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La expresión americana
8.  El teatro de sombras americano

    (o Cristóbal Colón revisitado)

Rogelio Saunders © 2002
 

«Cuando me asomo al laberinto de mi pasado en esta hora última, me asombro ante mi natural vocación de farsante, de animador de antruejos, de armador de ilusiones, a manera de los saltabancos que en Italia, de feria en feria —y venían a menudo a Savona— llevan sus comedias, pantomimas y mascaradas. Fui trujamán de retablo, al pasear de trono en trono mi Retablo de Maravillas».
       El arpa y la sombra, pág. 142 (1

No hay figura tan enigmática en la historia de América como la del Almirante Cristóbal Colón. En él el rostro elusivoparecen confluir todos los nodos del incierto origen americano. Un descubrimiento que no es descubrimiento, un Diario que existe sólo en las recensiones de Fray Bartolomé de Las Casas, y la misma historia de Colón, cuyo lugar de nacimiento se disputan por lo menos tres lugares (Génova, Galicia y Cataluña). Hasta hoy día no sabe exactamente quién era y dónde nació. Colón es, además, un hombre que muere convencido de haber llegado a las Indias, cuando en realidad ha llegado a un continente nuevo. Es decir: muere sin conocer el carácter verdadero de su descubrimiento. Él es la primera gran sombra en el teatro de sombras americano. 
     Lo que ve Carpentier en el Almirante es precisamente esta confusión y enigma en el origen mismo de lo que iba a ser América (esa América que va completar, a partir de 1492, con la llegada del navegante genovés a las costas de la isla de San Salvador, en las Bahamas, el cuadro incompleto del mundo). Más aún: el hecho de que, en el centro mismo de la gran obertura americana, lo que haya sea una serie de imposturas (el Cristóbal Colón de Carpentier es, sobre todo, un gran Impostor). El tema del origen (o de los orígenes), tema central en la obra del escritor cubano, parecía conducirlo de un modo natural hacia la figura que desde el principio (desde aquella cita de Lope de Vega que aparece en Los pasos perdidos (2) no ha dejado de frecuentar su obra como un gran fantasma (como el gran fantasma —el gran enigma— del origen), así como no ha dejado de frecuentar su vida el gran fantasma del padre que desaparece. La fecunda interrogación de los orígenes (indisolublemente ligada al tema del viaje) estuvo siempre en el centro de la obra de Carpentier, de modo que al dedicar su última novela publicada a la figura de Colón y al descubrimiento de América, él estaba completando — como con una última vuelta de tuerca — el gran ciclo de su obra. En El arpa y la sombra, Carpentier alcanza el punto más íntimo de su búsqueda, aquel en que el tema de la identidad de América — y el de su propia identidad como escritor y como ser humano — se hacen indistinguibles. A través de las palabras de Cristóbal Colón, es Carpentier quien habla.
     Los equívocos que rodean a Cristóbal Colón (y de los que él mismo se rodeó), empezando por el descubrimiento de América —doblemente equívoco, ya que, por una parte, Colón nunca llegó a las Indias y, por otra, la existencia del continente ya era conocida— prefiguran la historia trágica, dispersa y fabulosa del continente americano. Y componen también la imagen de un hombre que, como Carpentier mismo, se ve obligado a mentir en aras de su sueño, envuelto en una gran tarea cuya finalidad última desconoce, dedicado a ocultar siempre (mediante la ficción escrita y hablada) el nudo confuso de su origen, y rehén de un pacto no escrito cuyo fantasma acusatorio lo perseguirá toda su vida. (En las palabras del Cristóbal Colón literario: «Pacto no hubo. Pero hay pactos que no precisan de un pergamino rubricado con sangre», oímos al propio Carpentier, que ya había dicho lo mismo en otra ocasión, y casi con las mismas palabras. (3)
     La identificación Carpentier-Colón (del autor-Carpentier y del personaje-Colón) es pues evidente aColón-Carpentier todo lo largo del libro. Evidente, pero no simplista, pues se trata de una simbiosis compleja, donde uno y otro devienen dispositivos de algo más vasto y fantasmal (de algo siempre en instancia, como una fuga perpetua), llámese autenticidad, origen, trascendencia literaria o espacio americano. Por eso, cuando en la parte titulada La mano el personaje de Colón toma la palabra, es Carpentier mismo quien encara el centro de su propia obra. Quien busca, con intensidad, dar cuenta de sus dudas y de sus errores; de hacer balance y autocrítica en la hipotética confesión de un Almirante que, ya cerca de la muerte, en Valladolid, reflexiona sobre su vida mientras espera la llegada del confesor franciscano.
