Dulce araña de tus sueños (1)
Rolando Sánchez Mejías

1
Durante 1948, Peters,  investigador de la universidad de Tubinga, estudió infatigablemente el proceso  de elaboración de telarañas por parte del ejemplar Zyla-x-notata.
      A Peters le molestaba  que la araña sólo prefiriera las noches para tejer sus telas. Se sentía cansado  y le dijo a su colega Witt que se ocupara del asunto.
      Entonces Witt comenzó  a ocuparse del asunto y corroboró que Zyla no tejía sus redes de día. Le  administró un estimulante del sistema nervioso. Pero Zyla siguió esperando la  noche para su trabajo.
      Y esa noche Zyla  tejió su red. Por la mañana Witt le echó un vistazo a la telaraña y su cerebro  logró representar una maraña imposible de definir.
      Witt pensó: “Zyla  tiene una marcada capacidad de reacción ante sustancias que influyen en el  funcionamiento del sistema nervioso.”
3
La  Machine Speculatrix no debe ser confundida  con la  Caja Arácnida. Aunque la primera llegó a  tener forma aracnoide (entre otras morfologías animales, como el Catus Felix y Tigris  Tigris), ocurrió sólo a nivel de las apariencias.
      La Caja Arácnida fue construida en el gulag  por uno de esos rusos tenaces (un ingeniero mecánico). La lectura de Leibniz lo  había llevado a la idea de crear una mónada real. En sus largas cavilaciones, una tarde, vio deslizarse sobre la nieve una  araña, fenómeno que  le pareció inusual  en aquel frío feroz.
      Otra influencia: el  encuentro con un poema de Mandelstam (Osip dormía en una litera cercana al  ingeniero, pero nunca cruzaron una palabra, a no ser la lectura que hizo el  poeta unos días antes de que a Osip le goteara la nariz y muriera), en especial  los versos:
                                                Soy el jardinero y soy
                                                       La flor,
                                                       En el calabozo del mundo
                                                       Solo no estoy.
Otro poema que pudo haber influido en el ingeniero fue el que Mandelstam dedicó a Stalin, en específico los versos:
                                                   El  de  bigote de cucaracha
                                                         Ríe.
Poco a poco el ingeniero se agenció de los materiales  necesarios y fabricó una caja de dimensiones pequeñas cuyo interior podía ser  observado por un agujero. Dentro, una araña de metal muy ligero tejía sus  redecillas hasta aprisionar las moscas del mismo metal. Cumplida esta tarea, la  araña se descolgaba y se refugiaba en las celdillas rizomáticas que le servían  como refugio temporal. Al dársele cuerda al juguete la escena se reanudaba. Era  sorprendente.
      Pero un día al  ingeniero no le quedó más remedio que cambiar su caja por provisiones: un poco  de pan, tabaco y té negro.
      Finalmente no se sabe  por qué argucias del destino, la caja fue a parar a manos de Beria, que en su  despacho, entre miles de expedientes y órdenes que firmar, encontraba algún  solaz en la contemplación del artefacto. Beria, al mirar por el agujero, se  reía mucho: encontraba entre el "rostro" de la araña y el de Stalin  un parecido increíble, más que nada el chispazo pícaro que le dedicaba la araña  al ojo del voyeur en el momento en  que aquélla se deslizaba frente al agujero para perderse en las celdillas.
      Al ser arrestado  Beria, la caja, entre otros objetos incautados, fue llevada a la oficina de  Jruschov, que no vio en el artefacto nada interesante.
      Uno de los ayudantes de  Jruschov se hizo de la caja, que al cabo de los años fue vendida en la calle  Arbat por unos pilluelos. 
4.
La técnica  recomendada por Witt: amputar, vaciar y secar el abdomen de una mosca;  espolvorear su superficie con un poco de azúcar; y depositarlo en el centro de  la tela.
      Creadas estas  condiciones, azuzar la araña con un diapasón que vibre sobre la tela, hasta que  la araña absorba el contenido durante 30 minutos. (Debe impedirse que la araña  lleve el contenido al refugio, pues lo consumiría incontrolablemente.)
18
Datos. Hay que  encontrar datos. Vayamos a casa del Magister. 
      Cuenta el Magister  que los cuartos baratos de las casas de huéspedes eran propicios para incubar  insectos de cualquier estirpe. Con una risita de castor malidicente, El  Magister cuenta que Virgilio Piñera conocía "muy, pero que muy bien"  dichos cuartos:
      -- Sí, querido.  Visitas furtivas, llevando una flor en el ojal.
      El Magister recita un  poema que a Virgilio le hubiera gustado escribir:
                                   Muchachito prepotente 
      la araña te  va a llevar 
      sin coche y  sin expediente 
      a donde  baila la Loca 
      a donde medra  la Muerte.
El Magister se lleva  una mano triste a la cara y habla de aquellos cuartos, de los colchones  gastados por el uso y el tiempo, de fotos olvidadas o abandonadas  precipitadamente, de maletas a medio hacer, de las baratijas invendibles que  uno podía encontrar en el fondo de los escaparates...
      Comenta:
      - Qué triste el  destartalo cubano, ¿verdad? 
      Se acerca al balcón  empujando las ruedas de la silla y canta bajito, mirando las azoteas, las  ruinas, los demás balcones:
      -- "La fuente  se ha secado...”
