Historias de Olmo(1)
      (selección)
    Rolando Sánchez Mejías
NOTICIA DE OLMO
     El año pasado volví a ver a Olmo. O creí verlo.  Me  probaba una corbata en el Corte  Inglés y en el espejo surgió una figura olmesca. Cuando me volví, la figura  había desaparecido. Había desaparecido entre un grupo de señoras que miraban  despreocupadamente trajes de hombre.    
      Hace unos años, recién llegado yo de Cuba, conocí a  Olmo en el café Zurich. A mí no me gustaba ese café pero un amigo me había  dicho: “Vamos, para que conozcas a un compatriota.”    
     La palabra compatriota me dejó estupefacto. Además  de que no me gustaba el término, menos me gustaba encontrarme con los  compatriotas de carne y hueso. Había tenido con ellos experiencias poco  agradables en Barcelona. Recuerdo en especial el piso que compartí con un  músico. En Cuba habíamos sido alumnos en la misma escuela tecnológica, nunca  cruzamos una palabra (nos aborrecíamos a primera vista) y ahora nos  encontrábamos de nuevo. En Barcelona él tocaba las pailas en una orquestica de  salsa y por las tardes ensayaba. Por las mañanas dormía y por las tardes ensayaba.  Yo escribía mis cuentos de madrugada y trabajaba corrigiendo fotolitos por las  mañanas y dormía –-más exacto, trataba de dormir-- por las tardes. Así la vida.    
     Las pailas. Las pailas empezaban a sonar a las 2 de  la tarde y sonaban ininterrumpidamente hasta las 6 de la tarde, entonces mi  compatriota se iba al baño, cantaba bajo la ducha y se peinaba con gel hasta  lograr el emplasto ideal. Me decía, señalando el emplasto (ya yo había abierto  un ojo, un ojo rojo y compulsivo pero finalmente inútil):     
      --Brother, ¿me queda bien?     
     También me  acuerdo de Hortensio, otro emigrado. Hortensio era de Santiago de Cuba y aún  después de cinco años en Barcelona no había perdido el acento pegajoso que me  traía tan malos recuerdos.. Me  lo topaba  a menudo en el Barrio Gótico. Lo veía aterrizar por alguna callejuela,  despeinado, los pómulos grandes  y un  bulto de manuscritos bajo el brazo.          --Ven para que leas mi último cuento - y me  arrastraba hasta el café más cercano, pedía tres croissants,  dos café con leche y un pan con mantequilla para llevarse. Pagaba yo. Él  siempre olvidaba el dinero o no lo tenía, aseguraba palpándose los bolsillos.  Recuerdo uno de sus cuentos. Un hombre había ido a buscar a un cerdo que se le  había escapado de su apartamento. El cuento consistía en la persecución del  cerdo. La persecución se desarrollaba en la calle San Lázaro y en algunas  calles aledañas de centro Habana. El cerdo, después de innumerables vaivenes  había logrado llegar al malecón y se había tirado al agua. Aquí le dije a  Hortensio:     
      --Nunca he visto un cerdo que se tire al agua.     
      --Yo sí -afirmaba Hortensio-. Yo sí lo vi  -y mordía un croissant,  desperdigando las películas de harina que volaron a mi rostro.    
      Un verano y otro no componen un tercer verano.  Tampoco se dilatan en el tiempo como uno quisiera produciendo la idea de un  verano eterno, intemporal, inmóvil, como los veranos cubanos. El aire caliente,  el chirrido del ventilador, los klinex secando la frente... ¿De  quién? De Olmo, nuestro segundo encuentro en Barcelona. Abro la puerta de la  oficina de la redacción y allí estaba él, limpiándose la nariz:    
      Él:     --¿Por qué no toca antes de entrar?    
      Yo:     --Pensé que...    
      Él:     --Los cubanos siempre estamos pensando mal. Un  pensamiento conduce a otro peor. Siempre fue así, desde la Colonia.     
      La mesa: llena de papelitos de caramelos, libros  amontonados, un jarrón de flores secas. Olmo estruja los papelitos de caramelos  y los tira por la ventana.                 
      Dije:    --Traigo un cuento para la revista. Un cuento corto.    
      Él (mirándome aburrido):     
      --¿Corto? ¿Cuán corto es?    
      --Treinta líneas. Dos espacios.    
