Sobre héroes y escombros

imágenes de la muestra “Cuba: un proyecto revolucionario, de Walker Evans al presente” en el Museo Getty de Los Ángeles

Néstor Díaz de Villegas

1.

Hay una instantánea en la iconografía revolucionaria cubana no recogida por las  cámaras, una que habrían de narrar a posteriori los propios protagonistas. Puede considerársela una imagen falseada, concebida con la intención de embaucar al espectador.

Así sucedieron los hechos: Herbert Matthews, el reportero estrella del New York Times, viaja a Cuba en 1957 y es conducido al lugar secreto donde opera la guerrilla. Pasa camuflado por los puestos de control del ejército de Batista y topa en la Sierra con los hombres de Fidel Castro. Entonces, como de la nada, aparece el Líder, a quien la prensa oficial daba por muerto. Matthews y Fidel conversan, discuten la situación política, toman bocadillos y comparten puros. Mientras tanto, las tropas rebeldes desfilan por delante del periodista. Hoy sabemos que los alzados eran apenas un puñado: forman un loop y parecen innumerables. Matthews recoge esa imagen fabricada y la difunde. A los ojos de cientos de miles de lectores, el infundio se presenta como ilusión óptica.

Traigo a colación esta imagen virtual como preámbulo a la exposición de fotografía Cuba: un proyecto revolucionario, de Walker Evans al presente, organizada por el Museo Getty, de Los Ángeles, por tratarse del paradigma de la propaganda castrista. El lugar de Herbert Matthews lo ocupa en este caso Andrei Codrescu, autor del ensayo incluido en el catálogo (de una muestra de Evans del 2001, reciclado para esta exposición).

La curadora general del Departamento de Fotografía del Museo Getty, Judy Keller, es la encargada de demostrar que el Líder y su razón histórica gozan de salud perpetua en el banco mundial de imágenes. Los reportes de la muerte del castrismo no sólo eran exagerados en 1957, sino que, gracias al valor taxativo de la iconografía, serán siempre falsos. El castrismo, como el fascismo y el nazismo en tanto fenómenos estéticos, es ya patrimonio de la Humanidad.

La comisaria echa mano del canon del cubanólogo a la hora de narrar su propia historieta y los tópicos de la cosmogonía revolucionaria pasan entonces, en pelotones, por delante de nuestros ojos. Abreviados a tamaño de Reader’s Digest e insertos al pie de las fotos, van contando una versión californiana de la Historia de Cuba.

2.

De Walker Evans al presente: dos momentos que marcan la apoteosis y la caída de la República de Cuba. He aquí el estallido carpenteriano, el efecto barroco por excelencia, captado por múltiples cámaras a lo largo de setenta años, de los cuales cincuenta y dos abarcan la crisis actual:

“…contrariando todas las leyes de la plástica, era la apocalíptica inmovilización de una catástrofe. Explosión de una Catedral, se titulaba aquella visión de una columnata esparciéndose por el aire en pedazos –demorando un poco en perder la alineación, en flotar o para caer mejor– antes de arrojar sus toneladas de piedra sobre gentes despavoridas".

Al célebre pasaje de El siglo de las luces, de Alejo Carpentier, conviene yuxtaponer otro de El acoso, la gran novela del período histórico conocido como “el machadato” (1925-1933), donde el escritor capta el primer movimiento de ese derrumbe. Fue entonces que surgió en Cuba el gangsterismo político y se estableció la práctica del atentado terrorista. En la verja de un palacio que sucumbió a la explosión de una bomba, el acosado de Carpentier ve un cartel que anuncia: “Se venden escombros”.

La comisaria Judy Keller propone, para la “nación fallida”, un modelo de derrumbe museable. Enfrentada a la evidencia fotográfica, la Cuba actual aparece como el detrito de sucesivos proyectos revolucionarios. Sin arriesgarse a suscribirlas, la muestra arranca, tácitamente, de estas premisas: lo que destruyó el castrismo es el país retratado por Walker Evans; lo que el catálogo llama “proyecto revolucionario” no es más que la explosión en cámara lenta de aquella República.

3.