      
Regresa del balcón,  más enérgico: 
      -- Así que nuestro  amigo  R. está escribiendo un cuento  sobre arañas y esas boberías... Bah. ¿No lo hizo ya Arreola o Cortázar? ¿Yo  mismo no tengo unos aforismos referidos a las arañas? ¿Y Macedonio Fernández?  ¿No recuerda usted aquello de "la arañita y el gatito poseían psique  humana"? No sé qué pretende él cuando ya todoestá escrito. Y  no sé si su prosa pueda con eso. ¿Él narra? Digo, lo que se llama narrar, contar una historia, no esos  cambalaches que arma con sus fragmentos... Pero bueno, cada loco con su tema...  ¿Datos sobre las arañas en la literatura cubana? Ay doctor, si Virgilio  estuviera vivo... Él sí sabía de arañitas y otras desconchinflaciones de Madre Natura...  ¿Sabe usted realmente por qué se enemistaron Lezama y Virgilio? ¡ Por culpa de  las arañas! Bueno: Virgilio se había leido Paradiso,  la novela de Lezama, lectura que lo dejo turulato y sin aire, el pobre. ¿La  extensión es una cualidad?  Pues bien, allí  estaba el mamotreto prodigioso, pesado como un oso tibetano... Una tarde  Virgilio le hizo la visita a Lezama. María Luisa, la esposa de Lezama,  había preparado natilla de vainilla helada.  "Rociada por el rocío celeste", le explicó Lezama a Virgilio, que  propinaba a la natilla picotazos espaciados pero precisos con la cucharita.  Hablaron poco. De cualquier cosa menos de Paradiso,  por supuesto, aunque Lezama se hizo el bobo dos o tres veces queriendo meter  baza con el tema... Virgilio terminó la natilla, tomó agua, se secó la boca con  el pañuelo y le dijo a Lezama:
      - Le traigo un  regalito.
      - ¿¡Sí!?  ( A Lezama le encantaban los regalos.)
      Virgilio anduvo en el  bolsillo de su chaqueta y sacó una cajita no más grande que un dedal. Lezama se  removía en su sillón, enorme, jadeante, como un   manatí al que le habían cortado las aletas:
      - Jó. (resuella).  ¿Será su regalo (resuella), el cofrecillo irradiante (resuella), del Meister (resuella), donde por una  rendija (resuella), podía verse una sala (resuella), espléndidamente iluminada  (resuella), la realidad a una escala (resuella), diminuta y mágica? Jó jó  (resuella). ¿Qué será (resuella), qué será lo que el amigo Virgilio (resuella),  más interruptus que sucesivo  (resuella), me ha traído? 
      Desde su silla  Virgilio le alcanzó la cajita a Lezama, que la movió entre sus dedos regordetes  y suaves, como si aquilatara el peso o la dimensión macrocósmica de aquella  minucia. La abrió despacio. Miró dentro. Se puso pálido. Enseguida muy rojo.  Finalmente pálido, sobre todo cuando la arañita saltó, y como embeleco que  manda el diablo, ambos, cajita y arañita equilibristas en el aire, mientras  Lezama gritaba con voz estentórea y quebrada: 
      - ¡¡¡María Luisa !!!
      Maria Luisa, su  esposa, vino corriendo desde el fondo de la casa, observó la escena ( a toda  esta caja y araña ya habían caido al piso de la sala) y regresó en busca de una  escoba, volvió a la sala y trató inútilmente de atrapar la araña con escobazos  y pisotones gritando como una posesa (no se sabía a quién, si a la araña o a  Virgilio, que de flaco y de miedo se encogía en la silla):
      -¡Cucaracha de  mierda!
      La araña pudo subir  rauda por la pared, se deslizó como en patines sobre la superficie de un cuadro  malva y morboso de Arístides Fernández y se escabulló por un hueco del techo.
      Lezama habló entonces  con voz algo sosegada:
      - María Luisa  (resuella), dígale a este señor (resuella), que se vaya (resuella), y que no se  porte más (resuella), por este recinto.
      Pero aquí no se acaba  el cuento. Parece que la araña, en pocos meses, diseminó por la casa una  innumerable prole de arañitas. Cundió el pánico. Los bichitos, multiplicandose ad infinitum, tejían campantemente sus  telas, corrían por los cuartos, se descolgaban como acróbatas de los techos de  la casa de Lezama como si fuera la cúpula de un circo. Lezama, con dolor de su  alma, tuvo que pedir ayuda a la Unión de Escritores, que por supuesto no le  hizo ningún caso, ay querido, ni un pomito de insecticida. Aquello parecía un  plan diabólico urdido por las fuerzas cósmicas en contubernio con las fuerzas  infernales de la isla. Eso sí, le mandaron a alguien para que investigara el problema. A Lezama nunca le gustó el hombre que le habían enviado.  Comentaba:
      -El problema es que  (resuella), ese alferez (resuella), parece una simbiosis (resuella), de sabueso  inglés (resuella), con can siberiano.
      El funcionario revisó  la casa, se metió debajo de la cama de Lezama, buscó detrás de los cuadros, y  cuando terminó la búsqueda aseveró con voz metálica:
      -Sí. Arañas.  Subversión de arañas. En esta casa.
      Lezama siempre  sospechó que el sabueso siberiano le había llenado la casa con "alambritos  especiales", que captaban la voz apagada (lo cual ya es mucho decir) de la  católica poetisa García Marruz... Bah, Lezama toda la vida fue un poco paranoico...  No se puede urdir un “sistema poético” sino se es un poco paranoico... Bueno,  para terminar, junto con los habituales spray para el asma, Cortázar  tuvo que mandarle desde París unos spray matabichos... Otra cosa:  Virgilio siempre juró y perjuró que la arañita era de goma, que todo había sido  una exageración de Lezama para complicarlo a él con la Seguridad del Estado...  Ah querido, antes de que se me olvide: dígale a nuestro amigo que no ande  diciendo por ahí que yo soy un escritor pequeñoburgués y toda esa basura. En  este país eso puede costar muy caro. Él   no ha pasado su calvario histórico pero yo sí. Además, el dinero, como  decía Wallace Stevens, es una forma de la poesía. Sobre todo cuando uno no lo  tiene (y el Magister se viró los bolsillos del revés).
