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La expresión americana



Duendes

A don Arturo Dávila,
maestro y amigo de un altruismo de fábulas.

Néstor E. Rodríguez

     Mi amigo Josiah Blackmore practica un tipo de bibliomancia sui generis, a tono con los tiempos. Contrario a los sabios del medievo, Joe no se detiene en ningún pasaje de la Biblia elegido al azar para descifrar las implicaciones que esa lectura tendría en su vida. Lo que hace más bien es esperar a que ese libro que aparece por accidente en cualquier esquina del trajinar diario le dé la marca de su destino inmediato, esa recóndita clave de un secreto que apenas se sospecha. Hace poco me contó que una tarde de marzo de 1983, en una vieja librería de Columbus, Ohio, tropezó con una edición de The Flowering of New England (1936) de Van Wyck Brooks, obra que días antes, en un aparte de una recepción en la universidad estatal, un cansado pero afable Borges le había recomendado como lectura imprescindible si pensaba visitar Nueva Inglaterra. Esta mañana me he acordado de Joe y sus historias de libros y aparecidos. Curioseaba en la sección de literatura dominicana de la Robarts Library de la Universidad de Toronto cuando me topé con un libro de cubierta muy desgastada que sobresalía entre la hilera de coloridos volúmenes. Se trataba del segundo libro de Pedro Henríquez Ureña, Horas de estudio, publicado en París en 1910. Examiné las primeras páginas para cerciorarme de lo que ya mi olfato anunciaba como una primera edición. No sólo pude comprobar la veracidad de mi corazonada, sino que me llevé la sorpresa de que el volumen estaba dedicado por el autor a uno de los estudiosos más influyentes en la crítica de la literatura del llamado “Siglo de Oro” español: “Al distinguido hispanista Milton A. Buchanan, de su admirador y amigo, Pedro Henríquez Ureña. Washington, 1915”. El volumen, atiborrado de erratas y omisiones meticulosamente corregidas por el maestro, me sacudió como si se tratara de algo vivo. Mientras caminaba rumbo a la Fisher Rare Book Library contigua para explicar el valor de ese ejemplar y pedir que lo conservaran con todas las precauciones de rigor, pensé en las visicitudes de ese objeto para llegar a mis manos. Imaginé a un Pedro Henríquez Ureña quebrado en Ciudad de México invirtiendo lo poco que le quedaba en mandar a publicar su segunda colección de ensayos a Francia. Me hice una imagen mental del periplo que siguieron esos ejemplares de Horas de estudio hasta llegar a él. Malicié la idea de un Henríquez Ureña sereno y meditativo dedicando cada uno de esos libros con la pasión de un artesano y el estoicismo de quien arroja botellas al mar. Pude reconstruir la curiosidad de Buchanan al recibir el paquete en su oficina de la universidad, el interés con que leyó aquellas páginas; la ignorancia de ese bibliotecario anglófono que, en 1946, posiblemente en febrero y con nieve, no entendió el valor de aquella firma y optó por colocar el sobrio ejemplar entre los anaqueles de circulación general de una sección que nadie visita para que sesenta años después yo lo encontrase. Sin lugar a dudas Joe tiene razón, hallazgos como éste no pueden ser sino obra de duendes, magia o algún esforzado encantamiento.



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