      Él (meneando la cabeza):     --No es lo suficientemente corto. Yo de usted me iba  y lo reducía. Son mejores las cabezas reducidas que las originales. ¿Me lo  enseña?    
     Le di el cuento. Leyó en zig-zag como hacía Lenin y  sólo le bastó un par de segundos.    --Una mierda –dijo.    Yo:     --¿A qué se refiere?    --A su cuento. No sirve. Yo de usted lo botaba.    Lo apretó con el puño y lo tiró a la papelera. Corrí  a la papelera, salvé mi cuento y puse cara agresiva.                
      Dijo:    
      --Veo que defiende su cuento. Me gusta eso. La  mayoría los deja en el cesto. Los peores los tiro por la ventana.     
      Me invitó a tomar un café. Caminamos un rato, él con  las manos en los bolsillos, yo tratando de convencerlo de que el tiempo sí  existía.    
      --No existe—gruñía él--.Que usted y yo nos veamos  mañana no explica que nos hayamos visto hoy. Que el sol salga hoy no asegura  que salga mañana. Lea a Wittgenstein. Léame a mí –y me dio un manuscrito de su  propia cosecha, ajado, ligero, apenas cogido con una presilla oxidada..    
      Al día siguiente nos vimos, acudí con la ferviente  idea de demostrarle que de algún modo el encuentro de hoy se sustentaba en el  de ayer. Yo me había robado una copita color ámbar del Zurich, donde  finalizamos la tarde discutiendo de literatura cubana (Olmo sostenía que la  literatura cubana no existía porque carecía de pasado(2), y ahora yo había acudido a la cita  con la firme idea de demostrarle que si la literatura cubana no existía, al  menos el tiempo sí existía, y para sustentar mi aseveración llevaba la copita  en un bolsillo de la americana. Pero la copita se rompió, hizo crack cuando,  al  abrir la puerta, mis ojos se  encontraron con los de Olmo. Que dijo:    
      --No porque el grillo salte es maromero.    
     No lo vi hasta Navidad. Publicó mi cuento. Se salió  con la suya, extirpándole la mitad de las líneas, qué digo la mitad, las dos  terceras partes, mi cuento apenas se veía, ubicado en la sección de  misceláneas, pujando por asomar la nariz entre una larga reseña a un libro de  auto-ayuda y una entrevista (también mutilada) a un cantante de flamenco.    
      Ya en Navidad –lo vi en el Zurich, cojeaba  ligeramente del pie derecho, dijo que había estado en la Habana—no trabajaba en  la revista. No quiso explicarme los motivos. Tampoco le pedí responsabilidad  por mi cuento: curiosamente, con el paso del tiempo, me había llegado a gustar  más la versión publicada que la original. No que la publicada fuera un  compendio perfecto de la original. Era distinta, totalmente distinta, como son  distintos los zapatos a la caja que los contiene.     
      Olmo había envejecido. O rejuvenecido. Era difícil  saberlo. Se apretaba  al cuello una  bufanda color ratón. Dijo que tenía frío, que ahora estaba escribiendo un libro  pero que el frío no lo dejaba escribir. Que el calor en la Habana no lo había  dejado escribir durante quince años y que ahora era el frío quien se encargaba  de la (en sus propias palabras) vil tarea de no dejarlo escribir. Me dijo que,  sin embargo, había podido escribir un buen número de cuentos cortos. Y precisó:    
      --Muy cortos.    
      --¿Cuán cortos? –le pregunté, viéndolo tiritar  enredado en aquella bufanda horrible.     
      Me extendió uno de los cuentos cortos. Lo leí,  viendo, con asombro, que se parecían a los míos, como si la misma tijera los  hubiera cortado.    
      --Se parecen a los míos –dije sin contemplaciones.    
      --Yo diría que los suyos se parecen a los míos. Los  escribí primero –ripostó.    
      Hice memoria. En realidad, él hacía constantes  referencias a un libro de cuentos cortos cuya escritura finalmente abandonó.  Incluso me dio algunos apuntes y bosquejos. Yo, por mi parte, sí le  había dado copia de mi libro inédito. También había que tomar en cuenta su  singular idea acerca de los accidentes del tiempo y, por tanto, de la  literatura. Olmo argumentaba que la literatura era Una Sola y que éramos  simplemente los amanuenses de un Dios que nos hacía escribir como esclavos un  Único Libro que Él dictaba sentado como un pachá.(3)      
      Vio la impaciencia retratada en mi rostro y  repitió solemnemente las palabras de Gertrude Stein: 
       --En una  familia, cualquiera de sus miembros conoce a los demás. En una familia todos  los miembros se conocen entre sí. No todos los miembros de una familia saben lo  que está haciendo y repitiendo otro de los miembros de esa familia. 