19
(noche del 24 de agosto)
Ha cerrado su cuarto. Es imposible pasarle comida: ni siquiera por la ranura de la puerta, por donde no cabe una galleta o una tortilla. ¿Qué come del otro lado? Imagina imaginador. Respecto a lo que pueda oirse si uno pega su oreja contra la puerta: ruiditos que no se pueden definir:
                                                       ronroneos
      chasquidos
      gorgoritmos
      ronquidos
      silbidos
y otros indecidibles. ¡ Ni un sólo grama que abra posibilidades de  sentido!     
      ¿Han ido las cosas  demasiado lejos? No lo creo. En realidad, uno nunca va demasiado lejos. Ni como  médico. Ni como escritor. 
20
Cuando a primeras  horas de la mañana del 8 de septiembre de 1914 Wittgenstein se entera de que  los rusos habían tomado
 Lemberg, escribe en su diario: “¡Ahora sé que estamos  perdidos!”. El 9 escribe: “Los rusos vienen pisándonos los talones”. El 15  vuelve a repetir la frase (pero con signos de admiración): “¡Los rusos vienen  pisándonos los talones!” Ese mismo día pela papas: las pela despacito, como  acostumbra hacer con las ideas o con operaciones vitales como fregar platos(2). (Anota que las pela como Spinoza acostumbraba  pulir sus lentes. Pero en situaciones de guerra no hay que creer a los  filósofos a pie juntillas. Se han visto filósofos abandonar cualquier género de  ideas y reflexiones profundas frente a situaciones inesperadas como correr bajo  las bombas o hurtarle a su compañero una lata de carne.) 
      Que los rusos  vinieran pisándole a W. los talones era, bajo las propias  perspectivas de razonamiento de W., un  verdadero dislate. Sin embargo,  W. olía rusos en el aire: cualquier cosa se  aparecía ante sus ojos en nombre de los rusos: un árbol, el morral abierto de  un soldado, el cielo gris o azul,  una  pipa abandonada en medio de la trinchera, una ardilla observándolo con un ojo  nervioso un par de segundos para luego hundirse en la negra interioridad de un  árbol... No hacía falta ser un filósofo para sentir en el aire helado cuchillas  invisibles que venían de “alguna parte”, y que a la distancia de un talón, o  dos (¿de cuántos talones se componía la aseveración de W. acerca de la cercanía  de los rusos?) mantenían un alto grado de invisibilidad, ese secreteo obsceno  entre lo que aún no tiene lugar pero que ya medra en el presente con el mayor  descaro. 
      Mientras W. pela  papas se va quedando dormido (lleva dos días sin dormir aferrado a su  reflector):
      -Ey, que te duermes  –le dice otro soldado que pela sus papas con negligencia--Y si te duermes te  puedes cortar un dedo o los rusos lo harán por ti. 
      -¿Pueden pasar las  dos cosas a la vez? –pregunta un W. apagado, cuyo cuchillo resbala por la  superficie de la papa como sus pensamientos lo hacen en el vacio o en la  superficie de la realidad.
      -No—le dice el  otro--, no tendrás tan mala suerte como para que las dos cosas te pasen a la  vez.
      Y  le cuenta a W. la siguiente historia.
      -Me crié en el campo. Mi predilección eran los  tordos, ver como el cielo se despejaba de nubes, abrir un libro nuevo y olerlo  como quien huele una naturaleza sabia y a la vez tierna, auque no entendiera ni  una palabra de él. En fin, nada espiritual me era ajeno. Pero te confieso que  sentía un miedo visceral por lo que concernía al espíritu y a sus relaciones  con la naturaleza. No era ese miedo vago, indefinible y abstracto que solemos  sentir por las cosas que suponemos a mil kilómetros de nosotros. No. Era un  miedo muy exacto, digamos, para abreviar, un miedo matemático.
      Deja de pelar papas y  mira a W.:
      - ¿Por qué repites  cada diez minutos como un poseso que los rusos te están pisando los talones?  Eso te incumbe a ti, solamente a ti, querido compañero de ruta. A mi no me  pisan los talones, lo mío es peor: yo no huelo rusos sólo ahora, yo huelo rusos  desde mi nacimiento. Pero no como tú. Hordas más terribles que los rusos  reclaman su existencia en mi con denodada crueldad. ¿He visto rusos alguna vez?  Nunca. Sólo he oido hablar de los rusos, del alma rusa, del carácter ruso y  otras tópicos similares. Pero nunca los he visto. Ahora bien, en nombre de  Dios: si algo se aparece por este o por el otro flanco blandiendo una bayoneta,  no esperes de mi ninguna suspensión del juicio, ningún análisis especial acerca  de si es o no es un ruso. Esa cosa con bayoneta morirá o yo moriré en sus  manos, incluso ambos podremos abrazarnos en un último gesto, mejilla contra  mejilla, y aprenderemos el secreto. 
      Su voz ahora se hace  afable, lenta:
      -Te he visto  escribir, de noche. Mientras los demás piensan en sus mujeres o escatiman bajo  las mantas su ración de alcohol, tú escribes. ¿Sabes una cosa? No hay ninguna  diferencia en cómo escribes y en cómo pelas papas. Te he venido observando  desde hace tiempo. Primero pensé que escribías cartas de amor, por el cuidado  que te tomabas con las palabras. Me dije: Ese hombre ama a alguien de manera  tan descabellada que apenas le salen las palabras. Era un suplicio verte, doblado  en la poca luz, luchando como un cegato con las palabras que no querían acceder  al movimiento de tu mano. ¡Noches enteras para conseguir unas tristes y  aisladas oraciones! 
