Selección de ensayos

 

Rolando Sánchez Mejías

 

El cuento contemporáneo

1

     ¿Qué es un cuento? La pregunta ha acompañado al género desde sus inicios; al menos al género entendido, junto a la novela, como categoría moderna.
     Pero el cuento es más antiguo que la novela, tan antiguo como la poesía, y quizá sus límites se confundan en el origen mismo de la literatura.
     No es tanto una confusión de géneros como una fusión de experiencias que hoy nos parecen de orden distinto, pero que en su momento –¿en qué momento?– abarcaron la experiencia humana y no la experiencia autónoma de la literatura.
     La modernidad de la literatura comienza con la pregunta que se le hace a la literatura; o con la pregunta que la literatura se hace a sí misma: se le conmina a qué responda, a que dilate su experiencia en nombre de nuevas funciones, a que se empareje con el resto de las experiencias reducidas a valores.
     La posibilidad de transmitir una experiencia hizo de la literatura una de las formas de la verdad, o más exacto, de la verdad como posibilidad de la experiencia. La pregunta cierra el círculo, pues la respuesta produce su doble: los géneros son las respuestas inacabadas y ambiguasala misma pregunta. ¿Qué es un poema? ¿Qué es una novela? ¿Qué es un cuento? La otra parte de la respuesta queda velada, oscurecida, potenciada hasta nuevo aviso. La Iliada, la Odisea, Las mil y una noches y el Quijote siempre se muestran de perfil, nunca acusan su fisonomía completa. De vez en vez algún nuevo mago reacciona en nombre de la luz y le devuelve su oscuridad primordial: Hofmannthal, Poe, Joyce, Proust, Kafka, Isak Dinesen, Samuel Beckett, Maurice Blanchot, Lezama Lima, Musil, Borges... Traicionan al género y lo elevan a la condición primigenia de experiencia y literatura. Vuelven a responder la pregunta, la vieja pregunta, y reabren el círculo mágico de la ficción.
     Nada más metafísico que la ficción, y nada, a la vez, más compenetrado con la certeza, con las formas de la verdad. Pero lo metafísico de la ficción no hay que encontrarlo tanto en la imposibilidad de responder por medio de artilugios como en la propia oscuridad de la pregunta, que proviene del orden ambiguo de  la experiencia humana. Si los géneros literarios funcionan como formatos metafísicos, como entidades que no pertenecen a las formas de la naturaleza, de la ciencia o del pensamiento –del pensamiento concebido stricto sensu–, no es por una necesidad estrecha del arte por mantener su visibilidad, su vitalidad, su inevitabilidad cultural, sino por presiones de todo tipo que cristalizan el género, que lo naturalizan, que lo decantan como historia dentro de la historia. Los libros de Herodoto, el Shanhai Jing (Libro de los Montes y los Mares) –un tratado de cosmografía y mitología de la China antigua–, la Biblia y Las mil y una noches, a pesar de sus diferencias, están vinculados por su voluntad de erigir la imaginación como una forma de vida, o en rigor, como una forma de la experiencia de los hombres dentro de la historia, afianzándose como eternidad, como historia ad aeternum.
     Walter Benjamin, en su ensayo El narrador,(1) nos previene de un faux pas al respecto:

Es preciso pensar la transformación de las formas épicas, como consumada en ritmos comparables a los de los cambios que, en el transcurso de cientos de milenios, sufrió la superficie de la Tierra. Es difícil que las formas de comunicación humanas se hayan elaborado con mayor lentitud, y que con mayor lentitud se hayan perdido.

     Benjamin, en este crucial ensayo sobre el narrador ruso del siglo XIX, Leskov, examina la narración como «una experiencia que se transmite de boca en boca», y como «fuente de la que se han servido todos los narradores».
     Benjamin no disimula su contrariedad “metafísica” por la pérdida del «aura» de dicha experiencia: para él, «Leskov está tan a gusto en la lejanía del espacio como en la del tiempo». Benjamin coloca a Leskov en una encrucijada a medio camino entre la modernidad y el espíritu legendario de la imaginación: en tanto moderno, es un narrador orientado «hacia lo práctico», pues Leskov alecciona como un hombre sencillo a otros hombres sencillos, como se supone que han ocurrido ese tipo de transmisiones «de boca en boca».
     Y contrapone a Leskov, por otra parte, al tipo de imaginación «mística» más cercana a Dostoievski, por ejemplo. Para Benjamin, Leskov es el narrador par excellence, pues Leskov aún tiene puesto un pie en la imaginación legendaria, en la narración concebida como transmisión de experiencias, entendiéndose como experiencia no sólo la abarcable de modo universal –objeto de las leyendas– sino también la personal, transmitiéndola –y este es el paso dialéctico fundamental de la tesis de Benjamin– a otros seres humanos que la integrarán como suya propia. La novela, para Benjamin, ya no puede dar consejo. Postula lo inconmensurable de la vida humana pero en términos tan dramáticos que ya no puede dar consejos: «la novela informa sobre la profunda carencia de consejo, del desconcierto del hombre viviente».
     Benjamin subraya que la utilidad de toda verdadera narración está en su utilidad «velada o abierta; algunas veces en forma de moraleja, en otras de indicación práctica, o bien como proverbio o regla de vida». Sin embargo, para él, Leskov, al archinarrador, se las arregla para informar y adoctrinar, sin dar explicaciones, pero a través de un recurso retórico: referir una historia sin dar explicaciones y, sobre todo, narrar lo extraordinario con medios muy sencillos y precisos.
     Leskov, según Benjamin, es de la «escuela de los antiguos», que más adelante podemos interpretar como perteneciente «al carácter artesanal del arte de narrar», o lo que es lo mismo, según Leskov, «la composición escrita no es para mí un arte liberal, sino una artesanía».
     En su antológico relato Cuento del zurdo de Tula y la pulga de acero, luego de innumerables vaivenes narrativos –aunque sin soltar el hilo de la trama, acerca de una microscópica pulga de acero construida por los ingleses a quien los artesanos rusos le ponen unas microscópicas herraduras-, Leskov termina su fascinante relato con el siguiente fragmento:

Naturalmente, ahora ya no hay en Tula maestros como el fabuloso zurdo: las máquinas han nivelado la desigualdad de talentos y dotes, y el genio no se lanza a la lucha contra la diligencia y la precisión. Las máquinas, que hacen posible el aumento de las ganancias, no favorecen el desarrollo de la arrogancia artística que a veces se salía de lo común e inspiraba la fantasía popular en la creación de leyendas-fábulas como ésta. Los obreros, naturalmente, saben apreciar las ventajas que les ofrece la aplicación práctica de las ciencias mecánicas, pero recuerdan los viejos tiempos con orgullo y amor. Esto es para ellos su épica, que por cierto, “tiene un muy humano corazón”.

     Al contraponer un tipo de creación «artesanal» a otro «liberal» Leskov contrapone, más que dos géneros antípodas, dos mundos –uno rural y antiguo, otro cosmopolita y moderno– inconciliables. Lo que divide a ambos mundos es el espesor de la experiencia que se puede transmitir, experiencia ya imposible –según Benjamin– en el nuevo mundo moderno:

con el consolidado dominio de la burguesía, que cuenta con la prensa como uno de los principales instrumentos del capitalismo avanzado, hace su aparición una forma de comunicación que, por antigua que sea, jamás incidió de forma determinante sobre la forma épica. Pero ahora sí lo hace... Esta nueva forma de la comunicación es la información.

     Y cita a Villemessant, el fundador de Le Figaro: «A mis lectores el incendio en un techo del Quartier Latin les es más importante que una revolución en Madrid.»
     La frase, bajo su cinismo realista, disfraza algo que tal vez Villemessant –ni el propio Benjamin, muerto mientras huía de los campos de concentración– no llegó a ver, pues se revelaría ya en la segunda parte del siglo XX: la inimportancia de la información, o la contracción de la realidad a un mero ir y venir de informaciones que se solapan unas a otras creando un  mundo totalmente articulado y, sin embargo, carente de unidad.
     Con los géneros literarios pasó, en la nueva época que Benjamín auguró, lo que le sucedió a la “mesa-mercancía” de Carlos Marx: que se pusieron a bailar agitadamente, los géneros, envueltos en un aura de «indecisión». O lo que un pensador posterior a Marx, Heidegger, habría asegurado de la obra de arte: su falta de terrenalidad. Si una narración antigua congregaba en su seno valores como la felicidad, la enseñanza, la muerte, la desdicha, la simplicidad de lo eterno, la obra de arte moderna, por el contrario, perdía sus fundamentos «portadores» de sentido para integrarse sin gravedad a la ligereza del mundo moderno.
     Sin embargo, después de Leskov se siguió escribiendo cuentos –y por supuesto novelas–, y habría que ubicar esa perseverancia de la «forma» no sólo en una perseverancia vacía de sentido, o en un mundo enmarcado completamente a la función de mercancía. El mercado nunca es lo suficientemente abstracto como para no ser sostenido por las instituciones
     En el siglo XIX narradores como Poe, Gogol y Maupassant habían reconstruido la misión del cuento desde sus propias ruinas, las ruinas dejadas por los románticos en su misión de levantar el arte a la altura del Universo. Los tres son románticos en tanto son irónicos, en tanto trabajan con una forma que saben ha perdido el poder de congregar. Ahora bien: si no hay a nadie a quien congregar alrededor del fuego de la historia, al menos el lector, en solitario, será convocado para una actividad no exenta de pathos, o de «intelligentsia», dependiendo de las circunstancias, circunstancias que además pueden llevar a la abolición del espacio que separa ambas actitudes.
     Para Edgar Allan Poe, la épica, además de haber terminado, de haber tenido su lógico fin, respondía a «un sentido imperfecto del arte». La extensión, para él, era más una paradoja que una cualidad: una paradoja que dejaba al lector insatisfecho por falta de «unidad de impresión». Por otra parte, las formas demasiado breves degeneraban en el epigrama. Decía irónica o inocentemente del poema:

Un poema demasiado breve podrá lograr una impresión vívida, pero jamás intensa o duradera. El alma no se emociona sin cierta continuidad de esfuerzo, sin cierta duración en la reiteración del propósito.(2)

     En este ensayo sobre otro gran escritor de cuentos cortos del XIX, Nathaniel Hawthorne, Poe vindica el «cuento breve» como la forma moderna per se debido a una ventaja que linda con la economía –y no sólo con una economía de medios–:el tiempo. Pues para leer un cuento sólo bastará «entre media hora y dos».
     Es curioso cómo Poe se sale con su artimaña: en primer lugar, reprende severamente a la novela por su falta de totalidad. Si la novela no puede ser leída en el tiempo previsto por Poe –«entre media hora y dos»–, «se ve privada de la inmensa fuerza que se deriva de la totalidad.» Poe prevé un lector desconcentrado, fatalmente perturbado por «los sucesos del mundo exterior».No ya un lector in fabula, sino un irresoluto y neurótico hombre moderno afectado tanto por el cansancio como por las interrupciones del mundo exterior.
     La confusión de Poe no tiene límites, o más exacto, le sirve para crear sus propios límites, que son a su vez los límites de lo que se conoce como cuento moderno: un amago de totalidad, o un fragmento que lucha heroicamente por su autonomía a la deriva en un mundo de formas y cosas que también van a la deriva.
     Media hora. O dos. Hay que imaginar a un espíritu tan irónicamente romántico como el de Poe ajustándose el reloj en nombre de la eternidad. De la eternidad, o del instante que como la mesa-mercancía de Marx se levanta con su cabeza de madera y pide su cuota de eternidad a través del efecto narrativo que viene de «una inmensa fuerza que se deriva de la totalidad».
     ¿Es Poe el fundador del cuento moderno? Si no lo es, al menos defiende al género como antes nunca nadie lo había hecho. Lo defiende y lo define, incluso lo eleva a categoría superior que el poema, adjudicándole al cuento cualidades que según Poe el poema, gracias a la artificialidad del ritmo en función de la Belleza y no de la Verdad, carecería por naturaleza:

En resumen, el escritor de cuentos en prosa puede incorporar a su tema una variadísima serie de modos o inflexiones del pensamiento y la expresión (el razonante, el sarcástico, el humorístico), que no sólo son antagónicos a la naturaleza del poema sino que están vedados por uno de sus más peculiares e indispensables elementos: aludimos claro está al ritmo.

     Poe, como moderno al fin, ve en la literatura una fusión de efectividad retórica y de verdad no exenta de sublimidad, pero más atenta al nerviosismo del hombre contemporáneo que a un ideal contemplativo. Según Poe, el terror, el sarcasmo, la excitación, el espíritu crítico, deben ser narrados y no sujetos al ritmo del poema o a la amplificación totalitaria de la épica. En Poe, razonamiento y efecto son caras de una misma moneda: al efecto sobre el lector sólo se llegará mediante una disposición razonada del material narrativo. Queda por ver en Poe el problema de la inspiración, su peculiar razonamiento por vías analógicas –para no decir poéticas– para producir la mayor parte de su obra literaria. Los cuentos de Poe, como los de su seguidor en el siglo XX, Julio Cortázar, pueden haber sido razonados en parte, incluso in extenso, pero más bien parecen haber sido producidos bajo un tipo especial de «neurosis» cercana a la producción de imágenes poéticas, de soluciones de continuidad creadas por determinado ritmo de la prosa, los acontecimientos y las imágenes, y no por restricciones “lógicas” de la mente. Ambos, para satisfacción de nosotros, se contradicen. En su ensayo El cuento breve y sus alrededores, Cortázar, para su análisis del cuento, parte de la idea de un género cerrado en sí mismo:

La noción de pequeño ambiente da su sentido más hondo al consejo (se refiere al consejo de Horacio Quiroga de contar un relato que sólo tuviera interés para el pequeño ambiente de los personajes creados), al definir la forma cerrada del cuento, lo que ya en otra ocasión he llamado su esfericidad... es decir que la situación narrativa en sí debe nacer y darse dentro de la esfera, trabajando del interior hacia el exterior.

     Luego inserta su noción de esfericidad en la tradición:

     Estoy hablando del cuento contemporáneo, digamos el que nace con Edgar Allan Poe, y que se propone como una máquina infalible destinada a cumplir su misión narrativa con la máxima economía de medios; precisamente la diferencia entre el cuento y lo que los franceses llaman nouvelle y los anglosajones long short story se basa en esa implacable carrera contra el reloj que es un cuento plenamente logrado. 

     Para Cortázar –y supongo que para Poe, que nos ha dejado exorcismos en forma de literatura– «escribir es de alguna manera exorcizar». Por más que Cortázar nos hable de «criaturas invasoras», no podemos dejar de intuir que la invasión ocurre, además, a nivel interno de la expresión. Lo que para Cortázar está en juego, al igual que en Poe y los románticos en general, es el problema de la articulación entre obra y realidad, o entre obra y vida, es decir, el problema de la ficción, de las analogías que pretende el arte rivalizando con la vida.
     Poe, como la mayoría de los escritores o los hombres, era una persona dividida: su crucial idea del efecto de un relato breve no sólo vibraba en su interior, sino también en su papel de editor de revistas literarias, en una época donde el mercado literario no podía quedar rezagado de la nueva «cultura» económica en la segunda parte del siglo XIX.
     Esta fascinación entre rentabilidad retórica y económica no abandonaría la corriente central del cuento norteamericano. Hay que leer como habla Hemingway del relato corto para entender la actitud pragmática de los narradores realistas norteamericanos en cuanto al uso de las palabras:

Mucha gente tiene la compulsión de escribir. No hay leyes contra eso y hacerlo les da felicidad mientras se dedican a eso y, presumiblemente, los alivia. (...) Al escritor compulsivo se le debería aconsejar no intentar el relato corto.(3)

     Tal vez Hemingway insinúa que la compulsividad –o su sucedáneo, la inspiración–, tenga en otros géneros como el poema un aliciente mejor para escritores que buscan la felicidad en vez de la efectividad.
     También Raymond Carver –al que no se le podría acusar precisamente de falta de búsqueda de felicidad en vida y obra–, uno de los seguidores aventajados de Hemingway y de Chejov, iguala a veces el cuento a los productos lisos y llanos del capital:

Los relatos cortos, como las casas, o los coches, da igual para el caso, deberían construirse para perdurar... y todo en su interior debería funcionar.

     Tampoco en la Rusia atrasada de finales del XIX las cosas iban mejor respecto a la autonomía del género en relación con las exigencias económicas. Al leer los cuentos de Chejov, uno podría tener la impresión de que sus personajes caen en la esfericidad chejoviana sólo a base de la íntima familiaridad que Chejov solía otorgarle a sus relatos. Sin embargo, como en Dostoievski, el dinero también ayudó a que su escritura funcionase en consonancia con los imperativos sociales. Chejov le comenta a su amigo Souvorin en una carta de 1888:

Yo quisiera haber escrito con placer, con sentimiento, con tranquilidad, todo lo concerniente a mi héroe: describir el estado de su mente mientras su esposa se va a trabajar, el juicio del que es objeto (...) hubiera descrito a la comadrona y a los médicos bebiendo té a medianoche, la lluvia... ¿Pero qué iba a hacer? Empecé el cuento el 10 de septiembre con la idea de que lo iba a terminar el 5 de octubre a más tardar; de no ser así dejaría mal al editor y me quedaría sin el pago. Al principio me dejo ir y escribo con tranquilidad; pero a la mitad me empiezo a amilanar y temo que mi cuento esté demasiado extenso: debo tener en cuenta que el Sieverny Viestnik no dispone de mucho dinero y que yo soy uno de sus colaboradores caros.

     Lo más curioso, es que tales restricciones marcan incluso profundas peculiaridades del estilo de Chejov, como sigue confesando en la carta:

Es por ello que los principios de mis cuentos son muy promisorios y dan la idea de que están iniciando una novela; la parte del medio es tímida y apresurada y al final es, como en un breve apunte, todo un fuego artificial.

     La lectura que los cuentistas norteamericanos modernos han hecho de Chejov – Carver, Richard Ford y otros– es posible que avance en este sentido donde literatura y vida se vinculan en un fragmento satisfactoriamente autónomo, como sucede en los cuentos de Chejov. El narrador ruso casi nunca da la idea de que se encuentra frente a la tarea de construir un cuento, como sí pasa a menudo en varios cuentos de Hemingway. Ante un relato de Chejov, como declara Richard Ford en un prólogo(4) a los cuentos del ruso, sentimos una sensación de experiencia transmitida con medios sutiles:

De hecho, todos los relatos de Chejov a menudo no parecen –pero por su lenguaje formal, directo– siquiera ingeniosos (aunque esa sería una falsa impresión), sino más bien la laboriosa descripción paso a paso de una precisa constelación a ras de tierra de la existencia común y corriente, representando cada relato un movimiento sutilmente diferenciado dentro de un único y prolongado gesto de la vida establecida.

     Otro de los fundadores del cuento moderno, Gógol, a pesar de la magnífica veta «fantástica» con que dota a sus mejores relatos como El capote y La nariz, deja que la vida transcurra –o transparezca, como le habría gustado decir a Ortega y Gasset– desplazando la emotividad imaginativa a la vida rusa en general. La «extravagancia» de los acontecimientos gogolescos –como la pérdida de una nariz, nariz que se comportará durante el relato con total arbitrariedad irrespetuosa– no hace derivar sus relatos hacia la literatura fantástica tout court.
     El narrador y teórico del formalismo ruso –y a mi modo de ver uno de los más interesantes narradores rusos modernos, junto a Daniil Charms y Alexander Biely–, Víctor Sklovski, ya hacía referencia al final del relato de El capote calificándolo de “un desenlace de leyenda, de profecía folklórica”. Sklovski prosigue:

El capote de Gógol está construido como un edificio gótico: la composición de la novela  estira la tensión de los acontecimientos en líneas de fuerza. Los tabiques entre los arcos pueden ser retirados; la composición vence al material, respetando su materialidad.» Y añade: «Al otro lado de las ventanas pasa la Rusia de Nicolás I, abominable, brutal. El viento del imperio penetra en el edificio de la novela.

     Por lo general, el cuento, como género, siempre se ha querido ver como una unidad cerrada y autosuficiente, como un objeto cuyas partes sólo tienen sentido o sólo pertenecen al pequeño sistema o artefacto llamado cuento. Incluso muchos narradores importantes de cuentos, sustentados en sus propias experiencias o en intuiciones “teóricas” sobre el género, identifican su trabajo como el proceso hacia una obra restringida por leyes que separan la obra como un marco totalmente cerrado. Tal es el caso de autores como Horacio Quiroga, menos abocado hacia un proceso “neurótico” de creación, tal vez dispuesto a concederle al “realismo” cierta preeminencia a priori. En el Decálogo del perfecto cuentista alerta Quiroga en el “mandamiento” número 10:

Cuenta como si el relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno.

