 
    
Martí, el evolucionismo y los indígenas. Reiteraciones sobre un mismo punto.
Jorge Camacho, University of South Carolina-Columbia
 Dado  que este dossier sobre Martí trata de debates en los que participó y en los  cuales su obra ha estado inmersa, quiero comenzar este ensayo con la anécdota  que cuenta José Antonio González Lanuza en un discurso recogido por Gonzalo de  Quesada, que resume varias ideas que me interesa desarrollar en este ensayo.  Primero la admiración que sentía Martí por Charles Darwin; segundo, el modo en  que las ideas del científico influenciaron las distintas ramas del saber, y por  último, el modo tan espontáneo en que entonces se podía hablar de Martí. Según González  Lanuza,  cuando Martí pasó por La Habana  en 1879 y estaba trabajando en el bufete de su amigo Miguel Viondi, un día
     
      Dado  que este dossier sobre Martí trata de debates en los que participó y en los  cuales su obra ha estado inmersa, quiero comenzar este ensayo con la anécdota  que cuenta José Antonio González Lanuza en un discurso recogido por Gonzalo de  Quesada, que resume varias ideas que me interesa desarrollar en este ensayo.  Primero la admiración que sentía Martí por Charles Darwin; segundo, el modo en  que las ideas del científico influenciaron las distintas ramas del saber, y por  último, el modo tan espontáneo en que entonces se podía hablar de Martí. Según González  Lanuza,  cuando Martí pasó por La Habana  en 1879 y estaba trabajando en el bufete de su amigo Miguel Viondi, un día  
resultó ser que llegó al bufete del señor Viondi un empleado suyo, un hombre sencillo y bueno, pero sin gran cultura, y declaró, en medio de la mayor jovialidad, que el doctor José Antonio Cortina disertaría aquella noche en el susodicho Liceo acerca de “un inglés” que pretendía que el hombre descendía del mono. Martí se indignó en medio de la risa general. Comenzó por advertir a aquel pobre hombre estupefacto que no volviera nunca a expresarse en ese tono de semejante inglés. “Ese hombre de quien usted habla, le dijo, se llama Carlos Darwin, y su frente es la ladera de una montaña;” y continuó disertando en este tono por diez minutos, hasta que sus amigos le interrumpieron para hacerle comprender lo perdido e inútil de aquella disertación. (34)
      ¿De  qué nos habla, entonces, esta anécdota de Martí? Nos habla de su reacción  desmedida ante una frase dicha burlonamente por un hombre  “sin gran cultura,” que sin embargo, tiene la  virtud de pintárnoslo de cuerpo entero, y de una forma muy humana; porque ese  Martí que desentona en el grupo, que da una “disertación” a alguien equivocado,  y no se ríe del choteo, tiene el raro encanto de mostrárnoslo sin ese halo  sacrosanto que recibiría pocos años después y al que contribuyó, en no poca  medida, la misma obra de Quesada. Nos muestra también, por supuesto, su gran  admiración por el naturalista, admiración que creo es fundamental para entender  su obra y los distintos “evolucionismos” del siglo XIX, ya sea si hablamos de  la evolución del hombre, la trasformación de la sociedad o del “espíritu”. 
           La  charla de José Antonio Cortina sobre Darwin de la que habla González Lanuza, se  realizó, en efecto, en el Liceo Artístico y Literario de Guanabacoa en 1879,  que reunió a reconocidos intelectuales cubanos  como Antonio Mestre, Enrique José Varona, Esteban Borrero Echeverría y el  propio Martí que era entonces el secretario de la institución. Según Pedro M.  Pruna, y Armando García González en Darwinismo  y sociedad en Cuba. Siglo XIX, José Antonio Cortina fue nada menos que  quien introdujo el darwinismo en la Isla, y es gracias a su Revista de Cuba, que podemos seguir el  intenso debate sobre este tema que se llevó a cabo (81). Cuba, recordemos, era entonces  un país regido por el conservadurismo, la Iglesia católica y la Corona de modo  que los partidarios de la teoría de Darwin no eran bien vistos, ni mucho menos  por aquellos que no querían oír hablar de las ciencias y las ideas modernas. En  un artículo de la revista de Cortina, Enrique José Varona veía con agrado, por  ejemplo, que  Haeckel hubiera pedido en  una sonada polémica, que la doctrina de la evolución se enseñara en las  escuelas de su país, y, veía con angustia como imperaba un clima de “asfixiante  monotonía” en las aulas cubanas, y la sociedad se había entregado a todo tipo  de “supersticiones”  (286-288). 
           Desgraciadamente,  no ha aparecido ningún artículo o comentario de Martí en este debate, que nos  muestre su posición con respecto a esta teoría. Solamente nos queda la anécdota  de la que habla González Lanuza y el artículo que Martí escribió tres años  después, en New York, donde por un lado muestra su admiración por el  naturalista y por otro su insatisfacción con reducirlo todo a la biología. ¿Era  partidario entonces Martí del evolucionismo? En lo que sigue, trataré de responder  esta pregunta y contestar las críticas que me hizo Rafael Rojas en la reseña de  mi último libro. Asimismo, en el espíritu del diálogo académico y el respeto  que debemos tenernos, haré referencia al libro que él escribió sobre Martí y la  reseña que yo escribí entonces.  Creo que  la mejor forma de entender sus reparos a mi libro es analizando nuestros  argumentos, los puntos de vista de los cuales partimos, y la tesis que  planteamos.  
           En  mi libro Etnografía, política y poder,  José Martí y la cuestión indígena (2013) hablo de la importancia que tuvo  para el cubano las ideas de Darwin y otros que fueron influenciados por éste. En  particular, los antropólogos que aplicaron su teoría al desarrollo de las  sociedades y vieron al hombre atravesando diversos estados (salvaje, bárbaro, civilizado).  Me refiero a Edward Burnett Tylor, Lewis Henry Morgan,  y John Lubbock. Afirmo que fue Jean Lamore, quien  primero notó esta influencia en su obra, y que según decía, esto le permitió a  Martí confiar en la “perfectibilidad” del hombre y luchar contra el racismo  biológico (46). 
