Dulce araña de tus sueños (1)

Rolando Sánchez Mejías

1

 

Durante 1948, Peters, investigador de la universidad de Tubinga, estudió infatigablemente el proceso de elaboración de telarañas por parte del ejemplar Zyla-x-notata.
A Peters le molestaba que la araña sólo prefiriera las noches para tejer sus telas. Se sentía cansado y le dijo a su colega Witt que se ocupara del asunto.
Entonces Witt comenzó a ocuparse del asunto y corroboró que Zyla no tejía sus redes de día. Le administró un estimulante del sistema nervioso. Pero Zyla siguió esperando la noche para su trabajo.
Y esa noche Zyla tejió su red. Por la mañana Witt le echó un vistazo a la telaraña y su cerebro logró representar una maraña imposible de definir.
Witt pensó: “Zyla tiene una marcada capacidad de reacción ante sustancias que influyen en el funcionamiento del sistema nervioso.”

 

3

 

La  Machine Speculatrix no debe ser confundida con la  Caja Arácnida. Aunque la primera llegó a tener forma aracnoide (entre otras morfologías animales, como el Catus Felix Tigris Tigris), ocurrió sólo a nivel de las apariencias.
La Caja Arácnida fue construida en el gulag por uno de esos rusos tenaces (un ingeniero mecánico). La lectura de Leibniz lo había llevado a la idea de crear una mónada real. En sus largas cavilaciones, una tarde, vio deslizarse sobre la nieve una araña, fenómeno que  le pareció inusual en aquel frío feroz.
Otra influencia: el encuentro con un poema de Mandelstam (Osip dormía en una litera cercana al ingeniero, pero nunca cruzaron una palabra, a no ser la lectura que hizo el poeta unos días antes de que a Osip le goteara la nariz y muriera), en especial los versos:

                                                Soy el jardinero y soy
                                                 La flor,
                                                 En el calabozo del mundo
                                                 Solo no estoy.

Otro poema que pudo haber influido en el ingeniero fue el que Mandelstam dedicó a Stalin, en específico los versos:

                                                   El  de bigote de cucaracha
                                                   Ríe.

Poco a poco el ingeniero se agenció de los materiales necesarios y fabricó una caja de dimensiones pequeñas cuyo interior podía ser observado por un agujero. Dentro, una araña de metal muy ligero tejía sus redecillas hasta aprisionar las moscas del mismo metal. Cumplida esta tarea, la araña se descolgaba y se refugiaba en las celdillas rizomáticas que le servían como refugio temporal. Al dársele cuerda al juguete la escena se reanudaba. Era sorprendente.
Pero un día al ingeniero no le quedó más remedio que cambiar su caja por provisiones: un poco de pan, tabaco y té negro.
Finalmente no se sabe por qué argucias del destino, la caja fue a parar a manos de Beria, que en su despacho, entre miles de expedientes y órdenes que firmar, encontraba algún solaz en la contemplación del artefacto. Beria, al mirar por el agujero, se reía mucho: encontraba entre el "rostro" de la araña y el de Stalin un parecido increíble, más que nada el chispazo pícaro que le dedicaba la araña al ojo del voyeur en el momento en que aquélla se deslizaba frente al agujero para perderse en las celdillas.
Al ser arrestado Beria, la caja, entre otros objetos incautados, fue llevada a la oficina de Jruschov, que no vio en el artefacto nada interesante.
Uno de los ayudantes de Jruschov se hizo de la caja, que al cabo de los años fue vendida en la calle Arbat por unos pilluelos.

 

4.

La técnica recomendada por Witt: amputar, vaciar y secar el abdomen de una mosca; espolvorear su superficie con un poco de azúcar; y depositarlo en el centro de la tela.
Creadas estas condiciones, azuzar la araña con un diapasón que vibre sobre la tela, hasta que la araña absorba el contenido durante 30 minutos. (Debe impedirse que la araña lleve el contenido al refugio, pues lo consumiría incontrolablemente.)

 

18

Datos. Hay que encontrar datos. Vayamos a casa del Magister.
Cuenta el Magister que los cuartos baratos de las casas de huéspedes eran propicios para incubar insectos de cualquier estirpe. Con una risita de castor malidicente, El Magister cuenta que Virgilio Piñera conocía "muy, pero que muy bien" dichos cuartos:
-- Sí, querido. Visitas furtivas, llevando una flor en el ojal.
El Magister recita un poema que a Virgilio le hubiera gustado escribir:

                                   Muchachito prepotente
la araña te va a llevar
sin coche y sin expediente
a donde baila la Loca
a donde medra la Muerte.