     Cortázar, en su citado texto Del cuento breve y sus alrededores, cita esta frase de Quiroga para consolidar su noción de “esfericidad” de la historia “exorcizada”. Cortázar habla incluso de “un pequeño ambiente” como la característica esencial de la “forma cerrada” del cuento. También Borges acentuaría esta economía de medios como atributo fundamental del género, incluida su variante fantástica. En el prólogo a su Antología del cuento fantástico (realizada junto a Bioy Casares y Silvina Ocampo) se subraya la cualidad “minimalista” del cuento, tanto en tema como en personajes involucrados en la historia, considerándose un peligro para las tramas policiales y fantásticas no atenerse al principio dramático de “las tres unidades”, es decir, al principio retórico de “un hecho, en un lugar limitado, con un número limitado de personajes”. Y pone Borges el ejemplo de G. H. Wells en El hombre invisible, que habría cometido un error si en vez de un solo hombre invisible hubiera creado “ejércitos de hombres invisibles que invadieran y dominaran el mundo”.
     Por supuesto que tal modo de ver la “dramaturgia” específica para historias breves sólo corrobora una parte del arte de contar historias. Más bien parece un énfasis de ciertos autores hacia un tipo –importante y central en la historia del género, es verdad – de cuentos moldeados por esta tradición económica de medios. Sin embargo, los desplazamientos que realiza Isak Dinesen en sus cuentos mantiene viva parte de este principio, pero su actitud ante la historia a contar más bien parece compleja por anticipado, tanto en número de páginas como en el espesor de la trama y las capas que la conforman. Los relatos de la Dinesen semejan capas de cebolla que se van desplazando para sumergirnos en un torbellino sosegado de historias articuladas entre sí, pero finalmente extendidas en el tiempo y el espacio: al final, un efecto cierra la historia que no obstante queda abierta potencialmente en nuestras mentes; es tan importante el impacto como la nebulosidad, como la dilatación creada en el lector por el uso consciente de la extensión. Algo parecido sucede con varios relatos de Henry James, económicos como la mayoría de los relatos breves pero escritos con un sentido de apertura o campo de visión del mundo a construir novedosos en su tiempo. Con Henry James el cuento breve sufre un cambio importante, tal vez no tanto a partir de consideraciones específicas sobre el género como de una actitud metafísica general ante la narrativa, ante el acto de narrar. No es que James no se preocupara como cualquier cuentista por determinada economía de medios –personajes, situaciones, etc.-, pues en su Cuaderno de notas abundan las reflexiones acerca de cómo “construía” sus relatos, cómo le iba dando vida poco a poco a sus personajes y situaciones.
     Pero en realidad lo que define a James es la actitud que asume respecto a la escritura, al papel de las palabras a partir del “foco narrativo” escogido. James, en una reflexión sobre su cuento Lo auténtico(5) –traducido a veces como Lo real-, se queja de que no le han dado más espacio para su historia: 7 000 palabras. De manera que piensa los contrastes entre sus personajes y situaciones a nivel de “una IDEA”, aspirando, por otra parte, a “una tremenda concisión –con un pulso rítmico muy apretado- y a una meticulosa selección del detalle –tengo, en otras palabras, que resumir intensamente y recortar el desarrollo lateral. El resultado debería ser una pequeña joya de forma brillante, vívida y veloz.” Finalmente, James compara su posición a la de un cuentista como Maupassant: “este será una lección, una lección magnífica. Tan compacto y escogido como un Maupassant.” Sin embargo, a pesar de que el lector sabe que está ante un cuento, ante una historia no tan larga como una novela, quizá ante una noveleta o amago de noveleta, sabe, también, que no está frente a un cuento tipo Maupassant, o tipo Poe o Chejov. En el mencionado relato de James, el narrador, en la sexta cuartilla declara: “Es extraño lo rápidamente que estuve seguro de saber todo lo concerniente a ellos”. ¿Es una velocidad impuesta por el propio carácter dinámico de las “acciones” o por una necesidad dictada desde “afuera”? Es posible que ambos vectores se conjuguen en los relatos “breves” de James algo en contra de su “poética” narrativa, más afín a la dilatación, a la amplificación y estilización. Maupassant, de algún modo, estaba formado en la “escuela flaubertiana”, aunque no tanto en el Flaubert obsesionado por llevar la prosa a la altura de la poesía como del Flaubert “naturalista-realista”,del Flaubert cuyas palabras se regían por el mundo “visible”. En James el punto de vista escogido para narrar la historia es de vital importancia. Su prosa actúa más por oratio oblicua, por imposición indirecta y lateral que por visualidad directa. Hay narradores cuyo estilo le es concedido por visibilia, por el carácter visual del mundo que quieren o pueden representar. Mantienen con la realidad un compromiso menos deformante.      

 

2

     ¿Se equivocaba Poe cuando aseguraba que las formas demasiado breves derivaban en el epigrama? Las razones que Poe invocaba se ajustaban tanto a una medida del género como a una reflexión sobre la naturaleza de los géneros. La idea que Poe tenía acerca de un cuento corto  garantizaba el tempo de lectura necesario para que el lector se sintiera influido tanto por el impacto que la historia causaría sobre el lector, como por el espesor temporal de la historia contada. Cuentos como Ligeia, Berenice, El tonel del amontillado, La caída de la casa Usher, se mantienen en vilo, hacen crecer la “suspensión de la duda” paralelamente al tiempo de lectura, y su efecto puede medirse por gradaciones que se resuelven al final por el impacto, el “efecto” que contrae la historia contada. Sin embargo, hay un buen grupo de historias de Poe que se ajustan poco a este modelo“efectivista”: Breve charla con una momia, La posesión de Arnheim o El paisaje del jardín, Coloquio entre Monos y Una, que escapan a la clasificación del cuento como un golpe de efecto preparado gradualmente. El tiempo, en dichas “historias”, se contrae niveladamente. Poe, además de poeta, fue ensayista y crítico. Su mente “narrativa” era una mente compleja. No es el caso de algunos de sus seguidores, como el uruguayo Horacio Quiroga, cuya idea de la narración breve giraba más alrededor de un efecto sustentado por la tríada “introducción-nudo-desenlace”. La densidad dramática que hay en el grupo mencionado de las narraciones de Poe hacen evolucionar el cuento hacia zonas desconocidas o poco utilizadas, donde lo inexpresable estriba en el “horror” de la inexpresable mismo, en el carácter convulsivo de una ficción que lucha por su capacidad de representación.
     En este sentido, Poe está más cerca de los románticos alemanes que de cualquier otra tradición, por su concepción del universo como un mecanismo o código emparejado con la mente. En su ensayo La filosofía del arte, ya Schelling concebía el nuevo problema de la literatura en los siguientes términos:

El arte es considerado por la mayoría como lo es la prosa por el Mr. Jourdain de Moliere, que se maravillaba de haber hablado toda su vida en prosa sin saberlo (...) Aquel que no se eleva, pues, a la Idea del Todo es totalmente incapaz de juzgar una obra (...) ¿Hasta qué punto una visión rigurosamente científica del arte es, en efecto, necesaria para formar la intuición intelectual de las obras de arte y también, en particular, para formar el juicio sobre ellas?

     En algunos aforismos de Novalis semejante tensión también se hace presente:

Las diferenciales de lo infinitamente grande se comportan como las integrales de lo infinitamente pequeño –porque son una misma cosa.

     La elevación de la literatura a categoría mente-universo es un producto moderno preparado por la tradición. La idea del libro como cosmos o como  expresión de entidades universales es una idea lejana en el tiempo, cuya modernidad se renueva sin cesar en variantes obsesivas y a la vez novedosas, como la literatura de Mallarmé, Hofmannsthal, José Lezama Lima, Jorge Luis Borges y Guy Davenport.
     La literatura de estos escritores basa sus principios en una lucha –como dijo Hermann Broch refiriéndose a Hofmannsthal- entre el naturalismo y el antinaturalismo.
     Broch decía de Hofmannsthal:

Lo que a los ojos de los demás eran cuentos fantásticos, para él resultaban cuentos reales... La realidad era para Hofmannsthal símbolo que se hace vivo.

     La importancia de Hofmannsthal para la narrativa del siglo XX y XXI aún está por estudiarse en su debida significación. Su idea del símbolo era una idea dinámica, ajena al símbolo como entidad muerta o pasiva. La obra de Hofmannsthal, a medio camino entre el siglo XIX y el XX –como la de Chejov y la de Henry James-, tuvo lugar en uno de los punto álgidos de la modernidad literaria. Una narrativa “visionaria” requería de una nueva sensibilidad. Para Hofmannsthal, “el tiempo abunda en cosas que parecen estar vivas y están muertas, abunda en tales cosas que se consideran muertas y que son extraordinariamente vivas”. El símbolo y la metáfora, para él, provenían de la naturaleza interior de la historia, de las épocas, de un tiempo condensado en forma de realidad. Refiriéndose a la Edad Media, “cuyos escombros y fantasmas se yerguen dentro nuestro”, establece un tipo de metáfora viva, pues dicha época “eleva todo lo que lleva en sí hacia una inconmensurable cúpula metafórica, libre y autosuficientemente formada”. En esta conferencia, El poeta en el tiempo presente (1906), sin embargo, Hofmannsthal define la esencia de los nuevos tiempos como “lo equívoco e indeterminado. Quizá únicamente descansa en lo fugaz, y sabe que es en lo fugaz en lo que otras generaciones creyeron. Un ligero y crónico vértigo vibra en tal esencia”.
     Cuando habla de la lengua, lo hace en términos donde se confabula el “poderoso secreto de la lengua” y toda la utilería que la lengua acoge en su seno transmitiéndole su energía... Todo lo que habrá de ser escrito en una lengua... todo lo que en ella habrá de ser pensado, desciende de los productos que poco a poco o nunca han sido dispuestos creativamente con esa lengua. Y todo lo que se llama literatura en el más amplio e indiscriminado sentido, hasta los libretos de las óperas de los años cuarenta, hasta incluso la novela de folletín, todo, desciende de los escasos grandes libros de la literatura. Es una envilecida y adulterada descendencia surgida a través de una desordenada mezcla que llega a ser grotesca, si bien se trata de una descendencia en línea directa”.
     Cuando Hofmannsthal “planifica” alguno de sus relatos –habría que leer los bosquejos que hizo sobre relatos como El cuento de la 672ava noche en abril de 1895- vemos que su idea del “detalle” narrativo funciona a nivel del las imágenes, sin que las imágenes transformen la tensión narrativa en un devenir de transformaciones poéticas o metafóricas, como sí es el caso de un autor como el cubano Lezama Lima.
     En dicho bosquejo, imaginamos la sucesión de escenas bajo la presión “simbólica” del paisaje, los personajes y los acontecimientos:

La belleza de la muchacha mayor va floreciendo conforme más se dedica a pasarse las peinetas por el pelo y a limarse las uñas.

     Se refiere al cielo como “oscuro y luminoso”, por donde corren “inmensas nubes de un gris plateado”.
     Para Lezama, el problema de la “causalidad” literaria descansa en la imagen. No hay otra forma de gravitación literaria que la imagen, pero no la imagen como “producto” vanguardista o como categoría de la retórica, sino la imagen – Lezama prefería a veces el término imago – “como la causa secreta de la historia”, y “más allá del símbolo y de la imaginación”. Para Lezama no existía la “realidad”, sino más bien un Reino de las Imágenes. Prefería contraponer la pareja “imagen-creación” a la pareja “real-irreal”. La literatura, entonces, es aún una actividad mitológica, creativa (poiesis) en el más ancho y profundo sentido de la palabra.
     Por lo general, se puede tener la impresión de que los narradores contemporáneos, ajenos genéricamente a la poesía, tienen una actitud pragmática ante los problemas de la narrativa, como si este género fuese la punta de lanza de la literatura para estar más cerca de la realidad en términos mundanos. Esto puede ser cierto para un buen número de narradores, incluso para la mayoría de ellos, pero tal regla no funciona para el caso de los escritores notables que han cambiado, o que han intentado cambiar, el curso de la literatura, como Borges, Kafka, Joyce, Lezama, Proust, Hofmannsthal, Thomas Bernhard, Robert Musil, Poe, Hermann Broch, Paul Celan, Louis Zukofski, Felisberto Hernández, Bruno Schulz, Robert Walser, Clarice Lispector, Virginia Woolf, Witold Gombrowicz, Henry James, Isak Dinesen y muchos otros.
     Para Bruno Schulz, palabra y sentido eran la misma cosa de la que provenía la realidad, o más exacto, como decía Schulz, el “núcleo de la realidad”, permanentemente puesto en juego en un “proceso de la realidad”. Schulz aseguraba que “la palabra era un órgano metafísico del hombre”, y que la actividad fundamental del espíritu era “fabular, crear historias”, pues “la mitificación del Universo no ha concluido”. Y llega a esta sorprendente conclusión final:

  Consideramos normalmente la palabra como una sombra de la realidad, su reflejo. Más justa sería la tesis contraria: la realidad es la sombra de la palabra”.(6)    

     Si la realidad es “la sombra de la palabra”, si aceptamos este requisito como petitio principi, habría que situar al cuento, la fabulación, a la misma altura que otros géneros literarios presuntamente más preparados para una tarea más “trascendental”, como la poesía. Elevación que abre la ficción hacia una actitud superior a la que ha sido destinada por una parte de la literatura “realista”, pues la ficción se vuelve más un acto de “exploración” que de fabulación tout court.
Un narrador “moderno” como Guy Davenport, por ejemplo, hace una distinción curiosa entre cuento y ficción. Para Davenport:

La escritura de páginas ficticias demanda un estilo velado y discreto; el cuento una mímica o un estilo impostado.(7)

     Más adelante expresa:

Siempre he tenido la impresión de estar contando una historia más que proyectando un mundo ilusorio y ficticio.

     De esta manera, Davenport respondía a las críticas que se le habían hecho por sus “errores” narrativos, pues se le acusó de que “a pesar de su abundancia de invención narrativa”, en un libro como Tatlin!,”ésta no rebasa los límites de la ficción”. Davenport no acepta esta tajante división entre la ficción y la narración de cuentos, distinción que puede generar en “una narrativa tan plausible y natural que se confunde con una descripción de la realidad”.
     La forma en que Davenport idea sus relatos está más cerca de una percepción por imágenes y confluencias de diversas involucra (temas que Davenport introduce de acuerdo a la necesidad de la imagen primordial que intenta sostener), de “un arreglo arquitectónico de las imágenes” que “ha desplazado a la narrativa y a la documentación”. Davenport considera sus influencias más dentro del mundo de los poetas, músicos y algunos cineastas experimentales –Ezra Pound, Charles Ives y Stan Brakage, por ejemplo-: su idea de la narrativa es perfectamente definible dentro de una actitud moderna, desde Joyce hasta los llamados “posmodernos” (Robert Coover, Thomas Pynchon, Donald Barthelme, etc.), aunque la impronta que Davenport le concede a la modernidad lo hace estar más cercano a una actitud “rememorativa” –privilegiando ciertos momentos del pasado cultural – que a una actitud paródica o lúdica.
     Davenport habla del cuento como “un atomizador de esencias”, esencias que sólo pueden ser transfigurables con palabras, con escritura. Como Lezama Lima, Davenport cree en un Logos, en un sentido de significaciones que engloba a la cultura y al ser humano. Y la tarea del escritor sería entonces la de “forrajear” en “lo arcaico”, en el pasado, pues “lo que calificamos como lo más moderno en nuestro tiempo es precisamente lo más arcaico”. Davenport ve en los retruécanos de Joyce en el Finnegans Wake tanto lo moderno como lo arcaico. La actitud de Davenport es “trascendentalista” y a la vez incurre en lo que él llama “lo construido”. Confiesa que todo lo que hizo en Tatlin! “fue tomar de aquí y de allá ciertos hechos con múltiples causas y efectos y mitologizarlos”. Actitud que no está muy lejos de la idea de ficción de Borges. En un ensayo de 1932, “El arte narrativo y la magia”, del libro Discusión, Borges profundiza en la esencia de lo verosímil en la ficción, de la “fuerte apariencia de verdad capaz de producir esa espontánea suspensión de la duda”. Pone como ejemplo el relato largo Narrative of A. Gordon Pym (1838), en el cual Borges discrimina dos argumentos:

uno inmediato, de vicisitudes marinas; otro infalible, sigiloso y creciente, que sólo se revela al final.

     Y cita a Mallarmé para corroborar su tesis:

Nombrar un objeto, dicen que dijo Mallarmé, es suprimir las tres cuartas partes del goce del poema, que reside en la felicidad de ir adivinando; el sueño es sugerirlo.

     En este caso, Borges analizaba la manera en que Poe había resuelto el color del agua de un riachuelo en una isla. Escribe Poe:

Ignoro como dar una idea justa de su naturaleza, y no lo conseguiré sin muchas palabras. A pesar de correr con rapidez por cualquier desnivel, nunca parecía límpida, salvo al despeñarse en un salto. En casos de poco declive, era tan consistente como una infusión espesa de goma arábiga, hecha en agua común.

     Al final de la descripción, surge lo inesperado:

Si se pesaba la hoja de un cuchillo a lo ancho de las vetas, el agua se cerraba inmediatamente, y al retirar la hoja desaparecía el rastro.

     Borges induce de este método “preparativo”, persuasivo, que “el problema central de la novelística es la causalidad, y remite el problema de la causalidad a la “primitiva claridad de la magia”, magia entendida como “el vínculo inevitable entre cosas distantes”. Borges ve en la magia, donde “hay una necesaria conexión no sólo entre un balazo y un muerto, sino entre un muerto y una maltratada efigie de seda o la rotura profética de un espejo o la sal que se vuelca o trece comensales terribles”, la única salida para al arte narrativo, en oposición al método “natural, que es el resultado incesante de incontrolables e infinitas operaciones”.
     En 1967, treinta y cinco años después, en su conferencia “El arte de contar historias,”(8) Borges ratifica su posición medularmente “poética” respecto a la narrativa:

...es una lástima que la palabra “poeta” haya sido dividida en dos. Pues hoy, cuando hablamos de un poeta, sólo pensamos en alguien que profiere notas líricas y pajariles del tipo “With ships the sea was sprinkled far and nigh, / Like stars in heaven” (“Con barcos, el mar estaba salpicado aquí y allá como las estrellas en el cielo”; Wordsworth) (...) Mientras que los antiguos, cuando hablaban de un poeta –un “hacedor”-, no lo consideraban únicamente como el emisor de esas elevadas notas líricas, sino también como narrador de historias. Historias en las que podíamos encontrar todas las voces de la humanidad: no sólo lo lírico, lo meditativo, la melancolía, sino también las voces del coraje y la esperanza.

     Al final de su conferencia Borges subraya:

Creo que el poeta volverá a ser otra vez un hacedor. Quiero decir que contará una historia y la cantará también.

     Escritores muy distintos a Borges también elaboran una visión analógica de la literatura. La narradora Flannery O´Connor –cuyas ficciones son verdaderas “situaciones límite” por el fragmento de tragedia que producen-, por ejemplo, argumenta así su relación con la literatura:

El tipo de visión que el escritor de ficción necesita tener o desarrollar para incrementar el significado de su historia se llama visión analógica, y ése es el tipo de visión que es capaz de ver diferentes niveles de la realidad en una imagen o situación.(9)

     El cristianismo de O´Connor la hace aceptar la realidad como un “misterio”, pero un misterio indisoluble con la propia condición “misteriosa” de la realidad, que rebasa el dogma del escritor como responsable “universal de las almas”. La literatura de O´Connor se mueve en el ámbito de una “literatura peligrosa” que deposita en el lector la facultad suprema de su lectura.

3

     Para Robert Musil, contar una historia era un “problema” que tocaba el centro mismo del arte y el pensamiento. Musil no veía el cuento ligado a la actividad expresa de un “cuentista”, sino más bien a una actividad general del arte y el pensamiento, como si el cuento fuera un desvío en la contingencia misma del pensar. Decía:

El cuento no es algo exclusivamente para cuentistas..., sino por el contrario, en su significado más importante, un azar de escritor, del escritor que se topa con un problema que por determinadas razones –que en su mayor parte sólo le conciernen a él- no va a convertirse en novela ni en drama, y que aun así no le deja en paz. Un espacio por tanto angosto, deparado por el destino, que se tiene que aprovechar de la mejor manera. De una manera que señale lo que allí pueda haber de esencial; entonces ya no se trata de un problema, sino de la problemática del relatar. (el subrayado es mío).

     Musil no veía en la literatura un arte desembarazado de la complejidad profunda del pensamiento y la realidad, del pensamiento concebido no como filosofía sino como de una “ficción” que rebasaba el marco del arte y la filosofía para inscribirse en el problema mismo de la realidad.
     Musil postulaba una zona intermedia, “in statu nascendi”, en “la línea de contacto entre entendimiento y sentimiento”. Este último carecía de realidad concreta, era amorfo o “poco articulado”, y la tarea del narrador era intentar la articulación, tarea poco posible a través de una narrativa tradicional. Para Musil, el cuento, al igual que la novela, necesitaba de una nueva técnica, aunque cada uno impondría un esfuerzo en determinada dirección:

La representación del poco articulado sentimiento es de un impacto inmediato, tanto más penetrante cuanto más encarnado esté lo intelectual, no se puede prescindir de un resto de historias de aventuras que casi sin que lo notemos le da mayor amplitud a las vibraciones anímicas que se nos transmiten. Pero no se puede pasar por alto el momento de renuncia que hay en ello, ese antagonismo entre la presentación y lo que ha de ser representado... El problema técnico fundamental es dominarlo. Con la amplitud de la novela, no tiene mucha dificultad. En las estrecheces por las que pasa el relato se convierte casi en un dilema excluyente.(10) (El subrayado es mío).