     Pues Colón — ¿no lo sabemos ya? — es el hombre que, habiendo emprendido una gran misión con las mejores intenciones, parece haberse equivocado en todo. Al final, todo lo que hizo — todo lo que consiguió — acabó en manos de otros, y la beatificación misma (que hubiera sido el espaldarazo divino a su obra) le es negada. Ni siquiera logra darle su nombre a América. Superado por su hazaña, el Colón de carne y hueso nunca puede encontrarse con ese Colón emblemático que adorna las plazas de medio mundo.
     Pero, por otra parte (y éste es el aspecto trascendente que articula la novela desde su interior: el tema de la confrontación entre el hombre y su obra), Colón, en su primer viaje a América, no sólo está atravesando el espacio, sino también el tiempo (tal como hace el protagonista de Los pasos perdidos). El viaje de Colón resulta decisivo en más de un sentido, pues su deseo y ambición lo llevan más lejos de lo que nunca hubiera imaginado, y las consecuencias de ese primer viaje (que la globalización de Colóndura apenas dos meses y unos días) se amplifican a escala mundial, provocando un verdadero sismo histórico. El viaje de Colón  (para bien y para mal) está en el más rico y fecundo de los vértices históricos. En la divisoria entre lo antiguo (la Edad Media) y lo moderno (el Renacimiento), entre lo plano y lo esférico, entre el mundo parcial y el mundo global. (León Bloy lo llama, con justeza, “el revelador del globo”, pues es Colón realmente quien le revela el mundo al mundo.) 
     Además, es con el descubrimiento de América que nace propiamente el espacio americano (espacio de lo fabuloso). El encuentro entre europeos y americanos (dramático, marcado por la violencia, el engaño, la ambición y la codicia) inaugura un espacio nuevo que es también un venero de nuevas posibilidades. América hace posible lo que no había sido posible. Mezclas antes impensables. Transformaciones inéditas. Hace posible al Inca Garcilaso de la Vega y a Simón Bolívar, al hechizado Hernando de Soto y al trágico emperador Moctezuma. Pero el encuentro no sólo marca a América (abocada desde entonces a un destino turbulento), sino también a Europa, que va oscilar en lo adelante entre el humanismo de su credo y la barbarie de sus actos. 
     Con el llamado Descubrimiento, aparecen unas culturas y desaparecen otras (desaparecen unos imperios y aparecen otros). Pero sobre todo, aparece ese “nuevo mundo” que será, para Europa, fuente de riqueza y prosperidad durante siglos. Con él, como se sabe, termina la Edad Media europea y adviene el Renacimiento. Es el fin de una época y el inicio de un nuevo esplendor de las ciencias y las artes (y también, cómo no, de la esclavitud y el colonialismo, base de la prosperidad europea y uno de los capítulos más negros de la historia). Sobre todo, el mundo y la historia cambian a una escala masiva. El mundo —como lo dice el Cristóbal Colón de Carpentier en un momento dado— deja de ser plano y se vuelve esférico. Esta esfericidad del mundo (esta globalización) es un cambio tan profundo —un movimiento tan decisivo—, que todavía vivimos bajo su impacto. El mundo de hoy es, básicamente, el mundo surgido tras el descubrimiento americano de Cristóbal Colón.
     Todo eso está en El arpa y la sombra, por boca del protagonista, que hace un balance general de su vida y su obra (balance que, como bien señala el crítico Roberto González Echevarría, es paralelo al balance que está haciendo en ese momento el propio Carpentier). Es un Colón que habla, se confiesa, se justifica y se critica. Un Colón (éste, el literario) que conoce la historia del Cristóbal Colón histórico y que puede, como el Supremo de Augusto Roa Bastos, recorrer su vida hacia atrás y¡que murmuren!.... hacia delante, dentro del tiempo esférico propio del barroco. Un Colón que conoce los rumores y opiniones sobre su vida, y los textos creados a partir de sus navegaciones. Un Colón en el que confluyen la historia, la crítica y el mito.
     Al mismo tiempo, asociado a la figura controvertida del Almirante, subyace en la novela, como un gran motivo interno, el tema del hombre que se traiciona a sí mismo. Tema altamente moral y que es el núcleo de la urgencia del personaje de Colón (y del propio Carpentier) por confesarse. Viniendo de la Edad Media, Colón es un hombre cuyo discurso se articula, por una parte,  en torno a la fe, y por otra, en torno a la gesta (toda gran acción de la Edad Media llevaba esta divisa invisible: ad maiorem dei gloriam). Como hombre de la Edad Media, Colón estaba en el cruce de varias tradiciones — y sobre todo: era portador de un conocimiento a medias fabuloso, abocado a la profecía, a las supersticiones, a la visión de un reino. Colocado entre los ideales y las circunstancias de su misión (necesitada urgentemente del oro para convencer a las testas coronadas de Europa), cede al pecado capital de la codicia. El oro — puesto delante de su vista por un “Espíritu Nefando” — se vuelve una obsesión para él:

Dije: ORO. Viendo tal maravilla, sentí como un arrebato interior. Una codicia, jamás conocida, me germinaba en las entrañas. Me temblaban las manos. Alterado, sudoroso, empecinado, fuera de goznes, atropellando a esos hombres a preguntas gesticuladas, traté de saber de dónde venía ese oro, cómo lo conseguían, dónde yacía, cómo lo extraían, cómo lo labraban, puesto que, al parecer, no tenían herramientas ni conocían el crisol. 
Y a partir de ese día, la palabra ORO será la más repetida, como endemoniada obsesión, en mis Diarios, Relaciones y Cartas. (pp. 102-103)
     Pero, puesto que el oro no aparece por ninguna parte (aparecerá después, cuando los españoles entren en territorio continental y accedan al oro de incas y aztecas), Colón tiene la nefasta ocurrencia de introducir el comercio de esclavos:
Ya que no doy con el oro, pienso yo, puede el oro ser substituido por la irremplazable energía de la carne humana, fuerza de trabajo que se sobrevalora en aquello mismo que produce, dando mejores beneficios, a fin de cuentas, que el metal engañoso que te entra por una mano y te sale por la otra... (pág. 131)
     Estas dos cosas: la codicia del oro y la trata de esclavos son los dos grandes pecados de Colón: aquellos que lo condenan y rebajan su imagen de Gran Almirante —a quien la pureza de sus intenciones hubiera elevado quizá por encima de la humildad de su origen— a la figura grotesca de un simplón ambicioso y sin escrúpulos, especie de contrabandista de segunda clase. La aguda conciencia de este hecho perseguirá sin tregua al Colón moribundo: 
Y en lo que se refiere a mi conciencia, a la imagen que de mí se yergue ahora, como vista en el espejo, al pie de esta cama, fui el Descubridor descubierto — descubierto, puesto en descubierto, pues en descubierto me pusieron mis relaciones y cartas ante mis regios amos; en descubierto ante Dios, al concebir feos negocios que, atropellando la teología, propuse a sus Altezas... (pág. 145)
     Toda la novela es como un gran juicio a varias voces, en el que el propio Colón juega un papel las cartas de Colón: oro y esclavosprotagónico. Colón, además, aparece como un hombre sincero y que miente al mismo tiempo (atrapado entre la verdad de lo sucedido y su imagen de descubridor), y que finalmente decide no decirle al confesor la verdad que ha contado ex ecclesiam, en el limbo de la ficción literaria (una verdad, a todas luces, incorrecta). En el fondo, se trata siempre de indagar en el enigma de la identidad (de la identidad del hombre, de la legitimidad de sus actos), a través de un caso como el del Almirante, en que la identidad es inseparable de un hecho concreto (a Colón se le reconoce por una sola cosa: ser el descubridor de América. Carpentier nos dice que esa atribución se apoya en el vacío y en la mentira. El verdadero proceso que tiene lugar en la obra es, pues, el de la desacralización del Almirante).
     Por otra parte, dentro del gran tema de la identidad, el tema de la singularidad de América ocupa un lugar prominente en la obra de Carpentier, pues  la suya es de principio a fin una reflexión textual acerca del espacio americano (acerca de esa conjunción histórica que no sólo produce una nueva sensibilidad, sino que influye y cambia a la misma Europa de un modo decisivo). Tanto en su obra (sus novelas, cuentos y ensayos), como en diversas entrevistas, Carpentier no ha cesado de hablar de la singularidad del espacio americano. Espacio que empezó siendo un enigma para él mismo y al que vinieron a sumarse todos los otros, para acabar siendo al final una misma pregunta doble sobre la identidad: ¿quién soy yo?, ¿qué cosa es América? Carpentier, lo sabemos, eligió ser americano (como el poeta José María Heredia, autor de la famosa “Oda al Niágara”, eligió ser cubano), porque, puesto frente a la magia “artificial” del surrealismo, prefirió la magia “real” del espacio americano. Más aún: Carpentier hizo suya a América; hasta tal punto, que podría considerársele como uno de sus descubridores.(4) Carpentier, en efecto, descubrió una nueva América: la de lo real-maravilloso. (Por lo demás, ese “hacer suya a América” es otro punto importante que lo iguala a Colón, pues el Almirante reclamó siempre su derecho sobre la tierra descubierta.) La indagación de la singularidad americana (ligada a la indagación de su propia identidad) es lo que lleva finalmente a Carpentier a la figura del Almirante y a la escritura intertextual de El arpa y la sombra. (Colón mismo, por otra parte, no es sino una serie de textos. Lo que sabemos de él lo sabemos por su Diarios, Cartas y Relaciones. Colón es ante todo una ficción textual.)
     En El arpa y la sombra Carpentier postula, como siempre, el valor de la otra historia. Historia que abarca desde las numerosas mentiras de Colón (siendo la principal de todas la ocultación delColón: una ficción textual Gran Secreto(5) que le ha abierto la ruta a América), hasta sus amores con Isabel la Católica (en la novela, en un acto más que simbólico, Colón le revela el secreto a la reina y ésta, a cambio, le consigue el millón de maravedíes que necesita para financiar su empresa). La ficción, a ojos de Carpentier, ha de dar cuenta de esa historia otra que alimenta y suscita secretamente la gran Historia. Relato que acoge con naturalidad todo rumor y todo mito, y que se desarrolla siempre alrededor del vacío, de lo posible y de lo no dicho (como sucede en el caso de Víctor Hugues en Elsiglo de las luces, o con el mito de Mackandal en El reino de este mundo). Al fin y al cabo, toda ficción no es sino una serie de suposiciones (que es precisamente de lo que está rodeada la vida del Almirante, y más aún: toda vida, toda historia). 