El Magister se lleva una mano triste a la cara y habla de aquellos cuartos, de los colchones gastados por el uso y el tiempo, de fotos olvidadas o abandonadas precipitadamente, de maletas a medio hacer, de las baratijas invendibles que uno podía encontrar en el fondo de los escaparates...
Comenta:
- Qué triste el destartalo cubano, ¿verdad?
Se acerca al balcón empujando las ruedas de la silla y canta bajito, mirando las azoteas, las ruinas, los demás balcones:
-- "La fuente se ha secado...”
Regresa del balcón, más enérgico:
-- Así que nuestro amigo  R. está escribiendo un cuento sobre arañas y esas boberías... Bah. ¿No lo hizo ya Arreola o Cortázar? ¿Yo mismo no tengo unos aforismos referidos a las arañas? ¿Y Macedonio Fernández? ¿No recuerda usted aquello de "la arañita y el gatito poseían psique humana"? No sé qué pretende él cuando ya todoestá escrito. Y no sé si su prosa pueda con eso. ¿Él narra? Digo, lo que se llama narrar, contar una historia, no esos cambalaches que arma con sus fragmentos... Pero bueno, cada loco con su tema... ¿Datos sobre las arañas en la literatura cubana? Ay doctor, si Virgilio estuviera vivo... Él sí sabía de arañitas y otras desconchinflaciones de Madre Natura... ¿Sabe usted realmente por qué se enemistaron Lezama y Virgilio? ¡ Por culpa de las arañas! Bueno: Virgilio se había leido Paradiso, la novela de Lezama, lectura que lo dejo turulato y sin aire, el pobre. ¿La extensión es una cualidad?  Pues bien, allí estaba el mamotreto prodigioso, pesado como un oso tibetano... Una tarde Virgilio le hizo la visita a Lezama. María Luisa, la esposa de Lezama,  había preparado natilla de vainilla helada. "Rociada por el rocío celeste", le explicó Lezama a Virgilio, que propinaba a la natilla picotazos espaciados pero precisos con la cucharita. Hablaron poco. De cualquier cosa menos de Paradiso, por supuesto, aunque Lezama se hizo el bobo dos o tres veces queriendo meter baza con el tema... Virgilio terminó la natilla, tomó agua, se secó la boca con el pañuelo y le dijo a Lezama:
- Le traigo un regalito.
- ¿¡Sí!?  ( A Lezama le encantaban los regalos.)
Virgilio anduvo en el bolsillo de su chaqueta y sacó una cajita no más grande que un dedal. Lezama se removía en su sillón, enorme, jadeante, como un  manatí al que le habían cortado las aletas:
- Jó. (resuella). ¿Será su regalo (resuella), el cofrecillo irradiante (resuella), del Meister (resuella), donde por una rendija (resuella), podía verse una sala (resuella), espléndidamente iluminada (resuella), la realidad a una escala (resuella), diminuta y mágica? Jó jó (resuella). ¿Qué será (resuella), qué será lo que el amigo Virgilio (resuella), más interruptus que sucesivo (resuella), me ha traído?
Desde su silla Virgilio le alcanzó la cajita a Lezama, que la movió entre sus dedos regordetes y suaves, como si aquilatara el peso o la dimensión macrocósmica de aquella minucia. La abrió despacio. Miró dentro. Se puso pálido. Enseguida muy rojo. Finalmente pálido, sobre todo cuando la arañita saltó, y como embeleco que manda el diablo, ambos, cajita y arañita equilibristas en el aire, mientras Lezama gritaba con voz estentórea y quebrada:
- ¡¡¡María Luisa !!!
Maria Luisa, su esposa, vino corriendo desde el fondo de la casa, observó la escena ( a toda esta caja y araña ya habían caido al piso de la sala) y regresó en busca de una escoba, volvió a la sala y trató inútilmente de atrapar la araña con escobazos y pisotones gritando como una posesa (no se sabía a quién, si a la araña o a Virgilio, que de flaco y de miedo se encogía en la silla):
-¡Cucaracha de mierda!
La araña pudo subir rauda por la pared, se deslizó como en patines sobre la superficie de un cuadro malva y morboso de Arístides Fernández y se escabulló por un hueco del techo.
Lezama habló entonces con voz algo sosegada:
- María Luisa (resuella), dígale a este señor (resuella), que se vaya (resuella), y que no se porte más (resuella), por este recinto.
Pero aquí no se acaba el cuento. Parece que la araña, en pocos meses, diseminó por la casa una innumerable prole de arañitas. Cundió el pánico. Los bichitos, multiplicandose ad infinitum, tejían campantemente sus telas, corrían por los cuartos, se descolgaban como acróbatas de los techos de la casa de Lezama como si fuera la cúpula de un circo. Lezama, con dolor de su alma, tuvo que pedir ayuda a la Unión de Escritores, que por supuesto no le hizo ningún caso, ay querido, ni un pomito de insecticida. Aquello parecía un plan diabólico urdido por las fuerzas cósmicas en contubernio con las fuerzas infernales de la isla. Eso sí, le mandaron a alguien para que investigara el problema. A Lezama nunca le gustó el hombre que le habían enviado. Comentaba:
-El problema es que (resuella), ese alferez (resuella), parece una simbiosis (resuella), de sabueso inglés (resuella), con can siberiano.
El funcionario revisó la casa, se metió debajo de la cama de Lezama, buscó detrás de los cuadros, y cuando terminó la búsqueda aseveró con voz metálica:
-Sí. Arañas. Subversión de arañas. En esta casa.
Lezama siempre sospechó que el sabueso siberiano le había llenado la casa con "alambritos especiales", que captaban la voz apagada (lo cual ya es mucho decir) de la católica poetisa García Marruz... Bah, Lezama toda la vida fue un poco paranoico... No se puede urdir un “sistema poético” sino se es un poco paranoico... Bueno, para terminar, junto con los habituales spray para el asma, Cortázar tuvo que mandarle desde París unos spray matabichos... Otra cosa: Virgilio siempre juró y perjuró que la arañita era de goma, que todo había sido una exageración de Lezama para complicarlo a él con la Seguridad del Estado... Ah querido, antes de que se me olvide: dígale a nuestro amigo que no ande diciendo por ahí que yo soy un escritor pequeñoburgués y toda esa basura. En este país eso puede costar muy caro. Él  no ha pasado su calvario histórico pero yo sí. Además, el dinero, como decía Wallace Stevens, es una forma de la poesía. Sobre todo cuando uno no lo tiene (y el Magister se viró los bolsillos del revés).