     En el año 1965, dos años antes que Borges diera su optimista conferencia “El arte de contar historias”, el austriaco Thomas Bernhard pronunciaba en Bremen una demoledora alocución(11) por la entrega del premio de Literatura de la Ciudad Libre de Bremen:

Honorable público:

No puedo complacerme con vuestro cuento de los Músicos de Bremen; no quiero contar nada; no quiero cantar; no quiero predicar, pero es cierto: los cuentos ya no son oportunos, ni los cuentos sobre las ciudades, ni sobre los Estados ni todos los cuentos científicos; ni siquiera los filosóficos; no hay más mundo de los espíritus, el universo mismo no es más un cuento; Europa, la más bella, está muerta; esta es la verdad y la realidad. La realidad, como la verdad, no es un cuento, y la verdad no fue jamás un cuento.

     Para Bernhard, la naturaleza ha terminado, y por tanto la posibilidad de “cantar” y de “contar”. O de otra manera, ha terminado la versión natural de la naturaleza, y ahora estamos “en el territorio más espantoso de toda la Historia”, donde vida y ciencia por fin se han replegado una en la otra (versión perversa de la idea de Musil), disolviendo el círculo mágico que nos hacía vivir en un “cuento de hadas”, en un mundo donde la claridad no había penetrado aún lo suficiente, la claridad fría y mortal de la que habla Bernhard.
     Como vemos, es difícil definir el sentido que la época llamada contemporánea o moderna tiene para diversos tipos de escritores. No obstante, lo que los une, además de su visión más o menos crítica sobre la nueva época, es lo que Frank Kermode(12) llamaría “el sentido de un final”, o “el destino del tiempo”, conceptos acoplados a la duración temporal como límite histórico y también existencial. Aquello que Jaspers denominaba “situación límite” asociado a la muerte, al sufrimiento y a la culpa como móviles humanos fundamentales que articularían  “el paso del tiempo” a los fragmentos humanos.
Para Kermode, “nuestro insaciable interés en el futuro, hacia el cual estamos biológicamente orientados” pide que nos relacionemos con el tiempo con ayuda de las tramas:

Con ello quiero significar no sólo incidentes imaginarios concordantes, sino además, todas las concordancias, tal vez de mayor sutileza, que cabe disponer dentro de una narración.

     Y califica a estas “concordancias” como “redentoras del tiempo”. En el tiempo que se cumple como principio, medio y fin, los tres en “concordancia o consonancia”, halla Kermode “la raíz misma del problema, aun en un mundo que considera que sólo puede ser una ficción”. Esto lo lleva a considerar la curiosa idea acerca de la literatura de vanguardia y su relación con el pasado, tanto literario como mítico e histórico:

En algún punto, pues, el lenguaje de vanguardia tiene que reconciliarse con el lenguaje vernáculo.

     De esta manera, tal vez un cuento, aun los más “contemporáneos”, pueda considerarse como un tipo específico de “reconciliación” no sólo literaria, sino también “humana”, donde cada fragmento, cada “trama”, cada ficción, desearía incluirse en un plano más vasto de sentido. Así, la pregunta ¿Qué es un cuento?, no tendría su respuesta en la literatura, sino en otro ámbito donde la literatura cerraría su círculo vicioso con la vida. ¿Cómo escapar de ese círculo vicioso? Cada lector ampliaría su noción del “fragmento” como siempre lo ha hecho, limitando o saturando su sentido del tiempo, mitificando o trasladando su carencia de mitos al poder de la imaginación que lo reconcilia con la realidad.         
     En el mencionado ensayo “El narrador”, Benjamín dice adiós al tipo de narración que provenía de un contexto histórico donde la “artesanía”, el tempo lento de las cosas y la historia, originaba un tipo de fábula que emulaba con la “paciente actuación de la naturaleza”. Partiendo de la frase de Valery, “el hombre contemporáneo ya no trabaja en lo que no es abreviable”, Benjamín extrae su consecuencia para el arte de la ficción:

De hecho [el hombre contemporáneo] ha logrado incluso abreviar la narración. Hemos asistido al surgimiento del short story que, apartado de la tradición oral, ya no permite la superposición de las capas finísimas y translúcidas, constituyentes de la imagen más acertada del modo y manera en que la narración perfecta emerge de la estratificación de múltiples versiones sucesivas.  

     Sin embargo, es difícil estar completamente al lado de Benjamín, pues las mutaciones que el cuento ha sufrido durante toda su historia, lejos de soslayar el secreto de la oralidad, lo han ampliado a límites cada vez más abiertos, en el sentido de la “perturbación” de que hablaba Poe al relacionar determinado tipo de alegoría con la ficción:

Si alguna vez una alegoría obtiene algún resultado lo obtiene a costa del desarrollo de la ficción, a la que trastrueca y perturba. Allí donde el sentido alusivo corre a través del sentido obvio en una corriente subterránea muy profunda (el subrayado es de Poe), de manera de no interferir jamás con la superficial a menos que así lo queramos, y de no mostrarse a menos que la llamemos a la superficie, sólo allí y entonces puede ser consentida para el uso adecuado de la narrativa de ficción.

     ¿Y quién puede llamar a la superficie sino es el lector? Lector que respondería en los propios términos en que ha sido interpelado, nunca lo suficientemente contemporáneos –los términos, la pregunta, el lector- como para que la ficción, desasistida de sí misma, responda por él.

                                                           

El arte de graznar (*)

 

1

     En 1957 el poeta y crítico cubano Cintio Vitier escribió un grueso libro: Lo Cubano en la poesía. El libro había nacido de una vehemencia moral: era un estudio acerca de las relaciones entre poesía y patria. 
     La tesis del autor, según sus propias palabras, puede resumirse así:

1. La poesía va iluminando al país;
2. lo cubano se revela, por ella, en grados cada vez más distintos y luminosos;
3. primero fue la peculiaridad de la naturaleza de la isla;
4. muy pronto, junto con la naturaleza, aparece el carácter: el sabor de lo vernáculo, las costumbres...;
5. luego empiezan a oírse las voces del alma;
6. y finalmente, y sólo en momentos excepcionales, se llega a vislumbrar el reino del espíritu: del espíritu como sacrificio y creación.

     El libro acomete su larga empresa de crear el Canon Poeticus Cubensis. Y lo logra. Casi lo logra, entre otros argumentos, ejerciendo la exclusión.
     En la décimo cuarta lección, al referirse a uno de los poetas estudiados, dice que éste no había sabido captar “el gnomon o número invisible de la forma”; que sólo había sabido captar “Las destrucciones”; y que había convertido a Cuba en “una caótica, telúrica y atroz Antilla cualquiera para festín de existencialistas”.
Se refería a Virgilio Piñera.

2

     Todo hombre grande está condenado a lanzar su anzuelo en aguas que no ve. Y si las aguas son oscuras, la grandeza del hombre grande se multiplica.
     Lezama era un escritor tan pero tan grande que cuando lanzaba el anzuelo traía de todo: vasijas griegas, numerologías, manatíes atolondrados, Eras Imaginarias, sillones de mimbre, cerveceros bávaros, puestas de sol, gatos térmicos, francesas zarandeadas por chinos chillones...Y también: la Patria.
     Pero la Patria siempre le quedó chiquita a Lezama. Y esa fue su suerte. (En el fondo, Lezama aspiraba más a la Matria que a la Patria.)
     Lezama tenía algo de domine: todo hombre grande tiene algo de domine. Lezama trató de organizar la idea de Patria –de edificar su propio constructo patriótico, el lugarcito donde todos queremos morir-- según su Sistema Poético.
     Entonces organizó el fenómeno (grupo y revista y estado-del-alma) Orígenes. Allí se escribieron grandes páginas literarias. Y se pergeñaron, también, tesis como las de Cintio Vitier.

 

3

     No hay mejor enemigo para un poeta que sus propios poetas contemporáneos. Tal vez “la angustia de las influencias “no se viva de forma tan angustiosa en relación con el pasado que con el presente. Se puede soportar con ganancia estoica una influencia que se sostenga en el tiempo. Se dirá que es en nombre de la Literatura o de cualquier otro ardid platónico. Pero el peso de un contemporáneo se lleva con ingratitud masoquista. Y este tipo de influencias tiene más la impronta de una batalla que se celebra en el caótico paréntesis  de la vida que en los majestuosos órdenes de la Cultura.
     Lezama y Virgilio. El Gordo y el Flaco. El escritor y el anti-escritor. El hombre de letras y el bufón de barrio. El primero: un tonel jadeante que gozaba con el viaje de la sala a la cocina. El segundo: un aguilucho feo que picoteaba lo que se encontraba a su paso. Lezama amaba citar a los griegos. Virgilio hacía el elogio de los tuertos. Lezama escribió una novela enorme, barroca, descomunal en sus propósitos. Virgilio cuentos muy breves, casi sin énfasis literario (entre ellos dos o tres de los mejores cuentos cortos que se han escrito en América). Se odiaron en público y en silencio. Fueron grandes amigos. Y cada uno se dejó influir ladina, secretamente por el otro.
No creo que Lezama, al final de su vida,  hubiera podido escribir estos versos sin Virgilio:

Cuando el negro come melocotón
tiene los ojos azules.   

     Y Virgilio rozó el “gnomon” lezamiano en fragmentos así:

vi a Casal
arañar un cuerpo liso, bruñido.
Arañándolo con tal vehemencia
que sus uñas se rompían,
y a mi pregunta ansiosa respondió
que adentro estaba el poema.

     Cuando Lezama murió, Piñera quedó sin su Enemigo. Entonces escribió:

Por un plazo que no puedo señalar
me llevas la ventaja de tu muerte:
lo mismo que en la vida, fue tu suerte
llegar primero. Yo, en segundo lugar.

 

4

     Si un prosista escribe poemas siempre se sospecha de él. La sospecha tiene su fundamento: que la prosa no es poesía. Y este fundamento --por otra parte banal--, es precisamente lo que hace que un prosista escriba poesía en vez de prosa. (Decía Valéry que el poeta es aquel que multiplica todo lo que separa al verso de la prosa. Pero el movimiento contrario – simplificar las diferencias – no carece de misterio.) Y que la escriba bien, tan bien como la prosa, como es el caso de Lezama, Goethe y  Jorge Luis Borges.
     Pero de los tres mencionados pudiera decirse lo mismo: que poseían, en general, una mente poética. Una mente que se servía del lenguaje, en cualquier caso, para propósitos sublimes
     Que tras el mundo más o menos organizado de su prosa se alzaba una abstracción mayor.
     Piñera carecía de sublimación lírica. Por eso no podía ver “el gnomon”, el “número invisible de la forma”.
     Tampoco poseía ese oído especial con el que se han escrito los mejores (y los peores) versos en español.
     Un feo aguilucho desafinaría horriblemente en medio de la magnificencia del idioma español. En cualquier caso graznaría, graznaría como un cuervo.
     Y eso fue lo que hizo el aguilucho: graznar.

5

     Cuando en 1961 en un salón de la Biblioteca Nacional de Cuba un Comandante le dijo a la intelligentsia cubana lo que podía o no escribir se hizo silencio.
     Alguien se levantó y dijo que tenía miedo. No era un intelectual. Nunca le había interesado ser un intelectual. Si hubiera sido un intelectual hubiera tenido palabras para erigir su miedo en nombre de alguna redención.
     Dijo. O graznó:
     --Tengo miedo.
     Y sí que tenía miedo. ¡Cómo temblaba el pájaro de cuentas! Y cuando dijo que tenía miedo, él, tan poquita cosa para aquellos nuevos tiempos, se fue derrumbando, despacio, muy despacito, y no volvió a abrir el pico en lo que le quedó de vida. 

 

6

     Para exponer su miedo, Lezama hubiera apelado a la civilitas o al credo qui absurdum. Lezama no era tampoco un intelectual en el sentido bélico del término pero hubiera razonado como un intelectual, al menos como un intelectual de la Edad Media. Supongo que la ciudad, la polis, tenía para él algo de ludus sacra. Pero Lezama no iba a ese tipo de reuniones. Era demasiado gordo como para moverse al compás de las aceleraciones históricas en la ciudad. Y además, demasiado astuto para cometer errores de mala ubicuidad.
     Piñera, ligero como una pluma, se movía a toda velocidad. Pero era la velocidad del eterno desplazado. No tenía esa prestancia tan francesa o latinoamericana – Sartre, Octavio Paz, García Márquez — como para querer colocarse en la vorágine de la historia. La historia nunca acepta tratos con hombres tan ligeros, a no ser para llevárselos por carambola, por pura equivocación,  en alguno de sus remolinos.
     Virgilio era un chismoso como Lezama; pero ejercía la maledicencia de otra manera. Lo que veía y oía era materia directa para su espíritu, qué digo para su espíritu, para su carne. Lezama era un guasón, un gordo asmático y burlón y seguro que le preguntó a Piñera al día siguiente de la monserga en la Biblioteca Nacional:

     -- Querido, (jadea) dicen, (jadea) que lo vieron, (jadea) en el foro, (jadea), defenestrado (jadea)  manu militari (jadea).

     Y Piñera seguro que le contestó:

     --Sí, Lezama. Y me cagué en los pantalones.

                         
7

Lo que veía y oía era materia directa para su carne. Pero no era un escritor “realista” (en el sentido más estrecho del término). Su cuento “En el insomnio” aparenta haber sido escrito desde alguna “voluntad de realidad”:

     El hombre se acuesta temprano. No puede conciliar el sueño. Da vueltas, como es lógico, en la cama. Se enreda entre las sábanas. Enciende un cigarro. Lee un poco. Vuelve a apagar la luz. Pero no puede dormir. A las tres de la madrugada se levanta. Despierta al amigo de al lado y le confía que no puede dormir. Le pide consejo. El amigo le aconseja que haga un pequeño paseo a fin de cansarse un poco. Que en seguida tome una taza de tilo y que apague la luz. Hace todo esto pero no logra dormir. Se vuelve a levantar. Esta vez acude al médico. Como siempre sucede, el médico habla mucho pero el hombre no se duerme. A las seis de la mañana carga un revolver y se levanta la tapa de los sesos. El hombre está muerto pero no ha podido quedarse dormido. El insomnio es una cosa muy persistente.

     Un escritor “realista” hubiera podido escribir todo el cuento excepto las últimas dos líneas.
     Líneas que, por otra parte, no asegurarían la inclusión de Virgilio bajo las nominaciones del “absurdo” o de “lo fantástico”, como han hecho en general los críticos al referirse a su obra. 
     No creo, tampoco, que esas dos últimas líneas sean producto de alguna “voluntad de estilo”: Piñera no era precisamente un estilista en el sentido burgués del término.
     Si Piñera hubiera sido un escritor “realista” la “escuela realista cubana” lo hubiera utilizado sin dilación. Pero los narradores “realistas” cubanos de estos últimos treinta años nunca han dicho estar influidos por Piñera. Y cuando lo han dicho, ha sido para confundirse todavía más a sí mismos.
     Los escritores “realistas” cubanos introdujeron en su estilo mecánico la realidad investida de Historia que se celebraba afuera: suponían que empleando las frases cortas de Hemingway, o dilapidando a los rudos cosacos de Babel en sus murumacas narrativas, la historia les daría el espaldarazo redentor. Y este fue su error: hacer de la realidad una extensión de la Historia.
     En manos de un escritor “realista”, a un cojo o a un manco de Piñera no creo que le falte la misma pierna o la misma mano.
Respecto a la poesía, cualquier ingenuo pudiera pensar que eso se logra cortando la prosa como si fueran versos. Los versos de Piñera dan la idea de que pueden ser escritos por todos. Son los versos más democráticos del mundo. Parecen los versos de un niño. Pero de un niño malvado. Pero de un niño esencialmente malvado.

 

8

 

     Un  miércoles de 1954 Witold Gombrowicz anota en su Diario:

«Virgilio Piñera (escritor cubano): –¡Vosotros los europeos no nos tenéis ninguna consideración! No habéis creído jamás, ni por un momento, que aquí pueda nacer una literatura. ¡Vuestro escepticismo en relación con América es absoluto e ilimitado! ¡Inamovible! Está oculto tras la máscara de la hipocresía, que es una clase de desprecio aún más mortífera. En este desprecio hay algo despiadado. ¡Desgraciadamente nosotros no sabemos responder con el mismo desprecio!»

     Sigue observando Gombrowicz:

«Un arrebato de ingenuidad americana; los tienen las mejores mentes de este continente. En cada americano, aunque haya tragado todas las sabidurías y haya conocido todas las vanidades del mundo, siempre queda oculto el espíritu provinciano que en cualquier momento puede estallar en una queja infantil».Y le recrimina a Virgilio: «–Virgilio, no sea usted niño. Pero si estas divisiones en continentes y nacionalidades no son más que un desafortunado esquema impuesto al arte. Pero si todo lo que usted escribe indica que desconoce la palabra «nosotros» y que sólo la palabra «yo» le es conocida. ¿De dónde le viene entonces esta división entre «nosotros, los americanos», y «vosotros, los europeos»?»

     En esos años Gombrowicz se halla embarcado en una lucha difícil: por un lado, recrimina a los escritores argentinos que escriben como «buenos alumnos». Se burla de Borges y de Sur en general: les adjudica la condición de «hombres de letras», rebajando la condición a la categoría de amanuenses aristocráticos. Asegura que Borges pudo haber nacido en cualquier parte del mundo. No advierte que Borges, en realidad, nació en cualquier parte del mundo. Si la literatura es la verdadera Patria del escritor, veremos que Borges creó una Patria donde se podía mover libremente. Inventó una escritura «clásica» que era como un pasaporte en regla para moverse libremente por la República Internacional de las Letras. Que lo enterraran en Suiza corrobora la intención de su programa. Programa que hoy prosigue la Kodama divulgando con ejemplar pathos y dedicación la obra y personalidad de Borges.

 

9

     Gombrowicz había nacido en Polonia. Que se ensañara con la «forma nacional » polaca explica parte de la incomodidad que sentía siendo polaco. Le recrimina a la literatura polaca su fe, su civismo, su patriotismo y entrega... Su falta de realismo. Sobre todo: su falta de realismo, realismo que sólo encuentra entre las hilachas de la mala literatura polaca. La mala prosa polaca no soporta por mucho tiempo la mentira. Gombrowicz escribe mal. No escribe como Borges. Escribe sudando, trastabillando con la realidad. Escribe como quien corta la prosa en irregulares longanizas, como en el inicio de Kosmos:

«Sudor. Fuks avanza. Yo tras él. Pantalones. Polvo. Nos arrastramos. Arrastramos. Tierra, huellas de ruedas en el camino, un terrón, reflejos de piedrecillas brillantes. Resplandor. Calor infernal, hirviente. Un sol cegador. Casas, cercas de madera, campos, bosques. Este camino, esta marcha, de dónde, cómo, para qué hablar más.»

     Se parece un poco a Beckett en el sentido de que para ambos la realidad es el lugar donde la lógica libra su campo de batalla. Si Joyce quiso restaurar la realidad de la literatura –Joyce es el gran Restaurador de la Literatura: lo vemos corriendo de un lado para otro, restaurando las grietas que deja la realidad en el lenguaje, edificando su Muralla China del Lenguaje–, Beckett y Gombrowicz adoptan la devastación, la despoblación, como emblema. Abren huecos por donde pasó el irlandés enloquecido.

 

10

     Piñera también escribe «mal». Lleguemos a tal conclusión antes de que los restauradores de la República de las Letras de Cuba se salgan con la suya diciendo que, de tanto escribir «mal», Piñera es un buen ejemplo para escribir «bien». Ya andan imitando a Piñera en Cuba y el experimento no funciona. Porque para escribir tan «mal» como Piñera hace falta algo más que escribir «mal». Incluso para escribir tan «mal» como Piñera, y como Roberto Arlt, hace falta un endemoniado talento, y eso lo confunden los advenedizos a Piñera: confunden la pose con la lengua, el chisme con la literatura, la digresión con Proust. Como confunden de la misma manera a Lezama sus advenedizos, simulando algunas propiedades del hombre: la demasía verbal, la gordura o la insularidad.
     El poeta cubano Antón Arrufat (un restaurador de Piñera) dice en su prólogo a los Cuentos completos de éste:

«Es mediante el lenguaje que Piñera naturaliza sus ficciones. Parece en esto seguir el consejo de Stevenson de narrar con inalterable naturalidad los más fantásticos argumentos.»