Castro crea a sus precursores. Si la frustrada “revolución del 33” es su Tratado de Versalles (el evento donde se origina la leyenda de la “puñalada por la espalda”), el general Gerardo Machado bien podría ser su káiser. Hoy vemos ese momento histórico a través del lente de quienes, veinte años más tarde, serían considerados “intelectuales revolucionarios”: Raúl Roa, Alejo Carpentier, José Z. Tallet, aunque se nos escapa el impacto del libro El crimen de Cuba, del periodista norteamericano Carleton Beals.

Luego de residir varios años en México como agente de prensa pagado por el gobierno revolucionario, Beals arriba a La Habana en el rol de reportero independiente. Su campaña difamatoria contra el embajador norteamericano en Cuba, Henry Guggenheim, calcada de la que había orquestado antes contra José Vasconcelos, lo convierte en uno de los artífices de la violencia antiamericana de la revolución que “se fue a bolina”.

Más que mero observador, Beals es partícipe en la caída del machadato, aunque las fotos de Walker Evans lo encubran. La primera edición de El crimen de Cuba está ilustrada con las imágenes del joven fotógrafo, que permaneció en La Habana sólo tres semanas entre mayo y junio de 1933 y, al completar la encomienda, escribe a Beals desde Nueva York: “Me pregunto si mis ilustraciones se le parecerán a la Cuba que conoce.” De hecho, la Cuba de Carleton Beals y la de Walker Evans resultaron ser tan incompatibles que la discrepancia ha devenido la clave de cualquier aproximación crítica. Todavía hoy, en el Museo Getty, el “crimen” al que alude Beals se echa de menos en las fotos de una nación pujante.

La ciudad que aborda el periodista está desfigurada por la lectura de Joseph Hergesheimer (concretamente, del diario de viaje San Cristóbal de La Habana, de 1920), un modelo literario que resultaba anticuado para la nueva época: “Allí donde no está sumida en la influencia americana, La Habana lleva la estampa de la clase criolla”, escribe Beals. Y cita: “De acuerdo a Hergesheimer, la ciudad ha devenido una Pompeya victoriana: España tocada por el trópico, y el trópico ­–sin tradiciones– obligado a volverse barroco.”

En cambio, la ciudad de Evans es la otra, la “sumida en la influencia americana”, cuyos seres, demasiado modernos y literales, aparecen rodeados de loterías, periódicos, garabatos, afiches, pasquines y rótulos de barberías, ferreterías, bares y quincalleras. La Cuba de la profusión de signos que se insinuó al ojo Evans, es el objeto de sus mejores estampas. En esos alfabetos están inscritas las claves de la cubanidad, según las entendió el fotógrafo en el verano de 1933: Bohemia, Filmópolis, Coca-Cola, Carteles, Ironbeer, Préstamos Perna, Fonda La Fortuna, “Hoy: Esclavos de la Tierra”.

Por todas partes, el pueblo va vestido “a la americana”, aunque la América de la moda no sea el país real, sino su versión hollywoodense. El cubano copia un atuendo fantástico. Para ver a un americano ordinario era necesario visitar a Ernest Hemingway en la Finca Vigía, algo que hizo Evans. Allí el escritor y el joven fotógrafo beben y conversan. Pero en las calles de La Habana, el chambón de Hemingway, y Walker Evans, con su corte de cabello “a la malanguita”, son los típicos americanos feos. El canon del estilo criollo está en pantalla: la recién estrenada Adiós a las armas [foto 1] provoca furor, pero el autor de la novela homónima pasa como un don Nadie por la capital de la elegancia.

4.

Merece la pena examinar a fondo el problema del vestuario. El atuendo del cubano obnubila al extranjero. Andrei Codrescu, en el catálogo, toma por “affluent” lo que es sencillamente elegante. Se trata de la foto titulada City People [foto 2], que muestra a un grupo en actitud de espera, y que el escritor describe como “intrigado y desplazado, simultáneamente”. Dice que ese grupo es “incoherente y difícil de descifrar”, de lo que se deduce que un molote parado en una esquina puede ser un enigma para quien no conozca Cuba. ¿Qué pensará entonces el recién llegado, cuando se trate de una manifestación multitudinaria en la Plaza de la Revolución, con todas las dificultades que entraña su lectura?

Pero Codrescu cree descubrir un patrón: “La posición social del grupo está inscrita en lo moderado de los tacones que llevan las mujeres, en los zapatos de charol de los niños y en sus calcetines blancos…” Se trata, dice, de una multitud “racialmente diversa”, de una “verdadera paleta de tonos”, pero discierne que los individuos pertenecen a la misma clase social: “Los zapatos cuentan la historia”.