 

19

 

                                                                                                                    (noche del 24 de agosto)

Ha cerrado su cuarto. Es imposible pasarle comida: ni siquiera por la ranura de la puerta, por donde no cabe una galleta o una tortilla. ¿Qué come del otro lado? Imagina imaginador. Respecto a lo que pueda oirse si uno pega su oreja contra la puerta: ruiditos que no se pueden definir:

                                                       ronroneos
chasquidos
gorgoritmos
ronquidos
silbidos

y otros indecidibles. ¡ Ni un sólo grama que abra posibilidades de sentido!    
¿Han ido las cosas demasiado lejos? No lo creo. En realidad, uno nunca va demasiado lejos. Ni como médico. Ni como escritor.

 

20

Cuando a primeras horas de la mañana del 8 de septiembre de 1914 Wittgenstein se entera de que los rusos habían tomado Lemberg, escribe en su diario: “¡Ahora sé que estamos perdidos!”. El 9 escribe: “Los rusos vienen pisándonos los talones”. El 15 vuelve a repetir la frase (pero con signos de admiración): “¡Los rusos vienen pisándonos los talones!” Ese mismo día pela papas: las pela despacito, como acostumbra hacer con las ideas o con operaciones vitales como fregar platos(2). (Anota que las pela como Spinoza acostumbraba pulir sus lentes. Pero en situaciones de guerra no hay que creer a los filósofos a pie juntillas. Se han visto filósofos abandonar cualquier género de ideas y reflexiones profundas frente a situaciones inesperadas como correr bajo las bombas o hurtarle a su compañero una lata de carne.)
Que los rusos vinieran pisándole a W. los talones era, bajo las propias  perspectivas de razonamiento de W., un verdadero dislate. Sin embargo,  W. olía rusos en el aire: cualquier cosa se aparecía ante sus ojos en nombre de los rusos: un árbol, el morral abierto de un soldado, el cielo gris o azul,  una pipa abandonada en medio de la trinchera, una ardilla observándolo con un ojo nervioso un par de segundos para luego hundirse en la negra interioridad de un árbol... No hacía falta ser un filósofo para sentir en el aire helado cuchillas invisibles que venían de “alguna parte”, y que a la distancia de un talón, o dos (¿de cuántos talones se componía la aseveración de W. acerca de la cercanía de los rusos?) mantenían un alto grado de invisibilidad, ese secreteo obsceno entre lo que aún no tiene lugar pero que ya medra en el presente con el mayor descaro.
Mientras W. pela papas se va quedando dormido (lleva dos días sin dormir aferrado a su reflector):
-Ey, que te duermes –le dice otro soldado que pela sus papas con negligencia--Y si te duermes te puedes cortar un dedo o los rusos lo harán por ti.
-¿Pueden pasar las dos cosas a la vez? –pregunta un W. apagado, cuyo cuchillo resbala por la superficie de la papa como sus pensamientos lo hacen en el vacio o en la superficie de la realidad.
-No—le dice el otro--, no tendrás tan mala suerte como para que las dos cosas te pasen a la vez.
Y  le cuenta a W. la siguiente historia.
-Me crié en el campo. Mi predilección eran los tordos, ver como el cielo se despejaba de nubes, abrir un libro nuevo y olerlo como quien huele una naturaleza sabia y a la vez tierna, auque no entendiera ni una palabra de él. En fin, nada espiritual me era ajeno. Pero te confieso que sentía un miedo visceral por lo que concernía al espíritu y a sus relaciones con la naturaleza. No era ese miedo vago, indefinible y abstracto que solemos sentir por las cosas que suponemos a mil kilómetros de nosotros. No. Era un miedo muy exacto, digamos, para abreviar, un miedo matemático.
Deja de pelar papas y mira a W.:
- ¿Por qué repites cada diez minutos como un poseso que los rusos te están pisando los talones? Eso te incumbe a ti, solamente a ti, querido compañero de ruta. A mi no me pisan los talones, lo mío es peor: yo no huelo rusos sólo ahora, yo huelo rusos desde mi nacimiento. Pero no como tú. Hordas más terribles que los rusos reclaman su existencia en mi con denodada crueldad. ¿He visto rusos alguna vez? Nunca. Sólo he oido hablar de los rusos, del alma rusa, del carácter ruso y otras tópicos similares. Pero nunca los he visto. Ahora bien, en nombre de Dios: si algo se aparece por este o por el otro flanco blandiendo una bayoneta, no esperes de mi ninguna suspensión del juicio, ningún análisis especial acerca de si es o no es un ruso. Esa cosa con bayoneta morirá o yo moriré en sus manos, incluso ambos podremos abrazarnos en un último gesto, mejilla contra mejilla, y aprenderemos el secreto.
Su voz ahora se hace afable, lenta:
-Te he visto escribir, de noche. Mientras los demás piensan en sus mujeres o escatiman bajo las mantas su ración de alcohol, tú escribes. ¿Sabes una cosa? No hay ninguna diferencia en cómo escribes y en cómo pelas papas. Te he venido observando desde hace tiempo. Primero pensé que escribías cartas de amor, por el cuidado que te tomabas con las palabras. Me dije: Ese hombre ama a alguien de manera tan descabellada que apenas le salen las palabras. Era un suplicio verte, doblado en la poca luz, luchando como un cegato con las palabras que no querían acceder al movimiento de tu mano. ¡Noches enteras para conseguir unas tristes y aisladas oraciones!
Baja la cabeza, avergonzado:
-Debo confesarte que he hurgado en tus cosas, furtivo como un gato. Cuando dormías, he ido por tu cuaderno, ese que guardas con recato en tu pecho, y he leído para mi, temblando en la soledad más grande que se pueda suponer para hombre alguno, tus garabatos. Y los he comprendido. ¿Por qué los he comprendido, yo, un oscuro hombre de campo, ajeno a los problemas del lenguaje? Porque querías penetrar en el núcleo secreto de la Naturaleza teniendo como llave las palabras. Se ha dicho que en un principio éramos Naturaleza, que nuestros símbolos y creencias pertenecían al espacio cerrado de la Naturaleza. Menuda mentira. ¡Es el timo más grande que el hombre ha sufrido! Hemos acabado por aceptar que somos lo mismo que el trueno, el gato o la hierba, sintiendo una infinita fruición por dicho estado de cosas. ¿No es horrible para la raza? Escribirás, escribirás sobre éstas y otras cuestiones. Eres de los que sobrevivirás para poder dar cuenta.
Sonrió:
-Yo también quise dar cuenta, a mi manera. ¿Qué puede esperarse de un hombre como yo, que emplea las palabras como si arrancara manzanas o tirara migas a los tordos? Durante mi primera infancia fui mudo. Un médico de Viena me decretó “un desorden elemental de mis posibilidades de lenguaje”. Mi madre le preguntó: ¿Es que está loco mi hijo? El médico le dijo: No, nadie está loco, señora. Pero su hijo no necesita del lenguaje para vivir. Mi madre hizo un gesto de irresolución y dijo: Bueno, en nuestros planes no entraba que él fuera abogado o copista. Mejor para él, le dijo el médico. ¿Y qué necesita mi hijo? Su hijo no necesita... nada. Tal vez unos baños de sol. Llévelo a Italia.
-Bueno, en eso sí que el médico se equivocó–tira una cáscara al suelo-. Uno siempre necesita algo. ¿Acaso no hay que llenar el mundo de figuras, de colores, de formas? ¿Acaso tiene sentido la vida si no la llenamos con algo? ¿El alférez oyó disparos en las cercanías? Conozco de un mundo sin figuras. Lo conozco porque lo viví. No creas que es un mundo vacio, helado, neutro, como se pudiera suponer. Digamos que es un mundo elemental. Sí, hay flores, sopla el viento, se mueven las ramas de los árboles. Aquí aparece una mano suave, allá otra mano se dobla y retumba como nudillos de piedra. En un mundo así también existen las palabras. Es un mundo de nombres propios, un mundo cuya gramática carece de enigma. Me alimenté de la sustancia de ese mundo como quien bebe de la leche materna. Si veía abrirse una flor, más allá saltaba la panoplia mecánica en nombre de las abejas. Si en una calle de Atenas dos hombres charlaban de armas y mujeres, innúmeras Filis y espadas pasaban realmente por sus bocas. Así de simple, sin misterio. Una vez, de camino hacia Viena, nuestro coche hizo una brusca parada. La tarde era roja como el vino.
Observa a W.:
-Veo cómo has reparado en el uso que le doy a las oraciones. Seguro piensas: es un farsante, un poeta más. Pero si digo: La tarde era roja como el vino, no es producto de la metáfora el que los acontecimientos se hayan colocado de modo tan estratégico en nombre de una realidad efectiva, por decirlo de algún modo. A mi lado había un hombre gordo, apopléjico, burlón. Un estúpido comerciante en salchichones que iba a curarse a Viena. Uno más. Uno que también quería que le arreglaran su lenguaje, o su realidad, que para el caso es lo mismo. Berggasse 19. En dos o tres sesiones, en esa casa, le atornillaban a uno las palabras que andaban sueltas, y si uno soñaba que era un cerdo le cambiaban gato por liebre, esto es, por lobo. ¿Resultado? Un cerdo-lobo. Una especie nueva que pulula por nuestras comarcas con asombroso irrespeto. ¿Quién no ha visto lobos en su infancia? ¿Quién no ha llenado su cabeza de lobos a falta de mejores figuras?—ahora guarda silencio.
--De pronto el comerciante tuvo una visión, una visión que nunca había tenido y que sólo tendría aquella vez, una visión que le fue concedida seguramente por mero error, por azar, por la falta de vigilancia que la Naturaleza ejerce sobre los hombres. La visión: baño de sangre. ¿Otra nueva metáfora? Sí, tal vez no podemos renunciar tan fácilmente a las metáforas. A esta altura de los hechos resulta difícil definir si la tarde estaba roja como el vino antes o después de los acontecimientos que se originaron con especial rapidez. La crueldad necesita de la rapidez. Y la palabra puñal no necesita de oraciones largas. La mató. A mi madre. No fue un golpe bajo, como se esperaría de un vulgar comerciante de salchichones. Fue un golpe limpio y alto y luminoso que mi madre recibió con gracia, aferrando el cuchillo como si rezara. Entonces fue que hablé, o farfullé. Signos inconexos, pedazos de sentido que tropezaban como espumarajos en mi boca. Don de lenguas. ¡A esto sí se le podría llamar don de lenguas! Pero no dije: maaa... maaá. Fue un berrido, como el de un cerdo: paaa... paaá. Y luego, más claro, categórico casi, humano casi: pa... pá. El comerciante me miró con terror. Si él hubiera tenido un salchichón a mano me lo hubiera metido en la boca, como suelen hacer los rudos hombres de nuestras comarcas. Se arrojó llorando a mis brazos. Me palpó la cabeza, los cachetes, los hombros, como si me reconociera, mejor, como si me creara. Él, un estúpido comerciante, también tenía los atributos de un Dios, o más exacto, era Dios. ¿Cómo no se puede ser Dios si se poseen los atributos de Dios? –se queda pensando.
-Pero Dios desapareció. Saltó del coche y desapareció. Todavía lo buscan en los bosques, lo confunden con cerdos, con lobos, con cerdos-lobos, también con una especie de gansos salvajes que posan sus ojos en los humanos con terrible fijeza. ¿Acaso en los cafés de Viena no cesa de repetirse que “la omnipotencia del amor quizá nunca se muestre con más fuerza que en aberraciones como ésas”?
Ahora deja caer la cabeza sobre un puño:
-¿Qué hilo me lleva a Viena? El mismo hilo que lo lleva a usted a los rusos. ¿Rusos? No los veo por ninguna parte. Oteo el horizonte y no los veo por ninguna parte. Quizás nunca hubo rusos. Pero usted sabe que le pisan los talones, y usted juraría que también pisan los míos. Le concedo la primicia. Le concedo la gracia de ser atrapado entre los hilos de usted y no entre los míos. Le concedo que haya dibujado para mi una idea de la realidad a la que me acostumbro en mis más secretas intenciones. Rusos... sí, rusos. Deben existir.
Ahora se levanta y grita derribando su cesta de papas mientras un obus estalla en las cercanías:
--¡Mamushka! ¡Mamushka! –mirando a lo lejos.
Vuelve a sentarse:
-¿Qué hilo me lleva a Roma? Ninguno. Es imposible probar algo acerca de Roma. Me quedo con los rusos. Al menos son una posibilidad. A usted, como a mi, le gustan el tipo de oraciones: yo amo, tú amas, él ama, aunque no por las mismas razones. Una vez Dios saltó de mi coche y se llevó mi gramática. Pero ahí tenemos el librito de usted. ¿Cómo dice? Tralalí... No, no creo que con sus aforismos se pueda hacer algo en relación con los rusos. ¿Tiene dudas de cómo comportarte si se llega a disparar? Yo dispararé, tú dispararás, él disparará. Oraciones sencillas. A cada uno lo suyo y cada uno a lo suyo. ¡Vistas así las cosas le juro que no quedará ni un ruso!

