En un cuerpo de plata: Casal y Martí, violencia y subjetividad en el modernismo hispanoamericano(1)
Francisco Morán, Southern Methodist University
     Propongo leer la novela Crónica de una muerte anunciada, de García Márquez, como otra  confesión de su deuda con
 el modernismo y como un homenaje.(2)  Hasta donde sé, ningún estudioso ha notado la  sangre modernista de Crónica, que es,  entre otras cosas, una habilidosa reflexión sobre el acto de la lectura y el de  la escritura.  Todos los personajes se  equivocan al leer los signos, y dicen una cosa mientras creen decir otra.  Las dos únicas confidentes de Ángela Vicario  “le enseñaron artimañas […] para que pudiera exhibir en su primera mañana de  recién casada, abierta al sol en el patio de su casa, la sábana de hilo con la  mancha del honor” (39).  La sangre, que es lo que en la sábana debe  aparecer como el significante del honor de la mujer, y por supuesto el del hombre también – la virginidad perdida en la  noche de bodas y no antes – traiciona, por así decirlo, la raíz impura del honor, puesto que este aparece  explícitamente como mancha,  manchado.  Precisamente, en esta novela  se mata y se muere a derecha e izquierda en nombre del honor, mientras continuamente  se nos presenta su mentira.  Poncio  Vicario perdió la vista “de tanto hacer primores de oro para mantener el honor  de la casa” (33).  Con Pura, su esposa,  acompaña a la hija y a su prometido Bayardo San Román a ver la casa que éste  había comprado, con el propósito de “custodiarle la honra” (38).  La madre, cuyo honor está inscrito en su  nombre – Pura – obliga a Ángela a casarse por dinero.  Pero más escandaloso resulta el hecho de que la  madre de Santiago Nasar resulte a la postre involucrada en la matanza de su  propio hijo.  Ella podía interpretar los  sueños ajenos – si se los contaban en ayunas –, pero falla en interpretar el de  Santiago, quien precisamente se lo cuenta al despertar.  Lo que los pierde metafórica y literalmente –  y podría perder a su vez al lector – es su confianza en la transparencia de los  signos y en la efectividad comunicativa del lenguaje.
           La poética de la lectura y de la escritura que gobierna Crónica se expresa a su vez en la manera  de tratar un problema que concierne particularmente a la crítica del  modernismo. Al lector que lee la novela  el narrador le recuerda constantemente que lo que tiene en las manos es una  crónica, un texto periodístico.  García  Márquez escenifica, pues, al revés la supuesta enemistad entre periodismo y  literatura, uno de los tópicos recurrentes en la crítica del modernismo.  Y conste además que se trata del periodismo  de crónica roja y consumo popular.  Pero lo que revela Crónica es más bien el juego de complicidades y el colaboracionismo entre periodismo y literatura.  Si leemos Crónica solo como novela, o como  crónica, nos quedamos sin nada.  En todos  los casos se trata de lo mismo: los significantes remiten no a un significado  específico, sino a otros significantes, como diría Lacan.  Esta es, repito, la lección del  modernismo.  Y la novela de García  Márquez liga esa lección a guiños constantes al modernismo.  La figuración queer – rara – de Bayardo San Román parece extrapolada de un texto  modernista: “tenía una cintura angosta de novillero, los ojos dorados, y la  piel cocinada a fuego lento por el salitre.   Llegó con una chaqueta corta y un pantalón muy estrecho, ambos de  becerro natural, y unos guantes de cabritilla del mismo color” (30).  Recordemos “La canción del torero,” de Casal:  “mas de todo no hice caso, / ni hinchó un latido sonoro / mi chaquetilla de  raso / lentejueleada de oro. // Ya resuene una palmada, / ya me mire una hermosura,  / con la mano en la cintura / no oigo ni veo nada” (Poesías 58).  Como el torero  casaliano que con la mano en la cintura no ve ni oye nada, Bayardo San Román no  se entera de que Magdalena Oliver “no pudo quitarle la vista de encima durante  todo el viaje.”  Oliver murmura que  Bayardo “parecía marica,” y la madre del narrador le escribe en una carta que  había llegado “un hombre muy raro” (30).   Pero hay más.  El  narrador-cronista entalla los vestidos de las hermanas de Bayardo con las  puntadas de un estilo que tiene su origen en la crónica modernista: “cuyos  vestidos de terciopelo con grandes alas de mariposas, prendidas con pinzas de  oro en la espalda, llamaron más la atención que el penacho de plumas y la  coraza de medallas de guerra de su padre” (42).   