Es importante aclarar que esas personas, que probablemente esperan el tranvía en la acera de la sombra, son gente de pueblo, sencillos ciudadanos: una persona “pudiente” nunca esperaría en una bodega de esquina. Sus caras fruncidas –“intrigados y disgustados”, supone Codrescu– son tan sólo la reacción natural al resplandor y el bochorno cubanos, una expresión cotidiana. En otro momento, extrapolando impresiones de su viaje a La Habana de 1998, el analista confunde a la gran dama de Woman on the Street [foto 3], con una mulata prostituta: más allá hay un hombre blanco, trajeado, mirándola. Codrescu piensa que es un chulo.

5.

El salón contiguo está dedicado a la iconografía castrista, y resulta paradójico, a estas alturas, invocar el “proyecto revolucionario”, cuando el verdadero objeto de culto son unos héroes de epopeya cuyo valor canónico frisa en lo reaccionario. Al aludir, como la comisaria Keller, al “intento de Cuba de forjar un Estado independiente con un ambicioso plan de proyectos sociales”, se hace obvio que hemos dejado atrás el terreno del arte para entrar en el de la doctrina. Se puede hablar ahora de la “dictadura” de los Castro, como  hace Codrescu en alguna página del catálogo, y culpar también a la CIA en la tercera línea del mismo párrafo: “Cuba es un hueso duro de roer (…) entre los muchos dientes partidos contra ese hueso habría que contar los de algunas entidades carnívoras, como la CIA.”

Una idea no invalida la otra. La denuncia de la dictadura no sólo adopta la nomenclatura oficial, sino su teleología. Así, la crítica es anexada al paradigma de lo políticamente correcto. Es lo que parece proponer el ensayista cuando señala que aquellos magnates que Carleton Beals condena en su libro, los Rockefeller y los Guggenheim, culpables del “crimen de Cuba”, son hoy conocidos como mecenas. “Walker Evans no tenía problemas con esa ironía”, advierte Codrescu, “…se fue a trabajar a la revista Fortune, emporio del capitalismo americano.”

Walker Evans encarna una actitud ante el poder. El fotógrafo es relevante, no tanto por ser el autor de un vademécum que refuta las consignas del catastrofismo de izquierda, promovido por Beals, sino por haber sido el primero en descubrir –con relación a lo cubano– una postura irónica. Como la de otro gran magnate, J. Paul Getty, que provee el capital para levantar en Los Ángeles un altar al Guerrillero Heroico. La efigie guevarista es también el engendro de la ironía de otro millonario y de otra causa: Giangiacomo Feltrinelli y el terrorismo burgués, pero, ¿a quién le importa? Las imágenes polimorfas admiten cualquier Historia.

La archiconocida imagen de Alberto Korda ocupa el centro de la capilla. En las paredes: el melancólico Quijote de la farola, del mismo Korda; concentraciones populares en la Plaza, captadas por el lente de Osvaldo Salas y Raúl Corrales; un magnífico retrato oficial del Che, de Liborio Noval; aún otro Che haciendo trabajo voluntario en el puerto de La Habana, de Perfecto Romero. El escritor Norberto Fuentes ha revelado recientemente que, poco después de tomar la clásica foto del Che, Korda cayó en desgracia. Ahora nada de eso cuenta: entre los cubanos y sus imágenes media un abismo.

Lo que sí permanece es la pulsión sexual, ya implícita en el carácter orgiástico del Triunfo. La mirada busca en la voluntad de los héroes una respuesta a los estímulos artísticos, y el entusiasmo se transforma en deseo. La cámara de Korda, Mayito y Corrales es una posmoderna “máquina deseante”. Lo femenino aparece (Alberto Korda: Plaza de la Revolución, mayo 1963 [foto 4]), pero sólo como comitiva: la mujer, el pueblo o la Leica son espectadores de lo Eterno masculino. Carleton Beals observó, en 1933, que “Havana is still a largely male city”. Con el paso del tiempo esta tendencia sexual degenerará en Castroexplotation.

6.