     ¿Y quién dijo que Stevenson y Piñera narran con inalterable naturalidad los más fantásticos argumentos? Dejemos esa naturalidad a los escritores clásicos, que por otra parte no existen: no hay estilo perfectamente natural. Ni Dante, ni Shakespeare ni Balzac son clásicos. Ya Chesterton, refiriéndose a Stevenson, comparándolo con Poe, había descrito su técnica como pobre, débil, tensa y activa. Y prosigue: «Si da la impresión de que sus palabras son elevadas, de que cuida su estilo, es porque ante todo está muy despierto, muy vigilante... En resumen, las cosas que le gustaban eran casi siempre cosas verdaderas y, por regla general, se evidenciaban por sí mismas bajo la luz del sol.»
     A Piñera parece que le gustan las cosas verdaderas pero en realidad no es así: no le gusta la verdad que hay bajo la luz del sol. La realidad, para Virgilio, es fea, y ridícula. Es fea y ridícula por naturaleza; por inclinación intrínseca de la naturaleza hacia el mal; fea y ridícula porque sí. Porque le da la gana, diría Piñera, eludiendo algún régimen ontológico como respuesta; porque Piñera no sabe pensar, para eso tiene a su hermano el Filósofo, Piñera Llera, para que piense. El afeamiento y ridiculez de la realidad, para Piñera,  no proceden de la política. La política no la haría más fea y ridícula de lo que es. Un cuento como La carne puede ser leído de igual manera en cualquier escenario cubano: lo cursi cubano, en sí mismo, es tanto republicano como totalitario. Tampoco las palabras de Virgilio, en sus cuentos, son palabras elevadas, ni siquiera vigilantes. En un mundo de fealdad y ridiculez total la vigilancia es un gasto. Los feos personajes de Stevenson siempre son salvados por detalles estimulantes que redondean su figura y la verdad especial que representan. Dice Chesterton:

«Durante largo tiempo la muleta de John Silver se presenta en el preciso momento y es casi demasiado verdadera para ser genuina.»

     Demasiada verdad estropea la verdad de la literatura. Pero una verdad dicha a medias, esbozada, secreteada, marca el territorio de la literatura como un perro marcaría el suyo sin pensar en las consecuencias morales de su gesto. Virgilio no narra con inalterable naturalidad. Virgilio orina en su territorio, para que no entren Lezama, Guillén, Carpentier, los realistas cubanos, los otros, incluso los que hoy quieren penetrar en su territorio sin saber lo que han de perder como intrusos. Virgilio es un provinciano, como lo era Macedonio Fernández, pero desprovisto, Virgilio, de argumentos ontológicos siquiera para darnos literatura por metafísica. Virgilio le tira trompetillas a la metafísica y por eso parece natural. Cuando un personaje de Virgilio se presenta a escena, lo hace con muleta y nunca más la abandona, de ahí que necesite pequeños reductos literarios como el cuento y el poema, y no espacios mayores como la novela, donde sostener una muleta durante mucho tiempo puede costar caro. Virgilio escribe mal porque es provinciano, vitalmente provinciano. No encajó ni en Sur, ni en Orígenes, ni totalmente en Gombrowicz por las mismas razones que Reynaldo Arenas no encajó en ninguna parte, ni en la Habana ni en Miami. Su provincianismo les hizo escribir páginas memorables dentro de la literatura en castellano, y también les hizo escribir páginas deplorables. Estaban partidos no tanto por el hermafrodismo como por el provincianismo. Fueron escritores inconsistentes, necesariamente inconsistentes. Las peores páginas de Arenas son las páginas en que imita los juegos de palabras de Cabrera Infante. No hay peor cosa que un escritor «provinciano» imite a otro escritor «provinciano». Entonces sí se produce mala literatura. Mientras Cabrera imitó a Joyce y a Nabokov  todo fue bien (más o menos bien, leyó “mal” a Joyce y a Nabokov y uno se ríe, un poco, con el tropiezo), pues un escritor «provinciano» explota con sabiduría la lengua de un hombre de letras, como hizo Lezama con Góngora y Severo con Lezama. Pero el procedimiento tiene sus límites. La provincia tiene sus límites. Lo peor que le está pasando a la literatura cubana, hoy, es el uso inútil, ñoño, del provincianismo. Restringir a Lezama y a Piñera a una lectura nacional tout court es parte del desastre nacional del cual su literatura es sólo una mínima expresión. Imaginar una provincia como salvación o utopía. Qué horror, diría Piñera, el provinciano irrepetible.

11

     La posibilidad de contar una historia, sin embargo, sugiere la posibilidad de ser feliz. Nadie que no pretenda ser feliz, aunque sea en la oscuridad de su infelicidad, se dispondría a contar una historia, a alzar su voz para un auditorio. Tolstoi prefirió las formas breves –La muerte de Iván Ilich, Amo y sirviente, El padre Sergio– para su tarea didáctica con la (in)felicidad. Se habla de Chéjov como del gran cuentista ruso del XIX, y se olvidan las terribles formas breves con que Tolstoi trató de reconfortar a su auditorio imaginando las formas felices de la muerte y la desesperanza. Piñera eligió las formas breves porque su fealdad y ridiculez eran las formas de la felicidad. Sus cojos son felices. Portan sus muletas como quien entra a la felicidad dando muletazos de alegría. También el infierno es el lugar de la posibilidad:

«Ya en la vejez, el infierno se encuentra tan a mano que lo aceptamos como un mal necesario y hasta dejamos ver nuestra ansiedad por sufrirlo. Más tarde aún (y ahora sí estamos en sus llamas), mientras nos quemamos, empezamos a entrever que acaso podríamos aclimatarnos.» (El infierno).

     Si la novela postula lo inconmensurable de la vida, como quería Benjamin, el cuento no es lo contrario, como podría suponerse: pues el cuento no le concede tregua al tiempo, el cuento no deja que se viva de él, el cuento, como el poema, es la sublimidad absoluta, la abolición de cualquier distancia, incluidas las vitales. Nadie puede vivir a la altura de un cuento, como nadie puede vivir a la altura de un poema; y sin embargo, aunque su gesto estuviera marcado por la imposibilidad eterna de la empresa, se puede vivir en términos de una novela.
     El cuento es lo inconmensurable en sí mismo. No tiene marco propicio para existir. Está condenado al fracaso como género porque en un futuro será imposible pagar algo por un cuento. La muerte de Ana Karenina pesa más que la muerte de Iván Ilich en el mercado literario de valores.  Ambos pertenecen a la literatura pero de modo distinto. Los cuentos de Piñera –excepto dos o tres, los más programáticos, los más perfectos, como En el insomnio– no pertenecen a la literatura. Sólo en esto pueden parecer naturales. Como los de Macedonio Fernández, Ror Wolf, Felisberto Hernández, Lezama Lima, Calvert Casey, Robert Walser, no pertenecen al Mercado Literario de Valores. Nadie puede vivir a la altura de esos cuentos. No sirven ni para el metro ni para la oficina. Ni para los suplementos dominicales ni para las lecturas escolares. No pertenecen tanto al fracaso de la literatura como al fracaso de las vidas de aquellos que los escribieron. Y ese fracaso se huele cuando se leen. Robert Walser no puede contar una historia porque no hay historia que contar, porque la naturaleza, en sí misma, carece de historia que contar, y Robert Walser no es distinto a la naturaleza. Alrededor de la muerte de Iván Ilich ronda el propio fracaso de Tolstoi. Ese cuento huele a chamusquina, es el pellejo del propio Tolstoi Ilich el que arde, el que suda su muerte, como es el propio Piñera el que se corta una nalga para que todos comamos de ella en La carne.
     (La literatura debe estar en otra parte, dice el lector asustado y huye de la barbería donde le afeitan el pescuezo.)

 

12

     Un cuento de Piñera demora en ser leído un tiempo medio de 6 minutos. Los más largos, como El conflicto y El caramelo, unos 30 minutos. En el insomnio, tomado por el reloj, unos 25 segundos.  Pero por lo general uno lo lee por segunda vez: entonces 1 minuto. 1 minuto no es mucho tiempo.

 

13

     En la literatura cubana hay varios antecedentes de Piñera: el poeta Zequeira, el novelista Miguel de Marcos, algunas páginas de Ramón Meza, una cuarteta de Martí y la Otra Parte de Lezama Lima: Lezama el Malo, Lezama Mr Hyde, Lezama el Guasón, Lezama desprovisto de su Sistema Poético. La prosa de Miguel de Marcos es la más cercana a la prosa de Piñera:

«Succionaba un pirulí. Absorto, silencioso, una lumbre de codicia y de euforia en el agua estancada de sus ojos, parecía extraer todos los éxtasis y todos los jugos de aquel empeño de su lengua y de sus labios, con el cual redondeaba el vasto caramelo insertado en una varilla.»

     Es Fotuto, en la novela homónima, el que lame indolentemente el caramelo, y el doctor Borges (¡el doctor Borges!) le dice: «–Es inútil, muchacho. Tienes la edad del siglo. Estás aquí, en mi farmacia, hace tres meses, y no adelantas un paso. –Y añadió con aire de infinita compasión–: No te censuro. Es la lombriz solitaria que te consume.»

 

14

     Hay la buena y la mala alegoría. De la segunda entendemos todo. De la primera también lo entendemos todo pero necesitamos que nos lo expliquen una y otra vez. Finalmente, todas las ficciones son comprensibles. Ningún embrollo puede pasar por buena literatura. El Finnengans Wake, de Joyce, podría entenderse perfectamente si le dedicáramos una o varias vidas a su lectura. Como nos recomendara un cabalista judío, sólo tendríamos que posar la vista con fijeza en las letras de las palabras todo el tiempo que se pueda –horas, siglos– y el sentido aparecerá. Alguna vez aparecerá. Brotará de golpe, como una fuente en medio de un parque yermo. Si uno fija la vista en la prosa barroca de Lezama un tiempo indefinido, las palabras se pondrán en movimiento. Con los cuentos de Piñera pasa todo lo contrario: su prosa no admite que la miren. Podría aplicarse a la prosa de Piñera la denominación de Poe sobre la alegoría:

«Una cosa es clara: si alguna vez una alegoría obtiene algún resultado lo obtiene a costa del desarrollo de la ficción, a la que trastrueca y perturba. Allí donde el sentido alusivo corre a través del sentido obvio en una corriente subterránea muy profunda, de manera que de no interferir jamás con lo superficial a menos que así lo queramos, y de no mostrarse a menos que la llamemos a la superficie, sólo allí y entonces puede ser consentida para el uso adecuado de la narrativa de ficción.»

     Una a una, no cuentan sus palabras. Carecen de sentido, de espesor, como dicen los franceses. Juntas, en hilera, en prosa, producen peor impresión. Ningún heroico Flaubert podrá enmendarlas. Las que más brillan (caca, zapato, Coco, payaso, Monona, orinal, Pepito, pelos de punta, excretas, Belisario, hecatombizó, cake, igualito, bañadera...) brillan para nada. Son las marcas de un territorio para nada, lo cual responde a su singular estética del cuento.

 

15

     Virgilio Piñera murió en 1979. Murió pobre. Se lo merecía. Había nacido y había vivido en la pobreza y nada hace suponer que la pobreza no fuera su hábitat. Apenas se le volvió a publicar mientras vivió. Su miedo le permitió seguir escribiendo pues aseguran que dejó unas veinte cajas de manuscritos. Apenas modificó su estilo. Un estilo menor, irregular, inconfundible. Algo así como un estilo patriótico si la patria nunca hubiera tenido nombre.

 

(*) Versión extensa.

 

Lontananza

 

     Comencé a escribir algo tarde y en circunstancias escasamente propicias a la “formación de un hombre de letras”. Me había graduado de químico industrial en la Habana y el ejército había “requerido” de mis supuestas habilidades como químico en uno de sus regimientos. Fueron seis años. Y debo confesar que el ejército tal vez no sea el lugar adecuado para la “iniciación” o “formación” de un “hombre de letras”. Y si es un ejército de un país totalitario –en el sentido en que se convierte en una derivación ideológica férrea del Estado, Estado que no se contenta con ramificarse en una infinita burocracia, sino además de inocularla militarmente en el corazón de las personas-, el problema de llegar a ser un “letrado”, siquiera un escritor, siquiera un poeta que lee los poemas para sí mismo, es un problema metafísica y psicológicamente arduo.
     Sin embargo, por otro lado, la experiencia del ejército creo que me ha sido más propicia que la experiencia de “formación de un letrado”. En primer lugar, porque en un estado totalitario desaparece el espacio “natural”, llamémosle público, para el posible “hombre de letras”; y en segundo lugar, porque la humillación y el orden naturales al ejército son formas de la ficción difíciles de adquirir leyendo a los clásicos en un aula de filología.
     El primer cuento más o menos legible que escribí por esos años –alrededor de 1984-, es un relato sobre Kafka. Resulta que había “descubierto”, como por carambola, después de cuatro o cinco cuentos que hoy por suerte no existen, que la escritura servía para conectar “realidades de orden distinto”. (Recuerdo que uno de estos cuentos trataba de un gato entre hemingweyano y cortazariano que no sabía si convertirse en símbolo o artefacto volador, el gato, de pronto, a través de un corte brusco de la sintaxis voló y cayó en no sé qué región del espacio y el tiempo que yo presumía mágica, o fantástica.) En el cuento sobre el checo, había logrado, malamente, colocar las manos de su última compañera –Dora Dymant-, apretadas a las de Kafka en el sanatorio para tuberculosos de Kierling,  junto a los chinos antiguos y una experiencia mía de “amor” – de amorcito – en una posada –casa de citas – de la Habana, posada de paredes sucias y colchones habitualmente portadores de liendres y otros microscópicos insectos y arácnidos. De cualquier manera, cuando se es joven, el mundo, por muy sórdido que sea, parece bello. Naturalmente bello. Y si hay fealdad, no está implicada en la belleza, no forma parte de ella, y no impide que el mundo se divida en limpias regiones como el Bien y el Mal, o que el Mal sea una función o extensión controlada por el Bien.
     En el ejército aún no había tenido la oportunidad de percatarme de la “esencia” o condición totalitaria del país en que vivía. Pero el ejército, en sí mismo, es una experiencia ejemplificante del totalitarismo. Y ya en el cuento sobre Kafka el prota-agonista había aparecido en un párrafo jadeante de oraciones breves cortando con una bayoneta la cerca que dividía la unidad militar de la ancha avenida que se divisaba desde arriba, porque mi regimiento estaba en el castillo de una loma.
     Por esos años comencé a leer en la biblioteca de la Casa de las Américas algunos clásicos latinoamericanos como Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, Julio Cortázar, Felisberto Hernández, Octavio Paz y bastantes novelas y libros de cuentos y de poemas de aquello que se llamó el “boom” latinoamericano. Tales libros sólo se encontraban en dicha biblioteca, a no ser algunas ediciones producidas por la misma Casa, como los cuentos del peruano Julio Ramón Ribeyro, la poesía de Nicanor Parra y otros importantes y apenas conocidos escritores en Cuba. Y por suerte también encontré en la biblioteca libros difíciles de hallar como los relatos de Rodolfo Walsh, Osvaldo Lamborguini, Roberto Arlt, Macedonio Fernández, los poemas de Idea Vilariño y Coronel Urtecho, las novelas de Juan Carlos Onetti, y cubanos “prohibidos” como Severo Sarduy.
     Para mí fue una suerte (las bibliotecarias me tomaron aprecio: ver a un militar leyendo a esos autores “extraños” o “prohibidos” tenía su gracia) no  empezar donde  solían empezar la mayoría de los escritores cubanos de esos y anteriores años, “formándose” en la tradición nacional, que ya desde 1965 se restringía, grosso modo, a José Martí, Cirilo Villaverde, Nicolás Guillén, terminando en la llamada Literatura de la Revolución. No es que mi tradición, la cubana, sea deficiente. Al contrario, es competente. Pero una tradición nacional, cuando es un canon impuesto o alterado, resulta doblemente incompleta: porque es nacional y porque lo nacional es reducido a lo ideológico.
     También pasaba que los escritores cubanos nacidos después de 1959 y que no abandonaron la Isla, debían de transitar por instituciones “formativas” que aseguraban su posible pertenencia a la Literatura Nacional.
     Los cuentos debían de ser “duros” –si por duros se entiende la fijeza de un conflicto moral-social-, sobrios – exentos de metáfora, complicaciones narrativas o amplificaciones sintácticas – y poseer, inexorablemente: introducción, nudo y desenlace, aunque se comenzase por el desenlace. Y en poesía, había que intentar una lengua entre neutra y oral, enfocada – u ofuscada – la mente en la “culpa burguesa” o en alguna forma de redención ligada a la construcción de la Utopía.
     Era difícil zafarse de tales límites vitales y retóricos. El totalitarismo, si se ejerce en un terreno insular, puede asumir características imprevistas en su moderna tradición política. Una isla, si se mira bien, es un pequeño accidente en la  composición del mundo. Un terreno de más o menos escasas dimensiones que alguna vez estuvo a la deriva engendra en sus habitantes una doble conciencia: la conciencia de la “originalidad” y la conciencia de la “repetibilidad” –ambas insulares. Una  isla está condenada a una dinámica que, en términos físicos, puede definirse como aquella de los “sistemas cerrados”, de los pequeños “sistemas cerrados”. En su circuito cerrado el número de variables en términos de “cambio”, además de ser finitas –o por ser finitas- están condenadas a la repetición, como quería Nietzsche refiriéndose a la inmortalidad. Y los intercambios con el “exterior” asumen la impronta de bruscas deformaciones imperativas, de ahí que una isla está condenada a no tener historia o a agenciársela por medios violentos, como Cuba, Inglaterra, Irlanda y Haití.                       
     Que en una isla no penetren con facilidad los libros, o sistemáticamente una cierta cantidad de hombres de “otras partes”, o sea difícil –por no decir imposible en condiciones totalitarias – el viaje de sus habitantes al exterior, son variables inmanentes a su insularidad. ¿No se quejaba el escritor cubano Virgilio Piñera (aunque él había tenido la oportunidad de vivir en Buenos Aires durante ocho duros años en diálogo con el polaco Gombrowich y la claque de Sur) de “la maldita circunstancia del agua por todas partes? ¿No halló Lezama en su ser-isla una posibilidad redentora tanto en lo personal como en lo literario, pues como le dijo a Juan Ramón Jiménez  “yo desearía nada más que la introducción al estudio de las islas sirviese para integrar el mito que nos falta, por eso he planteado el problema en su esencia poética, en el reino de la eterna sorpresa, donde, sin ir directamente a tropezarnos con el mito, es posible que éste se nos aparezca como sobrante inesperado, en prueba de sensibilidad castigada o de humildad dialogal”. Sin embargo, Lezama también era consciente de la aspereza que rodeaba a quien quisiera construir una Casa del Ser partiendo de una Isla: “En el centro de lo insular nuestro, la pedregosidad como amenaza y resistencia”.
     De ahí que el exilio, si se origina en una isla, asuma una gravedad o ligereza que no debe confundirse con otras variantes de exilio intra o inter continentales. Cualquier exilio, en sí mismo, es una aparición de la discontinuidad. Pero en el caso de un isleño, tal discontinuidad se trueca en exabrupto. El salto al vacío se verifica en lontananza. Y la verificación de la “otra realidad”  tiene mucho del aprendizaje al que está condenado un sordomudo que recuperase súbitamente sus funciones en medio de una calle repleta de gentes chillando.
     Julián del Casal, uno de los grandes poetas cubanos, aunque no practicó el exilio, edificó en el XIX su poesía en relación a esta “cultura de lontananza.” Sus chinerías y japonerías eran aprendidas en los gruesos álbumes y revistas que llegaban con imágenes y paisajes asiáticos, o en una tienda de la Habana donde esas imágenes desembarcaban trocadas en “productos” –jarrones, telas, abanicos, cositas de nácar –, casi siempre fabricados en Europa.
     Más de setenta años después, el exiliado Severo Sarduy, en París, influido directamente por los estructuralistas franceses, y recordando el barroco de Lezama (había declarado casi con humildad que concebía su obra como una cita al pie de la Obra lezamiana), llenó “las extensiones literarias posibles” de signos-productos. Su lontananza, ahora, era la Isla: paisaje vacío que había que cubrirlo de telas y andariveles, como se levanta un estrado de cartón o madera de bagazo de caña para alguna cómica función donde los chinos se visten de chinos. 
     Resulta curioso que una isla tan pequeña como Cuba haya producido tres de los grandes escritores barrocos de América –Alejo Carpentier, José Lezama Lima y Severo Sarduy-, cuyos excesos verbales no son nada gratuitos. Desde el siglo XVIII, el delirio político y vital de Cuba habría que entenderlo como la búsqueda de un plenum frente a la intemperie.    
     He tratado de explicar todo lo anterior, porque me parece que sin la experiencia de lectura que tuve en la biblioteca de la Casa de las Américas, mi experiencia del exilio habría sido menos acompasada. Pues leyendo la prosa y la poesía de “exiliados” como Osvaldo Lamborghini, Julio Cortázar, Witold Gombrowich, Juan Carlos Onetti, Severo Sarduy, Enrique Labrador Ruíz, Reynaldo Arenas, Orlando González Esteva, Gastón Baquero –estos cuatro últimos cubanos como Sarduy-, había llegado a un conocimiento del “exilio”, como diría Lezama, a través de la “vivencia oblicua”.
     Haber leído El fiord de Lamborghini junto a El pozo de Onetti prepara tu piel para futuros y adversos viajes, incluso para estadías en la cárcel, asunto este que valoré como positivo en la década de 1990, donde la cárcel era una posibilidad tan real como el exilio.
     Entre tanto “realismo mágico” que la década deparaba, sumado al “realismo” cubano –prácticamente peor que el realismo socialista ruso, pues el cubano pintaba su fachada de literatura “dura” norteamericana-, era un “bálsamo” la prosa de El fiord, que por cierto ha sido escasamente reconocida en el panorama de nuestras letras iberoamericanas:

¿Y por qué, si a fin de cuentas la criatura resultó tan miserable -en lo que hace al tamaño, entendámonos- ella profería semejantes alaridos, arrancándose los pelos a manotazos y abalanzando ferozmente las nalgas contra el atigrado colchón? Arremetía, descansaba; abría las piernas y la raya vaginal se le dilataba en círculo permitiendo ver la afloración de un huevo bastante puntiagudo, que era la cabeza del chico. Después de cada pujo parecía que la cabeza iba a salir: amenazaba, pero no salía; volvíase en rápido retroceso de fusil, lo cual para la parturienta significaba la renovación centuplicada de todo su dolor. Entonces, El Loco Rodríguez, desnudo, con el látigo que daba pavor arrollado a la cintura -El Loco Rodríguez, padre del engendro remolón, aclaremos-, plantaba sus codos en el vientre de la mujer y hacía fuerza y más fuerza. Sin embargo, Carla Greta Terón no paría. Y era evidente que cada vez que el engendro practicaba su ágil retroceso, laceraba -en fin- la dulce entraña maternal, la dulce tripa que lo contenía, que no lo podía vomitar.