Obsérvese que la supuesta vacuidad del adorno desplaza a los emblemas de  la guerra.  El penacho de plumas del  militar hace juego con las “grandes alas de mariposa del vestido.”  He aquí el poder democratizador del estilo que  desestabiliza al significante y sus privilegios.  Jacques Rancière comenta que “[l]os críticos  de la época de Sartre han querido identificar esa ‘absolutización del estilo’  con un esteticismo aristocrático.  Pero  los contemporáneos de Flaubert no se engañaban con ese ‘absoluto’: no quería  decir elevación sublime, sino disolución de todo orden.  La condición absoluta del estilo era en  principio la ruina de todas las jerarquías” (Política de la literatura 25).  Para Rancière aquí reside la diferencia entre  la “democracia literaria” y el orden representativo clásico.  En este último, nos dice, “escribir es ante  todo hablar.  Y hablar era el acto del  orador que persuade a una asamblea, del general que arenga sus tropas, o del  predicador que edifica las almas” (27-8).   Para resumir, “[e]l universo representativo clásico vinculaba el  significado a la voluntad de significar,” haciendo de esto “el nexo de una  voluntad que actúa y otra voluntad sobre la cual la primera quiere actuar.  Es el poder de la palabra en acto, que los  oradores revolucionarios le habían sustraído al orden jerárquico de la retórica  clásica, inventando una continuidad entre la elocuencia de las repúblicas  antiguas y la de la Revolución.  La  literatura pone en juego otro régimen 
de significación.  El significado ya no es un nexo entre una  voluntad y otra: es un nexo entre un signo y otro, un nexo inscrito en las  cosas mudas y en el cuerpo mismo del lenguaje” (31-2).  Hagamos un paréntesis para recordar que esto  no se les escapó, y contra esto reaccionaron desde un principio algunos de los  críticos que intentaron corregir los “desvíos” de los modernistas cubanos.  En su comentario sobre Hojas al viento (1890), Varona expresó que “[e]xisten temperamentos  psicológicos para quienes los signos verbales – las palabras – adquieren  importancia decisiva, les dan casi las sensaciones de la realidad” (Prosas I 27).  Similarmente, en su ácido comentario sobre Excéntricas, de Bonifacio Byrne, aludiendo  al carácter “artificioso” de los poemas, Manuel Sanguily pregunta: “¿No es  acaso de tradición verbal?  ¿Pueden ser verdad tampoco lo que rezan estos  versos?” (Poesía y Prosa 221)  (itálica del autor).  La “verdad” que se  echa de menos es justamente aquella que debía garantizar el nexo entre  significante y significado; y, lo que es todavía más importante, la que en  consecuencia debía mantener a cada cosa en su sitio, las jerarquías.  Para Sanguily, en eso consistía la falta  poética y moral de Byrne: “la gran poesía no brota, o no viene, esa única  poesía del corazón y del cerebro, la idea conmovida, sanguínea: en su lugar  languidece la poesía anémica, amarilla, flaca, visionaria, como un chino  depauperado que se va entre acres bocanadas de opio” (222).  Juan Marinello condenó también la autonomía  de las palabras en la escritura modernista.   Cabe notar que en este punto, la diferencia de Martí respecto a Casal y  a los otros modernistas, vacila en opinión de Marinello, toda vez que aún si  “en casos muy contados,” hasta en Martí pudieran señalarse “algunos momentos en  que la palabra se incorpora como elemento alusivo, dueña y señora de sus  gracias privativas” (José Martí, escritor  americano 88) (énfasis mío).  Es el  tipo de escritura cuyo emblema Rancière ve, por ejemplo, en el Lucien de  Rubempré, de Las ilusiones perdidas,  quien “[a]l llegar a la capital del gusto, aprende que esa es la capital del  comercio y que la poesía está sometida a las leyes de la industria literaria y  a los caprichos de un periodismo comprado.”   Todo eso compone ya “una infame poesía.” Solo que ésa es justamente la  poesía moderna: “Es el mundo donde todo se mezcla, donde el decorado de una  mercancía se equipara a una gruta fantástica, donde toda enseña deviene un  poema y la cifra de un mundo de vida, todo volante es una vegetación  desconocida, todo desecho es el fósil de un cierto momento de la civilización,  toda ruina es el monumento de una sociedad” (37-38). 