Aunque a los americanos les atrae el misnomer de “Período Especial” (ni fue un período, ni tuvo nada de especial), como rótulo bajo el que podría pensarse el proceso revolucionario en su totalidad, la manera franca de nombrar el último medio siglo en Cuba sería “estado de excepción”.

En la tercera y última sala del Getty descansa la Cuba excepcional, la de los años duros que se prolongan más allá de toda plausibilidad. El nombre de “Período Especial” encubre, también allí, su mórbida duración, similar al paso de una plaga. La eternidad revolucionaria –concomitante con su corrupción– es lo que intriga a los nuevos fotógrafos y cubanólogos.

Con respecto a la dinámica republicana, el inmovilismo revolucionario, captado en las fotos recientes, se percibe como retroceso. Ahí están las imágenes de Virginia Beahan, que introducen el desengaño en la mirada turística. En Vista de un manglar y desembarco del Granma en Playa Las Coloradas, el evento histórico es despojado de su soporte simbólico, y la violencia de esa intervención provoca un estallido de indiferencia. Los escaparates vacíos, las Casas de Cultura abandonadas, o una peletería en Camagüey, donde la ausencia de zapatos “cuenta la historia”, confirman las peores sospechas.

Para el fotógrafo ruso Alexey Titarenko, Cuba es “la Zona”, y el fin del mundo en La Habana un hecho consumado. Si antes toda la patria fue la tumba de un Apóstol (ver el busto de José Martí en Lazo de la Vega, de Alex Harris, 2002 [foto 5]), ahora sirve de mausoleo al Líder. Desde ruinosos balcones los habaneros ven pasar el entierro de lo que fuera la Pompeya de Hergesheimer. El grupo que mira al cucarachón con el capó levantado no sabe qué pensar [foto 6]. Otra vez son hombres solos, y lo que observan, indiferentes, es la muerte de la Historia.

Que Alexey Titarenko sea quien atine a descifrar lo cubano, demuestra que la actualidad revolucionaria debe entenderse a la rusa, desde una perspectiva nihilista. Los comisarios del Museo Getty desaprovechan el “viaje a la semilla” facilitado por la confluencia de épocas, y pasan por encima de la evidencia, declarándola inadmisible.

Aunque el legado fotográfico expone un proceso degenerativo, la explicación de la decadencia es controlada por Judy Keller en sus notas a pie de foto, que describen el “Período Especial” como una “fase de aguda escasez de bienes materiales causada por el embargo norteamericano de la isla”. La imagen de un Espectáculo público, tomada por Walker Evans en el Capitolio habanero durante las celebraciones del 20 de mayo, lleva esta perla: “Aunque apenas independientes de control foráneo, aquí puede verse a los cubanos participando en la celebración anual de su emancipación de España”. A la famosa imagen Ciudadano en Centrohabana (un negro esbelto, en traje de dril y sombrero de pajilla, que posa frente a un estanquillo [foto7]) los curadores le endilgan una apostilla: “…el título de Evans para este trabajo bien puede ser irónico, debido a que se trata de un miembro de las clases desposeídas.”

Para Cuba, la dependencia de Norteamérica se manifiesta como intromisión de una mirada que termina imponiendo sus estereotipos. De Hergesheimer a Beals, a Codrescu y a Keller, el colonialismo cultural es fotogénico: los millonarios serán siempre mecenas de los héroes, y los curadores, intérpretes de escombros.

Créditos de fotos

foto 1: Havana Cinema, 1933
Walker Evans
gelatin silver print
J. Paul Getty Museum, Los Angeles

foto 2: City People, 1933
Walker Evans
gelatin silver print
J. Paul Getty Museum, Los Angeles

foto 3: Woman on the Street, Havana, 1933
Walker Evans
gelatin silver print
J. Paul Getty Museum, Los Angeles

foto 4: Plaza de la Revolución, mayo 1963
Alberto Korda
gelatin silver print
J. Paul Getty Museum, Los Angeles

foto 5: Lazo de la Vega, octubre 13, 2002
Alex Harris
chromogenic print
J. Paul Getty Museum, Los Angeles

foto 6: Untitled [Havana], 2006
Alexey Titarenko
gelatin silver print
J. Paul Getty Museum, Los Angeles

foto 7: Citizen in Downtown Havana, 1933
Walker Evans
gelatin silver print
J. Paul Getty Museum, Los Angeles