 

25

Peter y Witt pasean por el bosque. A veces conversan, las manos cruzadas a la espalda. A veces miden la distancia entre los árboles.
Peter:
-Ayer una araña me mordió.
Witt:
-¿La cinco?
Peter:
-La tres. La que se hace la idiota. Puse el dedo y me mordió. (Peter muestra un dedo rojo e hinchado.)
Witt:
-Qué zorra.
Peter:
-¿Conoces la fábula de la zorra que se disfrazó de lobo?
Witt:
-Una fábula edificante.
Peter (mostrando el dedo):
-A mi araña vestida de zorra le faltó poco para vestirse de lobo.
Witt (envalentonado):
-Pero no es fácil aterrorizar al rebaño, ¿verdad?
Peter (muestra otra vez su dedo rojo e hinchado y guiña un ojo):
-Sí, esta oveja sí pero las otras no. Unas velan por otras .
Witt:
-Como en los sueños. Dando salticos.
Peter:
-Como en los sueños. Dando salticos.

 

30

Abrió la puerta. Era chiquito, rígido, y adelantaba la cabeza como un boxeador ansioso.
Dijo:
-¿Usted es el médico?
Asentí. Me invitó a pasar de mala gana. Me indicó un sofá donde me hundí entre el polvo, los muelles y las revistas de mecánica.
Dijo:
-Mediquito –y se rió como si no tuviera ganas, como si le fueran a dar convulsiones.
Levanté un dedo para protestar. Me mandó a callar, con un dedo tan rígido como su cuerpo:
-El día menos pensado le dá un síncope a usted. Mediquito que se muere en el calor tropical.
-Más respeto –me defendí arreglando la portada de una revista.
-¿Para quién trabaja usted?
-Quiero curarlo, a su amigo.
-¿Para quién informa usted?
-Le dije que más respeto.
Hizo una bolita con un papel y me la tiró:
-Jí –dijo.
Luego dijo:
-¿Sabe lo que me pasa cuando oigo a gente como usted, gente de voz pastosa y simuladora, voz de camaján republicano? Sí, porque la máquina totalitaria no ha podido acabar con las voces de los camajanes republicanos como usted. Desde que nací no hago más que encontrarme con farsantes. ¿Por qué? Porque este país es un país de farsantes como usted. Aquí todo el mundo es un chulo de cualquier cosa. Usted es un chulo de la medicina, yo soy un chulo de la escritura, R. es un chulo de las arañas, mi padre era un chulo de mi madre y mi madre chuleaba a mi padre... En fin, para qué contar. Mi madre es la primera farsante que conocí. Llevo años tirándole tijeras, a ver si la engancho un ojo y se calla la boca de una vez. Pero no le doy. Como no para de hablar y de moverse, no le doy. El asunto es el siguiente: que si no escribo, tengo que ocupar mi vida en tirar tijeras. Si se miran las cosas bien de cerca, verá que no hay mucha diferencia entre escribir y tirar tijeras. El problema es  ver si uno engancha algo. Pero no, casi nunca se engancha nada. Es tan difícil enganchar un adjetivo como enganchar a mi madre con una tijera. Estuve siete años tratando de enganchar para un verso la palabra trampantojo. Y no estoy muy seguro de si es o no la palabra correcta. La palabra centelleante me costó menos, me costó tres años. Entonces surgió uno de los peores versos que se han escrito en español. Preste oido y sujétese bien:

                                    mirándose mirar allende el abismo
                                    trampantojo  centelleante vio

¡Trece años para producir los susodichos versos! Es como pescar en el vacio. Cuando lo ví a usted en mi puerta me dije: Este medicuelo quiere algo. Entonces tuve la idea de que me hubiera gustado engancharle un ojo a usted con una tijera. Así usted se acordaría de mi y yo me acordaría de usted. ¿Sabe por qué él tiene obsesión por las arañas? Porque no tiene obsesión por las tijeras. Si tuviera obsesión por las tijeras no tendría obsesión por las arañas. Es imposible vivir más de una obsesión si se quiere vivir con la mayor seriedad. Por eso él se ha trancado en su cuarto y no quiere salir a ver la verdad.  Prefiere soñar. Prefiere vivir obsesiones menores. Un deficiente de espíritu. Usted me mira y dice: Pobrecito, está enfermo. Pero y bien, ¿cuáles son sus perversiones, las de usted, además de “organizar” la información que él le pasa por debajo de la puerta? ¿El cine Payret? ¿El Universal? He visto tipos como usted, bajitos, limpios y obsesivos, meterse en los baños del cine para no salir hasta una hora después. A ver si pescan algo, en el baño. Pero no se me ponga bravo, mediquito, medicuelo, medicucho, si usted escribiera o tirara tijeras no andaría por ahí intentando sacarle información a la gente. Le aseguro que para vivir hay que pescar. ¿Vé estos libros húmedos y absurdos? Donde hay libros hay la oportunidad de que aparezca una araña. ¿Ve este mamotreto de Hegel? A lo mejor de aquí sale una arañita y le tiramos una tijera, a ver si la enganchamos por el centro, no tiene gracia engancharla por los hilos. Todo eso previendo que tengamos una tijera a mano. Porque no abundan, las tijeras. A veces no aparece ni una. Aparecen y desaparecen. Como la realidad. Cuando uno no las necesita hay tres o cuatro. A ver si le engancho un ojo a ella, mi madre, el día menos pensado. Si me ve escribiendo no deja de hablar. Primero de flores, luego del verano. Felicidad (porque se llama Felicidad, mi madre, ¿qué le parece?) se viste de blanco y da vueltas por la casa y no para de hablar poniendo flores dondequiera, y se me aparece cuando menos la espero con su andamiaje quitinoso, con su abyecto bamboleo, con su apestoso tabaco en la boca. Si me ve leyendo tampoco deja de hablar. Me dice: Niño, que te vuelves loco. Es una máquina de producir palabras huecas, mi madre. Una vez me dijo que yo llegaría a ser el rey de Nigeria. Me dijo: Niño, prepárate, que algún día llegarás a ser el rey de Nigeria. Y me preparó durante veinte años, me puso collares, me trajo a Gelabert, ese marindango suyo, un adefesio, a que me enseñara el camino de los muertos. Gelabert, ¿quién ha visto un negro que se llame Gelabert? Dios mío, qué confusión. ¿Pero qué puede esperarse de mi madre si hasta Wittgenstein era una máquina de producir confusiones? Oiga usted su afirmación 2.061: “Los estados de las cosas son independientes los unos de los otros.” ¿Quién le dijo eso a Wittgenstein? ¿A quién se le ocurre decir semejante barbaridad, que los estados de las cosas son independientes los unos de los otros? Hay que estar en las nubes para no darse cuenta que ocurre todo lo contrario. Fíjese qué bien hubiera quedado la frase si Wittgenstein hubiera escrito: “Los estados de las cosas no son independientes los unos de los otros.” Eso le pasó porque tuvo un leve pero decisivo desliz cinco afirmaciones atrás, cuando dijo: “La forma es la posibilidad de la estructura.” ¿Acaso él no sabía que no hay formas ni estructuras? ¿Usted engancha lo que yo quiero decir? No, no hay tejidos. Sólo hay hilos. Y no hay forma ni hay posibilidad de forma. Ni de estructura. Me sé el Tractatus de memoria. Me lo sé porque yo también tuve que escribir el Tractatus, a mi manera, claro. Dice la primera afirmación, según Wittengenstein: “El mundo es todo lo que acaece”. Como ve, este cuento está mal contado. Es el cuento de nunca acabar. Claro que al final del Tractatus se dio cuenta del error que había cometido y dijo: “De lo que  no se puede hablar, lo mejor es callarse.” Pero mi madre no se calla. Mi madre es exactamente como este país. O mejor dicho, mi madre es este país. Una isla de pericos. Pero no una isla de pericos filológicos, como decía Lezama. Simplemente una isla de periquitos. Una Republiquita lenguajera. Una isla de loquitos, de sirvenguencitas. Un perico filológico al menos se engancha con la retórica y produce versos como éste: Porque habito un susurro como un velamen. Es de Lezama. Suena demasiado a poesía pero no es malo. ¿Qué es esta isla sino una confusión entre todas sus especies de pericos cabezas huecas, pericos republicanos, pericos lezamescos, pericos estatales, pericos chinos, pericos albinos, pericos tartamudos, pericos y más pericos metidos en la misma jaula?  Oiga, oiga estos verso que se me acaban de ocurrir:

timpantíbiri lunita loca,
vacuola vaca de laca,
bajo el cielo nubarrón.