           En este  sentido, la escritura de Casal resulta ejemplar.  Piénsese, por ejemplo, en cómo reflexiona  sobre su propia condición de lector a propósito de Maupassant.  Casal comenta la ansiedad con que espera el  último libro del escritor francés: “La tardanza prolonga mi ilusión.”  Y añade: 
    
Apenas tengo el libro, lo devoro febrilmente en poco tiempo, sin soltarlo de las manos […]. Durante la lectura, mi pensamiento se sumerge, desde la primera página, en una especie de letargo cataléptico, del que no quisiera nunca salir. Cada párrafo me produce el efecto de una bocanada de éter. Hay veces que la sensación es tan fuerte, que percibo, en el interior de mi organismo, el estallido que produce la rotura de un nervio al llegar a su máximum de tensión (Prosas I, 207-208).
     Una  crítica superficial se daría prisa en confirmar viejos prejuicios de rancio  academicismo: el sujeto americano y periférico seducido y poseído por el  europeo y la cultura hegemónica francesa.   Pero las cosas no son tan fáciles, como nos dice José Lezama Lima  justamente en el ensayo que le dedicó a Casal: “Una cultura asimilada o  desasimilada por otra no es una comodidad, nadie la ha regalado, sino un hecho  doloroso, igualmente creador, creado.   Creador, creado, desaparecen fundidos, diríamos empleando la manera de  los escolásticos por la doctrina de la participación” (“Julián del Casal”  182).  
      El lector  seducido de antemano sólo espera al objeto de su deseo para devorarlo.  La violencia depredadora se muestra en el poco  tiempo que necesita para dar cuenta de él: “media docena de horas.”  Sin embargo, en el transcurso de la  devoración, el lector se pierde a su vez – y se pierde voluntariamente, esto es  importante – al sumergirse en “una especie de letargo cataléptico del que no quisiera nunca despertar.”  No se trata de evasión, sino más bien de la  “doctrina de la participación” de que nos habla Lezama; es decir, de ese  momento en que las supuestas diferencias entre lector y autor, lectura y  escritura, original y copia, salud y enfermedad son severamente cuestionadas.  No debe escapársenos la estremecedora imagen  con la que ya en 1890 Casal profetiza, con una extraña precisión, su propio  final: las intensidades que lo viajan mientras lee le permiten percibir “el  estallido que produce la rotura de un  nervio al llegar a su máximum de tensión.”   Su muerte súbita sobre el mantel del banquete en casa de los Lamadrid el  21 de octubre de 1893 podría leerse, pues, como ese “máximum de tensión” que  había alcanzado su escritura, y con ella, inextricablemente ligado a ella, su  propio cuerpo.  Recordemos que en su  último poema, “Cuerpo y Alma,” lo vemos sumergirse en las cloacas del mundo  subterráneo, descender a lo más profundo y abyecto, en una conmovedora  disposición a compartir las vidas otras, las de los nadie, de los desasidos y  expulsos: 
    
Fétido, como el vientre de los grajos
al salir del inmundo estercolero
donde, bajo mortíferas miasmas,
amarillean los roídos huesos
de leprosos cadáveres;
[…] abyecto
como el alma del pérfido soldado
que, desertando al enemigo ejército,
expira acribillado por las balas
de los que un día sus hermanos fueron” (Poesías 195).
     Casal es  capaz de reconocerse en lo más  abyecto, incluso en ese soldado traidor que evoca a aquél otro que “de soldado del  invasor,” al pasar junto a la tumba del padre, éste se alza “y de un bofetón /  lo tiende muerto por tierra” en el conocido poema “XXVIII” de los Versos Sencillos, de José Martí (Poesía 104). Martí se autoproyecta en la figura del padre filicida, y en consecuencia establece una separación radical entre su persona patriótica y heroica, y la del traidor. La intuición psicológica, más moderna en este sentido, de Casal, sugiere la imposibilidad de desenredar al héroe del traidor, al cuerpo del alma, con lo que escuchamos un eco anticipado del Borges del "Tema del traidor y del héroe" (1944).
           No hay  que asumir, sin embargo, una diferencia radical absoluta entre Martí y Casal, o entre Martí  y el modernismo.  A poco que se lea con  detenimiento, se verá que su escritura está atravesada por intensidades  similares.  Julio Ramos ha llegado a  afirmar que “Martí no se entrega a los flujos; propone a la literatura, más  bien, como un modo de contenerlos y superarlos” (Ramos 24).  El problema habría que plantearlo de otro  modo: Martí se resiste a los flujos, pero éstos lo arrastran y lo fragmentan.