       No vi  más a Olmo. Se rumora que se fue a México, no a la capital sino a Puebla  (tráfico de artesanía) o a Miami, a vivir de unos tíos… Otro compatriota, que  informa al consulado cubano sobre el periplo de los escritores cubanos en el  exilio, me dijo que Olmo se había divorciado y casado con una bávara. Que la  bávara se lo había llevado al sur de Alemania, a un pueblito donde en las  tardes miran caer la nieve, leen los periódicos y empujan un cochecito de niño.     
       Sin embargo, desconfío de tales informaciones. A  veces, paseando por la Rambla, creo distinguir a mi hombre, o siento un  cuchicheo en la oreja, como si un ángel me hubiera rozado con un muñón de  ala.  Cuando me vuelvo, ya no está.                 
      Una  vez me dijo:                
      --Si  no estoy, no es que me haya ido. A veces voy y vengo. O vuelo. En el peor de  los casos, vuelo.                
      ¿Y  en el mejor de los casos? Sabía Dios lo que podía ocurrir con este tipo de  hombres en el mejor de los casos.
OLMO NO PUEDE PENSAR
Olmo llega sobresaltado y dice que no puede pensar. Que le han echado una brujería en la puerta de la casa -“¡una gallina muerta con un lacito rojo amarrado a una pata, oh!”- y que no puede pensar. Nadie sabe qué hacer con Olmo que se sostiene la cabeza con las manos y repite todo el tiempo lo mismo: que no puede pensar.
ESTADO MEDIO
Olmo se despertó y vio que le faltaban los pies. Se había acostado leyendo La Metamorfosis y ahí tenía: le faltaban los pies. Sus pies, sus pies grandes, talla 45. Pies de siete leguas. Con ellos se había aventurado “en las regiones más bajas de la muerte”. Ahora viviría en ese “estado medio” que tanto temía. Vendría su vecina Adela con un pudín de pan. Vendría Lalo con su gato asqueroso. Vendría Tonino con un libro de Santo Tomás. Todos a preguntarle por lo mismo: por sus pies. Comiéndose el pudín Olmo diría que los había perdido en la guerra. Eso, se los había llevado un negrito bosquimano. O un serbio. Pero el gato asqueroso de Lalo iría a por sus pies. Un gato olfatea enseguida “en las regiones más bajas de la muerte” e iría a por sus pies. Los traería de vuelta y le diría a Olmo: “He aquí tus pies”. Entonces Lalo le diría a Olmo: “Acompáñame al mercado”. Y Olmo, poniéndose los pies y saltando de la cama, le diría: “¡Te acompaño al mercado!” Y bajo la luz del sol serían uno, uno solo: él, Lalo y el gato.

PRUEBAS
   Cuenta  Olmo:
      –«A veces  esperas que la realidad se vuelva una lámina. Entonces crees que la tienes.  Pero no la tienes. Pues no basta con laminar la realidad. Tampoco basta con que  enciendas un cigarro en busca de profundidad. A veces en busca de profundidad  se pierde en realidad. Y viceversa. Una vez un filósofo le dijo a otro filósofo  que era probable que en la sala donde estaban hubiera un rinoceronte. Que de la  realidad  podía esperarse cualquier cosa.  Que era probable que en la sala donde estaban hubiera un rinoceronte y que no  faltarían pruebas para tal aseveración. El otro filósofo le contestó que no  había suficientes pruebas para tal aseveración. Que de la realidad no podía  esperarse cualquier cosa. Que no había un rinoceronte en la sala donde estaban  y que no faltarían pruebas para tal aseveración».
    Cuenta  Olmo mirando a la profundidad de la sala.