      Baja la cabeza,  avergonzado:
      -Debo confesarte  que he hurgado en tus cosas, furtivo como un gato. Cuando dormías, he ido por  tu cuaderno, ese que guardas con recato en tu pecho, y he leído para mi,  temblando en la soledad más grande que se pueda suponer para hombre alguno, tus  garabatos. Y los he comprendido. ¿Por qué los he comprendido, yo, un oscuro  hombre de campo, ajeno a los problemas del lenguaje? Porque querías penetrar en  el núcleo secreto de la Naturaleza teniendo como llave las palabras. Se ha  dicho que en un principio éramos Naturaleza, que nuestros símbolos y creencias  pertenecían al espacio cerrado de la Naturaleza. Menuda mentira. ¡Es el timo  más grande que el hombre ha sufrido! Hemos acabado por aceptar que somos lo  mismo que el trueno, el gato o la hierba, sintiendo una infinita fruición por  dicho estado de cosas. ¿No es horrible para la raza? Escribirás, escribirás  sobre éstas y otras cuestiones. Eres de los que sobrevivirás para poder dar  cuenta. 
      Sonrió:
      -Yo también quise dar cuenta, a mi manera.  ¿Qué puede esperarse de un hombre como yo, que emplea las palabras como si  arrancara manzanas o tirara migas a los tordos? Durante mi primera infancia fui  mudo. Un médico de Viena me decretó “un desorden elemental de mis posibilidades  de lenguaje”. Mi madre le preguntó: ¿Es que está loco mi hijo? El médico le  dijo: No, nadie está loco, señora.  Pero su hijo no necesita del lenguaje para vivir. Mi madre hizo un gesto de  irresolución y dijo: Bueno, en nuestros planes no entraba que él fuera abogado  o copista. Mejor para él, le dijo el médico. ¿Y qué necesita mi hijo? Su hijo  no necesita... nada. Tal vez unos  baños de sol. Llévelo a Italia.
      -Bueno, en eso sí que  el médico se equivocó–tira una cáscara al suelo-. Uno siempre necesita algo. ¿Acaso no hay que llenar el mundo  de figuras, de colores, de formas? ¿Acaso tiene sentido la vida si no la  llenamos con algo? ¿El alférez oyó  disparos en las cercanías? Conozco de un mundo sin figuras. Lo conozco porque  lo viví. No creas que es un mundo vacio, helado, neutro, como se pudiera  suponer. Digamos que es un mundo elemental. Sí, hay flores, sopla el viento, se  mueven las ramas de los árboles. Aquí aparece una mano suave, allá otra mano se  dobla y retumba como nudillos de piedra. En un mundo así también existen las  palabras. Es un mundo de nombres propios, un mundo cuya gramática carece de enigma.  Me alimenté de la sustancia de ese mundo como quien bebe de la leche materna.  Si veía abrirse una flor, más allá saltaba la panoplia mecánica en nombre de  las abejas. Si en una calle de Atenas dos hombres charlaban de armas y mujeres,  innúmeras Filis y espadas pasaban realmente por sus bocas. Así de simple, sin misterio. Una vez, de camino hacia Viena,  nuestro coche hizo una brusca parada. La tarde era roja como el vino.
      
Observa a W.:
      -Veo cómo has  reparado en el uso que le doy a las oraciones. Seguro piensas: es un farsante,  un poeta más. Pero si digo: La tarde era  roja como el vino, no es producto de la metáfora el que los acontecimientos  se hayan colocado de modo tan estratégico en nombre de una realidad efectiva,  por decirlo de algún modo. A mi lado había un hombre gordo, apopléjico, burlón.  Un estúpido comerciante en salchichones que iba a curarse a Viena. Uno más. Uno  que también quería que le arreglaran su lenguaje, o su realidad, que para el  caso es lo mismo. Berggasse 19. En dos o tres sesiones, en esa casa, le  atornillaban a uno las palabras que andaban sueltas, y si uno soñaba que era un  cerdo le cambiaban gato por liebre, esto es, por lobo. ¿Resultado? Un  cerdo-lobo. Una especie nueva que pulula por nuestras comarcas con asombroso  irrespeto. ¿Quién no ha visto lobos en su infancia? ¿Quién no ha llenado su  cabeza de lobos a falta de mejores figuras?—ahora guarda silencio.
      --De pronto el  comerciante tuvo una visión, una visión que nunca había tenido y que sólo  tendría aquella vez, una visión que le fue concedida seguramente por mero  error, por azar, por la falta de vigilancia que la Naturaleza ejerce sobre los  hombres. La visión: baño de sangre.  ¿Otra nueva metáfora? Sí, tal vez no podemos renunciar tan fácilmente a las  metáforas. A esta altura de los hechos resulta difícil definir si la tarde  estaba roja como el vino antes o después de los acontecimientos que se  originaron con especial rapidez. La crueldad necesita de la rapidez. Y la  palabra puñal no necesita de oraciones largas. La mató. A mi madre. No fue un  golpe bajo, como se esperaría de un vulgar comerciante de salchichones. Fue un  golpe limpio y alto y luminoso que mi madre recibió con gracia, aferrando el  cuchillo como si rezara. Entonces fue que hablé, o farfullé. Signos inconexos,  pedazos de sentido que tropezaban como espumarajos en mi boca. Don de lenguas.  ¡A esto sí se le podría llamar don de lenguas! Pero no dije: maaa... maaá. Fue un berrido, como el de  un cerdo: paaa... paaá. Y luego, más  claro, categórico casi, humano casi: pa...  pá. El comerciante me miró con terror. Si él hubiera tenido un salchichón a  mano me lo hubiera metido en la boca, como suelen hacer los rudos hombres de  nuestras comarcas. Se arrojó llorando a mis brazos. Me palpó la cabeza, los  cachetes, los hombros, como si me reconociera, mejor, como si me creara. Él, un  estúpido comerciante, también tenía los atributos de un Dios, o más exacto, era  Dios. ¿Cómo no se puede ser Dios si se poseen los atributos de Dios? –se queda  pensando.