     El discurso de El arpa y la sombra — como el resto de los textos narrativos de Carpentier, y en general de la literatura americana — es intertextual de principio a fin, pues lo intertextual expresa a la perfección la singularidad del espacio americano y la situación del hombre americano dentro de ese espacio (hombre nacido en el cruce de diferentes discursos y sueños: discurso del indio, discurso del europeo, discurso del africano. Sueño del indio, sueño del europeo, sueño del africano). América es, sobre todo, un continente textual e intertextual; hijo, como toda ficción, de la entrevisión y el equívoco. El texto mismo que inaugura la historia y la literatura americanas está rodeado de incertidumbre. Dice al respecto el crítico Roberto González Echevarría:
En El arpa y la sombra el autor extranjero no es otro que el que inaugura el canon literario hispanoamericano (en las historias y antologías tradicionales de la literatura hispanoamericana el primer texto suele ser un fragmento del Diario de Colón). Para complicar aún más las cosas, ese Diario, como es sabido, no existe sino en forma de retazos y otros vestigios textuales, ya que el original se perdió. Lo único que tenemos son las citas que de él aparecen en la exhaustiva Historia de las Indias de Fray Bartolomé de las Casas, algunas de las cuales son refundiciones menardianas, por así decirlo. Como el Quijote, el texto fundacional de la tradición hispanoamericana es un zurcido de idiomas, citas, traducciones y refundiciones. Pero con todo y con eso sigue siendo el origen. Debe ser por esta razón que Carpentier hizo de El arpa y la sombra una especie de “Aleph” de la literatura hispanoamericana, un texto lleno de ecos y citas de clásicos como “El matadero” de Esteban Echeverría, el Facundo de Sarmiento, el Canto general de Neruda, la "Rapsodia para el mulo" de José Lezama Lima, y así sucesivamente. Es como si las modestas cartas de Colón contuvieran, al igual que vasos cabalísticos las letras del alfabeto, todos los textos futuros de la tradición literaria hispanoamericana (6).
     Las Cartas y los Diarios de Colón (los primeros textos americanos) son ya, pues, un espacio metamórfico. Espacio confuso y de la confusión, en que lo único cierto es que no hay nada cierto. Los textos de Colón son ya ficción americana auténtica (y en más de un sentido). Colón mismo es americano antes de llegar a América (ya está él también lleno de incertidumbre, ya tiene que engañar a sus propios marineros para que esa ficción haga posible la verdad del descubrimiento). Según González Echevarría, Carpentier se sentía identificado con ese Almirante cuya navegación y cuya escritura viven en el límite entre dos mundos:
A Carpentier le obsedía el descubrimiento de América y su impacto en la escritura de la historia y la ficción hispanoamericanas. Aquí es donde el nexo entre Colón y Cervantes es más significativo. La ruptura en el discurso histórico y literario producida por el Descubrimiento es el tema principal de El arpa y la sombra. Carpentier destaca su impacto concentrándose en las ambigüedades que acompañan a Colón y sus escritos — dudas sobre su origen y veracidad — que se proyectan hasta involucrar las que rodean los suyos.
     Dejando en suspenso por ahora la elucidación de si la ruptura en el discurso histórico y literario es Colón: teatro de sombrasrealmente el tema principal de El arpa y la sombra, se puede rescatar sin embargo esa incisión (ese quiasmo del descubrimiento) en lo que tiene de puesta en duda de lo verdadero. Carpentier, que también se dispone a morir, quiere decir la verdad (como el personaje de Colón en El arpa y la sombra), pero esta verdad está mediada por la incertidumbre del origen y más aún: por la presencia misma de la literatura (supuesta voz de la verdad que está ella misma hecha de artificio). Porque: ¿hay una verdad única? La propia novela nos dice (empezando por la confesión de Colón, que no es una confesión verdadera —o mejor dicho: lo que oímos es lo que él nunca dirá a su confesor franciscano) que lo que hay, más bien, es una mezcolanza de medias verdades (al final todo —la fama, la imagen, el dinero— son sólo sombras). 
     Para González Echevarría, la identificación entre Carpentier y Colón tiene su base en la ruptura: la ruptura crea la incertidumbre del origen, de donde nace la extrañeza del artificio (eje a la vez de la literatura latinoamericana y del barroco). Dice el crítico cubano:
La identificación de ambos a todos estos niveles subraya lo siguiente: el texto inaugural de la tradición hispanoamericana son los fragmentos del diario de un genovés de procedencia lingüística, genealógica y cultural incierta. El fundamento de la literatura hispanoamericana es un texto híbrido, redactado en un español defectuoso, refundido por Carpentier en su novela, un Menard cuyo español tampoco era el de un hablante nativo. El vínculo entre idioma nativo y literatura se rompe en Carpentier porque para él, como barroco, toda creación era siempre artificial, nunca natural. 