DE LA SOLEDAD DE LOS ACONTECIMIENTOS
   Cuenta  Olmo:
      –«Ningún  acontecimiento está solo en el mundo. Verán. El taimado Gordolobo es mi vecino.  Si pego el oído puedo sentir a Gordolobo apretarse contra la pared y cantar,  con voz espantosa y vestido de campesina bávara, operetas  lascivas. Cuando nos cruzamos Gordolobo me  sonríe porque sabe que yo sé de su abyecta naturaleza. 
           »Ningún  acontecimiento está solo en el mundo, señores. Napoleón veía venir un zorro  desde el campo enemigo y sabía que la batalla estaba perdida. Una vez una rata  se coló por la cañería de mi apartamento. Gordolobo había conseguido expulsar a  los filipinos del entresuelo porque los domingos hacían “curas de risa”. 
         »Pues bien, materia nigra, narratio brevis.  La rata, la rata  traída a colación,  llevaba en la boca el brazo de un muñeco. ¡Ninguna rata viene del infierno,  señores! Y mi rata  provenía -¡lo  aseguro!-, del piso de los filipinos. Gordolobo tampoco ama a los  perros. Ni a las flores. Deja que se sequen  en la ventana como una advertencia para todos».
MUSIQUITA
Para  Olmo sólo existían dos posibilidades. Ser un cabecita “hueca” o un cabecita  “musicalizada”. Decía: 
         --Las mujeres aman a los tontos y a los  músicos. Mi primera mujer me dejó por un músico. Me dijo: Te dejo porque  eres un cabecita hueca. No sabía lo que decía. En realidad, soy un cabecita  'musicalizada'. En mi cabecita musicalizada suena el mundo de un modo peculiar.  Nada rimbombante. Nada a la altura del trombón. Eso sí: notas sueltas. Mi madre  me decía: Me gustaría saber lo que estás pensando. Hubiera sido mejor  preguntar: Me gustaría saber lo que   estás bailando. Una vez me dijo: Me gustaría saber lo que estás  escribiendo. Le dije: Musiquita. Y creo que me entendió.

HASTA QUE LA DELACIÓN TE ALCANCE
   Tonino le secretea a Olmo que en la Habana  ya no se sabía quién era o no delator. Todos los delatores no tienen porqué ser  gorditos, de pelo grasiento y olor a cebolla. 
      Pero el delator del cual hablamos sí era  gordito, de pelo grasiento y olor a cebolla, además de ser un poquito jorobado.  Se sentó frente a Olmo y le dijo:
           --Te voy a delatar.
         Olmo amaba la rectitud en la gente. Y la  transparencia de alma en la gente. Y la resolución en los ojos de la gente. “Un  delator honrado”, se dijo Olmo con las pupilas húmedas. Y lo abrazó, lo abrazó  como no abrazaba a nadie hacía muchísimo tiempo.
OLMO RESPONDE LA CARTA DE UN LECTOR DESDE LA OFICINA DE LA REDACCIÓN
   ¿La oficina? 4 metros x 4 metros, querido lector.  Por la ventana entra un cono de luz que la ilumina. Hay un jarrón con flores.  Me acodo en mi mesa, cada mañana, y escribo, escribo para usted. De mi mano  izquierda le hablaré otro día, hoy sólo nos ocuparemos de la derecha.  
           ¿Mi mano derecha? Una mano retozona, a  punto, siempre, de alguna travesura, pero que sabe, querido lector, qué cosa es  el trabajo, el laborioso gotear de la existencia. El señor Sarriá -aprovecho  para presentarle a mi compañero de oficina, que se ocupa de la sección  catalana-, por las mañanas me dice desde su mesa:
           --Tiene usted mano de molusco, de molusco cubensis, señor Olmo.
           Tiene razón. Practico, por las mañanas, una  escritura lenta, húmeda, parsimoniosa como un ceremonial de escribano  matancero. Esto de 9 a  2, pues de 4 a  7... ¡Qué locura! ¡Cómo patina mi mano sobre el papel! ¡Cómo deseo de 4 a 7 épater le bourgeois! Sarriá tiene que atajarme cuando mi mano se  desboca:
           --¡Deu meu, pare usted su molusquito, señor  Olmo!
           Y me muestra, como ejemplo, su mano, una  mano ejemplar, que en ningún momento del día pierde el tino.