           En Etnografía, política y poder… (2013),  retomo, por tanto, esta idea y afirmo, que a diferencia de los pensadores naturalistas  que veían diferencias orgánicas, fijas, entre los indígenas y los europeos,  Martí creía en que todos los hombres eran racionales y perfectibles. No creía  en las teorías degeneracionistas de la iglesia, a la que criticó toda su vida  por ser como diría Manuel Pedro González un “anticlerical irreductible”. Por el  contrario, creía en el “mejoramiento humano” y que los grupos más atrasados  podían beneficiarse de los más adelantados para seguir progresando. Agregué que  a pesar de que la idea de la evolución de las sociedades tiene un referente  directo en la teoría de Darwin, en Martí aparece vinculada a la voluntad  individual e incluso al espíritu, y esta conexión aparece reflejada en sus  comentarios sobre el filósofo norteamericano Ralph Waldo Emerson, quien veía el  “gusano” ascendiendo a través de “las espirales de la forma”; una idea que Emerson  sacó del biólogo transformista Lamarck, quien defendió una teoría similar  cincuenta años antes que el científico inglés, y que Martí asociaba erróneamente  con Darwin (Camacho Máscaras, 118,  128). Todo esto hace, afirmo, que al analizar la cuestión de Martí y los indígenas, haya que considerar al cubano entre los  pensadores historicistas, que creían  en el desarrollo y la asimilación de las razas primitivas y en su aculturación (Etnografía 29). 
           En  su reseña y posteriormente en su ensayo en este dossier, Rafael Rojas explica correctamente  que yo me propuse leer a Martí y la cuestión indígena a partir de los  presupuestos del liberalismo político y económico, que fueron tan importantes a  finales del siglo XIX en toda Hispanoamérica, pero se equivoca cuando habla del  tipo de evolucionismo que influyó a Martí y de su relación con el positivismo. Entre  otras cosas, afirma que yo me propuse encontrar diferencias naturales en sus  planteamientos sobre los indígenas, y que Jean Lamore se cuidó de no ubicar al  cubano dentro de esta corriente. Dice Rojas:
No hay una sola, entre las decenas de citas de Martí que propone Camacho como evidencia del “evolucionismo”, que permitan desprender la idea de diferencias naturales u orgánicas entre las razas “aria”, “negroide” o amarilla o las civilizaciones sajonas, latinas o eslavas. Aún cuando acepta la poligénesis del hombre, se inclina, desde muy pronto, por la “variedad de origen” e “identidad de la naturaleza humana”, o, lo que es lo mismo, por la igualdad natural entre las razas: “no es la historia humana un capítulo de Zoología”, dice.
      No.  No hay ninguna “evidencia” de esta tesis porque yo nunca me propuse darla, y  mucho menos esta es la tesis de mi libro. Como dije varias veces a lo largo de  mi ensayo, Martí no era un pensador naturalista, sino historicista y por eso sus argumentos “no toman la forma del  racismo biológico, sino del discurso etnocéntrico que confía en la historia, en  el tiempo y en la influencia de otras culturas más desarrolladas para sacarlos  de su atraso” (Etnografía 121). Martí  sí admiró las ideas de Darwin que les sirvieron a los antropólogos e  historiadores para delinear la historia como un proceso evolutivo y lineal,  pero no creía, que estaban condenados por su raza. Creía en su asimilación y  educación. Tampoco, por supuesto, yo me propuse explicar la visión que tenía  Martí de otro grupo étnico que no fueran los nativos porque mi libro tiene como  subtítulo “la cuestión indígena” no  “la cuestión eslava,” ni la “cuestión negroide o amarilla”. Sin embargo, Rojas  asume que yo hablo de todas las razas, y al final de su reseña cita varios  historiadores que han hablado de Martí y  los negros para afirmar que Martí creía en una “comunidad post-étnica” y  que él no creía que “su imaginario racial pueda ser plenamente reconstruido sin  alusiones a su proyecto de una “república con todos y para el bien de todos’ en  Cuba.” El problema está, como digo, en que ninguno de estos historiadores ha  escrito jamás sobre Martí y los indígenas, y yo no le dedico ningún espacio en  mi libro a hablar sobre Martí y los  negros. Martí nunca concibió al indígena cubano en una comunidad “con todos  y para el bien de todos” porque pensaba que todos habían sido exterminados. El hecho, por tanto, de interpretar mi  libro tomando como punto de apoyo algún ensayo mío sobre Martí y los negros o  apoyándose en ideas que nunca expresé, es una violación de la intencionalidad  de mi texto, y mi planteamiento en la introducción de que ambos casos eran  diferentes y debían leerse por separado. 
           En  mi primer libro sobre Martí dije que este siguió con mucho interés las ideas  del naturalista inglés, las vio reflejadas en un poema de Emerson a quien  describe de una forma similar a Darwin al decir que “ladera de montaña parecía  su frente” (OC XIII, 18), y trató de reconciliar su espiritualismo con lo que  decían los científicos de la época. Cintio Vitier incluso aceptó a  regañadientes, la influencia del evolucionismo en el cubano que él asociaba a Krause,  Darwin y Spencer.(1) ¿Por qué entonces limitar a Martí a la corriente  espiritualista? Desafortunadamente no se ha explorado lo suficiente la influencia  de Darwin y otros científicos evolucionistas en su pensamiento, y los trabajos  que lo mencionan permanecen aislados y muchas veces no van más allá de su  crónica de 1882. No obstante creo, como dijo Lamore, y puede verse por los  mismos textos de Martí, hay ideas del naturalista inglés o de aquellos que  fueron influenciados por éste, presente en sus textos. 