¿No les gusta? Tiene razón, son malos. Una vez mi madre estaba durmiendo, o hacía como que dormía, mi madre nunca duerme, o más exacto duerme y a la vez no duerme, y le toqué la cabeza. ¿Sabe cómo sonó la cabeza de mi madre? Hueca. Toc toc toc. Hueca como un coco. Hueca hueca hueca. Hueca hueca culeca. Entonces llegué a la conclusión de que el lenguaje estaba en ninguna parte del mundo.

 

36

 

Peter y Witt pasean por el bosque. A veces conversan, las manos cruzadas a la espalda. A veces miden la distancia entre los árboles. Una rata pasa entre los árboles llevando algo en la boca.
Peter:
-Juraría que lleva el brazo de un niño.
Witt:
-Yo juraría lo mismo.
Peter:
-Algún bebé descuidado por su madre. Esas madres negligentes que olvidan los coches de sus bebés mientras hablan con la vecina.
Witt:
-Viene una rata y ¡zas! Son rápidas.
Peter:
-O a lo mejor es la guerra. La terrible guerra. Debe haber comenzado y nosotros aquí.
Witt:
-Nosotros aquí midiendo la distancia entre los árboles. Nada caballeresco.
Peter:
-Tampoco hay nada caballeresco en la guerra.
Witt:
-Antes sí. Ya no. Antes se moría por algo o por alguien. Ya no.
Peter:
-Sórdido. Un mundo sórdido.
Witt (señala los cúmulos amontonados en el cielo):
-Un mundo oscuro.
Peter:
-Mira: otra rata.

 