           Le prometo, querido  lector, que algún día le contaré acerca de mi mano izquierda. Con ella escribo,  para lectores como usted, mis cuentos zurdos. Léase bien: zurdos, no kurdos. (No  es lo mismo, como sabe usted,  un soldado  raso que un soldado ruso.) Por otra parte, ni el señor Sarriá, ni yo, ni  posiblemente usted, querido lector, hemos visto, en nuestras pobres vidas, un  kurdo. De haber espacio en la redacción lo habríamos colocado, al kurdo, junto  a la ventana, con las flores, bajo el cono de luz,  y yo le comentaría al señor Sarriá mientras  nos damos una escapadita a tomar café:
    -- ¿Te fijaste cómo escriben los  kurdos? 
SISTEMA INFLACIONARIO
Olmo tenía entre sus planes escribir alguna vez un libro acerca del sistema inflacionario de las ratas en sus madrigueras. Decía de los machos: por lo general son rapaces, díscolos y mentirosos. De las hembras alababa especialmente su zalamería, su vaivén gramatical, su contoneo «espirituoso» entre las inmundicias acumuladas.

PRÍNCIPE DE DINAMARCA
     Esto  iba a ser un cuento pero Olmo duerme. Y con Olmo dormido es imposible que haya  cuento. Para que haya cuento... 
      Olmo  abriría un ojo. Luego el otro. O los dos, los dos juntos. Y tendríamos, qué  duda cabe, la esperanza de un cuento. Pero si no abre los ojos.... si no abre  los ojos entonces sólo tendríamos algo así como el cuento “La muerte de Olmo”.  Que además de ser un título pretencioso, el propio Olmo quedaría horrorizado  con la idea.
           ¿Por  qué? Porque no todo el mundo es el padre de Hamlet. No todo el mundo, después  de recibir veneno por la oreja, tiene el coraje de aparecérsele a su hijo.
           -Yo  no podría –diría Olmo meneando la cabeza-. No estoy hecho de la sólida  sustancia de los personajes de   Shakespeare.
           Charles  Lamb, en su cuento “Hamlet, príncipe de Dinamarca”, cuenta que había frío y el  aire era más áspero que de costumbre y en medio de tales circunstancias a  Hamlet se le apareció el padre.(4) 
           Luego  Hamlet teje su venganza. La teje en silencio y un sordo y terrible rumor –el  fantasma del padre, argumentan innumerables críticos- recorre la obra de punta  a cabo. Y tanto insiste el fantasma del padre en sus apariciones, que logra  penetrar en el aposento donde Hamlet, con emotivas palabras, trata de convencer  a su madre de la horrible perfidia de ella. Hamlet está aterrado y el fantasma  le explica que viene a recordarle la promesa de venganza. La madre, al ver que  su hijo conversa con alguien a quien ella no ve ni oye, se alarma,  atribuyendo tal conducta al desorden que imperaba en la cabeza de su hijo.
         Visto  desde el ángulo de la madre –“¿Qué madre no conoce bien a su hijo?”, diría Olmo  tratando de ubicar sus saltos de cama-, razón no le faltaba. No así Lamb, que  explica que Hamlet había sido un príncipe gentil y bondadoso, muy amado por sus  nobles y singulares méritos, y de no haber muerto –concluye Lamb su relato-  habría dado a Dinamarca un rey íntegro y majestuoso.
CARTA DE OLMO A UN EDITOR
   Veo que me ha devuelto la Primera Parte de  mis Memorias. Y la Segunda. Y la Tercera. Me adjunta, con los paquetes  devueltos, amables carticas. Me anima a que prosiga con la Cuarta Parte. Me  escribe: «En la Cuarta Parte su vida se abrirá como los pétalos de una rosa.  Como dicen los franceses: “L´epanouissement des fleurs” (Dictionaire  Littré)».
      ¡He  quedado perplejo! Pensaba finalizar mis Memorias con la susodicha Tercera  Parte. Luego, me mataría. Puntual e irreversiblemente, me mataría. Había puesto  el punto final de la Tercera Parte con la esperanza de haber culminado la Obra  de una Vida. 
