento podría servir. Juan Luis y Pitoya tienen que  ser no sólo muy jóvenes sino muy bonitos y con aire “caro”. Propongo Dominique  Sanda para Pitoya pero no me decido por nadie para Juan: un Michael Caine,  cuando apareció por primera vez en The  Ipcress File, podría dar la dosis exacta de lentes, sexo y sobreentendido  sentido del humor. Pero ahora Caine ya está mostrando demasiado los estragos de  una década de sólida bebida. Para mi personaje, las opiniones están divididas.  Pienso que Alberto Sordi podría servir, pero Álvaro cree que Woody Allen  estaría mejor, aunque él es flacucho y yo estoy más por el lado de los sólidos.  Le digo que Martha Traba (crítica de arte, al fin) ya me había adjudicado una  vez a Woody Allen. Así que nos quedamos con ese casting, por ahora. 
      
Pero hasta la fantasía de la  catástrofe se agota como remedio contra el terror atómico. Excursionistas que  no encuentran consuelo en el cine han convencido a nuestra guía de que vuelva  al barco para buscar noticias. Cuando Margaret regresa repite la noticia que  sabíamos (y en la que hace horas que no creemos); el avión llegará a las 12:30  p.m. El reparto del único paquete de galletitas es melancólico. Yo tengo una  tableta de chocolate (siempre llevo una: he leído Arms and the Man, El soldado  de chocolate, de Shaw) pero no me animo a ofrecerla todavía. Sin agua, el  chocolate puede ser una forma dulce del suplicio de Tántalo. Empezamos a entrar  en coma, a caer inmóviles sobre los sillones del aeropuerto. Me descubro  dormitando, con grandes imágenes “technicoloridas” del film que nunca haremos. 
      
Aquí se interrumpe el  manuscrito. El final es conocido. A las 12 en punto un jeep trae tres soldados  que transforman la ruina atómica intacta del aeropuerto en una máquina  eficiente. Volvemos al siglo XX, estamos en un aeropuerto militar de las  Galápagos, y el avión de las 12:30 p.m. llega a las 12:30 p.m. La película  termina trivialmente con un happy ending. ~
      
© Letras libres, agosto, 2006
 
  