      -Pero Dios desapareció. Saltó del coche y desapareció.  Todavía lo buscan en los bosques, lo confunden con cerdos, con lobos, con  cerdos-lobos, también con una especie de gansos salvajes que posan sus ojos en  los humanos con terrible fijeza. ¿Acaso en los cafés de Viena no cesa de  repetirse que “la omnipotencia del amor quizá nunca se muestre con más fuerza  que en aberraciones como ésas”? 
      Ahora deja caer la  cabeza sobre un puño:
      -¿Qué hilo me lleva a  Viena? El mismo hilo que lo lleva a usted a los rusos. ¿Rusos? No los veo por  ninguna parte. Oteo el horizonte y no los veo por ninguna parte. Quizás nunca hubo rusos. Pero usted sabe que le  pisan los talones, y usted juraría que también pisan los míos. Le concedo la  primicia. Le concedo la gracia de ser atrapado entre los hilos de usted y no  entre los míos. Le concedo que haya dibujado para mi una idea de la realidad a  la que me acostumbro en mis más secretas intenciones. Rusos... sí, rusos. Deben  existir. 
      Ahora se levanta y  grita derribando su cesta de papas mientras un obus estalla en las cercanías: 
      --¡Mamushka!  ¡Mamushka! –mirando a lo lejos. 
      Vuelve a sentarse:
    -¿Qué hilo me lleva a  Roma? Ninguno. Es imposible probar algo acerca de Roma. Me quedo con los rusos.  Al menos son una posibilidad. A usted, como a mi, le gustan el tipo de  oraciones: yo amo, tú amas, él ama,  aunque no por las mismas razones. Una vez Dios saltó de mi coche y se llevó mi  gramática. Pero ahí tenemos el librito de usted. ¿Cómo dice? Tralalí... No, no  creo que con sus aforismos se pueda hacer algo en relación con los rusos.  ¿Tiene dudas de cómo comportarte si se llega a disparar? Yo dispararé, tú  dispararás, él disparará. Oraciones sencillas. A cada uno lo suyo y cada uno a  lo suyo. ¡Vistas así las cosas le juro que no quedará ni un ruso!
25
Peter y Witt pasean  por el bosque. A veces conversan, las manos cruzadas a la espalda. A veces  miden la distancia entre los árboles. 
      Peter:
      -Ayer una araña me  mordió.
      Witt:
      -¿La cinco?
      Peter:
      -La tres. La que se hace la idiota. Puse el  dedo y me mordió. (Peter muestra un dedo rojo e hinchado.)
      Witt:
      -Qué zorra. 
      Peter:
      -¿Conoces la fábula  de la zorra que se disfrazó de lobo?
      Witt:
      -Una fábula  edificante. 
      Peter (mostrando el  dedo):
      -A mi araña vestida  de zorra le faltó poco para vestirse de lobo.
      Witt (envalentonado):
      -Pero no es fácil  aterrorizar al rebaño, ¿verdad?
      Peter (muestra otra  vez su dedo rojo e hinchado y guiña un ojo):
      -Sí, esta oveja sí  pero las otras no. Unas velan por otras .
      Witt:
      -Como en los sueños.  Dando salticos.
      Peter:
      -Como en los sueños.  Dando salticos.
30
Abrió la puerta. Era  chiquito, rígido, y adelantaba la cabeza como un boxeador ansioso.
      Dijo:
      -¿Usted es el médico?
      Asentí. Me invitó a  pasar de mala gana. Me indicó un sofá donde me hundí entre el polvo, los  muelles y las revistas de mecánica.
      Dijo:
      -Mediquito –y se rió  como si no tuviera ganas, como si le fueran a dar convulsiones.
      Levanté un dedo para  protestar. Me mandó a callar, con un dedo tan rígido como su cuerpo:
      -El día menos pensado  le dá un síncope a usted. Mediquito que se muere en el calor tropical.
      -Más respeto –me  defendí arreglando la portada de una revista.
      -¿Para quién trabaja  usted?
      -Quiero curarlo, a su  amigo.
      -¿Para quién informa  usted? 
      -Le dije que más  respeto.
      Hizo una bolita con  un papel y me la tiró:
      -Jí –dijo.
      Luego dijo:
      -¿Sabe lo que me pasa  cuando oigo a gente como usted, gente de voz pastosa y simuladora, voz de  camaján republicano?