           Uri  Eisenzweigh afirma que en la década de 1890 se produjo un viraje en la historia  de Occidente que consistió en la duda
 creciente respecto a la “fiabilidad de la  expresión verbal,” con lo cual “surge una nueva imaginación de aquello que la  idea moderna del lenguaje, al definirse, había excluido hasta entonces: la  acción” (11).  En este contexto surge la  violencia anarquista.  Su lema se haría  célebre: la propaganda por el hecho.  Eisenzweigh advierte que en su mayor parte,  los anarquistas rechazaron la violencia, pero que en “su discrepancia con los  demás discursos herederos de la Ilustración,” al negarse “a legitimar la  representación política,” el anarquismo “no podía sino implicar una concepción  negativa de aquello que está en el principio de ese mismo tipo de  representación, es decir, el lenguaje comprendido como instrumento de  transmisión, como medio de expresión” (13).   Comentando el “entusiasmo pregonado,” no por los “ideales libertarios”  de los anarquistas, sino por “las bombas mismas” y “los atentados propiamente  dichos,” manifestado por los escritores “cercanos al simbolismo” Eisenzweighl propone  “comprender esa fascinación desde la perspectiva de la nueva sensibilidad  literaria, en la que el lenguaje auténtico (es decir, la escritura poética) se  concibe en esencia como acción” (14).
           Quisiera  en este punto traer a la mente dos frases que forman una extraña pareja y han  llegado a definir al Martí escritor, y al organizador de la guerra de  independencia: ser «poeta en actos» y hacer una «guerra sin odios».  Debe advertirse que la primera es  prácticamente una versión del lema anarquista, pero más importante es el hecho  de que encontremos un eco aquí de esa inclinación de los escritores franceses  cercanos al simbolismo a concebir el lenguaje como acción.  Y puesto que en los segundos ello estuvo  ligado a una tácita fascinación por la violencia, hay que por lo menos  preguntarse, en lugar de asumir que lo sabemos, qué quería decir Martí con ser poeta en actos.  Específicamente ¿qué tipo de actos tenía en mente?.
          En 1880, recién llegado a Estados Unidos, y  en el contexto de la Guerra Chiquita, fue entrevistado por lo menos en dos ocasiones por el New York Tribune.  El 22 de mayo el reportero del periódico  comenta que “fue recibido de una manera cordial y tuvo una larga conversación  con Señor Martí; o que más bien fue un interesado oyente del monólogo del  presidente sobre los logros y prospectos de Cuba.”  “No hemos hablado antes,” dijo Martí, “porque  queríamos hablar con hechos y no con palabras” (5) (énfasis mío).  No sería desacertado afirmar que dado el  contexto de las labores conspirativas y organizativas de Martí, así como el  hecho de que el deseo de ser poeta en  actos aparece ligado a la “nostalgia de la hazaña,” ese deseo lo conecta  con la imaginación anarquista, 
con la violencia.  Quiero proponer que cuando se lee el rechazo  martiano de los anarquistas como rechazo de la violencia no se toma en cuenta  que, como muchos escritores de su tiempo que gastaron salvas en condenar a los  anarquistas, también lo fascinaba esa violencia.  Hemos leído, o mejor dicho, nos han guiado a  leer sobre la simpatía que en “Un drama terrible” Martí muestra hacia los  anarquistas martirizados, pero lo que apenas se ha notado en esta, como en sus  crónicas anteriores sobre el asunto, es su propia fascinación con la figura del  anarquista.  Ningún ejemplo más elocuente  que la seducción que lo arrastra a Louis Lingg, cuya extraordinaria belleza no  pasó desapercibida para ninguno de los periodistas de la época.  Y siendo Lingg uno de los anarquistas más  abiertamente militantes, era imposible disociar la fascinación que suscitó su  belleza de la misma violencia que la prensa tuvo buen cuidado de inscribir en  su cuerpo.  