     Y Onetti, ese que no puede abrir un canon, o fijarlo, porque es irrepetible ya desde El pozo en 1938, y porque no basta escribir tirado en una cama, o practicando el ejercicio del alcoholismo:

Dejé de escribir para encender la luz y refrescarme los ojos que me ardían. Debe ser el calor. Pero ahora quiero algo distinto. Algo mejor que la historia de las cosas que me sucedieron. Me gustaría escribir la historia de un alma, de ella sola, sin los sucesos en que tuvo que mezclarse, queriendo o no. O los sueños. Desde alguna pesadilla, la más lejana que recuerde, hasta las aventuras en la cabaña de troncos. Cuando estaba en la estancia, soñaba muchas noches que un caballo blanco saltaba encima de la cama.

     Recientemente, la editorial Siruela publicó una novela corta –La casa de los náufragos, cuyo verdadero título es Boarding home– de un escritor cubano exiliado tan desconocido en Cuba como en España y América. Guillermo Rosales era todo lo contrario a un “hombre de letras”. Ni siquiera Reynaldo Arenas, que de algún modo luchó desde el principio por ser un “buen escritor”, alcanza la dura sobriedad y la lúcida conciencia que concede a algunos la locura, que es el exilio total. Cuando sus familiares lo ven llegar al aeropuerto de Miami, no saben qué hacer con aquel flaco adefesio al que le faltan los dientes, y una tía lo deja en un boarding home, suerte –o mala suerte – de “casas de acogida”, donde encontrará otros “monstruos” exilados similares a él. La tía le explica serenamente:

                        -Ya nada más se puede hacer.

                        Y el sobrino piensa, o susurra, o escribe en voz baja:

     Entiendo. He estado ingresado en más de tres salas de locos desde que estoy aquí, en la ciudad de Miami, a donde llegué hace seis meses huyendo de la cultura, la música, la literatura, la televisión, los eventos deportivos, la historia y la filosofía de la isla de Cuba. No soy un exilado político. Soy un exilado total. A veces pienso que si hubiera nacido en Brasil, España, Venezuela o Escandinavia, hubiera salido huyendo también de sus calles, puertos y praderas.

 

                                                   (Barcelona, primavera y 2006)

 

 

El último moderno

(fragmento de un ensayo mayor)

 

(…………………………………………………………………………….)

     ¿Qué tiene de similar Paz respecto a Huidobro? Mucho, pues la «dialéctica» de Paz también gira alrededor de la «imagen» como punto central de un proceso «cosmogónico» –palabra utilizada por Huidobro para referirse al poema «creado»– sólo conseguible a través de una actividad de la razón formal visionaria: el poema como simulacro de la naturaleza o del mundo –en el fondo, o como marco, la página en blanco.
     Huidobro ensalzaba a los poetas españoles que hicieron creacionismo o una labor semejante al creacionismo, como Gerardo Diego y Juan Larrea. Del primero citaba imágenes como las siguientes:

Una paloma despega del cielo.

     De Larrea:

Un pájaro cambia el tiempo.

     Y:

Lechos de ladrillos entre los sonidos. 

     ¿Acaso no es posible escuchar –ver- en este tipo de imágenes visuales y a la vez mentales, anticipada, la voz de Paz? ¿O quizá sólo estemos escuchando la voz eterna de la poesía, es decir, la pura metáfora en juego?
     Otro aspecto que los unía era su posición admirativa ante la vanguardia como proceso de la modernidad: la aceptación del cosmopolitismo, de las nuevas dinámicas, del tempo de la vida moderna.
     Sin  embargo, Paz toma sus distancias respecto a Huidobro y su poética creacionista. Paz está más cerca de una poética analógica (que opere a través del juego de correspondencias) que de una poética que ponga en juego una libertad excesiva de las palabras y del proceso poético. Comparando a Huidobro con el poeta norteamericano William Carlos Williams (“La flor saxífraga”, El signo y el garabato, 1991), Paz, después de subrayar la idea de Williams en cuanto a la imaginación como “una fuerza creadora que hace objetos,”(13) establece una diferencia sustancial entre ambos creadores luego de acercarlos provisoriamente:

Es increíble que nuestros críticos no hayan reparado en la extraordinaria semejanza de estas ideas con las que, por los mismo años (en rigor un poco antes), Vicente Huidobro proclamaba en declaraciones y manifiestos. Cierto que se trata de ideas que aparecen en muchos poetas y artistas de la época (por ejemplo en Reverdy, iniciador de Huidobro en la poesía moderna) pero el parecido entre el norteamericano y el latinoamericano es impresionante. Ambos invierten casi en los mismos términos la estética aristotélica y la convierten a la era moderna: la imaginación es, como la electricidad, una energía y el poeta es el agente transmisor. Las teorías poéticas de Williams y el “creacionismo” de Huidobro son gemelos pero gemelos enemigos. Huidobro ve en la poesía un homólogo de la magia y quiere, como el chamán primitivo que hace lluvia, hacer poesía.

     Y le deja a Williams el rol de poeta moderno en contraposición al vanguardismo de Huidobro:

Williams concibe a la imaginación poética como una actividad que completa a la ciencia y rivaliza con ella. Nada más alejado de la magia que Williams.

     Paz se apresura a separar bruscamente ambos métodos. Tiene razón en separarlos, porque ambas poéticas –la de Huidobro y la de Williams-, a pesar de ofrecer un buen número de semejanzas, difieren sustancialmente, pero tal vez no por las razones que Paz esboza.
     Adjudicarle a Huidobro la condición de chamán de la poesía sería colocar su método a la altura de la “escritura automática” o de un simbolismo más o menos esotérico del cual el poeta-chamán pueda extraer algunas “fulguraciones” de orden secreto: sea del inconsciente, sea del universo como un nudo inextricable de correspondencias. Y no creo que Paz haya aludido a algunas corrientes del futurismo europeo que trataron de convertir a la poesía en un lenguaje cifrado para una secta secreta.
     Si en verdad Huidobro proviene de Reverdy, habría que ubicarlo –como hace Paz con Reverdy- en la línea de Apollinaire. Éste, para Paz, había suprimido “casi enteramente los conectivos y los nexos sintácticos..., aplicó la técnica del collage por inserción de frases hechas en el texto y, en fin, se sirvió de la yuxtaposición de distintos bloques verbales”.
     En fin, no creemos que Huidobro se haya comportado como un mago o chamán, sino como un poeta que depositaba en la materia verbal, si no toda, al menos la mayor parte de sus esperanzas, buscando una nueva especie de metáfora o de metaforización. A lo que habría que añadir los juegos formales en la página: búsqueda de una nueva sintaxis para los bloques de imágenes.
     En su ensayo “Decir sin decir: Altazor” (1985), del libro Convergencias (1991), Paz se refiere a uno de los libros iniciales de Huidobro, Horizon carré, de la siguiente manera:

Un horizonte cuadradro, decía Huidobro, es un hecho nuevo, inventado, creado por mi. Antes no existía”. Pero no decía -¿se daba cuenta?- que se trataba de un hecho imaginario: en la realidad no hay ni puede haber horizontes cuadrados. Incluso puede agregarse que no los hay, tampoco, en el reino de la imaginación: un horizonte cuadrado, más que una realidad imaginaria, es una realidad meramente verbal. No la podemos ver con los ojos ni pensarla con la mente; en cambio, podemos decirla.

     Paz no repara que un poeta norteamericano moderno –seguidor de Williams, digamos- podría contradecir tal incapacidad de ver y pensar frente a la única posibilidad de decir que brinda Paz. Un componente de la modernidad es un desafío a esquemas como el de Paz: pensar a través de la poesía es precisamente crear, o avizorar, mundos “extraños” a la mente. El “verso proyectivo” de Olson, por ejemplo, trata de anular las previsibles antinomias entre pensamiento, visión y materia verbal. Para la tradición norteamericana, desde Emily Dickinson a Pound, Williams, Zukofski, Wallace Stevens, Elizabeth Bishop, Charles Olson, “el ojo de la mente” juega un papel crucial. 
     Decía Olson (a quien Paz no reconocía mucho como poeta):

Un norteamericano
es un complejo de ocasiones,
ellas mismas una geometría
de naturaleza espacial.

     Y Williams insistía:

                        Sólo la imaginación es real.

     En este sentido, Paz se desplaza de manera consciente o inconsciente hacia una estética de cierto sabor clasicista, que sitúa la claridad, la pertinencia entre lenguaje y pensamiento –o imaginación- como eslabón central del proceso de la poesía, aspecto que los románticos ya habían tratado de violentar.
     Incluso al comentar el poema Altazor de Huidobro –poema que distingue positivamente del resto de la obra del chileno-, Paz no llega a comprender totalmente la “insensatez” de las últimas sílabas de Altazor, que se desgajan del poema como salpicaduras del cuerpo mayor:

Lalalí
Io ía
iii o
Ai a i ai a iiii o ia

     Paz reconoce la “Muerte y transfiguración de las palabras y del héroe Altazor-Vicente”. Reconoce, también, que “el sacrificio de Altazor” es su muerte “metafórica y se resuelve en una insólita resurrección: “el pájaro tralalí”. Este pájaro –argumenta Paz-, “como espíritu transfigurado de Altazor”, canta En la rama de mi cerebro, según el verso de Huidobro. Canta –según Paz-, porque encontró la clave del eternifrete... que es la del unipacio y el espaverso, citando estos versos de Huidobro.
     Paz ve la “insensatez” en la confusión del ser con el lenguaje desprovisto de sentido:

Altazor no cae: desaparece en las alturas, convertido en espacio y universo. Se ha vuelto unas cuantas sílabas que ya no significan sino que son.  El ser ha devorado al significado. Para Huidobro la operación poética consiste en la fusión entre el significado y el ser. Extraña confusión: el lenguaje regresa al ser pero deja de ser lenguaje... El castigo de Huidobro es no haber sabido que las sílabas que canta Altazor en el canto séptimo son, literalmente, insensatas.

     Y achaca la “insensatez” de Huidobro a la incapacidad natural del lenguaje para ser algo más que “nombres de cosas”:

Huidobro se equivoca, las sílabas sueltas con que termina su poema, aunque han dejado de ser propiamente signos, no son objetos vivos. Y más: no son, están a medio camino entre el sentido y el ser. Han dejado de ser palabras y aspiran al pleno ser sin lograrlo: son ilusiones y alusiones a aquella realidad que está más allá del sentido y que es indecible.

     Paz no repara en que si algo tienen las “sílabas sueltas” de Huidobro, es la peculiaridad de ser algo más que sílabas sueltas, convirtiéndose –en su relación contextual con toda la extensión del poema- en signos vivos, que habitan lo indecible como un punto de fuga habitaría nuestras inestables relaciones con la realidad y con las propias palabras. Punto de fuga enclavado en Altazor como inestabilidad de la creación poética, lo cual le ofrece a este poema una magnitud moderna imprevista, no sólo una voluntad de épater le mot juste.
     Saúl Yurkievich, en su artículo Los gozos ideográficos de Vicente Huidobro, es más justo que Paz al evaluar una poética –la de Huidobro- semejante a la del mexicano:

Huidobro adapta sus recursos de representación a esas aleatorias superposiciones de sensaciones heterogéneas y fugaces que son ahora el mundo constantemente modificado por el avance industrial, por la continua mudanza del hábitat y del paisaje urbano, por el constante desplazamiento técnico y noético. Para figurar este vértigo, este torbellino de instantáneas  y dispares coexistencias en movilidad y mutación permanente, aplica un arte multiforme, tan multívoco como la realidad que busca simbolizar... Su poesía se vuelve arte de los destiempos y de los desespacios. 

     Y es en tales destiempos y desepacios donde hay que encontrar la idea unificadora del ritmo en Huidobro; el ritmo como tensión entre la metaforización y las discontinuidades: dicotomía entre la magia analógica y el nerviosismo urbano, ambos no exentos de automatismo.
     En El arco y la lira, cuando Paz habla acerca del papel del ritmo en la poesía, le concede el carácter de hechizo mágico. Según Paz, nadie puede sustraerse a la creencia en el poder mágico de las palabras. Ni siquiera aquellos que desconfían de ellas. Más adelante observa acerca de la escritura automática, método de trabajo de algunos surrealistas:

Todo aquel que haya practicado la escritura automática –hasta donde es posible esta tentativa- conoce las extrañas y deslumbrantes asociaciones del lenguaje dejado a su propia espontaneidad.

     Y:

En el fondo de todo fenómeno verbal hay un ritmo. Las palabras se juntan y separan atendiendo a ciertos principios rítmicos. Si el lenguaje es un continuo vaivén de frases y asociaciones verbales regido por un ritmo secreto, la reproducción de ese ritmo nos dará poder sobre las palabras.

     El problema del ritmo no es sólo vital para el poeta mexicano. Si hacemos un somero análisis del significado del ritmo, veremos que en un poeta se vuelve cuestión básica cuando su fuerza de inspiración brota directamente de dicho ritmo, o cuando coloca al ritmo en relación directa con un orden de relaciones más amplios, sea el cosmos, el universo u otra entidad semejante. Es imposible la poesía sin ritmo. Incluso la anti-poesía calcula prescindir de los ritmos usuales para crear otros, simulando la oralidad, la neutralidad o la conversación –o exhortación- reposada o exaltada (en el caso de la poesía cívica o política). Pero en poesía es difícil discernir la especificidad del ritmo. Podemos ver tal especificidad en la materialidad de la palabra y en sus relaciones con las demás palabras, aunque el problema se complica cuando entran a formar parte otras funciones poéticas, como las imágenes en relación con las palabras, y en el caso de ciertos poetas, el espacio visual en relación con las imágenes y  con el flujo verbal.
     Las rupturas métricas, por ejemplo, pueden establecer nuevas categorías de ritmos. La lectura de versos extensos a lo Asunción Silva –su poema Nocturno- crea un ritmo específico sólo reconocible en Silva, lo mismo que los versos cortos de Martí en los Versos sencillos. Ambos son modernistas, pero de manera distinta, lo mismo que Rubén Darío, que resume así su idea del ritmo:

Hoy no se hace modernismo con simples juegos de palabras y de ritmos. Hoy los ritmos nuevos implican nuevas melodías que cantan en lo íntimo de cada poeta la palabra del mágico Leonardo: Cosa bella mortal passa, e non d´arte.

     No obstante, es imposible separar, en tales rupturas, los ritmos que acontecen a través de las reuniones de palabras del material que dichas palabras intentan hacer visible (o audible).
     El mismo problema se presenta con la escritura automática: por un lado, el automatismo puede estar dirigido a cierta productividad más o menos aleatoria de palabras en el plano de los sonidos y sentidos; y por otro, puede estar dirigido a  poner en juego “las profundidades del inconsciente”, vinculando la productividad a ciertas “tramas” o “ficciones” que el poeta puede dar por públicas o privadas. (¿Qué poeta no hace de la poesía su “drama” personal?). Si el poeta da por sentado que las palabras producidas, debido a su presunto estado primordial, detentan “el secreto” o la “verdad” poética, el problema de la analogía –tema tan caro en Paz- se debate a un nivel diferente que si opta por la convicción de haber producido una “nueva realidad”, o al menos haber desentrañado las claves de “otra” realidad.
     Paz, como todo poeta, está escindido en diversos niveles del mismo problema: por un lado, según él las palabras son signos que existen en una suerte de estado pre-encantatorio, como afirma en El arco y la lira:

La operación poética no es diversa del conjuro, el hechizo y otros procedimientos de la magia. Y la actitud del poeta es muy semejante a la del mago. Los dos utilizan el principio de analogía; los dos proceden con fines utilitarios e inmediatos: no se preguntan qué es el idioma o la naturaleza, sino que se sirven de ellos para sus propios fines. No es difícil añadir otra nota: magos y poetas, a diferencia de filósofos, técnicos y sabios, extraen sus poderes de sí mismos.

     Y por la otra, dichos signos necesitan el trabajo del alquimista:

Toda operación mágica requiere una fuerza interior, lograda a través de un penoso esfuerzo de purificación. Las fuentes del poder mágico son dobles: las fuerzas y demás métodos de encantamiento, y la fuerza psíquica del encantador, su afinación espiritual que le permite acordar su ritmo con el del cosmos. Lo mismo ocurre con el poeta. 

     Sin embargo, el mago o chamán deben su poder no sólo a los Dioses. El poder le es conferido, además, por su capacidad vinculante entre el mundo en que habitan y el otro mundo, es decir, por su capacidad de leer en las cosas de este mundo los signos o significados del otro mundo. La credibilidad del mago o chamán –y por consiguiente la del poeta- va a estar acreditada por su capacidad de religar, de relacionar, de crear metáforas con determinada posibilidad de lectura.
     Paz encuentra en el surrealismo y en el creacionismo parte del método: le subyuga la voluntad de poner en libertad a las palabras, de aventurarlas en su propia naturaleza, a que tracen, las palabras en libertad, su itinerario inmanente. Al final, teme que tal desenfreno se vuelva en contra de la empresa, y que en vez de legibilidad tengamos galimatías, garabatos o metáforas estériles. La libertad de las palabras ha de existir, pero sin carecer de algún centro o mecanismo que las reponga en el juego universal:

Palabras, frases, sílabas, astros que giran alrededor de un centro fijo. Dos cuerpos, muchos seres que se encuentran en una palabra. El papel se cubre de letras indelebles, que nadie dijo, que nadie dictó, que han caído allí y arden y queman y se apagan. Así pues, existe la poesía, el amor existe. Y si yo no existo, existes tú. (“Hacia el poema”, ¿Águila o sol?)

     En este mismo poema aparece una línea separada, cumpliendo su aparición con la fuerza del aforismo:

Todo poema se cumple a expensas del poeta.

     La relación entre Historia y sueño da paso a la imagen, a la actividad del poema que se resiste a ser puro secreto de la naturaleza o del hombre:

Cuando la Historia duerme, habla en sueños: en la frente del pueblo dormido el poema es una constelación de sangre. Cuando la Historia despierta, la imagen se hace acto, acontece el poema: la poesía entra en acción.

     Paz teme que el yo del poeta quede fragmentado durante el proceso de puesta en libertad de las palabras. O más exacto, que no quede lo suficientemente objetivado, realizado, encarnado durante el proceso. De ahí sus reparos ante la escritura automática:

La sistemática destrucción del yo –o mejor dicho: la objetivación del sujeto- se realiza a través de diversas técnicas. La más notable y eficaz es la escritura automática; o sea: el dictado del pensamiento no dirigido, emancipado de las interdicciones de la moral, la razón o el gusto artístico. Nada más difícil que llegar a este estado de suprema distracción. Todo se opone a este frenesí pasivo, desde la presión del exterior hasta nuestra propia censura interior y el llamado “espíritu crítico”. Tal vez no sea impertinente decir aquí lo que pienso de la “escritura automática”, después de haberla practicado algunas veces... Como experiencia me parece irrealizable, al menos de forma absoluta. Y más que método lo considero una meta: no es un procedimiento para llegar a un estado de perfecta espontaneidad o inocencia sino que, si fuese realizable, sería ese estado de inocencia.

     Maurice Blanchot considera la actividad poética como un esfuerzo de dislocación del yo, esfuerzo, por otra parte, siempre paradójico:

Es necesario que haya en la actividad poética algo que se oponga al instinto de apropiación, junto a un esfuerzo por sustituir el yo personal por una forma menos concreta. (“Poesía involuntaria”, Falsos pasos, 1943)

     ¿Qué forma menos concreta sería ésta? La total anulación del yo es imposible, pues el poeta, según Blanchot, siente avidez por perderse, para reencontrarse como ensamblador de palabras y creador de mitos.
     Para Paz, como para muchos románticos, la legibilidad pasa por la vista, hace hincapié en la fuerza de los ojos, en las metáforas visuales que ponen en juego el Logos visible del mundo. Es la etapa de su poesía donde produce sus más hermosos poemas en prosa –salvando el extenso y posterior El mono gramático-, como Dama huasteca, el más breve de ellos, que puede incluirse en el género de poesía que emula con el mito al reproducir la creación:

Ronda por las orillas, desnuda, saludable, recién nacida de la noche. En su pecho arden joyas arrancadas al verano. Cubre su sexo la yerba lacia, la yerba azul, casi negra, que  crece en los bordes del volcán. En su vientre un águila despliega sus alas, dos banderas enemigas se enlazan, reposa el agua. Viene de lejos, del país húmedo. Pocos la han visto. Diré su secreto: de día es una piedra al lado de un camino; de noche, un río que fluye al costado del hombre.