           En  una de sus crónicas para La Opinión  Nacional de Caracas, por ejemplo, citando los nuevos descubrimientos de  Boucher de Perthes (1788 –1868), Charles Lyell (1797-1875), y  John Lubbock (1834-1913) –quien Rojas dice  que Martí leyó solamente como un naturalista interesado en las flores y las  hormigas--, Martí se muestra partidario de su teoría al afirmar que “solo con  tan estricta y cronológica subdivisión podemos apreciar cumplidamente la gran  lentitud de la evolución humana en las primeras edades  y el vasto lapso de tiempo cubierto por lo  que se llama periodo paleolítico” (OC XXIII, 146). Esto lo dice Martí el mismo  año que publicó su ensayo sobre Darwin en el mismo periódico, que dicho sea de  paso, era el que tenían los liberales de Venezuela para difundir “los  principios de la educación, el progreso, la civilización y el comercio” (Rotker  218). Asimismo, en otro lugar Martí compara las sociedades con un organismo  vivo, y afirma que hay “pueblos históricos, que son ahora pueblos embrionarios,  y como en larva, lo cual se ve en el fondo de sus letras, en lo inquieto de sus  hombres” (OC XIV, 460). 
           No  creo, por tanto, que Martí fuera ajeno o contrario a esta teoría, y que cuando  recurre a este tipo de comparaciones en sus crónicas lo haga únicamente para  embellecer sus textos. Esta forma de ver la historia y los hombres era propia  de aquellos que fueron influenciados por Darwin y Spencer (Hawkins 89). Era una  visión del otro anclada en el tiempo progresivo y lineal, que objetivaba las  razas nativas, como decía Johannes Fabian en Time and the Other, en función de negarles el presente y destacar las  diferencias de “grados”, que eran justamente las que le permitían a Martí ver “una  superioridad que no es más que grado en tiempo” entre las razas (OC XI, 72). Es  una visión optimista (en tanto que ascendente) del ser humano y la historia,  cuyo lado positivo está representado por las sociedades desarrolladas y su lado  negativo por los hombres de las sociedades primitivas. Es una visión arraigada  en lo que él llamaba “la hermosa marcha humana” (OC VIII, 336-37), una idea que  aparece en muchos de sus escritos, incluyendo una crónica de México, donde  afirma que “la humanidad asciende cuando adelanta; el hombre es en la tierra,  descubridor de sus propias fuerzas humanas” (OC VI, 226). 
           En  mi libro digo que esta idea fue muy popular en su época y fue compartida por  positivistas, liberales, krausistas y hegelianos, por evolucionistas orgánicos  y evolucionistas socio-culturales (Etnografía 18), y por supuesto por los románticos (Etnografía 104, 127-128). No obstante, me inclino por pensar que la mayor influencia le  vino a Martí de aquellos que fueron influenciados por el naturalista inglés,  los filósofos iluministas y Augusto Comte, porque a diferencia de los  románticos que tendían a resaltar la idiosincrasia de cada pueblo y veían los  cambios como impredecibles, el evolucionismo que derivó de los filósofos del Siglo  de las Luces tendía a establecer, como dice Bruce Trigger en Sociocultural Evolution, paralelismos  entre las culturas y ver similitudes en su desarrollo (45). Según Rojas esta es  una idea que viene del Renacimiento. Si él piensa que Martí la sacó de algún  filósofo de esta época y que jamás Martí fue influenciado por los otros que yo  menciono, entonces, debería probarlo. Tal vez la próxima vez que escriba sobre  el tema pueda citar alguno que pensaba que las sociedades comenzaban en un  estado “embrionario” y de “larva” e iban desarrollándose como un organismo vivo  hasta alcanzar su completa madurez. 
           Por  otro lado, no creo como piensa Rojas, que debemos enfocarnos únicamente en el  racismo biológico cuando hablamos de Martí, el evolucionismo, y el positivismo,  porque no todos los positivistas creían que los indígenas estaban condenados  por su raza, --como dije en mi libro-- ni que el racismo se limita a la  biología. El historiador T. G Powell   afirmaba que en el Primer Congreso Nacional de Instrucción, organizado  por Joaquín Baranda en México, muchos de los delegados eran de filiación  positivista y pensaban que la educación  demostraría que la inferioridad racial del indio no era más que un mito (Etnografía 212). Pienso que si queremos  tener una mejor idea  de lo que significó el positivismo en su época  debemos incluir la importancia que daban los “científicos” a la “educación  obligatoria,” la “reforma universitaria,” la “política práctica”, el “gobierno  de los cultos”, “las ciencias” y el cambio social en los “órdenes establecidos”,  rasgos que Martí comparte con ellos (Etnografía 222). Martí, como dije, defendió las ciencias como la vía para llegar a la  verdad y esto es algo que lo identifica con esta doctrina. Si leemos sus  escritos sobre otras culturas, y sus reseñas de los debates en los centros  especializados, podemos ver que tenía un conocimiento detallado de la  antropología, la arqueología y la etnografía de su época. Que incluso leyó con  mucho interés lo que escribieron etnógrafos “avant-la lettre” como el fraile  Las Casas, lo cual hizo posible, como dice Herbert Pérez, que aun cuando Martí  no fuera un antropólogo profesional “could think and write at ease about the  subject” (pudiera pensar y escribir fácilmente sobre esta materia, 25).
 de Martí, el evolucionismo, y el positivismo,  porque no todos los positivistas creían que los indígenas estaban condenados  por su raza, --como dije en mi libro-- ni que el racismo se limita a la  biología. El historiador T. G Powell   afirmaba que en el Primer Congreso Nacional de Instrucción, organizado  por Joaquín Baranda en México, muchos de los delegados eran de filiación  positivista y pensaban que la educación  demostraría que la inferioridad racial del indio no era más que un mito (Etnografía 212). Pienso que si queremos  tener una mejor idea  de lo que significó el positivismo en su época  debemos incluir la importancia que daban los “científicos” a la “educación  obligatoria,” la “reforma universitaria,” la “política práctica”, el “gobierno  de los cultos”, “las ciencias” y el cambio social en los “órdenes establecidos”,  rasgos que Martí comparte con ellos (Etnografía 222). Martí, como dije, defendió las ciencias como la vía para llegar a la  verdad y esto es algo que lo identifica con esta doctrina. Si leemos sus  escritos sobre otras culturas, y sus reseñas de los debates en los centros  especializados, podemos ver que tenía un conocimiento detallado de la  antropología, la arqueología y la etnografía de su época. Que incluso leyó con  mucho interés lo que escribieron etnógrafos “avant-la lettre” como el fraile  Las Casas, lo cual hizo posible, como dice Herbert Pérez, que aun cuando Martí  no fuera un antropólogo profesional “could think and write at ease about the  subject” (pudiera pensar y escribir fácilmente sobre esta materia, 25). 