           También me aconseja que trabaje con los  adjetivos. Dice, con justicia, que empleo el adjetivo azul veintiocho  veces en la Primera Parte. Cifra que se duplica en la Segunda y se eleva al  cuadrado, tristemente, en la Tercera. Le prometo que actuaré contra los  adjetivos. ¡Cuando me lo propongo soy un feroz cazador de adjetivos! Si uno  necesita del cielo no siempre hay que echar mano del azul. Basta con  tachar. Con tener a raya el azul. Tachar y volver a tachar. ¡Cuando me  lo propongo soy un feroz cabeza borradora! Le prometo que en la Cuarta Parte no  habrá ningún azul. Nada de azul celeste. Ni de ese azul  lapislázuli con que sueño cada noche. Ni siquiera el azul añil que  tanto me gustaba cuando niño  y con el  cual, ahora,  hubiera hecho las delicias  de mis lectores.  
    

SIESTECITA
   --A mí me hubiera gustado profundizar en la  mecánica cuántica -dijo el padre de Olmo arreglando la llanta de una  bicicleta-. Y en el espíritu de la Ilustración. Tralalí.
           --Y a mí ir a París. Y cantar en la Scala  -dijo la madre en su bata blanca-. Tralalá.
           --Man muss gefährlich leben -dijo  Vilo ensalivando la punta de un zapato-. Cada uno a su Salomé. A su metafísica  del corazón. A su sombrero de jipi-japa.
         --Nadie cría un gallo para tuerto. Ni un  niño para tonto -dijo Eulalia dándole a Olmo el biberón vacío-. Y nadie se topa  un huevo colorao en nido de gallinas azules.
POSICIONES RADICALES
Olmo  explica:
         --Hemingway  escribía de pie. De ahí su economía de estilo. Proust, au contraire, escribía acostado, de ahí su estilo lento, memorioso,  prolijo. Nietzsche se exasperaba paseando por el bosque. Escribía como si le  mordiera el cuello a los pájaros. La mayor parte de los escritores, como yo,  escriben o escribieron sentados. De ahí su mediocridad. En literatura, como en  todas las cosas, hay que adoptar posiciones  radicales. 

FORMA DE LA POESÍA
      Presionado por las circunstancias Olmo  recurría a la conocida frase:
           --El dinero es una forma de la poesía.
           Los labios le temblaban. Ponía los ojos en  blanco. Volvía sus bolsillos del revés:
         --Hay que buscar la inspiración.
SIMILIA SIMILIBUS CURANTUR
   Tonino no soportaba que Marilope estuviera  enamorada de Olmo y fue a ver a un brujo. El brujo le dijo que enterrara una  prenda íntima de Marilope debajo de una ceiba y que luego le cortara la cabeza  a un gato negro y echara la sangre en las raíces de la ceiba y dijera unas  palabras secretas. 
           Tonino eligió una prenda íntima de Marilope  y de paso (envidiaba secretamente a Olmo) un cuento corto de Olmo. Enterró la  prenda y el cuento debajo de una ceiba y aprovechó que pasaba un gato negro y  le cortó la cabeza y echó la sangre en las raíces de la ceiba y dijo las  palabras secretas. 
           Después Marilope se puso flaca y fea y el  Estado la envió a estudiar Economía Política a Moscú y allí se casó con el  taquillero del teatro Bolshoi y tuvo tres hijos muy gordos, pero esta historia  no vale la pena contarla aquí.    
         Respecto a Olmo, empezó a encadenar las  frases a como diera lugar sustrayendo nombres y situaciones de manuales de  latín, botánica y cultura popular. Olmo declaraba con orgullo: “Hago literatura  moderna”. Pero los directores de revistas le reprochaban: “Olmo, ¿por qué  distorsionas la literatura nacional?” Olmo fue castigado a vender flores junto  a Lalo y a Tonino en la Habana Vieja. A Lalo lo habían castigado por vago y a  Tonino por brujero. El gato asqueroso de Lalo los seguía a todas partes y no  podían vender ni una flor. Lalo decía: “Tenemos un chino atrás”. Pero la  historia del chino tampoco vale la pena contarla aquí.
PLATA
Una vez Olmo se mató y no sintió nada en especial. Eso sí, llegó a un bosquecito donde había dos hombres y un cerdo. Los hombres estaban sentados en unas piedras. Uno de los hombres acariciaba al cerdo. Viendo llegar a Olmo, el hombre que acariciaba al cerdo le guiñó un ojo al otro:
                                              -Largo largo
                                                      tieso tieso
                                                      con el fruto 
                                                    en el pescuezo.
     Cantó  el hombre.