     El mito sólo será visible a través de la metáfora: la metáfora que como un secreto sólo puede abrirse a medias, conformándonos con estas visiones –o apariciones- parciales: unas veces bajo la luz, otras bajo la sombra. Pero nunca se desnudará completa la realidad.

(………………………………………………………………………………………..)

 

Nacido así

     En el arabesco –en Hoffmann, en Poe, en Melville- se reanuda la “pasión” y la “misión” románticas. La corazonada y la lectura del Libro del Mundo, sea por fragmento –aumento del filamento del fragmento (¿Novalis?)-, sea por oratio oblicua, (de soslayo crece otra sintaxis, otra visión fugada) sea por colmado y arte del ballenato.
     La escritura semejando los rizos de las olas, que peinan la mar. Despeinado andaba Rimbaud en periplos de errancia, la marinería le iba –la imaginería de una escritura procelosa. Y le iba dando en la cara el tufillo inespecífico que emana del Error de las Cosas. Las alcantarillas de los puertos y ciudades apestan a poesía. Y el campo. Por floración interrumpida, apesta a poesía.
     ¿Ama Lezama el horror del Error? ¿Es golpeado, finalmente, como Rimbaud,  por la confidencia extrema de que la literatura es devoración o, cuanto menos -¡cuánto menos!-cantata del dolor del Error?
     Insiste en la imagen, Lezama. En la imagen encarnada o encarnadora. Insiste en la potencia de la imago bailando en la Extensión. Cubriéndola de besos y besada. Dominación por Amor. Por Ligamen. La imagen regalito paquetico de dioses astutos pero respetuosos, porque Amor merece, siempre, siempre, y siempre: devoción. (Y no estamos hablando, aún, del Gran Astuto, del Gran Sangrante.)
     Qué espanto: un hombre gordo y despeinado –bamboleo de la sala a la cocina y otros callejeos domésticos- haciendo del analogon, de la lectura en el espejo, del hilado de una imagen con otra, la construcción de la casita-ciudad. Espejeo –en el espejo del armario- de la Ciudad de Dios. Y qué mejor lugar-lagar que el barrio.
     Qué espanto: dominación del arabesco –eso lleva Tiempo, aunque se haga en un momento, un trazo, un rizo- para que Muerte –la Caimana, la Retozona, o la casera fea- no te parta los omóplatos plenipotenciarios, la espalda de mulo, mientras olisqueas la cosa apellidada melocotón (mira cómo te miran los ojos del negro).
     La imaginería de la Cristiandad es todavía Paganería.
     Y la devoración por dulzura es el culmen de la amargura.
     ¿Por qué le llaman barroco a dicho espanto, o aspecto, o aspectación, de la Loca Lógica del Horror Vacui?
     Barroco: gramática ceñuda, aquí y allá, torpeza –y destreza- del Verbum Operandum.  Barroco: el malo, excedencia, inutilidad de la operación de unir opuestos o semejantes, por birlibirloque, trashumancia de entes travestidos en oropel, por decoración, por siniestros enlaces de azar subitáneo –jugando el juego del Azar, del Azur. El bueno: no decoración, sí devoración. Y completamiento por siesta del comilón. Uno ojo abierto y otro cerrado. Vela, pues ahí está “el mal de ojo”. El “mal” no es únicamente el Estado, es también el duende falso, chismorreando falaces encantamientos de bosques de cartón.
     Es un exceso. La vida, es un defectuoso, a veces delicioso, exceso. Y la vida es literatura. ¿Qué otra cosa puede ser la vida sino literatura, acción, pasión por la Ficción? Es un exceso, la literatura. Es una desviación curiosa del pensamiento, del comportamiento, de la ética fundida en estética (no la profesoral).
     Es un exceso. Cualquier palabra excede su sentido, por defecto. Y cualquier defecto –en táctica de ausencia- elabora su llenura. Todo ama, por exceso o por defecto. Todo se ama en todo y su contrario: y todo se odia en todo, también por pasión, actividad no sólo del deseo. Teoría de las falsas y las auténticas afinidades, electivas o lectivas. Luego el esfuerzo moderno en ultimátum por el arabesco: Conrad, Henry James, Joyce, Proust, Wilson Harris, Miguel de Marcos, Virgilio Piñera, José Martí, Emerson, Macedonio Fernández,  Ronald Firbank…
     Vamos a decirlo claro: restringiendo el delirio, sólo se logra un caballo comiéndose un lirio. Se han visto caballos atragantados por lirios. O más exacto: atragantados por palabras. Sementales sorprendidos por el súbito de un pensamiento iluminativo, esa risa caballar.
     En los concilios no hay pruebas de que un lirio no sea un delirio.
     Y que no se puede pensar mientras se escribe, ya se sabía. Pero la manopla del gordo, sí pensaba. El peso de una mano es inversamente proporcional –eliminando insignificantes variables- a la calidad del verso. Pero es directamente proporcional –ayuntando significantes variables- a la calidad de la prosa. Y lo anterior puede ser revocado por resolución del apoyo que recibe la mano desde la cabeza-corazón. El manco escribe. Revocado, invertido, vertido en un cuenco y no en la página en blanco. Sentido el sentido.
     Nacido así.
     Calidad, y mucha, en cantidad.
     Con eso se hace y se deshace toda una literatura.
     Por tragazón y fundación.
     Nacido así, tocado así –por la gracia, en el hombro- sólo queda soportar el peso de la mala y buena temporalidad. En vez de Dios, rigiendo la extensión, no una mosca trompetera.
     Y vivido así, y escrito así, el Esperado –nunca más Desesperado- ronda tu puerta.

(Barcelona, Diciembre, 2010, por el Centenario de José Lezama Lima)

 

 

Olvidar Orígenes(14)

 

     Imaginar la República de las Letras fuera de la Historia, o dentro de la Historia, pero intocada, sería perseverar en una mala abstracción que casi toda la poesía moderna intenta borrar. 
     Otra ficción ha sido vincular la letra, inextricable e irreversiblemente, a la tragedia de la Historia,  de donde tomaría formas expresas del dolor. 
     Las tentativas del retiro espiritual aún son posibles, siempre que uno sepa que se retira hacia el silencio mortificante de las palabras, heridas en la virtualidad que esperó lanzarlas hacia el infinito, ya sea en nombre de Dios, ya sea en nombre de alguna Máquina liberadora de Absoluto, ya sea en nombre de la Revolución. 
     Un escritor, para sobrevivir como escritor, necesita representar un papel en la República de las Letras: y así arma su escenario, que incluye el desencuentro, el equívoco, la batalla. 
     Pensar a Orígenes es situar a Orígenes en un escenario: ya sabemos los vaivenes que ha necesitado sufrir Orígenes, en manos de la política, en manos de la República de las Letras, para cumplir su confirmación. 
     La relación de un escritor con Orígenes es la relación típica que un escritor inventa, o que un escritor está forzado a tener con los fantasmas que recorren su escritura. Así, habría que tratar de pensar a Orígenes en el olvido, en acto de duelo, o con la prudencia con que alguien aleja sus fantasmas. 
     Decía Macedonio Fernández que al español, o se le mata o no queda ningún modo de impedir ser salvados por él. Diría lo mismo de algunos escritores de Orígenes, como diría lo mismo de Cortázar y de Borges, y de la escritura de los contemporáneos que sobreviven con la persistencia  fantasmal propia de un contemporáneo. 
     Pero “olvidar a Orígenes es aceptar que existen los orígenes, y como últimamente últimamente hay una lucha feroz contra la metafísica del origen, olvidar es no abolir totalmente la diferencia, firmando un pacto con el tiempo. 
     Y antes de señalar, de golpe, cuál ha sido la vocación de una parte de mi generación por Orígenes, creo que habría que separar  la política mundanal de este grupo de su política escritural, aun sabiendo la complicidad de ambas políticas. Pero creo que un escritor debía de separarlas, aunque fuese tácticamente, porque si no caeríamos en ese error tan típico de inventarle no sé qué destino sagrado o trágico a sus escritores, midiéndolos por sus vidas y no por sus escrituras. El error inverso ha sido encontrarles a los libros su explicación directa en la locura o en las perversiones de los hombres que los escriben. 
     La significación de Orígenes es la significación que han podido tener  algunas de sus escrituras: la posibilidad de contar con un imaginario complejo, de una apertura o conexión entre distintos órdenes de la vida, o lo que es lo mismo: un concepto de Ficción en el orden del Absoluto. 
     Aquel que conozca de cerca la larga y sólida tradición de realismos de la literatura cubana ―realismo que hoy se disfraza preferentemente en las formas del folclor, formas que las editoriales europeas, y sobre todo las españolas alientan con fervor lascivo―,  sabe de qué estamos hablando al enfatizar la importancia de una Ficción en el orden del Absoluto,  aun con  la cantidad peligrosa de metafísica que pueda contener dicha expresión. 
     En un país donde el Estado ha alentado una política cultural de escritores artesanos cuyo realismo es peor que el realismo socialista porque se enmascara detrás de los supuestos eternos de la literatura, cualquier fuga de la escritura y cualquier posibilidad de “pensar” escribiendo ha sido mirada desde la incredulidad, la incomprensión o la suspicacia, incluso por el propio gremio intelectual cubano, hoy inseparable del Estado. 
     Aunque los políticos cubanos no sean buenos lectores ―pues un político tiene  la necesidad  de efectuar  "malas lecturas" para hacer su labor con la realidad―, poseen el olfato capaz de intuir lo que se  encuentra en las mayúsculas de Ficción Absoluta. Por eso los políticos no soportan la idea de una República de las Letras. Los políticos cubanos intuyen que Orígenes generó algunas mayúsculas  trascendentalistas, y una nostalgia del “origen”, y un énfasis de la resurrección histórica, que pueden emplearse en situaciones concretas de la política. 
     Nunca hubo una escritura tan hermética o difícil que no haya podido ser "leída" por  los imaginarios de la política. Nunca hubo Ficción Absoluta ―ni siquiera la de Mallarmé― que no haya  sido objeto de una intervención anticipatoria en nombre de "lo real". 
     La otra lección de Orígenes, derivada de su sentido total de la ficción, es la idea del Libro: del  Libro como vastedad, como metáfora que encarna el mundo. 
     Antes de Orígenes no contábamos con dicha tradición. La tradición cubana del libro es bastante mojigata, pues una tradición de realismos nunca supone que un libro pueda ser algo más que algún simple mecanismo de paginación que tiene su doble en la realidad. Los realismos identifican la escritura con un sistema homogéneo de signos que tienen exacta correspondencia en un lugar  bien delimitado con el rótulo REALIDAD. Y operan con esos signos como operaría un dentista o un cirujano con sus materiales de trabajo: extirpándolos, desechándolos, sustituyéndolos. 
     Es una tradición, en el mejor de los casos, del mot juste, que no encuentra otra opción para el pensamiento que un movimiento de la justicia de sus signos, de la justicia y de la "verdad" de sus signos. Y la mayoría de los escritores de Orígenes no operó con esta noción del lenguaje, pues hicieron de éste una extensión de sus cuerpos; y esa noción abierta de la escritura ―a la vez moderna y romántica― tiene una importancia tremenda para escritores que quieren tener con las palabras una relación orgánica. 
     Muchas páginas de Virgilio Piñera y de Lezama Lima dan la impresión de no estar bien escritas, de que el escritor pudo haber hecho un esfuerzo suplementario.Y es que sus palabras buscaban una suerte de zoographiqué, de escritura o de huella de sus cuerpos. 
     Es como si esas escrituras nos hubieran dejado una materia protoplasmática desde la cual es posible continuar escribiendo. No me refiero a la idea de un Gran Texto o de un Libro Primordial que Orígenes pudo escribir o que si no llegó a escribirlo enteramente hoy podríamos completarlo, como refieren algunos exasperados defensores de la grandilocuencia origenista en Cuba, que oponen  al “realismo artesanal” una lírica redentora. Me refiero a los fragmentos que uno podría articular, de las singularidades que uno podría  aprehender en  relación activa con dichas escrituras. 
     Si algo hay que reprocharles a los escritores de Orígenes es no haber torcido más todavía su idea de la escritura y su idea del  libro: algo los mantuvo en el círculo mágico de una metafísica del libro. Tal vez dudaron demasiado de la vanguardia, de una dinámica de la escritura más abierta a los espacios y los  márgenes. No digo que tuvieran que reproducir "las puntuales reacciones nerviosas propias de los literatos" (W. Benjamín). Pienso mejor en las posibilidades que vio Lezama en el coup de dés de Mallarmé, posibilidades que Lezama no supo o no le interesó articular a la dinámica abierta de los espacios modernos. 
     Otro principio vital de Orígenes fue la lectura como res extensa del escritor. Quizás aquí radique la extraña contemporaneidad de Orígenes: un sentido del mundo y de la experiencia del mundo cifrados en la lectura y no en el Gran Viaje Moderno o en las aventuras y avatares físicos del cuerpo. Lezama fue un inusual explorador de bibliotecas. A través de las lecturas movilizó zonas completas de la cultura y las hizo mutar en condensaciones regidas por la imagen. A diferencia de Pound o de Eliot, Lezama no parece trabajar con las ruinas de la Historia. Lezama está más cerca de Walter Benjamín: ambos esperaban que desde algún punto de la Historia brotaría una  fulguración redentora de toda la extensión del tiempo. Si hay una sublimidad lezamiana, habría  que encontrarla en la dificultad de avanzar en una dirección resistente y no en una extensión donde el metafísico pondría en juego el "poema de la mente". 
     Y vamos a detenernos un momento, porque creo que aquí radica uno de los problemas actuales  que un poeta debe resolver si sabe que cuenta con extensiones de distinta naturaleza: una  extensión que se puebla al paso de una imagen lanzada en pos de la resurrección,  o una extensión como prolongación de  la mente. Hay poetas que deciden la no existencia de extensiones tan  sublimes. Pero son poetas que, por lo general, contraen con el mundo una relación pacífica. La Modernidad  literaria produjo topografías teratológicas, pues lo moderno tal vez sea una paradoja temporal y no un corte preciso del tiempo: paradoja resultante de vectores de naturaleza diferente y hasta contradictoria. Lezama es una rara mezcla de Santo Tomás con Nietzsche con Lao Tse. 
     Para alguien cuya experiencia vital completa haya coincidido con la experiencia política de modernidad perversa que ha sido Cuba, para alguien cuya experiencia vital haya sido decidida a  favor del animal político a que han sido reducidos los hombres de este país, sabrá lo problemático  de aceptar que su tiempo es la encarnación suprema de una imagen. Aquello que para Lezama y  para Vitier fue un corte o fulminación o consecución de la Historia, fue para otros hombres  el dolor de la historia en sus propios cuerpos. Lo que para ellos fue la cifra alquímica de la Historia, fue para otros la marca secreta y a la vez impúdica de la violencia de la historia en sus cuerpos. 
     Las empresas poéticas rara vez llegan a tiempo. 
     Es curioso como aún en las formas supremas del dolor poético no hay palabras que rediman el dolor de la realidad que miden: las intensas palabras de Paul Celan están muy lejos de los hornos crematorios. Incluso si esas palabras bastaran para revivir todos los muertos, no alcanzarían a  borrar el horror que circuló entre ellas en nombre de la Historia --esa misma Historia que les  concedió la forma de Poesía. Por eso toda extensión poética se vuelve sospechosa. Toda imagen  avanzando por una extensión debe sentirse amenazada por los huecos negros de la Historia. Y toda mente fajada con una extensión vacía debe saber reconocer en la blancura una posibilidad del horror. 
     Soy consciente del nihilismo que hay detrás de estas palabras. 
También de la metafísica que se revela en ellas. Pero me es difícil entender que las palabras provengan de Dios o de alguna fuente oculta o de algún conjuro de hombres pobres, como a veces quiso Orígenes
No obstante, supimos, con Orígenes, que había un Reino de la Poesía. Un Reino que empezamos  a olvidar cuando supimos que ni ellos ni nosotros habíamos llegado a tiempo: ni para el ceremonial, ni para la crítica del ceremonial. 
     Recuerdo los años en que los paseos y contemplaciones por las ciudades y paisajes de la isla  tenían la consistencia del eterno retorno. Era un tiempo de los orígenes donde todos nos sabíamos de vuelta por el poder de las palabras: las imágenes encarnaban donde quiera: en las ruinas civiles, en los espacios muertos y sin nombre, en los soles que declinaban con el espanto de la identidad perpetua. Un buen día uno comprende que las palabras no son tan poderosas como para emprender el camino de vuelta: entonces uno se imagina en un claro del bosque descifrando no se sabe qué pasado donde uno intenta comprender por qué las palabras no son tan poderosas como para emprender el camino de vuelta: entonces uno comienza a borrar sus propias huellas. Y cuando termina, hace mutis por el foro. 

 

Razón de la literatura

 

     ¿Por qué Platón, ese gran filósofo y cómo no, hombre de letras, quería expulsar a los poetas de la República que él imaginó? Pueden haber varias tesis al respecto. Unas que examinan la posibilidad de que Platón se refiriera a un cierto género de poetas, esos que, como Lorca, Góngora, Quevedo, Lezama Lima, Octavio Paz, Ezra Pound, Dante, Borges y tantos otros, creyeron que la literatura no tenía límites, que la imaginación, la mente, la posibilidad de construir mundos nuevos, ajenos o poco dependientes del mundo real, era no sólo un acto de la literatura o de la fantasía o del lenguaje, sino un acto propiamente humano, como el de respirar y caminar.
     Quizás  ya Platón estaba harto de que cierta filosofía y literatura torciera los hechos de la vida y arrastrara al hombre griego a formas del pensamiento y de la actuación nada aconsejables en la polites, en la urbe, en el lugar donde el ciudadano era sobre todo eso que Aristóteles llamó un "zoon politikon", un animal político.
     Supongo que Platón, a pesar de su genialidad y del espíritu humorístico que asoma en tantos de sus Diálogos, estaba un poco harto del cariz que iba tomando la filosofía y la literatura de su tiempo. Hoy día tenemos la idea, contemplando las esculturas griegas, y observando la arquitectura griega, y sus maneras de concebir el gobierno, la retórica y el arte del discurrir, de que los griegos eran un pueblo civilizado, si por civilización se entiende un modus vivendi enmarcado por la fuerza de los límites, la cordura, la funcionalidad. Sin embargo, el mismo Platón había llamado al hombre un "bípedo implume", y es una frase curiosa, que como quiera se le tome, a lo largo o a lo ancho, o mostrándola del revés, muestra una alta cantidad de sinsentido, digamos de "fantasía".
     Fijémonos que la definición bípedo desea que la parte hable por el todo, función por lo general dejada a la lógica y a los excesos de la literatura y de cierta filosofía sofista. Cierto es que la segunda palabra, implume, intenta abundar en la definición, pero en verdad no hace más que encaminarla hacia lugares de la mente de difícil acceso teratológico. Diógenes, un filósofo cínico, si se le puede llamar filósofo a un vagabundo que quería vivir fuera de los límites estrechos de la urbe, de la ciudad, y que si iba al foro donde se congregaban los políticos, mercaderes, hablantines y curiosos era sólo para tomarles el pelo con frases imprevistas, Diógenes, cuando se enteró de que Platón había dicho esta frase, "el hombre es un bípedo implume", le arrancó las plumas a un gallo, lo llevó a la Academia y dijo, mostrando al pobre gallo desplumado:

            --Este es el hombre de Platón.

     Cuando un gran emperador chino ordenó quemar todos los libros del reino -excepto algunos manuales técnicos y científicos-, buscaba, más que nada, quemar los libros de crónicas, de historia y literatura. Quería comenzar desde cero, pues sabía que los libros, a pesar de parecer inactivos, son animales bastante peligrosos, y que las palabras debían de tener alguna conexión con la realidad o con la parte invisible de la realidad, sea con el Cielo, sea con la Tierra, o en el peor de los casos, con ambos en juntamenta inextricable. En China, como en Grecia, también ha habido una fuerte lucha entre la fantasía y la razón, entre la metáfora y las palabras abocadas a un sentido lo más claro y práctico posible, de ahí que durante varios siglos se impuso la filosofía confuciana, relegando al taoísmo y al budismo a los límites de la magia y la religión y alejándolos de la política. Asimismo, los libros de Crónicas en China no eran enteramente y a veces ni siquiera parcialmente confiables, pues los límites entre razón y sinrazón, entre fantasía y realidad, no estaban claros para los escribas que recogían la información según llegaba de las aldeas y pueblos de los confines de China. Un  ejemplo es este pequeño cuento, que ahora podemos leer como tal, como cuento, como ficción, pero que en siglos anteriores funcionó de otra manera:

                                    NOTICIA DE UN PERRO

     Exactamente en al año quinto de los llamados Yongjia, en la casa de un hombre llamado Zhang Lin, nacido en la subprefectura de Jiaxing, perteneciente a la prefectura de Wu, hubo un perro que, de repente, habló con discurso de persona. Dijo:
     -Se avecina una hambruna general.
     Aquel año tribus extranjeras lanzaron dos ataques que dejaron sin alimentos al pueblo.