41

La frase Dulce araña de tus sueños acarició el cerebro de Witt. Tenía el cerebro como una esponja que se abría y se cerraba continuamente, de acuerdo a la intensidad y calidad de los pensamientos que la recorrían.
Su sueño preferido era cuando se abría la cabeza, cogía la esponja de su cerebro y la exprimía como una toalla mojada. Le gustaba ver chorrear toda clase de pensamientos. Desde sus obsesiones más primarias –ladrarle a la luna, no aullarle, sino ladrarle, y luego olfatearla, y empujarla con las paticas delanteras- hasta las asociaciones verbales que la esponja, en sus partes más secas, confundía con las figuras que se filtraban de las partes más húmedas y profundas (como las de un bosque) de la esponja.
Soñaba que la frase Dulce araña de tus sueños, a pesar de estar dirigida irrevocablemente a él –pero no estaba seguro: algo del “tus” pendía de un árbol colectivo como una toronja demasiado amarga-, mostraba sólo una parte del sentido, escondiendo la otra parte como la luna ocultaba su otra cara, y dale a raspar con la patica, y a ladrar como un perrito.
Ahora en el trópico soñaba distinto. Soñaba que además de abrirse la cabeza y exprimir la esponja que tenía como cerebro, acto seguido había que colgarla con unas palitos de tender, junto a las camisas, medias y calzoncillos que colgaban de la tendedera como naranjas (“¿naranjas? ¿toronjas?”, su cabeza vacía hoy no servía para nada) del mismo costal. “¡Dios mío!”, pensaba observando su cerebro junto a las demás prendas arrugadas, esperando que se secara un poco, vigilando en la silla a que no viniera un gato y se lo llevara.
--Los gatos no se llevan las esponjas-- le decía Peters intentando llevarse a Witt hacia dentro de la casa--, vas a coger una insolación del carajo.
--¿Carajo?-- decía Witt sorprendido --¿Dónde has aprendido esa palabra, Peters?
Peters le explicaba, aun halándolo por los sobacos, que de esa palabra había dondequiera allá afuera. Que sólo había que poner un pie en la calle, llevarse una mano a la oreja y tener un poco de calma. Entonces llegarían miles de “carajos” de todas partes.
--Ni siquiera la he aprendido-- decía Peters--.Ella se ha prendido como un alfiler de la punta de mi lengua.
--Así me pasa con la frase Dulce araña de tus sueños-- le explicaba Witt meditativo--. Se me ha prendido como un arete de la punta de las orejas.
--Zarandéala-- le decía Peters--, zarandéala a ver qué pasa--  le decía Peters recogiendo la esponja de Witt y poniéndosela dentro de la cabeza--. Ya está seca, ya puedes pensar mejor.
Entonces la frase Dulce araña de tus sueños se deslizaba por los poros y vericuetos de la esponja-cerebro, multiplicándose, subdividiéndose, evaporando tramos de letras y de sentidos, brincando aquí con un significado y allá con otro, mostrando partes de su cuerpo desnudo en un streap-tease a veces lacónico, a veces exasperante.
Un día soñó que la frase se metía en una gaveta cualquiera de la Habana, salía hacia un expediente, el expediente lo llevaban a la oficina de Contrainteligencia donde el capitán Buenaventura pasaba su dedo áspero y marrón sobre la frase, hasta que el sudor y el tabaco la emborronaban, no lo suficiente para que su sentido escapara al ojo avizor de quien pudiera leerla desde afuera (“pero el ojo no lo ves realmente”, pensó Witt, “y nada en el campo visual permite inferir que ha sido visto por un ojo, a no ser que Dios tuviera Ojo”, siguió pensando Witt) con alguna intención, intención que sería compartida con unos pocos enterados:
--Que me traigan a esa bandida –mandó Batista leyendo por vigésima vez la frase.
--¿Qué bandida, mi general? –contestó el ayudante Soplete limpiándose la nariz con un pañuelo blanco.
--Dulce araña de tus sueños.
--General, si yo fuera usted no me la templaba. Tiene sífilis.
--¿Sífilis? Yo sólo quiero verla. ¿Acaso se pega por los ojos la sífilis, Soplete?
--Por los ojos no, mi general. Aunque yo no me fiaría. No me gustan las palabras terminadas en “ilis”, como sífilis, bilis, Amarilis...
--Así me dijiste cuando en Guanabacoa Amarilis me dijo que tres muertos para esa noche era el número clave. Que no me fiara, me dijiste.
--Le dije que no se fiara de Amarilis. Que no me gustaban la gente que terminaba en “ilis”, mi general. Que aumentara un muerto por si las moscas. Total, si ya son más de 5 000.
-¿Tú también estás desfigurando las estadísticas? ¿Con quien tú estás, Soplete, con los indios o con los cowboys? ¿Con los buenos o con los malos?
-Con usted, mi general-dijo Soplete parándose recto y saludando.
-Entonces deja de hacerte el gracioso. A ver, ¿qué estás leyendo ahí?
-Un librito de... Se llama... “Trac-ta-tus...” y no sé qué más. No me gusta como suena esta palabra. Huele a medicina. Seguro tiene que ver con la hemorroides. El nombre del autor empieza con doble b. B de baca, no de baso de tomar agua, no de bibo, no de bida.
-¿Y de dónde sacaste ese libro de medicina, Soplete?
-Venía con el expediente. Y no es de medicina. Es de... –el ayudante se sacó un moco con el pañuelo y lo miró: “amarillo”, pensó, “como me gusta a mi” y siguió pensando: “pero no me gusta el amarillo de la yema de huevo, ni el amarillo del sol cuando sembraba malanga, ni el Ojo Amarillo del Gran Canario que me mira mientras duermo la siesta, ni...”
-- Es de... General: este libro no hay quien lo entienda. Mire usted con sus propios ojos –y le alcanzó el libro.
-¿No será familia del Guestinjauss de los refrigeradores? –preguntó el general mirando la portada.
-Ya averiguamos eso. Y no lo es. Este es austriaco. Austriaco de Austria. Austriaco y filósofo.
-¿Sabes dónde queda Austria, Soplete?
-Lo estamos averiguando. Dentro de dos minutos me llaman de la Facultad de Geografía.
-¿Esos no fueron los que salieron a la calle los otros días?
-¿Los austriacos?
-Qué austriacos ni qué austriacos, Soplete. Los de la Facultad de Geografía.
-Fueron los de la Facultad de Filosofía y Letras.
-¿Los de Filosofía y Letras? ¿Qué querían ahora?
-Querían muchas cosas. Ni una sola buena. Son sirvengüenzas de verdad. Querían formar un gobierno de letrados. Y llamarle a Cuba, nuestra querida y martiana Patria, República de las Letras.
-Mándale este librito al rector. Que lo incluya en el curso. A ver si se entretienen averiguando qué coño quiere decir esto: ¿Dónde descubrir en el mundo un sujeto metafísico?
(El General se quedó pensando. Sí que le hubiera gustado alguna que otra vez filosofar. Cuando era taquígrafo una tarde se quedó pasmado ante el conjunto de signos que inesperadamente se abrió ante sus ojos. Los signos se dispersaban y se reagrupaban en incesantes proposiciones. Gozó con el secreto. Se rió bajito, achinando los ojos, levantando los pómulos. Le gustó ver cómo el destino del país se contraía y se disipaba en proposiciones, unas trágicas y otras hilarantes. Se le ocurrió la frase Nos hacemos figuras de los hechos pero la olvidó enseguida y se quedó contemplando extasiado las vacas del potrero.) 
-Ni Cherlojolme descubre eso, mi General.
-Tienes razón, Soplete. Esto me huele a complot. Habrá que llevarle esa pregunta a Amarilis.
-General, perdone usted, yo de usted se la llevaba a Zoila, la del Cerro. Tira mejor los caracoles.
-¿Amarilis no? ¿Zoila sí? ¿No es lo mismo, Soplete? A mi me gusta más Amarilis de Guanabacoa. Guanabacoa es una palabra tan... tan... Cerro no es mala pero huele a encerrona, a cerrero, a sierra, a serrucho –se queda pensando buscando nuevas palabras pero no halla ni una más.
-General, Amarilis termina en “ilis”, y le repito que no me gustan las personas que terminan en “ilis”.
-Bueno, llévasela a quien tú quieras pero dime rápido si es una contraseña para tumbarme del caballo. Sabe Dios si los austriacos también quieren tumbarme del caballo. ¿No perdieron la guerra?
--No fueron los austriacos, mi general, fueron los alemanes.
--¿No es lo mismo?
-Debe ser lo mismo. General, hablando de otra cosa, ayer mismo soñé que a mi también me tumbaban del caballo. Yo iba por la vereda de lo más tranquilo y vino un fantasma y me tumbó del caballo. Luego soñé con la palabra tumba.
-¿Sueñas con palabras, Soplete? Yo también. A veces sueño con la palabra silla. Cuando me voy a sentar en la palabra silla veo que no tiene patas ni nada. Entonces me caigo al suelo.
-Por lo menos usted se cae al suelo. ¿Se imagina si yo me caigo dentro de la palabra tumba? No, general, con las palabras no se juega.

 

Notas

1. Fragmentos de novela –o más exacto, libro de ficción- aún no publicada-

2. Muchas veces  fregaba la loza del día en una bañera. Embadurnaba y acariciaba los platos y demás enseres de comida  con prolijidad maniática, no exenta de énfasis estético.