           El  cerdo y los hombres, excepto por el color, no tenían nada en especial. El  cerdo, por ejemplo, era rojo, como si se hubiera tragado el sol, o como si  hubiera comido mucho tomate, lo mismo que los hombres. Las nubes también eran  rojas, altas como flamboyanes, o bajas, gordas y pesadas, dependiendo de las  circunstancias.
           Olmo  hubiera querido medir la distancia entre los árboles pero eran muchos árboles y  no sabía por dónde empezar. Tampoco tenía zapatos, los había dejado en alguna  parte, qué podía hacer sin zapatos.
           Olmo  y los dos hombres se pusieron a conversar. Hablaban y fumaban, más o menos  animadamente, según las circunstancias. El cerdo siguió siendo rojo hasta el  anochecer, lo mismo que los hombres, incluyendo a Olmo, que ya se había puesto  rojo como si se hubiera tragado el sol, o como si hubiera comido mucho tomate.
           Pero  cuando cayó la noche el cerdo se puso de plata, igual que las nubes, y que los  árboles, y que los tres hombres, que siguieron conversando, conversando y  fumando, más o menos animadamente, de acuerdo a las circunstancias.

ALAS, O UÑAS, O PEZUÑAS
   Que parezca un mendigo, que sea un misógino,  que confunda a los gatos, no dota a Olmo de profundidad. ¿La poesía en la vida  se da por sí misma? Mejor virarse de espaldas mientras el banquero regala unos  pendientes a su esposa preguntándose por la naturaleza de los acontecimientos. 
           Así  es la vida. Mejor seguir de largo. Mejor virarse de espaldas mientras una  mujer, en la cama,  acaricia el omóplato  de Olmo. ¿Con qué? Con una plumita. Ella le dijo: “Un cínico, es lo que  eres...” 
           ¿Pero  qué vamos a hacer si la prosa no ama? Entonces Olmo le dijo... ¿Cómo decir en  prosa Olmo que la ama? ¿O que no la ama? Y ella, ella, ¿ama a Olmo? Ella le  dijo, mientras se pintaba... 
           Veamos,  no perdamos el punto de vista. Donde hubo un ala de ángel ahora hay un omóplato  vacío. Donde hubo emoción ahora cuelga un bicho en una rama. Donde hubo amor  ahora... 
           ¡Pero  esto se parece a la poesía! Prometemos que se repetirá pocas veces, por no  decir jamás, jamás. Mejor volvámonos de espaldas. Visto en prosa, Olmo duerme.  Como un bendito. Profundamente como la superficie de un lago duerme su alma. Le  van creciendo alas, o uñas, o pezuñas.
         “Es un encanto“, dice el narrador recogiendo  la plumita de la cama. 
REALISMO NACIONAL
     Olmo  se topó en la Unión de Escritores con tres exponentes del Realismo Nacional. 
           --Olmo,  ¿por qué escribes de manera tan ligera? Nosotros podemos ir más allá de tu  prosa insustancial. Mira –y los tres exponentes del Realismo Nacional aletearon  y se elevaron al cielo en el aire tropical.
           En  eso pasó un vendaval y se llevó a los tres exponentes del Realismo Nacional.  Pero cayeron pesadamente a tierra.
      Olmo  meneó la cabeza:
         -Son  duros de cascar

SERECILLOS DE CONFECCIÓN RECIENTE
Cuenta Olmo que la familia los incuba y los regresa al Estado que los regresa a la familia, sin interrupción del ciclo. No son seres huecos. Están llenos de contenido patrio. Pero se llenan y se vacían como bolsas. Alegres y musicales todo el tiempo, “trabajan” en los planos bajos de la realidad. Esto que dice Olmo no es teoría. Miren al hijo de Lalo, el que tuvo con Dorita. Le celebran su cumpleaños y el cretino, en vez de apagar las velas se encarama de un salto en la mesa y nos endilga un discurso. Luego el muy puerco nos tira merengue. Pero en una de esas se le cayó la cabeza. Literalmente: la cabeza rodó hasta nuestros pies. Lalo recogió la cabeza, que al fin y al cabo es la cabeza de su hijo. Olmo le dijo a Lalo: “Debías de educar mejor a tu canallita”. ¿Y saben lo que hace Lalo? Pedirle a Olmo veinte pesos para comprarle a su hijo un sombrerito.