           No  concuerdo, entonces, con Rojas cuando afirma en su reseña que Martí “no llegó a  conocer plenamente” ni la antropología ni la etnografía de su época, porque antes  de decir tal cosa debería primero basar su opinión en las investigaciones que  se han hecho sobre el tema, y en ninguno de sus ensayos Rojas habla de la  influencia de estas disciplinas en Martí, ni cita artículos que demuestren tal  cosa. No creo que sea justo, por tanto, minimizar el conocimiento que tenía el  cubano de estos temas y negar la influencia que pudieron ejercer en él los  científicos. Cualquiera que estudie sus crónicas puede comprobar el enorme  caudal de información que manejaba, y su intento de reconciliar ambos lados del  debate decimonónico como cuando habla con entusiasmo del libro de John William  Draper, History of the Intellectual  Development of Europe (1863), quien era otro darwinista convencido y para  el cual tuvo elogiosas palabras.
           En  su reseña, lamentablemente, Rojas únicamente tiende a rechazar o descalificar  estos vínculos, sin conocer los estudios que han aparecido sobre el tema, y  afirma enojado, que yo hice una crítica “intencionalmente reduccionista” de su  libro al ponerlo en compañía de otros autores que han subrayado la  antimodernidad del cubano (Etnografía 31). La cuestión está, repito, en que esta idea no es mía, ni es de Rojas, ni  es nueva. Esta es la tesis de Ángel Rama, quien dijo que Martí era un “cancelador  de la modernidad’, ya que “proporcionó los argumentos negadores necesarios para  su cancelación y superación dialéctica” (132). Rojas retoma ésta tesis en su  libro para explicar la forma en que el cubano se posiciona frente a los Estados  Unidos, a través de lo que él llama, un “dispositivo moral antimoderno” (Martí, 20). 
           Según  Rojas, al hablar de Norteamérica, el cubano pone los acentos en “los residuos  monstruosos de la modernidad” según la frase de Dolf Oehler (Martí 16), algo que es indefendible cuando  se leen sus poemas y crónicas a favor de la educación práctica, los adelantos  científicos e incluso cuando conocemos de su apoyo a las políticas  racializadoras del Estado. No obstante, Rojas insiste en varios ensayos de su  libro en sus “resistencias a la modernidad” (Martí 15), y dice que “las crónicas de Martí, como sus Versos sencillos y Versos libres, entablan un diálogo destructivo con la modernidad  norteamericana” (Martí 19); “de modo  que la poesía, en tanto residuo de la ética tradicional, se convierte en el  dispositivo idóneo de toda una resistencia  estética y moral a la modernidad” (Martí 83, énfasis nuestro). 
           En  mi libro hago referencia a esta tesis, que Rojas comparte con otros críticos  que hablaron de estas cuestiones antes, y que él cita en su ensayo (Ángel Rama,  Ivan Schulman, Julio Ramos, Susana Rotker) y no niego, por supuesto, que haya  diferencias y matices de lectura entre ellos, o que Martí en ocasiones critique  a los Estados Unidos. Lo que niego es la tendencia general de esta crítica a enfatizar  esos reproches a la política imperialista, el mercado, la burguesía, y su arsenal filosófico que incluye  pensadores como Nietzsche, Heidegger, Foucault, Octavio Paz, Matei Călinescu y Homi  Bhabha. Es un tipo de lectura, afirmo, que enfrenta una cultura letrada-democrática,  con valores auténticos, a una cultura mercantil-imperialista de signo negativo,  y que se complace en subrayar las “resistencias” del cubano en las “entrañas  del monstruo”.  
           No  dudo, por consiguiente, que Rojas esté en desacuerdo conmigo, ya que en Etnografía… yo critico esta forma de  pensar a Martí y me propuse reevaluar las tesis que repite los mismos argumentos,  y tiende a sacar al cubano de su contexto y convertirlo en una especie de héroe  antimoderno, cuya arma principal es la poesía, o como dicen Ramos, Rotker y  Rojas, “la estética”. Esta crítica ignora, por supuesto, su complicidad con las  políticas del Estado norteamericano y con la forma de pensar de sectores  bastante conservadores de su tiempo. Más aun, es una crítica maniquea, que  enfrenta a un Estados Unidos bueno (representado en las figuras de Emerson,  Helen Hunt Jackson y otros reformadores)  a un Estados Unidos malo, con su  política expansionista, su economía de mercado, sus monopolios, y sus sectores  afluentes. No por coincidencia, este tipo de acercamiento tiene sus puntos de  convergencias con las fobias y los intereses legitimadores de la revolución  cubana (el antiimperialismo, el anticapitalismo, el antirracismo), cuyo  discurso central con respecto a los Estados Unidos es justamente la metáfora de  David contra Goliat.
           Rojas,  como dije en la reseña de su libro en el 2001, logra por momentos despegarse de  este discurso legitimador, y por eso no dudé en incluirlo entre los críticos y  pintores “herejes”. Pero su lectura, advierto, sigue punto por punto, las que hicieron estos otros críticos en los años noventa, y por eso dije que para  apreciar su libro había que compararlo con lo que se producía en Cuba en  aquellos momentos. No con lo que se había publicado fuera.
           En  esa ocasión le critiqué también el énfasis excesivo que puso en el Martí  antimoderno y si Rojas ha cambiado de opinión después de esto, esa es otra  cuestión que merecería analizarse, pero que no es mi interés, ni fue lo que me  propuse hacer en este libro. Lo importante para los propósitos de mi ensayo era  mostrar qué críticos se habían apuntado a esta tesis y cuál era mi posición  sobre este tema. Entrar en detalles sobre lo que dijeron cada uno de ellos, y  las veces que Rojas apoya esta tesis o cambia de opinión, no me interesaba. Mi  objetivo central, como dije, fue analizar, la  posición etnocéntrica que Martí adoptó al hablar de los nativos americanos, y  su respaldo a las políticas de fuerza que  pusieron en práctica los gobiernos liberales en los países a los que fue a  vivir. 