     Hay que comprender, por otra parte, que aquellos lugares a los cuales los chinos no tenían acceso ni apenas información más o menos verificable, eran definidos simplemente como "espacios salvajes", o lugar donde habitan los bárbaros. Un antiguo libro chino, el Libro de los Montes y los Mares, que era un compendio de Cosmografía y Mitología y no un sencillo reservorio de fábulas, es prolijo en situar lo que hoy entendemos como fantasía, como puro invento de la mente, en límites y circunstancias que indican no un mero arte retórico para acentuar la verosimilitud, sino la intención de que lo "fantástico", lo que es probable pues aún puede ser sujeto de verificación, quede amparado por el mundo real y perfectamente discernible. Una de sus crónicas explica:

Alejado del último monte mencionado cuatrocientos li hacia el suroeste, se yergue el Kunlun, que es ciertamente donde suele morar el Emperador Amarillo cuando viene al mundo de abajo. Se trata de un monte bajo control del espíritu Luwu, que es un espíritu semejante en forma a los tigres pero con nueve colas, cara de persona y garras de tigre; tal espíritu, además, domina las nueve regiones del Cielo y el cambio de estación en los jardines de los emperadores. Vive en el Monte Kunlun cierto tipo de cuadrúpedo llamado tulou que es semejante en forma a los carneros pero que presenta cuatro cuernos y devora a los hombres. Y también una clase de ave, el qinyuan, cuyo cuerpo es semejante en forma al de las abejas, pero tan grande como el de los patos mandarines; sus aguijonazos pueden matar a cualquier bestia o ave y secar totalmente cualquier árbol. Otra de las aves que allí habitan es la denominada chun, la cual se parece en forma a las palomas torcaces y está al cargo de proporcionar el Emperador Amarillo la ropa y las pequeñas cosas que necesite cotidianamente.

     Pero no sólo a los griegos o a los chinos les sucedían tales alteraciones de la posible verdad o realidad. Tendemos a creer que los pueblos antiguos, por ser antiguos, vivían en un mundo, sino entero a menos a madias, repleto de ficción. Y esto puede ser cierto hasta un punto, el punto en el cual la ficción y la realidad estaban atravesadas o plegadas una en la otra, como igual sucede hoy día, con la diferencia de que pretendemos, nosotros, los "civilizados", que vivimos en un mundo más real y tangible, menos sujeto al contubernio de la imaginación con la realidad. Y si antes el folclor local y la historiografía producían metáforas, artefactos y entes que se estimaban sino perfectamente reales al menos posibles, pues le mente practicaba el potens, hoy, con la biología genética y la ciber-tecnología, la ficción se instala cómoda o incómodamente en la Razón que sustentamos como un valor de nuestra Civilización, y el futuro, antes colocado en la teleología religiosa y política o en la física que nos asegura una completa quebrazón o anulación del sentido, ahora se enrosca en otras posibilidades, propias de la "ciencia ficción", o incluso de la literatura "gótica", como es posible avizorar en las novelas de Philip K. Dick, Thomas Pynchon y en filmes como Providence, Solaris, Blade Runner o Matrix.
     Si Platón, burlona o seriamente había clasificado al homínido como un "bípedo implume", creo que más bien estaba colocando el dedo en la llaga de lo que él entendía como el problema humano por excelencia, o el problema de la realidad o de la verdad por excelencia, y es  posible que tratara de buscar una respuesta al problema postulando que nuestras armas para resolverlo eran escasas, y tal vez insinuaba que existía una mala literatura, que en vez de procurar nuevas formas de sentido, se encargaba de inutilizarlo, porque como buen platónico que era, sabía que las palabras y las formas exigían un cuidado especial, y si alguien traficaba en su imaginación con una mesa de una o dos patas, había de esconderse algún motivo serio en tal corrimiento del sentido o de la imaginación, pues lo que estaba en juego no era sólo el mundo de la política o de la filosofía, sino el mundo como potencia creadora de nuevos sentidos, y, por extensión, la propia estabilidad del mundo. De ahí que asegurar que libros como El código da Vinci, los libros de Pablo Coello y otros innumerables libros no sean buena literatura, no es tanto una actitud estética, una valoración de las posibilidades de la fantasía y de la verdad, como una aseveración no despojada de una elección moral. 
     La buena fantasía produce no-verdades pletóricas de emoción. Finalmente, después de Freud, sabemos que la fantasía es una extensión o cualidad inseparable de la psicología, o que ambas se funden. Que nuestros sueños y deseos poseen una cuota de verdad inseparable de esa otra verdad que nos hace tratar de vivir con los ojos lo más abiertos posibles. Pero aun sin cerrar los ojos, vemos, o entrevemos que la realidad es una caja de Pandora, y que habitamos mundos posibles o imposibles en los que podemos despertar,  como despertó una mañana de invierno Gregorio Samsa, convertido en un monstruoso insecto. Y resulta que despertar una mañana convertido en un monstruoso insecto es casi un pequeño accidente ante lo que el género humano -esos "bípedos implumes"- puede convertirse en un futuro, u hoy mismo, donde una buena porción de nuestros sueños y realidades ya están colocadas en el futuro. Hasta no hace mucho la ciencia operó con la realidad y con los hombres como si algunos de sus “accidentes” no pertenecieran enteramente al Reino Estable de las Formas Platónicas. En La Habana, en 1791, uno de los más importantes pensadores cubanos, José Agustín Caballero, se asombraba, en un artículo titulado "El monstruo", de un “ser” que recorría las fangosas calles de la ciudad, mitad hombre mitad mujer, al que sólo se podía clasificar como un error teratológico, y el doctor Tomás Romay, uno de los grandes científicos cubanos, describía en 1813 a un "hermafrodita" ("Historia Natural. Descripción de un hermafrodita") como una pieza de la naturaleza recién descubierta:

   Su estatura es mediana, las carnes proporcionadas, la musculación y los contornos de su cuerpo semejantes a los de muger.

     Y Borges, un poco en burla y bastante en serio, cuestiona nuestros hábitos de clasificación y por ende el uso que hacemos del lenguaje, citando una apócrifa Enciclopedia China:

Los animales se clasifican en a) pertenecientes al Emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones,  e) sirenas, f) fabulosos, g) perro sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, j) inumerables, k) dibujados por un pincel finísimo de pelo de camello, l) etcétera, m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas

     Hablando de animales, podemos observar que el unicornio no es real, no obstante su imagen tiene la densidad apropiada como para brillar con vida propia. Hoy nos importa más lo que puede representar el unicornio que nuestra incapacidad para encontrarlo en el mundo real. Habita en la poesía, en las canciones, en la pintura, en el cine, en el imaginario en general, y su elocuencia lírica no está sujeta a una fuerte duda. No sé si Platón lo admitiría en su Reino Suprasensible de las Formas, pero lo cierto es que se ha ganado ese derecho.
     Cuando Marco Polo llega a Java, va de visita a un lugar donde ve a unos animales que sin pensárselo mucho cataloga como unicornios. Ya el unicornio era en la cultura occidental un animal "conocido": se sabía que poseía un único cuerno en la frente y que estaba relacionado con cierta sublimidad lírica de la poesía, de las fábulas. Sin embargo, lo que vio Polo en Java no fueron precisamente estos gráciles y enamorados animales, sino otros muy parecidos, al menos en que también poseían un único cuerno en la frente. Poseían, además, los de Java, pelo de búfalo y pata de elefante -fijémonos cómo sólo podemos describir al susodicho animal a base de otros símiles y comparaciones-, y para desgracia, de su cabeza de jabalí -que remataba un cuerpo peludo y grosero-, emergía una lengua cubierta de espinas, y el cuerno, la pieza principal que quizás ayudaría a aligerar el embrollo, no era dorado o blanco o nacarado, sino negro, y para colmo feo, poco grácil el cuerno de aquel energúmeno que chapoteaba en el fango. El comentario de Marco Polo es breve pero elocuente: "Una bestia repulsiva a la vista."
     Otros acercamientos a qué es un unicornio también no dejan de merodear en aproximaciones que buscan envolver la imagen y sacarla del fondo oscuro de la imaginación, y por qué no, de la realidad: hay quien lo ha clasificado como un "asno hindú", esto es, originario de la India, o como un antílope africano de un solo cuerno.
     Entre lo absurdo y la realidad no hay diferencia. Decía Wittgenstein, un filósofo nada dado a invenciones de metáforas y sistemas, que la salida del próximo sol no estaba asegurada por el conocimiento o experiencia que tenemos de la salida sistemática del sol. También decía que si no contamos con palabras para hablar sobre algo, lo mejor es callar acerca de ese algo. Según él, sin lenguaje no había realidad, pero lo que no queda muy claro, al menos para mí, si es que Wittgenstein ampliaba su noción de lenguaje no sólo a la palabra oral y escrita, sino también a la “pensada”. En ciertos pueblos, un uso indiscriminado del lenguaje es un atentado que se infringe a la realidad y a uno mismo. Hay lenguas, por ejemplo, que eluden o anulan la posibilidad del yo. Podríamos pensar, a primera vista, que dichas lenguas no han evolucionado lo suficiente, y que han quedado atrapadas en una "comunidad" que elimina cualquier gesto "privado", como es el de sustentar un "punto de vista"; algo así como una "opinión", una "posición" que elevaría nuestro "yo" a una condición moral y epistemológica mejor, y por supuesto a la potencia posibilidad del voto. Pero lo cierto es que el uso que le hemos dado a nuestra lengua, vinculada con el yo, no ha mejorado el lenguaje, o más preciso, parece que lo ha empeorado, y la brecha que se ha abierto entre ese presunto yo, las palabras y la realidad, en vez de estrecharse en un férreo y a la vez dúctil vínculo, ha producido probablemente una situación sin retorno. No sabemos apenas cómo nombrar o definir los procesos súbitos a que la realidad nos enfrenta. A las guerras les colocamos nombres grandilocuentes y previsiblemente seguros, tales como Guerra de Civilizaciones, Choque de Civilizaciones y otras aproximaciones, y al encogimiento del mundo -o ensanchamiento de sus posibilidades insospechadas- le llamamos globalización. No es tanto un exceso de las posibilidades del lenguaje -su naturaleza inherentemente metafórica- ni un aminoramiento de las palabras que podemos utilizar, como una incapacidad para acortar la brecha que se abre entre el yo y lo que no podemos dominar porque se nos viene encima.
     Se suponía que el yo, ese espacio "privado", nos haría mejores, tanto en inteligencia como en bondad, y que asimismo, frente a ese otro espacio demoledor, el espacio público, en el cual nuestro yo está articulado o diluido o fragmentado  en el espacio de la vida pública, de la ciudad, de la política, de nuestras relaciones con los "otros", se suponía que el yo sería algo más que una categoría de "derecho", y hemos visto cuán dura es la resistencia que debemos ofrecer frente al mundo para que nuestro yo no desaparezca o asuma roles imprevistos, desconocidos hasta ese momento.
     Tampoco es que haya que luchar en el movimiento o dialéctica falsa que conciba nuestro yo como sucedáneo, sustituto de lo "público". No hay que andar mostrando las escuálidas miserias de nuestro yo en el espacio público. Bastante locura ya hay en el mundo como para añadir la empresa de boicotear la realidad en nombre de nuestros sueños privados, pues ya sabemos, desde Freud, o incluso antes de Freud, cuando había brujos y chamanes -que aún los hay-, que nuestros sueños y deseos poseen también la fugacidad del tiempo y de la alteración de eso que podemos llamar verdad o realidad, pues son tan reales como una pintura de Magritte. Empero, aunque hemos ganado en definiciones políticas que ayudan a preservar el yo de las inclemencias de la vida pública, como los documentos de los Derechos Humanos del Hombre y otros similares, aunque nos proclamemos como laicos, como entes cívicos o como personas con derecho al voto y otros derechos y particularidades, no parece probable que nuestro yo se haya enriquecido mucho desde la muerte de Dios proclamada por Nietzsche. Pues Dios, como el unicornio, poseía una ventaja. Su no existencia, o mejor, su existencia como deseo, como imagen que abría la puerta secreta de otros mundos de imágenes, constituía – y aún constituye para muchos – una metáfora en la que el yo podía encarnarse en contenidos menos "realistas", menos "mundanos", por llamar de algún modo el mundo moderno que ha sustituido a Dios y otras imágenes y metáforas, entre ellas ese ejercicio de la imaginación que llamamos Literatura.
     Hay poetas modernos que se han dado cuenta de la cuestión y han tratado de invertir el proceso, tratando de anular a ese yo tan enamorado de sí mismo que no deja tiempo para pensar en la profundidad del mundo y en la profundidad que hay en nuestros propios yo,  citemos al poeta austriaco Ernst Jandl, un desconocido en nuestra lengua, muerto no hace tanto:

                                    DEL BRILLAR

cuando tú haber perdido el confiando en tú mismo como un
escribidor: cuando tú haber perdido el confiando en las propias
creatividades; cuando tú haber perdido los métodos, las técnicas
para dirigir a los vivos y los muertos; cuando tú haber perdido
el componiendo de palabras frases; cuando tú haber perdido
absolutamente las palabras, todas las palabras, tu no tener
ya ni una sola palabra; entonces tú tal vez
vas empezando brillar, señalar en las noches camino
a hienas, tú, fosforescente carroña

     Y un segundo poema:

                                    BUEN ROPA

yo tener puesto sombrero
buen sombrero
yo tener puesto chaqueta
buen chaqueta
yo tener puesto corbata
buen corbata
yo tener puesto pantalón
buen pantalón
yo tener puesto zapato
buen zapato
yo tener puesto camisa
buen camisa
yo tener puesto calzoncillo
buen calzoncillo
yo tener puesto calcetín
buen calcetín
yo debajo estar desnudo
buen desnudo

     Yo no sé si este tipo de poesía, que muchos no llamarían poesía, quizás con buenas razones privadas y hasta públicas, sirven para cambiar el mundo o nuestra percepción del mundo o si sólo contribuyen a la situación caótica en que vivimos. Como tengo esperanza en las palabras, en la participación que las palabras puedan tener en nuestro mundo privado y en el mundo que llamamos real, me parece que sí, que si aprendemos a darle de vuelta a las palabras que usamos y cómo las usamos, a medir el grado de actividad que nuestras palabras puedan tener tanto en nosotros mismos como entre nuestros amigos y familiares, y por qué no, en el mundo público donde las palabras asumen con mayor gravedad su gradiente de moneda de cambio, el mundo del trabajo, de la política, de la comunidad que aún podemos avistar aunque sea en pedazos, las palabras pueden ser un elemento decisivo, porque ciertamente lo preocupante comienza en nosotros mismos: buscamos chivos expiatorios en el mundo de "afuera", en los políticos o en la vida que nos amenaza con sus veloces transmutaciones y eclosiones, pero aún está por definir si el tamaño de la brecha, de esa gran fisura que nos amenaza, no proviene del interior de nosotros mismos, de ahí que "estar desnudo / buen desnudo" pueda ser una opción saludable; y si la literatura tiene un valor es ese -no hablo de los best seller y ni siquiera de la "alta literatura" sólo para entendidos-, que nos permite enfrascarnos con el cuidado de las palabras y con el cuidado de la imaginación. Cuando se leen novelas como El Quijote, Cien años de soledad o La montaña mágica, El procesoo En busca del tiempo perdido, estamos confrontando nuestras palabras privadas y nuestra imaginación privada con mundos que pensábamos ajenos y descubrimos que no, que no son tan ajenos como pensábamos, porque si en verdad fueran ajenos a las potencialidades de nuestra imaginación y a nuestro mundo de palabras, no podríamos comprender esos libros, ni identificarnos con esos libros. Es decir, o esos mundos ya estaban anclados en el vasto Mundo de Formas Suprasensibles de Platón, y somos seres platónicos por excelencia y mantenemos con tal mundo un constante trasiego -y ahora me viene la imagen de un inmenso Archivo al que podemos subir y bajar por innumerables escaleras, como hormigas escalares-, o ya sabíamos de antemano demasiadas cosas que ignorábamos o habíamos olvidado, y aquí volvemos a caer nuevamente en el platonismo, su teoría de la reminiscencia, esa posibilidad de recordar, de rearticular lo vivido o lo deseado, facultad de traer al presente una porción del pasado. Y lo mismo sucede con la buena poesía, sea moderna o antigua, sea dicha desde un yo autosuficiente o sea dicha desde la querencia de la anulación del yo. Hay poemas que no sabemos quién es su autor, y tal vez ese saber no sabiendo les dota de un sentido excelso, como el tan breve del Cancionero Español Antiguo:

Bien sabe la rosa
en qué mano posa.

O, del mismo estilo popular:

Amor es un no sé qué
y nasce no sé de dónde,
y mata no sé por dónde
y hiere no sé con qué.

     O esos poemas de autores harto conocidos que se incrustan en la perfección con un aire de eternidad, como el soneto de Quevedo, tal vez para ser leído -¿qué ojos o qué Ojo lo leerán?- cuando el mundo ya no exista:

Cerrar podrá mis ojos la postrera
Sombra que me llevare al blanco día,
Y podrá desatar esta alma mía
Hora, a su afán ansioso lisonjera;

Mas no de esotra parte en la ribera
Dejará la memoria, en donde ardía:
Nadar sabe mi llama el agua fría,
Y perder el respeto a ley severa.

Alma, a quien todo un Dios prisión ha sido,
Venas, que humor a tanto fuego han dado,
Medulas, que han gloriosamente ardido,

Su cuerpo dejará, no su cuidado;
Serán ceniza, mas tendrá sentido;
Polvo serán, mas polvo enamorado.