     Cabe también, sin embargo, mirar a esa doble ruptura (ruptura en el discurso histórico y literario, por una parte, y ruptura entre idioma nativo y literatura, por la otra), como el movimiento mismo (oscuro y sin meta) del origen. Es decir: verla, más que como una ruptura, como un emborronamiento. El origen sería siempre ese emborronamiento, esa navegación errática, esa migración (digan lo que digan, Colón podía haber naufragado cien veces); esa deriva que transforma, que convierte en otro. (Para descubrir América, Carpentier tenía que ser otro. Tenía que tener, como Colón, un origen incierto. El mismo Colón, al viajar, se convierte en otro. Él —hombre de dos mundos— es el primer americano.) Los grandes textos, tanto de la América precolombina como de la Europa del Medioevo, son puestos en duda por el acto lleno de fábula (es decir: de futuro, según el sentido profundo que le da Carpentier a la fábula en Concierto barroco) de Colón, que, supiera o no a dónde iba —y a qué iba—, no podía calcular las extraordinarias consecuencias históricas de su viaje (el mismo personaje de Colón lo dice al final de la novela). El viaje de Colón supera a Colón y lo coloca en una dimensión fabulosa. Por eso, la primera desmesura americana es este encuentro de lo circunscrito con lo inimaginable. Aunque las naves de Colón estaban llenas de sueños, el territorio con que se encontraron superó esos sueños, engendrando una literatura de caballería verídica y un barroco muy distinto al barroco europeo (un barroco más libre, sin axis, como el del Árbol Genealógico del Obispo Guzmán en Oaxaca). El barroco americano fue desde el principio un postbarroco, como la historia americana fue desde el principio una posthistoria. El documento literario fundacional de América (el Diario de Colón) era ya un texto referido fragmentariamente por el Padre Las Casas (y en consecuencia ficticio), mientras que la arquitectura y el diseño americanos fueron elmonstruo americano resultado de una mezcla directa entre el barroco precolombino y el barroco de la conquista, saltando por encima de los estilos clásicos europeos (7). Al mismo tiempo, la historia americana es el lugar de encuentro traumático de culturas dispares. La convulsión histórica que de ello resulta produce figuras y actos sin antecedente (8). Es una historia monstruosa (entendiendo lo monstruoso en el sentido carpenteriano de “insólito”), donde la imaginación parece haberse adueñado del espacio histórico.
     Con la llegada de los españoles no comenzó en América la modernidad, sino la postmodernidad. Lo que era válido en Europa, no lo era allí, y lo que ya no era válido en Europa, allí volvió a serlo. En el teatro americano de sombras comenzaron a regir otras leyes, y se produjeron otras mutaciones. Carpentier supo ver como nadie este carácter anamórfico y teratológico del espacio americano. Su virtud mágica (pero también trágica y cómica) de ser un tiempo fuera del tiempo, y un espacio fuera del espacio (como el tiempo “astillado” que aparece en Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez). Nada transcurre allí en línea recta, sino que más bien todo se desvía infinitamente, como en un cuento de nunca acabar. Lo que dicen los textos de Carpentier es que América, en lugar de carecer de historia, parece más bien poseer una superhistoria. La historia de América sería una historia intensificada. Una mezcla de historias y de culturas, de sueños y de discursos que da lugar a un continuo en que resulta difícil separar lo apócrifo de lo verdadero (como sucede con la figura monstruosa del Dictador latinoamericano, que en su ansia de representatividad llega a confundirse con el propio país que gobierna, especie de gran muñeco cuyos actos rebasan todo lo razonable).
     Esta presencia exorbitante de la ficción en América (en todo el discurso americano, literario o no; en la política, en la historia), ligada a la pregunta por el origen (de la que depende, a su vez, la verdad: si hay un origen hay una verdad, una certeza), hace que el tema de la mentira ocupe un lugar prominente en la última obra publicada de Carpentier. Porque la duda sobre la autenticidad y la legitimidad —que están en el origen mismo del ser americano— están también, no sólo en la incierta biografía del Almirante, sino en la propio biografía oficiosa de Carpentier. 
     Es justamente el Gran Secreto (9) (verdad robada, verdad de Perogrullo convertida en secreto) lo que hace de Colón lo que es y lo que, al mismo tiempo, pone a la ficción (a la mentira) en el origen mismo de la historia americana:
Pero si viene a saberse de mi certeza de que navegando hacia el Oeste iré a lo seguro por lo sabido en la Tierra del Hielo, quedaría muy menguado el mérito de mi empresa. Peor aún: no faltaría el familiar, el favorecido, el confidente, el brillante capitán de un soberano, que consiguiera las naves en mi lugar, y me birlara la gloria de Descubridor que tengo en mayor precio que cualquier honra. Mi ambición ha de aliarse al secreto. De ahí que deba callar la verdad.
     Es Colón mismo quien construye la imagen del Gran Almirante y el Gran Descubridor, como es Carpentier quien construye su imagen de escritor americano, cuidándose siempre de ser él quien provea los datos de su biografía, que así se convierte en ficción. Ambas biografías (la de Colón y la de Carpentier) parecen un constructo de principio a fin. Desde las numerosas mentiras de Colón, hasta la discutible autenticidad de los huesos que se tienen por suyos, Carpentier usa la biografía del Almirante para dejar transparentar los artificios de su propia biografía (así como su incertidumbre ante el juicio de la historia). Una vez más, a través del discurso de Colón, es Carpentier quien habla.  Dice Echevarría en su ensayo:
La postrer cifra material de Colón —sus reliquias— es tan ambigua como sus textos y como su lugar de nacimiento; carece de principio y final verificables y ciertos. Carpentier también aparece como a trasluz en este relato, si recordamos que su novela se escribió cuando se sabía herido de muerte. Todas estas referencias a las mentiras de Colón, ahora nos es dado sospechar, son alusiones oblicuas a las mentiras, mixtificaciones e inexactitudes de Carpentier sobre su propia biografía. El más grande de esos embustes resulta ser precisamente el relativo a su lugar de nacimiento. En el discurso [de recepción del Premio Cervantes] pronunciado ante nada menos que el Rey Juan Carlos, Carpentier menciona La Habana como la ciudad “donde nací”. Pero hoy sabemos que esto fue una mentira que Carpentier dijo a todo lo largo de su vida, ya que había nacido en realidad en Lausana, Suiza, convirtiéndose así el asunto de su lugar de nacimiento en algo tan polémico como ha sido el de Colón. 
     Carpentier se ve reflejado en Colón y ve a la vez reflejado, en el descubrimiento y en los textos del Almirante, el embrollado y fabuloso destino americano, donde conviven la grandeza trágica y el garabato grotesco, la pureza del héroe y la desfachatez del tirano. Pero también, como señala Echevarría, se ve reflejado en él de un modo más directo y personal, a través del tema de la mentira y de la erección de una imagen de cara a la historia:
El tema de las mentiras de Carpentier no debe tomarse a la ligera (como mero objeto de curiosidad, malicia o chisme). La mentira es un acto de serias consecuencias y repercusiones que, en El arpa y la sombra, saca a relucir cuestiones importantes. Al mentir, Colón (y Carpentier) se está construyendo una imagen propia, un ser. Pero, ¿no es lo que todos hacemos o creemos hacer en esta era post-freudiana? En la mentira hay una radical desconexión entre el ser y un putativo sujeto más verídico; el ser producido, construido, se desvincula del otro mediante su actuación o comportamiento, en su existencia como enunciación. 
     Una vez más, habría que decir que todo origen se construye precisamente sobre la negación (el emborronamiento) del origen. Todo hombre que se construye a sí mismo en tanto obra se hace extranjero de aquel hombre (y aquel lugar) que son supuestamente su origen “verdadero”. El primer acto que delata la existencia de un escritor auténtico es precisamente la elección de una tradición. Por lo demás, ese supuesto origen “verdadero” no es sino una ilusión más. Todo origen es hijo de una cadena sin fin: detrás de cada origen hay otro, y así infinitamente. Pero la astucia de Carpentier (y esto se hace palpable en la doble luz bajo la que habla su personaje de Cristóbal Colón) dice algo más. Dice que en todo hombre hay dos hombres.
     Resulta muy interesante notar cómo Carpentier ha emborronado dos datos que lo ligan de un modo profundo, no a Cuba y América (que fueron los lugares que eligió como su patria, histórica y lingüística), sino a Suiza, donde realmente nació. (Alguna vez habría que sonsacar esa “historia suiza” de Carpentier, extrañamente vinculada al nacimiento y a la muerte, pues no sólo nació allí, sino que su primera esposa —que murió joven y de la que no ha quedado rastro— también era suiza). Oigamos nuevamente a Echevarría:
La colaboración en Carteles, Social y otras revistas no podían producirle lo suficiente para vivir a Carpentier, porque, además, se había casado a poco de su llegada a París. Esta primera esposa, que murió a los pocos años de tuberculosis, casi no ha dejado huella en lo que Carpentier dijo de sí en entrevistas y reportajes, y ninguna en lo escrito sobre él por la crítica. Según testimonio de Carpentier al autor, esta primera esposa era suiza, y murió en un sanatorio en los Pirineos franceses, la región que muchos años más tarde había de describir en El siglo de las luces (largas caminatas, cuando no podía acompañar a su esposa, lo familiarizaron con el territorio).
     ¿Por qué va a nacer Carpentier precisamente a Suiza (a la Suiza francesa) y no, por ejemplo, a Francia (tierra natal de su padre), o a la propia Rusia (tierra natal de su madre)? ¿Y por qué su primera esposa es justamente una suiza (Margarita de Lessert) y no una francesa, cuando Carpentier llevaba ya cinco años en París? Estos dos actos parecen demasiado precisos para ser casuales. Queda aún, como digo, por esclarecer esta historia, oculta tras el emborronamiento carpenteriano, digno del Almirante al que siempre admiró. Hay ahí un misterio que — por su carga de extrañeza y premeditación — incita tanto como la propia literatura de Carpentier (porque parece, en sí mismo, una ficción más extraña que la ficción). Esa esposa suiza y esas largas caminatas por  los Pirineos franceses dibujan a un Carpentier distinto. Un Carpentier extranjero que quizá siempre estuvo allí, dirigiendo tras las bambalinas los pasos del otro: el escritor de éxito y hombre público.  Un Carpentier que hubiera podido repetir para sí mismo, como un Arlequín de carnaval sonriendo detrás de su máscara: «Noli me noscere». Carpentier-Colón desconocido, del que la obra sería sólo un octavo visible.