 Sí, porque la máquina totalitaria no ha podido acabar con  las voces de los camajanes republicanos como usted. Desde que nací no hago más que  encontrarme con farsantes. ¿Por qué? Porque este país es un país de farsantes  como usted. Aquí todo el mundo es un chulo de cualquier cosa. Usted es un chulo  de la medicina, yo soy un chulo de la escritura, R. es un chulo de las arañas,  mi padre era un chulo de mi madre y mi madre chuleaba a mi padre... En fin,  para qué contar. Mi madre es la primera farsante que conocí. Llevo años  tirándole tijeras, a ver si la engancho un ojo y se calla la boca de una vez.  Pero no le doy. Como no para de hablar y de moverse, no le doy. El asunto es el  siguiente: que si no escribo, tengo que ocupar mi vida en tirar tijeras. Si se  miran las cosas bien de cerca, verá que no hay mucha diferencia entre escribir  y tirar tijeras. El problema es  ver si  uno engancha algo. Pero no, casi nunca se engancha nada. Es tan difícil  enganchar un adjetivo como enganchar a mi madre con una tijera. Estuve siete  años tratando de enganchar para un verso la palabra trampantojo. Y no estoy muy seguro de si es o no la palabra  correcta. La palabra centelleante me  costó menos, me costó tres años. Entonces surgió uno de los peores versos que  se han escrito en español. Preste oido y sujétese bien: 
                                    mirándose  mirar allende el abismo 
                                        trampantojo   centelleante vio
¡Trece años para  producir los susodichos versos! Es como pescar en el vacio. Cuando lo ví a  usted en mi puerta me dije: Este medicuelo quiere algo. Entonces tuve la idea  de que me hubiera gustado engancharle un ojo a usted con una tijera. Así usted  se acordaría de mi y yo me acordaría de usted. ¿Sabe por qué él tiene  obsesión por las arañas? Porque no tiene obsesión por las tijeras. Si tuviera  obsesión por las tijeras no tendría obsesión por las arañas. Es imposible vivir  más de una obsesión si se quiere vivir con la mayor seriedad. Por eso él se ha trancado en su cuarto y no quiere salir a ver la verdad.  Prefiere soñar. Prefiere vivir obsesiones  menores. Un deficiente de espíritu. Usted me mira y dice: Pobrecito, está enfermo.  Pero y bien, ¿cuáles son sus perversiones, las de usted, además de “organizar”  la información que él le pasa por debajo de la puerta? ¿El cine Payret?  ¿El Universal? He visto tipos como usted, bajitos, limpios y obsesivos, meterse  en los baños del cine para no salir hasta una hora después. A ver si pescan  algo, en el baño. Pero no se me ponga bravo, mediquito, medicuelo, medicucho,  si usted escribiera o tirara tijeras no andaría por ahí intentando sacarle  información a la gente. Le aseguro que para vivir hay que pescar. ¿Vé estos  libros húmedos y absurdos? Donde hay libros hay la oportunidad de que aparezca  una araña. ¿Ve este mamotreto de Hegel? A lo mejor de aquí sale una arañita y  le tiramos una tijera, a ver si la enganchamos por el centro, no tiene gracia  engancharla por los hilos. Todo eso previendo que tengamos una tijera a mano.  Porque no abundan, las tijeras. A veces no aparece ni una. Aparecen y  desaparecen. Como la realidad. Cuando uno no las necesita hay tres o cuatro. A  ver si le engancho un ojo a ella, mi madre, el día menos pensado. Si me ve  escribiendo no deja de hablar. Primero de flores, luego del verano. Felicidad  (porque se llama Felicidad, mi madre, ¿qué le parece?) se viste de blanco y da  vueltas por la casa y no para de hablar poniendo flores dondequiera, y se me  aparece cuando menos la espero con su andamiaje quitinoso, con su abyecto  bamboleo, con su apestoso tabaco en la boca. Si me ve leyendo tampoco deja de  hablar. Me dice: Niño, que te vuelves loco. Es una máquina de producir palabras  huecas, mi madre. Una vez me dijo que yo llegaría a ser el rey de Nigeria. Me  dijo: Niño, prepárate, que algún día llegarás a ser el rey de Nigeria. Y me  preparó durante veinte años, me puso collares, me trajo a Gelabert, ese  marindango suyo, un adefesio, a que me enseñara el camino de los muertos.  Gelabert, ¿quién ha visto un negro que se llame Gelabert? Dios mío, qué  confusión. ¿Pero qué puede esperarse de mi madre si hasta Wittgenstein era una  máquina de producir confusiones? Oiga usted su afirmación 2.061: “Los estados  de las cosas son independientes los unos de los otros.” ¿Quién le dijo eso a  Wittgenstein? ¿A quién se le ocurre decir 
semejante barbaridad, que los estados  de las cosas son independientes los unos de los otros? Hay que estar en las  nubes para no darse cuenta que ocurre todo lo contrario. Fíjese qué bien  hubiera quedado la frase si Wittgenstein hubiera escrito: “Los estados de las  cosas no son independientes los unos de los otros.” Eso le pasó porque tuvo un  leve pero decisivo desliz cinco afirmaciones atrás, cuando dijo: “La forma es  la posibilidad de la estructura.” ¿Acaso él no sabía que no hay formas ni  estructuras? ¿Usted engancha lo que yo quiero decir? No, no hay tejidos. Sólo  hay hilos. Y no hay forma ni hay posibilidad de forma. Ni de estructura. Me sé  el Tractatus de memoria. Me lo sé  porque yo también tuve que escribir el Tractatus,  a mi manera, claro. Dice la primera afirmación, según Wittengenstein: “El mundo  es todo lo que acaece”. Como ve, este cuento está mal contado. Es el cuento de  nunca acabar. Claro que al final del Tractatus se dio cuenta del error que había cometido y dijo: “De lo que  no se puede hablar, lo mejor es callarse.”  Pero mi madre no se calla. Mi madre es exactamente como este país. O mejor  dicho, mi madre es este país. Una  isla de pericos. Pero no una isla de pericos filológicos, como decía Lezama.  Simplemente una isla de periquitos. Una Republiquita lenguajera. Una isla de  loquitos, de sirvenguencitas. Un perico filológico al menos se engancha con la retórica  y produce versos como éste: Porque habito  un susurro como un velamen. Es de Lezama. Suena demasiado a poesía pero no  es malo. ¿Qué es esta isla sino una confusión entre todas sus especies de  pericos cabezas huecas, pericos republicanos, pericos lezamescos, pericos  estatales, pericos chinos, pericos albinos, pericos tartamudos, pericos y más  pericos metidos en la misma jaula?  Oiga,  oiga estos verso que se me acaban de ocurrir: 
timpantíbiri lunita loca,
      vacuola vaca de laca, 
    bajo el cielo nubarrón. 