     Si la Literatura no tuviera importancia, no estarían presos o muertos tantos escritores en el mundo de hoy y en el mundo de ayer, ni habrían sufrido tanto con ese duro y a veces cruel oficio. Lo primero que busca el Estado, si es un Estado fuerte y totalitario -lo sé por modesta experiencia propia-, es controlar las palabras, públicas y privadas, incluidas las palabras de la literatura. Un poema, por muy metafórico que sea, puede ser interpretado a su manera por el Estado, por sus funcionarios y edecanes. Si en un poema se coloca la palabra unicornio, lo más seguro es que los funcionarios y edecanes del Estado busquen las resonancias posibles del susodicho unicornio en el contexto que ellos llaman “social”.  En primer lugar, la no existencia empírica del unicornio ya le concede a la palabra cierto grado de peligrosidad. Porque lo que no existe o existe apenas tiene la particularidad de sembrar el desconcierto, la duda y el miedo. Y si el unicornio no es un animal nacional, ni siquiera de la fantasía nacional, los más nacionalistas pueden levantar sus puños con mayor convicción.
     Tememos a los fantasmas porque es imposible calibrar una imagen certera de su fantasmalidad, de ahí la fuerza que tienen los filmes de terror, las películas de Hitchcock – como Los pájaros, cuya amenaza se torna oblicua pues no sabemos qué representan esos pájaros-, los mejores cuentos de Poe (no los más “terroríficos”), de Melville y Hawthorne, Mogol y Kafka; y hasta los cuentos llamados "infantiles", como las fábulas de los hermanos Grimm, Las mil y una nochesy las sagas de El señor de los anillos. Ese cuento de los hermanos Grimm donde dos chicos van felizmente por un bosque, descubren una casa de caramelo y luego son apresados por una vieja bruja cuya intención es sencillamente zampárselos sin contemplaciones, no necesita explicaciones. O sí las necesita, dependiendo de lo que el miedo que tenemos a nosotros mismos nos urja a comprender. En una versión censurada de La cenicienta, las hermanas, para probarse los zapatos, tienen  que cortarse literalmente los dedos pies. Y hay un cuento chino parecido al de los Grimm, en el cual la madre prohíbe a sus dos hijos –la madre tiene que salir de noche-, que abran la puerta a cualquier extraño o extraño, así lloren o supliquen, enfatiza. La madre se va y al poco llega la "Tía tigre", un personaje singular en el folclor chino junto a los zorros. A base de súplicas y artimañas, la “Tía tigre” logra entrar a la casa, deja pasar un rato y sigilosamente va adormeciendo a las muchachos con humos y polvos mágicos que los dejan fuera de razón. Y así sin más, la “Tía tigre” arranca el dedo pulgar del niño y se lo come, chupando los huesitos con tal devoción que despierta a la hermana del niño.
     --Tía, ¿qué estás comiendo?-pregunta la niña desde el sueño.--¿Puedes darme un poquito de lo que comes, tiíta? Mira que yo también tengo hambre.
     La “Tía tigre” arrancó el dedo meñique del niño y se lo dio a la niña. El cuento, por suerte para los niños y para muchos lectores, termina con el triunfo de la inteligencia de la niña, que logra quemar con una olla de agua hirviendo a la “Tía tigre”, que sale huyendo hacia el bosque llena de lamparones.
     Recuerdo que Las mil y una noches ejercía sobre mí una fascinación que hoy por hoy puedo llamar malsana, sin que el término comprenda razones morales, pues cuando uno aún es niño es casi un ser inmoral o amoral. Todavía el yo no está fijado como una inamovible piedra angular, y a pesar de las restricciones, las escuelas, la familia y los castigos, uno se debe más a lo que no conoce que a lo que conoce, de manera que leer es como respirar, o como nadar, en el mar de las palabras, sin medir las consecuencias de la experiencia.
     Volviendo al tema del unicornio y su gravitación en ciertas culturas modernas, pues nada más moderno que el Estado -que por cierto, un filósofo, Hobbes, lo comparó con el Leviatán, animal monstruoso que no existe o que no debe de existir-, este monstruo, el Estado, sí que se preocupa y se ocupa de la existencia y el valor de las palabras. En Cuba, por buscar un ejemplo que me es cercano, el uso metafórico por parte de los poetas de la palabra caballo debía de ser sopesado cuidadosamente, pues los funcionarios y edecanes podían creer que el poeta aludía al Máximo Líder. Este es un ejemplo grosero, pero hay otros ejemplos más sutiles, casi elegantes, de cómo opera la censura. Cuando Yugoslavia era aún un país socialista, uno de sus mejores escritores, el narrador Danilo Kis, tuvo que enfrentarse a un proceso legal -¡desatado por los mismos escritores del país!- pues usó en una de sus novelas, Una tumba para Boris Davidovich, una técnica o método vanguardista de encajar textos ajenos que servían como testimonio. La Unión de Escritores de Yugoslavia lo acusó de plagio, y las razones eran tanto políticas como artísticas, pues la vanguardia, en los estados totalitarios, no es un simple juego o estrategia de marketing, como pasa en las democracias cuando la vanguardia es gratuita, sino que es un gesto de liberación que compete a toda la estructura. En Cuba, recuerdo que se “ocupaban” de la experimentación y de los gestos de “vanguardia” como aspectos de probable especulación o entronque con la política.
     Hay un cuentecillo del ruso Daniil Jarms que puede servirnos de ejemplo acerca de la competencia o incompetencia de las palabras. Este popular escritor ruso desarrolló su vida y obra durante los primeros años de la Revolución rusa. Y es curioso como estos años fueron gloriosos para la literatura rusa, tan gloriosos, tal vez, examinándolos en escala de intensidad, como el siglo XIX ruso que produjo a Pushkin, Gogol, Tolstoi, Dostoievski, Turgueniev, Chéjov, Goncharov y Lermontov.  Cuando se vive un periodo de Revolución social o un período de cierta complejidad dinámica, las palabras, el lenguaje, parecen rejuvenecer, como si entre la novedad del nuevo acontecimiento y las palabras para saludarlo o referirlo, existiese una conexión.  Sin embargo, tal intensidad o "alegría" del lenguaje puede bifurcarse en actitudes completamente diferentes. La más usual confunde la Utopía con el lenguaje, y se lanza a un canto desmedido de los "nuevos tiempos". De ahí ha surgido el "realismo socialista" y otras ficciones ancladas en el servicio a la política, a la Patria, a los nacionalismos y a las emociones más fáciles de expresar. La segunda actitud crea una distancia entre la realidad y las palabras, haciendo del arte, de la ficción, una experiencia de "vanguardia", como si al arte y la ficción -una escultura modernista colocada en una plaza, un poema apenas inteligible, una novela armada de pedazos inconexos- pudiesen construir pequeños artefactos que luego, por reacción en cadena, modificarían toda la "otra" realidad. La tercera posición en estas épocas de crisis es más un gesto de escepticismo, de cuidado por las palabras y por las posibilidades de la ficción, como la mayoría de los relatos de Daniil Jarms, como el siguiente, titulado "Viejas que caen":

     Por un exceso de curiosidad una vieja se cayó de la ventana y se estrelló contra la acera.
     A la ventana se asomó otra vieja y se puso a mirar a la que se había estrellado, pero por un exceso de curiosidad también se cayó de la ventana y se estrelló contra la acera.
     Después se cayó de la ventana una tercera vieja, seguida de una cuarta y una quinta.
     Cuando se cayó la sexta vieja, me cansé de mirar y me fui al mercado Maltsevsky, donde, según dicen, a un ciego le regalaron un chal tejido.

     Supongo que el cuento de Jarms sea lo bastante evidente como para que su moraleja quede a salvaguarda de alguna interpretación política, ni siquiera metafísica. Puede hablarse de un hecho absurdo, esto es, de un cuento absurdo o de humor negro. Categorías no faltan para inducirnos a leer falsamente, y si la risa o el asombro son lícitos ante este género de relatos, lo que fallan son las interpretaciones. La curiosidad de las viejas que caen es tal vez nuestra propia curiosidad por encontrarle un sentido al cuento, o a la vida. Podemos, incluso, colocarnos justo en el foco de posibilidad -un exceso de curiosidad- que nos facilitarían los ojos de las viejas. ¿Acaso la ficción no nos brinda tal cualidad, la de ser "otros", la de ver por los ojos de "otros", aunque sean los ojos del Diablo? 
     Hablando de Diablo, y de las posibilidades de corrupción que abundan en la tierra,  y para terminar me gustaría citar un  fragmento del libro Cartas del diablo a su sobrino de C. S. Lewis, amigo de Tolkien y autor más conocido por las sagas de Narnia. Este delicioso librito de en género epistolar trata de los consejos que un demonio viejo y ya retirado brinda a su sobrino, joven diablo que para ganarse la condición  de verdadero maestro ha de corromper a un "paciente" en la tierra. En una carta el diablo viejo le dice al diablo joven:

Vaya! Tu hombre se ha enamorado, y de la peor manera posible, ¡y de una chica que ni siquiera figura en el informe que me enviaste! Puede interesarte saber que el pequeño malentendido con la Policía Secreta que trataste de suscitar a propósito de ciertas expresiones incautas en algunas de mis cartas, ha sido aclarado. Si contabas con eso para asegurarte mis buenos oficios, descubrirás que estás muy equivocado. Pagarás por eso, igual que por tus restantes equivocaciones. Mientras tanto, te envío un folleto recién aparecido sobre el nuevo Correccional de Tentadores Incompetentes. Está profusamente ilustrado y no hallarás en él una página aburrida.

     Más adelante, refiriéndose a la armonía celestial:

Música y silencio. ¡Cómo detesto ambos! Qué agradecidos debiéramos estar de que, desde que Nuestro Padre ingresó en el Infierno -aunque hace mucho más que los humanos, aun contando en años-luz, podrían medir-, ni un solo centímetro cuadrado de espacio infernal y ni un instante de tiempo infernal hayan sido entregados a cualquiera de esas dos abominables fuerzas, sino que han estado completamente ocupados por el ruido; el ruido, el gran dinamismo, la expresión audible de todo lo que es exultante, implacable y viril; el ruido que, solo, nos defiende de dudas tontas, de escrúpulos desesperantes y de deseos imposibles. Haremos del universo eterno un ruido, al final. Ya hemos hecho grandes progresos en este sentido en lo que respecta a la Tierra. Las melodías y los silencios del Cielo serán acallados a gritos, al final. Pero reconozco que aún no somos lo bastante estridentes, ni de lejos. Pero estamos investigando.

Color local

Yo lleva butifala catalana
Churisa lan uimeña
Potaje lan gallego
Fabada lan tuliango
Uá, uá, uá…

                                                                        (De La nueva lira criolla, La                                                                                     Habana, 1907)

 

     El Barrio Chino de la Habana –situado alrededor de la calle Zanja, que en sus viejos tiempos fue eso: una zanja-, en los años que me gustaba caminarlo, no fue en busca de algo asiático, sino más bien búsqueda de un lugar que carecía de identidad; o más exacto lugar cuya identidad, por extraña, por ligeramente amenazante, conminaba al paseito, a mis no menos deplorables correrías por una Habana que también, por aquellos años –hablo de la década de 1990-, se me volvía ligeramente amenazante. Hoy, remendado el barrio, remedado en lo que pudo ser,  es un Asia de cartón.
     Y dije paseito porque no quiero ofrecer la idea de que yo era un paseante o flâneur al estilo Baudelaire; ni siquiera al estilo de los paseos esquizo-románticos de un Robert Walser; ni, mucho menos de los paseos de tritón trotón, del inmenso –en obra y gordura- poeta cubano José Lezama Lima, vasco con ojitos de chino acriollado, acrisolado. (Aún queda gente que se pasea, en la Habana, por la Habana, como si la Habana fuera una Ruina gratificante, una Ruina Elegante; de Baudelaire, les queda la cáscara, o la cascarilla [cascarilla: polvo blanco de la cáscara del huevo que se utilizaba para talco y afeites y luego para “limpiezas y resguardos y otros oscuros menesteres”. Porque Baudelaire era lo suficientemente moderno -así son los románticos de pura cepa- para querer ver, lo antiguo-y-nuevo, de un único y súbito coup d´oeil. Mirón trocado en visionario.
     En realidad, yo no sirvo para pasear. O avanzo muy rápido dando zancadas y zancadillas de desconcierto, o muy lento haciendo “cruzas” de rostros y animales (en Barcelona la gente suele pasearse con perros, incluso he visto a uno que otro gato halado, alado por correa) y pedazos de fachadas, recortado, todo esto, contra un cielito lindo mediterráneo.
     Así, caminoteando, en 1997, fue que vi, apenas a un mes de mi llegada, a mi primer chino barcelonés. Yo iba por “Joaquín Costa”, y en el cruce de “Ferlandina” con “Joaquin Costa”, vi a mi chino. Es curioso, porque yo ya había intentado ver chinos en lo que aún, a veces, como en lapsus linguae o lapsus topológico, se denomina Barrio Chino de Barcelona. Y no había visto ni uno de tales chinos, cuando los chinos, los asiáticos, los otros, casi por definición, deberían ser legión.
     Supongo que para un barcelonés o un payés que jamás hubiera visto en vida a un chino, el ejercicio o experiencia de definirlo –ya no digo describirlo – como chino habría sido, qué duda cabe, extremadamente arduo, complicado, laborioso. A diferencia de un negro (excepto los indianos, muchos en Cataluña no sabían qué cosa, bestia o bestiola, era un negro), de un marroquí, o de un paquistaní (experiencias de conocimiento o reconocimiento que en su momento histórico han sido también laboriosas para un payés o un barcelonés), un chino puede correr la suerte, o desgracia, de no ser reconocido, ni siquiera conocido, a primera vista. Se le con-funde con filipino, o se le hunde en las lindes mogólicas o mongólicas de la estepa rusa, o se trastoca en homo japonicus o, como le pasa a un joveneto y amigo poeta cubano mío –usaba, en los 90, en la Habana, bigotes torcidos hacia arriba-, se le atribuía –a él, cruce de mulata y cantonés- la etnia chino-malaya, como uno de esos personajes de Salgari que se mal oculta entre las lianas de un árbol de malanga.
     Volviendo al chino de marras, debo confesar que me detuve alborozado, por no decir alborotado. No era, exactamente, mi chino, como los chinos que yo había visto, conocido o frecuentado en Cuba; aunque tampoco era tan diferente como para excluirlo de aquello que yo entendía por ser o parecer chino.
     No voy a decir que portaba ojos rasgados porque sería abundar en detalles probablemente inocuos para definir a un chino que –coloquémonos en su oblicuo punto de vista-, serían detalles anodinos, digamos poco… chinos. ¡Porque, para hablar en plata, y no dar la lata, como quieren los nuevos y viejos confucianos, el chino de marras llevaba gafas! ¡Oscuras y relucientes gafas Armani que reflejaron por un instante -¡y sólo por un instante!-, los ojos míos que le miraban!
     Y ahora voy a citar de golpe y en seguidilla, cinco preciosos “haikus” de Antonio Machado (“Proverbios y cantares”), para que no digan que no quiero remachar la idea, harto brumosa, que tengo, o me tiene suspendido, in mente:

El ojo que ves no es
ojo porque tú lo veas;
es ojo porque te ve.

Busca a tu complementario,
que marcha siempre contigo,
y suele ser tu contrario.

Busca en tu prójimo espejo;
pero no para afeitarte,
ni para teñirte el pelo.

      Por otra parte -y nunca mejor dicho por otra parte- ya algunos alemanes “ilustrados”, como el pícaro Lichtenberg (Aforismos), habían oído o leído o visto, imágenes-compuestas como las siguientes, que habría suscrito el mismo Voltaire y, por qué no, buena porción de jesuitas misioneros:

En invierno, los chinos se ponen a menudo de 13 a 14 prendas de vestir una sobre otra, y, en vez de manguito, llevan en la mano una codorniz viva.

     Ya Aristóteles –nuestro primer gran jesuita del pensamiento- había llegado –antes que yo ante mi chino-, a una idea brumosa, pero harto cadenciosa como para no ser tomada en cuenta: nadie sabe qué cosa sea lo que no es.
Y, sin embargo: ¿a quién que sea, o que quiera ser, proyecto de hombre u homínido, más o menos ilustrado, no le atormentan ideas malas, incluso ideas buenas, todas en un mismo saco? Imaginación, Espíritu Secular y prosa de la vida, no siempre son buenos compañeros –como el gato y la zorra de Pinocho- pero quizás son, por ahora, nuestros mejores compañeros de viaje -si logramos añadir (esfuerzo des-Comunal) la corazonada que casi, casi, podemos sentir ante ese otro que es el “otro”: amigo o enemigo.
     En Papá Goriot, Balzac (adjudicándole a Rousseau una idea de Diderot acerca de la tiránica y trágica relación entre lejanía y sentimientos morales), le hace decir a Rastignac, que le habla a un amigo:

-Me atormentan ideas malas. ¿Has leído a Rousseau?
-Sí.
-¿Recuerdas aquel pasaje en que le preguntaba al lector qué haría si pudiera enriquecerse matando en China, con su sola voluntad, a un anciano mandarín, sin moverse de París?
-Sí.
-¿Y entonces?
-¡Bah! Yo ya voy por el trigésimo tercero mandarín.
-Coño, no hagas bromas. Veamos, si se te demostrara que el asunto es posible, y que bastara con un gesto de la cabeza, ¿tú lo harías?
-¿Es muy viejo el mandarín? Bah, joven o viejo, paralítico o sano, a fe mía… ¡Caramba! ¡Pues no lo haría!

 

Espejismos del orientalismo

 

     Tal vez el Orientalismo, más que una disquisición o averiguación sobre el Oriente, ha sido el espejo –roto- donde Occidente ha tratado de construir, o reconstruir, su propia imagen.
     Se exageran unos rasgos no sólo con ánimo de distorsión. Exagerando algunas particularidades del otro –como en realidad se hace en la vida corriente-, la diferencia nos integra a la posibilidad no sólo de llegar a ser ese otro, sino también de evitarlo: la nariz jorobada del judío, el color amarillo del chino, la cimitarra chorreante de sangre del árabe, no son únicamente enfáticas figuras de ficción. Son juicios de valor, entidades antropológicas, comercios de las políticas culturales que emulan el dinero con el objeto que tratan de representar, o abolir, según el caso. Prodigios folclóricos o terroríficos de la ficción involucrada en la vida, en la historia como un vasto y terrible cuento del que no se acaba de despertar.
     En su libro Experimento con la India – cuaderno de viaje-, refiriéndose al milagroso cuerpo de San Francisco Javier –“durante siglos el cuerpo sobrevivió intacto en estos climas maláricos y torpes”-, el escritor italiano Giorgio Manganelli habla del acabamiento del mito en nombre de la metamorfosis:

el prodigio se está acabando, porque ciertamente era un prodigio como todo lo que sucede en estos lugares; pero forma parte de los prodigios una cierta vocación a la metamorfosis.  A los dioses les gusta transformarse. Atrapado por una infinita e interactiva fábula indígena cualquiera, el cuerpo de San Francisco Javier intenta el camino, desconocido en Occidente, de una avatâra, una reencarnación. Ha sido seducido, es indio.

     Sin embargo, queda la pregunta de si la seducción no es de signo contrario, o entrambas partes: Occidente lanza el cuerpo de Francisco Javier en el terreno del otro, y así procura una rectificación de los límites del origen. Del origen incierto de Occidente. De la construcción de una vastedad –infinitamente colonial-, que no se limita al Concilio de Trento, a la certificación de la primera piedra, a la fractura –inverificable- de un Primer Mundo en Dos.
     La lógica de la evangelización y la lógica de la colonización se interpenetran en el cuerpo –sacrificial al estilo cristiano-asiático, estoico y astuto al estilo jesuita - del probable Santo.
     No siempre, como cree Edward Said en su crucial volumen Orientalismo (que asegura ver en la mente de Occidente un progreso doble, a ratos hegeliano, entre la posibilidad de discriminar verdad y mentira, apariencia y verdad, de la propia mente como creadora de diferencias y de un mejor orientalismo por una institucionalización del discurso del saber), no siempre se procede por entendimientos que se ventilan como se ventilan los pactos: a través del movimiento rígido de las políticas que arrastran su carga de retórica, de ficción, de imaginario político. Las señales del entendimiento no siempre son claras.
     La pregunta por los ocho brazos (o tentáculos, tendría la tentación de decir uno) del dios Shiva, ciertamente, podría tener un discreto abanico de respuestas; pero su misterio – por origen, por transfiguración del origen, y por coacción de la mente ante los límites de la razón – quedaría intocado como philosophia perennis, como cautela frente al socavamiento de una intención que siempre permanecerá extraña para las culturas, entrelazadas en su incierto devenir desde el Uno o desde la Multiplicidad contenida en el Uno. Llegar a ser indio nunca será un problema ontológico, antropológico o cultural: sólo a saltos –de mata o de metamorfosis contenidas en la poesía, en el enigma, en el secreto sostenido a voces desde el incierto origen, como el Ramayana, Dionisos o los oráculos pre-cristianos – se llega a ser indio por posesión de un turbante; o enrevesando los bigotes.
     Si es cierto lo que asevera Jean Lacouture en su capítulo “Diálogo en Yamaguchi”, Francisco Javier estaba encandilado, maravillado, con-fundido, más por el carácter de su misión colonial-evangelizadora  que por la cantidad de brazos de Shiva:

            Durante más de siete años, su misión, como la podemos descifrar a través de su correspondencia y de los primeros biógrafos o cronistas –Frois, Lucena, Cancilotto-, estuvo marcada, en primer lugar, por una increíble insensibilidad a la naturaleza, a esos mundos prodigiosos a los que le había empujado su misión, a las inmensidades ofrecidas a Europa por Vasco de Gama (de todo ese universo, escribe uno de sus biógrafos, “sólo ha mirado las estrellas”), y por un desconocimiento parecido de los pueblos a los que se ha propuesto salvar. ¿Ignorancia o desinterés?
            Había partido hacia Asia como hacia un desierto superpoblado, una de esas extensiones que los cartógrafos de la época señalaban de este modo: Hic sunt leones (aquí hay animales feroces), llevando consigo únicamente, se dice, “su breviario y su crucifijo”.

     No comprendió, ni quiso comprender, Francisco Javier –o no le era lícito comprender por el carácter de su misión, que se basaba más en la resistencia romana del cuerpo y el entusiasmo griego-, “la grandeza que la civilización india y el brahmanismo mantenían oculta bajo la miseria de las apariencias”.
     Entonces: ¿por qué la incorruptibilidad del cuerpo? ¿El misterio convertido en narración siguiendo ese hilillo de sangre desprendido de un dedo arrancado por una devota desquiciada? ¿Y, más que nada, o, sobre todo, por qué el cese de esa incorruptibilidad?
     Posiblemente para que la imagen termine de encarnar, y los gusanos acometan la extraña empresa de crear el vacío de una encarnación cultural, si se entiende por cultura ese violento sobrepujamiento de unas imágenes por sucederse a las otras, como hace el dinero consigo mismo y con las emociones de los hombres.

Barcelona, Invierno del 2006

Notas

1. Der Erzäler, 1936. Revista de Occidente núm. 129, 1973 e Iluminaciones IV, 1991.

2. Hawthorne, 1842.

3. “El arte del cuento,” 1956, The Paris Review.

4. The Essential Tales of Chekhov, 1998. Editado en España como Cuentos imprescindibles, 2001.

5. The Real Thing, 1892.

6. La mitificación de la realidad.

7. Ernst Mach rima con Marx Ernst.

8. Perteneciente al ciclo de conferencias que Borges brindó en Harvard en el curso 1967-1968.

9. Naturaleza y finalidad de la literatura.

10. Pequeños relatos (1912).

11. El frío aumenta con la claridad.

12. El sentido de un final. Estudios sobre la teoría de la ficción.

13. Paz también acota esta cita de Williams: “El arte no es un espejo que refleje a la naturaleza sino que la imaginación rivaliza con las composiciones de la naturaleza”.

14. Intervención leída en el Coloquio sobre Orígenes – Casa de las Américas, Octubre, 1994 – en una mesa redonda cuyo tema central fue "Orígenes y su influencia en los nuevos escritores").