LEVITACIONES
Una vez Olmo tuvo que ganarse la vida levitando. Las cosas no le iban bien y puso una manta en el parque de la esquina y por las tardes levitaba. También pintaba cuadritos al óleo y los vendía pero terminaba el día levitando porque los cuadritos no se vendían. Eso no duró. “No puedo sostener ninguna idea por mucho tiempo”, se lamenta Olmo. Otros dicen que simplemente engordó. Que engordó y que tuvo que dedicarse a escribir. Otros cuentan que nunca levitó. Y que ahora hace como si escribiera.

Notas
1. Libro publicado en la Editorial Siruela, Madrid, 2001
2. Hace poco el profesor K... (de cuyo nombre no quiero acordarme) de la Universidad de Munich me invitó a ofrecer una charla de literatura cubana (hablaría, como era de esperar, de animales mitológicos, de la ternura insular de la brisa, de palmas erectas y suaves, de lágrimas amargas como el café, del destino redentor de la Isla, etc., etc.). El profesor: pequeño, pelo escaso, cejas abultadas, la mano izquierda en la cadera, la barriguita echada hacia delante y un contoneo de la parte superior del cuerpo. Desde esa posición me dijo: “--¿Así que usted se atreverá a darnos una charla de literatura cubana?” Contesté: “--Usted me ha invitado, ¿no?” “--Sí, me dice haciendo circulitos con un dedo en el aire, pero pensé que usted no aceptaría. El año pasado invité a un dominicano y le dije que le pagaríamos pero no finalmente no le pagamos. No me gusta la literatura dominicana. Ni siquiera sé si existe. El dominicano dijo que nos iba a demandar. Nos demandó. Pero no le pagamos la tarifa completa. Argumentamos que no podemos pagar por lo que no existe o por lo que existe a medias”. Le digo con resolución: “--Pero mi literatura sí existe”. Se me queda mirando con tristeza: “--Sí, existe y no existe. Como todo,”y me guiña un ojo.
3. Tampoco había que hacerle mucho caso. Olmo aseguraba que una granada le había estallado en la cabeza en la guerra de Etiopía. Se daba golpecitos en la cabeza y aseguraba que era un héroe, que había quedado vivo para contarlo. Y lo contaba del siguiente modo: “--Un pelotón es un pelotón. Una compañía es una compañía. Y un batallón es un batallón. Hasta aquí las cosas bien. Mal, cuando uno comienza a confundir un pelotón con un batallón o una compañía con un pelotón, incluso dos pelotones con un batallón. Hay pelotones que corren mejor suerte que otros y dejan toda su estructura intacta, al menos la estructura que les confiere la condición de pelotón, aunque muera un número determinado de hombres, siempre que esto no afecte la estructura interna del pelotón. ¿Y la externa?, dirán ustedes (les daba a los niños una palmadita en la cabeza mientras lo escuchaban absortos). ¿Tiene el pelotón una estructura externa? La tiene. Pero este es otro ángulo del problema.” Olmo organizaba y reorganizaba su relato. Confería a su pelotón batallas perdidas y batallas ganadas. Equivocaba guerras. Trastocaba lugares: “--Ganamos en el Vístula. Retrocedimos en el Ebro,” decía. También decía: “--Perdimos la de Angola. O la ganamos. Quién se acuerda.” Hacía resurgir a su pelotón de las más imprevistas escaramuzas. A un lisiado que antes de la guerra escribía en un periódico municipal lo veíamos correr a veces con sus dos piernas intactas, saltando, otras, en la mina dispuesta para otro lisiado del pelotón, que no había perdido una pierna sino las dos manos, incluso tres, o cinco, según Olmo fuera poblando o despoblando su relato de manos, o de piernas, o de cabezas, según el día o el orden del relato. “--Esta cabeza no es la mía,” protestaba alguno de los lisiados. Y era cierto, no era la suya, sabía Dios de quién era aquella cabeza, y el lisiado la tiraba lejos, junto al camino, donde los pájaros venían a picotearla…
4. Horacio, el amigo de Hamlet, asegura que el espectro aparecía justamente a las doce de la noche. Horacio y Marcelo quisieron disuadir al joven príncipe de marchar tras él, pues temían que pudiera ser un espíritu maligno capaz de arrastrarle hasta el vecino mar o a algún pavoroso acantilado. (Lamb).
  