Por fin: el teatro de sombras

Al final, el retablo de las maravillas que el buhonero Colón había paseado por las cortes de Europa (y con el que había hecho la “Gran Función de Barcelona”, con gran despliegue de indios disfrazados y Cuba y Cipango son / de un pájaro las dos alaspapagayos mudos) se convierte en un puro teatro de sombras. (Teatro de sombras que, sin embargo, dará el teatro de sombras vivas del barroco americano.) En cuanto al hombre que escribe (al marionetista que habla por intermedio de Colón), también sus afanes habrán de convertirse en sombras, cuando la muerte, adelantándose, lo aparte de todo desvelo, de toda ansia, dándole realmente un lugar en la historia. (Es la muerte, en efecto, quien impide a Carpentier escribir una obra postrera que nada iba a añadir —y quizá sí restar— a su obra.(10
     Colón, por otra parte, es el hombre que salta sobre sí mismo en alas de una pulsión que al final lo supera. Es una figura casi cómica en la medida en que es un hombre que se equivoca en todo: América no era las Indias, y Cuba no era (nunca fue) un continente. (Y además, como ha escrito el poeta Eliseo Diego, “allí no había oro”.) Colón, gran pícaro, roba una verdad conocida, la convierte en secreto y la vende al mejor postor como retablo de maravillas. Apresa y maltrata a unos indios amables por la codicia del oro, y acaba pidiendo permiso a los reyes para iniciar el nefasto comercio de esclavos. Son los mismos reyes quienes se ven obligados, más tarde, a apartarlo del gobierno de La Española, a causa de su mala gestión (Colón, que ha sido un marino incompetente, es un gobernante inepto). Después de pasarse la vida persiguiendo fantasmas de aire, muere en Valladolid, con las manos vacías. En sus últimos días está más interesado en profetizar el fin del mundo que en adentrarse en México, donde hubiera encontrado un continente. Sus mismos huesos son objeto de polémica, y no hay retrato suyo que no sea harto dudoso. Al final, todo el esfuerzo, el sufrimiento, el desvelo, ha servido sólo para proveer el letrero que reza al pie de una estatua (de una misma estatua repetida en cientos de parques alrededor del mundo): «Cristóbal Colón, descubridor de América». Letrero que el Colón literario ve como más que sospechoso y al que viene a sumarse el gran pesar de la negativa de la Santa Congregación de Ritos, que le niega por dos veces la beatificación, quitándole a su obra la sanción divina, que lo hubiera justificado. En cierto modo, nada está hecho. Colón ha trabajado para otros, y al final sólo queda la arena. O mejor dicho: la sombra, el puro juego de apariencias:

Juego de apariencias —pensó—, como fueron, para mí, las Indias Occidentales. Un día, frente a un cabo de la costa de Cuba al cual había llamado yo Alfa-Omega, dije que allí terminaba un mundo y empezaba otro mundo: otro Algo, otra cosa, que yo mismo no acierto a vislumbrar... Había rasgado el velo arcano para penetrar en una nueva realidad que rebasaba mi entendimiento, porque hay descubrimientos tan enormes —y sin embargo, posibles— que, por su misma intensidad, aniquilan al mortal que a tanto se atrevió. (pág. 181)
     Ese Colón, como el mismo Carpentier, se pregunta al final de su vida: «¿Y eso es todo?». Y sinColón en su teatro de sombras americano embargo, él es nada menos que el padre de América. Pero, si es una figura trágica, nos dice Carpentier, lo es por haber pisoteado su sueño, por haber vislumbrado algo y haberlo vendido en nombre del oro y la fama. Y sobre todo: por no haber comprendido su verdadero lugar en la historia. Los versos que abren la novela son como un antecedente ilustre de los versos famosos de T. S. Eliot: “Entre el sueño y el acto, cae la sombra”. Esa sombra que vela en el paso de toda empresa humana del sueño al acto conduce, por vía del asentimiento y la reflexión, a una sabiduría estoica (no por gusto se cita a Séneca a todo lo largo del libro, y el propio libro termina con una cita suya). Colón-Tifis acaba disolviéndose en el aire, como se disuelve siempre en el aire el hombre que ha hecho una gran obra; pues sólo para ella —aunque el contrito Colón, con las cejas enarcadas, no pueda comprenderlo— ha existido. Así también se despide Carpentier de su desmedido afán, dejando la barroca voluta de humo y ficticia confesión de El arpa y la sombra. Escapando quizá al final, como buen saltimbanqui, al fustazo colérico del arriero.
 

Notas

1 Todas las citas de El arpa y la sombra que aparecen en este capítulo pertenecen a: Carpentier, Alejo: El arpa y la sombra (Alianza Editorial, Biblioteca de autor, Madrid, 1988).

2 “¿Dónde envías a Colón/para renovar mis daños?/¿No sabes que há muchos años/que tengo allí posesión”.

3 «Y ya sabemos por Thomas Mann que para vender el alma al diablo no siempre es preciso firmar un documento mojando la pluma de oca en sangre propia; basta con prestarse alegremente a ciertas contaminaciones».

4 América tiene el extraño privilegio de haber sido descubierta varias veces.

5. En la novela, Colón recoge en el puerto de Galway a un tal Maestre Jacobo. Es él quien le revela la existencia de una tierra desconocida “más allá del límite de la Tierra”.

6 Todas las notas de Echevarría que aparecen en este capítulo pertenecen a: González Echevarría, Roberto: “Cervantes y la narrativa hispanoamericana moderna: Borges y Carpentier”.

7 Carpentier lo explica, admirablemente, en su entrevista para el programa A fondo de la televisión española. 

8 La conquista de México, por ejemplo, con el hundimiento de las naves de Cortés, la vacilación mortal de Moctezuma y la traición de la Malinche (tema de ópera, en efecto). O la desaparición de Magallanes y de Pizarro: comido el primero por unos indios; desaparecido el segundo sin deja rastro. (Como desapareció también sin dejar rastro el hechizado Hernando de Soto, mientras buscaba en la Florida el El Dorado mítico). O, en fin, la propias luchas de la independencia americana, precedidas por la extraordinaria vida del precursor Francisco de Miranda, y en las que podrían señalarse, entre muchos otros ejemplos, la lucha de un pequeño ejército contra 10 000 hombres, el paso de los Andes por los 4000 de San Martín y la batalla de Ayacucho ganada por Simón Bolívar. Hechos desorbitados, que muestran la desmesura que ha caracterizado siempre la historia y el ser americanos. 

9 Véase nota 5.

10 Iba a titularse Historia verídica y narraría la historia del Paul Lafarge, el yerno de Marx que había nacido en Santiago de Cuba.

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La expresión americana