           En  ninguno de estos casos, Martí muestra su “resistencia estética  y moral a la modernidad”. Todo lo contrario, apoya la guerra contra las últimas  “guaridas” de los indígenas en la Pampa y la Patagonia en nombre del progreso, y  apoya las políticas desarrollistas de las élites gobernantes. Asimismo, respalda  la “americanización” de los nativos, la política de blanqueamiento a través de  la inmigración italiana y el despojo de sus terrenos si no los hacían producir. Creo que todo esto es tan importante de destacar  como discutir si Martí era o no antirracista o si mostraba o no resistencias a  la modernidad, porque en todo caso, yo no hablo de “racismo biológico,” como insiste  Rojas, sino de etnocentrismo, y las diferencias entre ambos conceptos las  expliqué en el primer capítulo de mi libro y en otros dos artículos publicados anteriormente, uno en el 2006 y el otro en el  2010 (Etnografía 17). 
           En  todos estos lugares dije que a diferencia del racismo biológico, los pensadores  etnocentristas –en los cuales incluía a Martí-- creían en la superioridad de su  cultura, no de su raza. Creían que los otros estaban equivocados y debían  abandonar sus hábitos y costumbres y adoptar los “correctos”. En el fondo,  advierto, este es un concepto tan problemático como el de racismo biológico, ya  que el etnocentrismo se convierte en racismo cuando se usa para expresar la  superioridad cultural del hablante o de un grupo étnico sobre otro (Wing Sue  33) o en el caso, como dijera James Jones en Prejudice and Racism, en que el Estado se sirve de él para apoyar  leyes en contra de las minorías étnicas y a favor de las élites blancas (155).(2) 
           De  modo que si vamos a hablar de racismo en Martí o en cualquier otro escritor,  tenemos que empezar aceptando ambas formas de discriminación, y que ambos  conceptos son constructos ideológicos con intenciones políticas y económicas  muy claras. Ambos responden a la lógica racializadora del Estado moderno, como  dice Goldberg en The Racial State, que  tanto en América del Norte como en América del Sur defendían los intereses y  aspiraciones de los grupos descendientes de europeos en el poder, y tenían una  escala de valores y una lista de exclusiones raciales y culturales. En base de  esta lista, estos otros sujetos (indígenas, asiáticos, negros, incluso  inmigrantes que venían de la periferia de Europa) no tenían el derecho de ser  parte y tener voz en el debate. Para ello, tenían primero que dejar a un lado su  herencia cultural y material, y adoptar las formas de la cultura dominante. De  ahí que digamos que la “campaña del desierto” en la Argentina, (que no fue otra  cosa que una guerra de exterminio contra el “salvaje”), la política de  blanqueamiento y la creencia de que había que “matar al indio y salvar al  hombre” en las escuelas norteamericanas, fueron  políticas guiadas por una agenda supremacista blanca, que respondía a los  intereses del Estado blanco, occidental y modernizador. Martí, como dije,  apoyó con entusiasmo todas estas medidas las cuales ignoraban sus biógrafos  cuando hablaron de él como si fuera el “santo de América”, el héroe de la  antimodernidad o “el hombre más puro de la raza”.(3)
 formas de discriminación, y que ambos  conceptos son constructos ideológicos con intenciones políticas y económicas  muy claras. Ambos responden a la lógica racializadora del Estado moderno, como  dice Goldberg en The Racial State, que  tanto en América del Norte como en América del Sur defendían los intereses y  aspiraciones de los grupos descendientes de europeos en el poder, y tenían una  escala de valores y una lista de exclusiones raciales y culturales. En base de  esta lista, estos otros sujetos (indígenas, asiáticos, negros, incluso  inmigrantes que venían de la periferia de Europa) no tenían el derecho de ser  parte y tener voz en el debate. Para ello, tenían primero que dejar a un lado su  herencia cultural y material, y adoptar las formas de la cultura dominante. De  ahí que digamos que la “campaña del desierto” en la Argentina, (que no fue otra  cosa que una guerra de exterminio contra el “salvaje”), la política de  blanqueamiento y la creencia de que había que “matar al indio y salvar al  hombre” en las escuelas norteamericanas, fueron  políticas guiadas por una agenda supremacista blanca, que respondía a los  intereses del Estado blanco, occidental y modernizador. Martí, como dije,  apoyó con entusiasmo todas estas medidas las cuales ignoraban sus biógrafos  cuando hablaron de él como si fuera el “santo de América”, el héroe de la  antimodernidad o “el hombre más puro de la raza”.(3)
           Llamar  al indígena “raza imbécil” (OC VI, 283), “salvajes” (OC XIII, 282), “pueblo de bestias”  (OC VI, 328), “gusanos” (OC XVIII, 194), o “razas en estado inferior” (OC XXI, 432) como hace Martí en sus  crónicas, y exigirles que se suban al carro del progreso es algo que hoy no podemos  aceptar. Primero porque no tenemos tal derecho, y segundo, porque no podemos rebajar  su condición humana al imponer sobre ellos categorías degradantes que los  juzgan a través de los presupuestos de nuestra propia cultura. Hoy en día tampoco  podemos estar de acuerdo con políticas basadas en la supuesta inferioridad  cultural del otro. Ni que hay culturas y razas que no han evolucionado lo  suficiente. La historia no “evoluciona” desde el punto “A” a punto “B”. No nos  “perfeccionamos” a medida que pasa el tiempo. La humanidad no “asciende cuando  adelanta” como diría Martí (OC VI, 226). Si así fuera el siglo XX no hubiera  sido el más cruento en la historia de la humanidad. Por eso la idea de un  desarrollo ascensional y progresivo es una falacia a la cual no podemos  asociar  el concepto de libertad, ni  mucho menos subscribirla como correcta o dejarla de cuestionar como hace Rojas.  Tampoco, por supuesto, es tajante, la separación entre los argumentos historicistas  y los naturalistas. Goldberg es el primero en reconocer que hay autores que  adoptan un punto de vista historicista en un momento y luego cambian de opinión  y adoptan otro naturalista. Si bien los naturalistas defendieron claramente la  inferioridad racial de los negros y los indígenas en base a su herencia  biológica, como dice Goldberg, los historicistas tendían a ser “ambiguos, ambivalentes,  e hipócritas”, evitaban hablar de inferioridad y se mostraban cautelosos,  respetuosos y tolerantes, aun cuando bajo esta retórica seguían invocando el  poder racial (Racial State 79). 