Seducido por el vértigo de la  belleza de Lingg, Martí ya no puede distanciarse de la violencia del anarquismo:  “Cargador era su padre, y su madre lavandera, y él bello como Tanhausser o  Lohengrin, cuerpo de plata, ojos de amor, cabello opulento, ensortijado y  castaño.”  Y añade: “lo que en los demás  es palabra, en él será acción: él, él solo, fabricaba bombas, porque, salvo en  los hombres de ciega energía, el hombre, ser fundador, sólo para libertarse de  ella halla natural dar la muerte” (En los  Estados Unidos 964).  No sólo no hay  aquí una condena de la violencia anarquista, sino que incluso puede afirmarse  que Martí se auto-reconoce en ella.   Lingg no es un terrorista, uno de esos hombres de “energía ciega,” sino  un
 fundador, como el cronista  mismo.  Martí parece hablar en un estado  de trance, fascinado por ese anarquista que no es simplemente bello: él es la  Belleza pura de la acción pura, de la violencia total, encarnada en las figuras  de los héroes wagnerianos.  Esta es el  aria anarquista y wagneriana de Martí y, por sí había alguna duda, también uno de sus más  sorprendentes engarces modernistas.  He  aquí un raro ejemplo de la democracia en su escritura – algo que quisiéramos ver con más  frecuencia – por la que una lavandera y un cargador pueden  engendrar un Tanhausser y un Lohengrin, y donde se disuelven, por tanto, las  jerarquías; incluyendo la jerarquía moral de Martí.  Bajó la guardia, como en otras ocasiones, y  sus dedos se demoran en el “cabello opulento, ensortijado y castaño” de Lingg. 
           Concluyamos  convocando la sombra del sospechoso de siempre: el gran Darío.  Para profeta, él.  Recordemos cómo empieza el texto que le  dedicó a Martí en Los raros: “El  fúnebre cortejo de Wagner exigiría los truenos solemnes del Tannhauser; […] para acompañar,  americanos todos que habláis idioma español, el entierro de José Martí  necesitaríase su propia lengua, su órgano prodigioso lleno de innumerables  registros, sus potentes coros verbales, sus trompas de oro…”  No es casual que la descripción del  acompañamiento funeral de Martí evoque a su vez “los 
truenos solemnes del Tanhausser.”  También el funeral de Wagner, como el de  Martí, necesitaría de toda su lengua, de sus “potentes coros verbales.”  Y el de Casal, de todo el esputo y el agua  sanguinolenta del matadero.  Recordemos  que al terminar de escribir la crónica sobre el matadero, tiene la impresión de  hacerlo “con sangre, entre sangre y con manos sanguinarias.”  Martí, por su parte, no puede retirar los  dedos de los cabellos de Ling, ni apartar los ojos de su “cuerpo de plata” sin  tocar a su vez la mecha del explosivo.  Hay  una diferencia fundamental, no obstante, entre uno y otro.  Martí permanece alienado de su propia  implicación en la violencia.  No puede,  como Casal, mirar que las manos y la tinta con que escribe están también  ensangrentadas; que tinta y sangre se han vuelto indistinguibles una de  otra.  Martí canta su aria anarquista sin  escucharse a sí mismo, ajeno a su contradicción.  En otras palabras: le falta la profundidad  psicológica de Casal. 
         El  símbolo del modernismo, el caballero del cisne que encandiló los ojos de Luis  de Baviera, y la figura terriblemente bella del anarquista se aprietan en ese  cuerpo de plata en el que Martí ofrece su cuerpo y sangre, también a los pies  del Arte.  Por supuesto, allí estaban,  para recibirlo en su caballo blanco-cisne de plata, Casal y Darío.  Y claro, la advertencia de Nietzsche: “Quien  con monstruos lucha cuide de no convertirse a su vez en monstruo.  Cuando miras largo tiempo a un abismo, también  éste mira dentro de ti” (Nietzsche 114).
    
Notas
1. Leí este trabajo - que he revisado para su publicación en LHE - en el Congreso Cuba Trasatlántica que se celebró en La Habana, en el hotel Habana Libre, del 10 al 12 de junio de 2013. Celebramos el 150 aniversario del nacimiento de Casal y esto no es sino un pequeño regalo a su fiesta.