¿No les gusta? Tiene razón, son malos. Una vez mi madre estaba durmiendo, o hacía como que dormía, mi madre nunca duerme, o más exacto duerme y a la vez no duerme, y le toqué la cabeza. ¿Sabe cómo sonó la cabeza de mi madre? Hueca. Toc toc toc. Hueca como un coco. Hueca hueca hueca. Hueca hueca culeca. Entonces llegué a la conclusión de que el lenguaje estaba en ninguna parte del mundo.
36
Peter y Witt pasean  por el bosque. A veces conversan, las manos cruzadas a la espalda. A veces  miden la distancia entre los árboles. Una rata pasa entre los árboles llevando  algo en la boca.
      Peter:
      -Juraría que lleva el  brazo de un niño.
      Witt:
      -Yo juraría lo mismo.
      Peter:
      -Algún bebé  descuidado por su madre. Esas madres negligentes que olvidan los coches de sus  bebés mientras hablan con la vecina.
      Witt:
      -Viene una rata y  ¡zas! Son rápidas.
      Peter:
      -O a lo mejor es la  guerra. La terrible guerra. Debe haber comenzado y nosotros aquí.
      Witt:
      -Nosotros aquí  midiendo la distancia entre los árboles. Nada caballeresco.
      Peter:
      -Tampoco hay nada  caballeresco en la guerra.
      Witt:
      -Antes sí. Ya no.  Antes se moría por algo o por alguien. Ya no. 
      Peter:
      -Sórdido. Un mundo  sórdido. 
      Witt (señala los  cúmulos amontonados en el cielo):
      -Un mundo oscuro.
      Peter:
      -Mira: otra rata.
41
La frase Dulce araña de tus sueños acarició el cerebro de Witt. Tenía el cerebro como una esponja que se abría y  se cerraba continuamente, de acuerdo a la intensidad y calidad de los  pensamientos que la recorrían. 
      Su sueño preferido  era cuando se abría la cabeza, cogía la esponja de su cerebro y la exprimía  como una toalla mojada. Le gustaba ver chorrear toda clase de pensamientos.  Desde sus obsesiones más primarias –ladrarle a la luna, no aullarle, sino  ladrarle, y luego olfatearla, y empujarla con las paticas delanteras- hasta las  asociaciones verbales que la esponja, en sus partes más secas, confundía con  las figuras que se filtraban de las partes más húmedas y profundas (como las de  un bosque) de la esponja.
      Soñaba que la frase Dulce  araña de tus sueños, a pesar de estar dirigida irrevocablemente a él –pero  no estaba seguro: algo del “tus” pendía de un árbol colectivo como una toronja  demasiado amarga-, mostraba sólo una parte del sentido, escondiendo la otra  parte como la luna ocultaba su otra cara, y dale a raspar con la patica, y a  ladrar como un perrito.
      Ahora en el trópico soñaba distinto.  Soñaba que además de abrirse la cabeza y exprimir la esponja que tenía como  cerebro, acto seguido había que colgarla con unas palitos de tender, junto a  las camisas, medias y calzoncillos que colgaban de la tendedera como naranjas  (“¿naranjas? ¿toronjas?”, su cabeza vacía hoy no servía para nada) del mismo  costal. “¡Dios mío!”, pensaba observando su cerebro junto a las demás prendas  arrugadas, esperando que se secara un poco, vigilando en la silla a que no  viniera un gato y se lo llevara.
      --Los gatos no se llevan las esponjas-- le  decía Peters intentando llevarse a Witt hacia dentro de la casa--, vas a coger  una insolación del carajo.
      --¿Carajo?-- decía  Witt sorprendido --¿Dónde has aprendido esa palabra, Peters? 
      Peters le explicaba,  aun halándolo por los sobacos, que de esa palabra había dondequiera allá  afuera. Que sólo había que poner un pie en la calle, llevarse una mano a la  oreja y tener un poco de calma. Entonces llegarían miles de “carajos” de todas  partes. 
      --Ni siquiera la he  aprendido-- decía Peters--.Ella se ha prendido como un alfiler de la  punta de mi lengua.
      --Así me pasa con la  frase Dulce araña de tus sueños-- le explicaba Witt meditativo--. Se me  ha prendido como un arete de la punta de las orejas.
      --Zarandéala-- le  decía Peters--, zarandéala a ver qué pasa--   le decía Peters recogiendo la esponja de Witt y poniéndosela dentro de  la cabeza--. Ya está seca, ya puedes pensar mejor.
      Entonces la frase Dulce  araña de tus sueños se deslizaba por los poros y vericuetos de la  esponja-cerebro, multiplicándose, subdividiéndose, evaporando tramos de letras  y de sentidos, brincando aquí con un significado y allá con otro, mostrando  partes de su cuerpo desnudo en un streap-tease a veces lacónico, a veces  exasperante. 
      Un día soñó que la  frase se metía en una gaveta cualquiera de la Habana, salía hacia un  expediente, el expediente lo llevaban a la oficina de Contrainteligencia donde  el capitán Buenaventura pasaba su dedo áspero y marrón sobre la frase, hasta  que el sudor y el tabaco la emborronaban, no lo suficiente para que su sentido  escapara al ojo avizor de quien pudiera leerla desde afuera (“pero el ojo no lo  ves realmente”, pensó Witt, “y nada en el campo visual permite inferir que ha  sido visto por un ojo, a no ser que Dios tuviera Ojo”, siguió pensando Witt)  con alguna intención, intención que sería compartida con unos pocos enterados:
      --Que me traigan a  esa bandida –mandó Batista leyendo por vigésima vez la frase.
      --¿Qué bandida, mi  general? –contestó el ayudante Soplete limpiándose la nariz con un pañuelo  blanco.
      --Dulce araña de  tus sueños.
      --General, si yo  fuera usted no me la templaba. Tiene sífilis. 