           No  creo, por consiguiente, que podamos ignorar estos deslizamientos de un discurso  al otro o que debamos cristalizar el pensamiento racial de Martí dentro una  forma determinada, porque cuando Martí habla de los negros, sobre todo, hay en  sus textos ambigüedades, y una mezcla del lenguaje científico, que hace énfasis  en la “herencia,” y el lenguaje historicista, que pone sus esperanzas en la  historia, el tiempo y su asimilación a otra cultura. Es decir, hay una mezcla de historicismo y  naturalismo, y una negación del presente que Martí compartía con ellos (“negation  of coevalness” como diría Johannes Fabian), que evidencia un distanciamiento  que puede ser racial o cultural cuando confía en la historia. Esta negación del  otro (los indígenas, los negros, los inmigrantes indeseados y los criminales  como Charles Freeman), los inferioriza en la medida que los pone en un tiempo  pre-moderno y les atribuye categorías antropológicas y zoológicas inferiores y  degradantes (es decir, cuando los llama “bestias”, “gusanos”,  o ve diferencias en “grados” de desarrollo  entre ellos).
           Todo  esto lo expliqué en mi libro, pero lamentablemente, Rojas no prestó atención a  nada que no le sirvió para criticarme. Pasó por alto las categorías de historicismo y naturalismo que aclaré en la introducción. No prestó atención a las  ideas de Goldberg sobre las políticas racializadoras de los Estados modernos, ni  sabía que Lamore había dicho que el evolucionismo sociocultural había  influenciado al cubano. Para colmo, ni siquiera discute el  concepto de etnocentrismo y le hace creer a los lectores que estoy hablando del  racismo biológico cuando ni siquiera él puede encontrar “evidencias” para  apoyar esta tesis. 
           En  su ensayo en este dossier, Rojas sí le  dedica unas palabras a esta idea aunque no dice tampoco en qué consiste, ni por  qué lo usa, ni habla de su historia en los estudios martianos. Simplemente afirma,  como por iluminación, que la posición de Martí se corresponde más con la de Enrique  José Rodó y el peruano Manuel González Prada, que según él “rehuyeron los  tópicos del darwinismo social e intentaron una comprensión no tan etnocéntrica o antropológica de América Latina” (énfasis  nuestro). Bien, y yo me pregunto. ¿Qué  quiere decir “no tan etnocéntrica”?  ¿Qué Martí era un “poco” etnocéntrico? ¿Por  qué entonces, Rojas no nos aclara en que consiste ese “poco” de etnocentrismo  en lugar de negar –como hago yo-- el racismo biológico? ¿Pensará que por ser  tan “poco” hay que dejárselo pasar?
 por  qué lo usa, ni habla de su historia en los estudios martianos. Simplemente afirma,  como por iluminación, que la posición de Martí se corresponde más con la de Enrique  José Rodó y el peruano Manuel González Prada, que según él “rehuyeron los  tópicos del darwinismo social e intentaron una comprensión no tan etnocéntrica o antropológica de América Latina” (énfasis  nuestro). Bien, y yo me pregunto. ¿Qué  quiere decir “no tan etnocéntrica”?  ¿Qué Martí era un “poco” etnocéntrico? ¿Por  qué entonces, Rojas no nos aclara en que consiste ese “poco” de etnocentrismo  en lugar de negar –como hago yo-- el racismo biológico? ¿Pensará que por ser  tan “poco” hay que dejárselo pasar? 
           Por  desgracia esta es la forma de pensar la crítica tradicionalista martiana, que  prefiere barrer debajo de la alfombra sus deslices, justificándolos de la mejor  forma posible o pasando la página por considerarlos “contradicciones menores”  como decía Cintio Vitier (Etnografía 234). No le interesa prestar atención a nada que pueda comprometer su imagen o  desvalorizar su figura, y por eso habla de “anacronismos”, de “superaciones”, se  cuida de tocar los temas difíciles o se niega a juzgar sus ideas por las de  nuestro tiempo como si pudiéramos confinar el racismo, la homofobia o la  misoginia a una época específica de la historia o pudiéramos, milagrosamente,  salir de nuestro cuerpo y de nuestra época a la hora de analizar un autor. “Era  natural en su tiempo” dicen. Son “contradicciones menores”. “No podemos  aplicarle conceptos de hoy.” “Todos somos etnocéntricos”. Cuando se trata de  exaltar su figura, sin embargo, TODO vale. No solo el presente, con toda su cohorte  de filosofías y teóricos, sino hasta el “futuro” y la eternidad. Este, y  no otro, es la base del discurso hagiográfico y parcializado a su favor que por  tanto tiempo ha dominado los estudios martianos.
           Martí,  repito, creía en la “utilidad de la virtud” y en el “mejoramiento humano” como  dice en el prólogo de Ismaelillo, pero  no creo que estos términos sean suficientes para entender su actitud ante los  indígenas o los criminales, porque tanto la “perfectibilidad” como el  “mejoramiento” ponen sus esperanzas en el  futuro, apuestan por el tiempo acumulado o como él dice “por la infusión de  razas viejas” (OC IX, 456)  y de lo que estamos hablando es del presente, y  de las medidas que el Estado adoptó para con ellos (expropiación de sus  tierras, confinación en las reservas y la aculturación). Por tanto, ese futuro  promisorio presuponía un presente deleznable, “razas vírgenes” y criminales en  los que resurgía “las brutalidades de la aún no olvidada fiera” (OC IX, 456) e inmigrantes incultos y  violentos que eran incompatibles con la raza del Norte o debían ser aculturados.  Es un presente que posiblemente para algunos de ellos no fuera suficientemente  largo y que de ninguna manera autorizaba que los otros impusieran su cultura  sobre ellos, y mucho menos que los exterminaran. 