 2. Ya García Márquez había confesado su deuda con el  modernismo. Ver “Lecturas e influencias” en El  olor de la guayaba. Conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza. García  Márquez comenta que quizás donde se ve mejor su formación poética es en El otoño del patriarca, que según él  trabajo “como un poema en prosa.” Él añade: “¿Te has dado cuenta de que allí  hay versos enteros de Rubén Darío? El  otoño del patriarca está lleno de guiños a los conocedores de Rubén Darío.  Inclusive él es un personaje del libro. Y hay un verso suyo, citado al  descuido; un poema suyo, en prosa, que dice: «Había una cifra en tu blanco  pañuelo, roja cifra de un nombre que no era el tuyo, mi dueño»” (García Márquez  1982, 71). Pero no es solo García Márquez. El profesor Iván A. Schulman nos  recuerda que en la novela La tía Julia y  el escribidor, de Mario Vargas Llosa, “un empresario de radio […] amenaza  despachar a su ‘escribidor’ por sus ‘modernismos’”, es decir, por lo que el  inversionista considera ‘extravagancias’, como ‘tomarle el pelo a la gente, a  pasar personajes de un radioteatro a otro y a cambiarles los nombres, para  confundir a los oyentes’”. En la nota al pie núm. 26, Schulman comenta: “Es  curioso cómo la historia original del modernismo – en contraste con la que se  impuso a partir de 1918-1920 – ha llegado a ser indispensable para las  reconsideraciones críticas del mismo. Respecto a las llamadas ‘extravagancias’, vid. el comentario de M. de Palau  (op. cit.) quien escuchó con asombro a Castelar ‘oponerse a la adopción de la  voz modernismo, fundándose en la relación íntima que hay entre la admisión de  la palabra y la de la idea, y en que no  deben aceptarse palabras que consagren delirios… ’ (p. 134)” (Schulman  xxvii).
      
      Obras Citadas
Casal, Julián del. Poesías. Edición del Centenario. La Habana: Consejo Nacional de Cultura, 1963.
----. “La vida errante. Guy de Maupassant.” Prosas 1. Edición del Centenario. La Habana: Consejo Nacional de Cultura, 1963. 207-210.
----. “Bocetos sangrientos. El matadero.” Prosas II. Edición del Centenario. La Habana: Consejo Nacional de Cultura, 1963. 153-55.
Darío, Rubén. “José Martí.” Los raros. Cabezas. Madrid: Aguilar, 1958. 279-293.
Eisenzweig, Uri. Ficciones del anarquismo. México: FCE, 2004.
García Márquez, Gabriel. El olor de la guayaba. Conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza. Barcelona: Bruguera, 1982.
----. Crónica de una muerte anunciada. New York: Longman, 1996.
Lezama Lima, José. “Julián del Casal.” Confluencias. Selección de ensayos. Selección y prólogo de Abel Prieto. La Habana: Letras Cubanas, 1988. 181-205.
Marinello, Juan. “Martí, escritor americano.” Obras martianas. Selección y prólogo de Ramón Losada Aldana. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1987. 2-227.
Martí, José. “Un drama terrible.” En los Estados Unidos. Periodismo de 1881 a 1892. Edición crítica. Roberto Fernández Retamar y Pedro Pablo Rodríguez, coordinadores. Colección Archivos. España: UNESCO, 2003. 959-974.
----. “Versos Sencillos XXVIII.” Obras Completas 16. Poesía. La Habana: Editorial de Ciencias Sociales, 1991. 104.
New York Tribune. “Cuban Hopes and Fears. A Talk with Señor José Martí.” Vol. XL, No. 12, 242. May 22, 1880. 5.
Nietzsche, Friedrich. Más allá del bien y del mal. Madrid: Alianza Editorial, 2000.
Ramos, Julio. Desencuentros de la modernidad. Santiago de Chile: Editorial Cuarto Propio/Ediciones Callejón, 2003.
Rancière, Jacques. Política de la literatura. Buenos Aires: Libros del Zorzal, 2011.
Sanguily, Manuel. “Las Excéntricas de Byrne.” Bonifacio Byrne. ¡Cómo tiembla! ¡Cómo tiembla! Poesía y Prosa de Bonifacio Byrne. Estudio introductorio, selección y notas de Francisco Morán. Florida: Stockcero, 2011. 220-23.
Schulman, Ivan A. “Estudio Preliminar.” Poesía modernista hispanoamericana y española. Ivan A. Schulman y Evelyn Picon Garfield, editores. Segunda edición. San Juan, Puerto Rico: Edit. Universidad de Puerto Rico, 1999. xix-xl.
Varona, Enrique José. “Hojas al viento. Primeras poesías. Julián del Casal. Habana.” Julián del Casal. Prosas I. Edición del Centenario. 26-29.
  