      --¿Sífilis? Yo sólo  quiero verla. ¿Acaso se pega por los ojos la sífilis, Soplete?
      --Por los ojos no, mi  general. Aunque yo no me fiaría. No me gustan las palabras terminadas en  “ilis”, como sífilis, bilis, Amarilis...
      --Así me dijiste  cuando en Guanabacoa Amarilis me dijo que tres muertos para esa noche era el  número clave. Que no me fiara, me dijiste.
      --Le dije que no se  fiara de Amarilis. Que no me gustaban la gente que terminaba en “ilis”, mi  general. Que aumentara un muerto por si las moscas. Total, si ya son más de 5  000.
      -¿Tú también estás  desfigurando las estadísticas? ¿Con quien tú estás, Soplete, con los indios o  con los cowboys? ¿Con los buenos o con los malos? 
      -Con usted, mi  general-dijo Soplete parándose recto y saludando.
      -Entonces deja de  hacerte el gracioso. A ver, ¿qué estás leyendo ahí?
      -Un librito de... Se  llama... “Trac-ta-tus...” y no sé qué más. No me gusta como suena esta palabra.  Huele a medicina. Seguro tiene que ver con la hemorroides. El nombre del autor  empieza con doble b. B de baca, no de baso de tomar agua, no de bibo, no de  bida. 
      -¿Y de dónde sacaste  ese libro de medicina, Soplete?
      -Venía con el  expediente. Y no es de medicina. Es de... –el ayudante se sacó un moco con el  pañuelo y lo miró: “amarillo”, pensó, “como me gusta a mi” y siguió pensando:  “pero no me gusta el amarillo de la yema de huevo, ni el amarillo del sol  cuando sembraba malanga, ni el Ojo Amarillo del Gran Canario que me mira  mientras duermo la siesta, ni...”
      -- Es de... General:  este libro no hay quien lo entienda. Mire usted con sus propios ojos –y le  alcanzó el libro.
      -¿No será familia del  Guestinjauss de los refrigeradores? –preguntó el general mirando la portada.
      -Ya averiguamos eso.  Y no lo es. Este es austriaco. Austriaco de Austria. Austriaco y filósofo.
      -¿Sabes dónde queda  Austria, Soplete?
      -Lo estamos  averiguando. Dentro de dos minutos me llaman de la Facultad de Geografía.
      -¿Esos no fueron los  que salieron a la calle los otros días?
      -¿Los austriacos?
      -Qué austriacos ni  qué austriacos, Soplete. Los de la Facultad de Geografía.
      -Fueron los de la  Facultad de Filosofía y Letras.
      -¿Los de Filosofía  y Letras? ¿Qué querían ahora?
      -Querían muchas  cosas. Ni una sola buena. Son sirvengüenzas de verdad. Querían formar un  gobierno de letrados. Y llamarle a Cuba, nuestra querida y martiana Patria,  República de las Letras. 
      -Mándale este librito  al rector. Que lo incluya en el curso. A ver si se entretienen averiguando qué  coño quiere decir esto: ¿Dónde descubrir en el mundo un sujeto metafísico?
      (El General se  quedó pensando. Sí que le hubiera gustado alguna que otra vez filosofar. Cuando  era taquígrafo una tarde se quedó pasmado ante el conjunto de signos que  inesperadamente se abrió ante sus ojos. Los signos se dispersaban y se  reagrupaban en incesantes proposiciones. Gozó con el secreto. Se rió bajito,  achinando los ojos, levantando los pómulos. Le gustó ver cómo el destino del  país se contraía y se disipaba en proposiciones, unas trágicas y otras  hilarantes. Se le ocurrió la frase Nos hacemos figuras de los hechos pero la olvidó enseguida y se quedó contemplando extasiado las vacas del  potrero.)  
      -Ni Cherlojolme  descubre eso, mi General. 
      -Tienes razón,  Soplete. Esto me huele a complot. Habrá que llevarle esa pregunta a Amarilis.
      -General, perdone  usted, yo de usted se la llevaba a Zoila, la del Cerro. Tira mejor los  caracoles.
      -¿Amarilis no? ¿Zoila  sí? ¿No es lo mismo, Soplete? A mi me gusta más Amarilis de Guanabacoa.  Guanabacoa es una palabra tan... tan... Cerro no es mala pero huele a  encerrona, a cerrero, a sierra, a serrucho –se queda pensando buscando nuevas  palabras pero no halla ni una más.
      -General, Amarilis  termina en “ilis”, y le repito que no me gustan las personas que terminan en  “ilis”. 
      -Bueno, llévasela a  quien tú quieras pero dime rápido si es una contraseña para tumbarme del  caballo. Sabe Dios si los austriacos también quieren tumbarme del caballo. ¿No  perdieron la guerra? 
      --No fueron los  austriacos, mi general, fueron los alemanes.
      --¿No es lo mismo?
      -Debe ser lo mismo.  General, hablando de otra cosa, ayer mismo soñé que a mi también me tumbaban  del caballo. Yo iba por la vereda de lo más tranquilo y vino un fantasma y me  tumbó del caballo. Luego soñé con la palabra tumba.
      -¿Sueñas con  palabras, Soplete? Yo también. A veces sueño con la palabra silla.  Cuando me voy a sentar en la palabra silla veo que no tiene patas ni  nada. Entonces me caigo al suelo.
      -Por lo menos usted  se cae al suelo. ¿Se imagina si yo me caigo dentro de la palabra tumba?  No, general, con las palabras no se juega.
Notas
1. Fragmentos de novela –o más exacto, libro de ficción- aún no publicada-
2. Muchas veces fregaba la loza del día en una bañera. Embadurnaba y acariciaba los platos y demás enseres de comida con prolijidad maniática, no exenta de énfasis estético.
  