           Por  eso digo que la idea de “perfeccionamiento” en Martí está basada en un orden temporal y jerárquico, en un modelo de  exclusiones que justificaba actuar sobre “ellos” para alcanzar al final un  individuo “como nosotros”. Afirmo que su forma de percibir la otredad debe  enfocarse a partir de la idea de aculturación y de las políticas racistas que  impusieron los diversos estados donde vivió. No digo que enfrenta los EEUU  desde un “dispositivo moral antimoderno”.  Ni que Martí es la otra cara de Faustino Sarmiento  como es tan común encontrar en el discurso maniqueo y trillado sobre este tema.  Digo que cree en la influencia del mercado, la ganancia y el consumo para “civilizar”  al indígena. Digo que negar su liberalismo –que niega estas mismas estrategias  de aculturación-- ha sido un gesto recurrente de la crítica revolucionaria, marxista  y anticapitalista en Cuba entre la que cabe señalar los ensayos de Isabel  Monal, Bernardo Callejas y Roberto Fernández   Retamar (Etnografía 36). 
           Si  Rojas cree que debí haber separado su nombre del resto de los críticos que  menciono o que yo no debí caer “en simplificaciones de la querella ideológica” cuando  critico a Juan Marinello, José Antonio Portuondo y Roberto Fernández Retamar en  Cuba y a los Sandinistas en Nicaragua,  es  su opinión, que por supuesto, yo no tengo por qué compartir. De todas formas me  parece irónico que alguien que mezcla literatura y política en sus ensayos, y  que muchas veces lo hace cayendo en esas mismas “simplificaciones,” exija que nosotros  hagamos algo diferente. 
           La  política, como señalo en el título de mi libro, es uno de los temas centrales que  me propuse desarrollar, tanto si hablo de Martí como de los que hablaron sobre  él, y retomé estas discusiones para reconstruir las comunidades críticas, y las  redes textuales que le han dado sentido a su obra y han politizado su  representación de los nativos americanos. Por eso pensar que debemos o podemos  siquiera discutir las ideas de Martí al margen de la política y de “la querella  ideológica” me parece una limitación académica no solamente pobre sino también  ingenua. Todos los que discutimos sobre Martí, querámoslo o no, caemos en estas  querellas.
           ¿Qué  debí incluir entre mis referencias bibliográficas el libro de Ottmar Ette? Puede  que tenga razón. Hay tantos libros que me hubiera gustado releer y agregar al argumento.  No sólo como parte de la “bibliografía” general, como hace Rojas, sino como  textos con los cuales dialogo dentro del texto, critico y comparto opiniones.  En mi reseña de su libro, yo le critiqué también la escasísima bibliografía  martiana que utilizó en el suyo, y a pesar de que creo que la erudición y la  obra total y perfecta son otras falacias a las cuales nunca he aspirado, pienso  que incluí títulos suficientes en el mío como para mover la discusión en un sentido  diferente al establecido y mostrar genealogías y complicidades que no se habían  señalado antes. Al fin y al cabo, como dice el mismo Ottmar Ette en su libro,  la suya es una historia de su  recepción, y no es la única, ni la última que se ha publicado sobre Martí. Pero  Rojas cree que la discusión sobre el tema ya terminó, y debe ponerse a un lado,  y que algunos de los autores con los que comparo a Martí no son de su época y  por eso, dice, caigo en varios “anacronismos”. ¿Cuáles son estos anacronismos? Afirma: 
Camacho cae en varios anacronismos, como identificar las ideas raciales del cubano con autores y obras posteriores a Martí mismo, como Cesare Lombroso, Carlos Octavio Bunge, Francisco Giner de los Ríos, Fernando Ortiz o Rufino Blanco Fombona.
      Bueno,  para empezar, ni Cesare Lombroso ni Francisco Giner de los Ríos son “autores posteriores” a Martí. Cesare  Lombroso nació en 1835 y Francisco Giner de los Ríos en 1839. Martí nació en  1853, es decir, 18 y 14 años después que  nacieron ellos.  El índice onomástico  de las Obras Completas de Martí, señala  que el cubano habló de Francisco Giner de los Ríos dos veces (OC XIX, 406) (OC XV, 39), y si Rojas hubiera leído el tomo número 21 de sus Obras Completas, habría visto, que allí aparece un juicio crítico  del cubano sobre L’ Uomo de genio (1888)  de Lombroso (OC XXI, 415), cuya  tipología física del criminal nato se acerca a la del cubano (“José Martí, ‘la  aristocracia intelectual’ 7).
           Por  otro lado, Blanco Fombona (1874-1944), al igual que Rubén Darío (1867-1916),  Amado Nervo (1870–1919)  y muchos otros, que sí nacieron después que Martí, era  un escritor modernista y escribió sobre las mismas cuestiones que escribió él. Como  bien saben los que han estudiado este periodo literario, el modernismo comprende  al menos dos generaciones y algunos epígonos. Va de 1880 a 1930,  aproximadamente, y en este tiempo muchos de estos escritores compartieron ideas,  valores y puntos de vistas estéticos y  políticos  semejantes. De este modo, Fombona, uno de cuyos libros prologó nada menos que Rubén  Darío en 1904, poetizó como hizo Martí, un  incendio en Ámsterdam (Martí lo hizo en New York) y habló de las diferencias  raciales como un impedimento para la unión nacional. Por esta razón es que los comparo  a los dos.
           Desafortunadamente,  Rojas no repara en nada de esto. Ni siquiera sabe la fecha en que nacieron los  autores que menciona, ni si Martí alguna vez habló de ellos o si escribieron  dentro del mismo movimiento literario. Mezcla en su crítica todos los nombres  que le parecieron extraños o con los cuales no se había comparado antes a Martí.  Tampoco especifica cuál era el punto de cotejo en mi libro. Para más  desconcierto, adopta nuevamente la actitud del crítico que piensa que lo que es  correcto para él, no es correcto para nosotros, porque para ser honestos, si Rojas  hubiera pensado antes de esta forma, habría sido mucho más cuidadoso cuando  escribió su libro sobre Martí. No hubiera comparado, entonces, al cubano con Jorge  Luis Borges  (1899–1986), ni con José  Vasconcelos (1882–1959) ni con Albert Schweitzer (1875–1965) (Martí, 80). Mucho menos hubiera dedicado  un ensayo a cotejar a José Martí con Francisco Madero (1873‒1913) a quien llama  su “contemporáneo” (Martí, 68-80).  
           De  nuevo, Blanco Fombona, Carlos Bunge, y Francisco Madero son de la misma  generación. Los tres nacieron casi 20 años después que Martí. ¿Por qué,  entonces, Rojas cree que él puede comparar a Martí con Madero y yo no puedo  compararlo con Fombona? ¿Qué lo autoriza a él a establecer este doble rasero en  la crítica? 
           En  mi reseña de su libro yo no le critiqué a Rojas que hiciera estas comparaciones  porque entendí que si bien Martí no leyó a ninguno de estos autores, Rojas sí  lo hizo y pudo establecer semejanzas y diferencias que otros no vieron. Pero  Rojas, repito, cuando me critica asume una posición diferente, y por eso me  acusa de “anacronismo”, nada menos que por haber hecho referencias a las ideas  de Fernando Ortiz. Pero Ortiz (1881–1969) no fue solamente un escritor que nació después que Martí o escribió libros que  él no leyó. Ortiz fue un etnólogo que se apuntó, --como  digo en la introducción de mi libro--, igual que Martí a la teoría del  evolucionismo  socio-cultural (Etnografía 17).  Fue un teórico de la diversidad étnica y sigue siendo uno de los comentaristas  más influyentes del cubano. Si Rojas piensa que yo no puedo mencionar a Ortiz  en una discusión sobre la cuestión racial en Cuba, ni puedo apoyarme en su crítica  a la aculturación, él tampoco debería basar sus ideas en las de Ángel Rama,  Homi Bhabha, y otros tantos teóricos que definitivamente tampoco fueron sus  “contemporáneos”. Ni mucho menos pudiera hablar de Martí y los negros.
           Para  terminar esta aclaración, no puedo dejar pasar por alto otra  equivocación que comete Rojas en su reseña,  esta vez, la que se refiere a la influencia del krausismo en Martí, ya que yo tampoco  “sugiero” como afirma él con gran imaginación hermenéutica, que a Martí lo  influyó “la psicología o la sociología panhispanista de discípulos” de Karl  Krause y Giner de los Ríos, “como Labra o Altamira”.  No. En mi libro yo tampoco digo esto. Nunca  menciono estas disciplinas, ni digo que influyeron a Martí, ni mucho menos  menciono a Altamira. Cuando hablo de Labra y Giner de los Ríos, lo hago  únicamente para destacar su etnocentrismo (Etnografía 22). Mis referencias al krausismo en Martí se basan sobre todo en la lectura que  hizo el cubano de Guillermo Tiberghien,  cuyo  libro le ayudó a apoyar la enseñanza obligatoria en México. 
           Pero  otra vez, Rojas pone palabras y conceptos en mi libro que yo nunca dije ni  defendí. No se toma el trabajo de ser exacto, ni de señalar las semejanzas que  sí menciono entre estos autores. Prefiere hablar de lo que yo no digo e ignorar  lo que sí afirmo. Opta por  citar libros  y autores que no vienen al caso en una alucinante catarata de nombres. Habla de  Martí, los negros y la nación cubana en lugar de Martí y los indígenas,  del racismo biológico en lugar del  etnocentrismo y utiliza un doble rasero para criticarme. Si Rojas quiere probar  que estoy equivocado y que él tenía razón cuando escribió su libro, está en  todo su derecho a hacerlo, pero al menos debe respetar las ideas y la tesis que  planteo. No puede fundamentar su crítica en lo que yo no dije, ni criticarme  sin considerar lo que ya ha dicho la crítica o sin prestar atención a los  presupuestos teóricos en los que me apoyo. A estas alturas, lo que sobra en el  debate sobre Martí son opiniones no fundamentadas, lugares comunes y  distorsiones ideológicas de todo tipo. Lo que faltan son ideas nuevas, que se  aparten de los caminos trillados, del maniqueísmo enteco, del retoricismo hueco  y del culto martiano. 
           Agradezco,  no obstante, a Rojas, por escribir esta reseña, y al editor de la revista La Habana Elegante, Francisco Morán, por  haberme dado la oportunidad de responderle. Como ya he dicho, creo en el  diálogo académico, en el respeto mutuo y en la importancia que tiene Martí para  los cubanos. Si alguien quiere discutir las ideas de Martí sobre los negros y  su proyecto de nación cubana, sugiero que espere a que salga de la imprenta mi  próximo libro, donde sí hablo del tema. No tiene sentido, ni yo tengo tiempo  para discutir o defender lo que no digo en mi libro.  
Notas
1. Vitier en Temas martianos, decía que el “Martí futuro,” deja a un lado “el causalismo evolucionista o dialéctico del siglo XIX, la huella difusa que pudieron dejar Krause, Darwin o Spencer en su pensamiento” (132).
2. Dice Jones: “cultural racism is the appropriate label for the act of requiring that these cultural minorities measure up to white standards in order to participate in the economic and social mainstream of this country” (159, ‘El racismo cultural es el término apropiado para el acto de requerir que estas minorías estén a la altura de los requerimientos de los blancos para participar en la corriente dominante económica y social de este país,–traducción nuestra). Igualmente Derald Wing Sue en Overcoming our racism: the journey to liberation, utiliza este concepto cuando afirma “cultural racism is the individual and institutional expression of the superiority of one group’s cultural heritage over another group’s (art, crafts, language, traditions, believes, and values) and its impositions on racial /ethnic minority groups” (33).
3. La referencia, por supuesto, es al libro de Luis Rodríguez-Embil José Martí, el santo de América: estudio crítico-biográfico (1941). Véase también Yinett Polanco “José Martí, el hombre más puro de la raza” La Jiribilla 28 de mayo 2010 http://www.lajiribilla.cu/2010/n472_05.html
Obras citadas
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