Higinio Marín: una introducción
Jorge Brioso, Carleton College
     La historia de la filosofía occidental, desde Platón hasta Foucault, ha  sido pródiga en teorías sobre la locura. Nadie, sin embargo, se molestó hasta  ahora en contarnos la historia de la cordura. La solución de este enigma  parecía muy simple: la
 historia de la razón es la historia de la cordura. La  filosofía nunca se vio obligada a mencionar explícitamente la cordura porque,  en cierto sentido, siempre había estado hablando de ella. El problema, sin  embargo, nunca se planteó filosóficamente. Ningún texto se atrevió a cuestionar  ese supuesto del pensamiento occidental: la razón y la cordura son la misma  cosa. Esta igualdad, además, parecía tan autoevidente que nadie se tomó el  trabajo de fundamentarla. Sin embargo,   si le prestamos atención a  la  fórmula cordura=razón descubrimos que más que ser una igualdad es una ecuación.  Sabemos todo sobre uno de los términos, razón, pero el otro es una total  incógnita para nosotros. ¿Cómo definir el término cordura? “La palabra  castellana ‘corazón’ procede de la latina cor-cordis, de donde también proceden  por vías distintas ‘cordialidad’, ‘concordia,’ ‘cordura,’ ‘acuerdo’ y ‘recuerdo.’  Etimológicamente el corazón se presenta, pues, como el lugar donde se dan cita  los acuerdos y recuerdos que dan forma al sentido y al sentir común, a la  cordura y la cordialidad..... Sus relaciones y dependencias etimológicas no  sólo son mutuamente reveladoras, sino que forman una constelación cuya figura  deja ver lo que habitualmente llamamos el sentido común: la concordia entre los  hombres por sus juicios acerca de la realidad de la existencia compartida.” La  fórmula  que sustentaba el edificio de la  filosofía occidental, cordura=razón, ha demostrado ser inexacta, para no decir falsa.  Es en el desván de la filosofía occidental, donde se refugia todo lo negado por  la razón, donde encontramos los elementos necesarios para fundar una teoría de  la cordura: las pasiones, los afectos, los recuerdos, el sensus communis, los hábitos. Simposio,  la nueva sección de La Habana Elegante dedicada  a temas filosóficos, les invita a que de la mano de Higinio Marín se aventuren  a indagar en  la historia de ese concepto  que es, a la vez,  al que más se alude y,  paradójicamente, el menos conocido en  la  historia de la filosofía occidental: la cordura. Incluimos en esta sección el  primer capítulo del libro inédito Teoría  de la cordura y de los hábitos del corazón del autor antes mencionado. 
  
Higinio Marín (Madrid, 1965) es una de las voces más originales de la filosofía española contemporánea. Es autor de otros tres libros: La antropología aristotélica como filosofía de la cultura (1993), De dominio público: Ensayo de teoría social y del hombre (1997), La invención de lo humano: la génesis sociohistórica del individuo (1997). Ha editado los siguientes volúmenes: Estudios sobre la sexualidad en el pensamiento contemporáneo (2002), Nación y libertad (2005). Sus principales áreas de investigación son la antropología filosófica y la filosofía política.
La cordura
Higinio Marín Pedreño
1. Temor, temblor y estupor
    
     Imaginemos que un día muy de mañana  nos encontramos con alguien que, tras breves saludos, nos dice que lleva a su  hijo, muy a su pesar, a un paraje cercano donde lo va a sacrificar porque Dios  se lo ha pedido. Seguramente la situación nos parecería inverosímil. Pero si  comprobáramos que nuestro conocido, lejos de bromear, se tomaba completamente  en serio su propósito, la certeza de su locura y de la lastimosa indefensión  del pequeño nos sobrecogería a todos. De inmediato se nos impondría la urgencia  de poner a salvo al niño de su desquiciado padre. Incluso, si llegara a ser  necesario, para reducirlo intervendrían no sólo fuerzas de seguridad y  especialistas en enfermedades mentales, sino también sacerdotes y religiosos  con autoridad sobre su conciencia, todos los cuales convendrían de inmediato en  que se trataba de una situación demenciada y que nuestro conocido era víctima  de alucinaciones que tomaba por revelaciones divinas.
           La  idea de que Dios hubiera pedido realmente el sacrificio del niño sería  sencillamente impensable y, según creo, no más absurda para ateos y agnósticos  que para creyentes, incluidos los religiosos y sacerdotes. Tanto la hipótesis  de la no existencia de Dios como la de su existencia refutan por sí mismas la  posibilidad de semejante mandato. Sin embargo, eso es exactamente lo que hizo  Abraham, uno de los pioneros de la tradición occidental, en una montaña de la  región de Moria, según cuentan los textos sagrados judíos y cristianos. Como es  sabido, Abraham creyó que Dios le había pedido el sacrificio de su hijo Isaac,  y una mañana, seguido del niño al que hizo cargar con la leña para el  holocausto, se dirigió a la montaña donde iba a matar al pequeño y ofrecerlo en  sacrificio. Una vez en la cima, atado Isaac y expuesto sobre el altar, un ángel  contuvo a Abraham que tenía ya alzado el cuchillo y le mandó sustituir al niño  por un animal (Génesis, 22, 13). 
           El episodio del  frustrado sacrificio de Isaac a manos de su padre es, ciertamente, un lugar común  en la tradición occidental, (1) pero incluso  aunque lo leamos como un relato meramente literario es posible que no  concluyamos de inmediato que Abraham era un loco presa de alucinaciones, como  sí ocurre cuando leemos, por ejemplo, que el Quijote se
 sintió llamado a salvar  doncellas y enderezar entuertos ¿Qué media entre Abraham y nosotros para que no  pensemos de inmediato que el patriarca de los judíos estaba loco y, sin embargo,  lo supongamos de nuestro vecino? ¿Qué ha tenido que transformarse para que nos  parezca una demencia lo que Abraham sintió como un mandato divino, o para que  nos parezca una pesadilla lo que él entendió sin lugar a dudas como una  revelación? ¿Qué ha convertido en un delito inexcusable lo que parecía un deber  sagrado? ¿Y qué distingue a Don Quijote de Abraham?
           En  primer lugar, Abraham no dudó de que Dios le pedía que matara a su hijo porque  su idea de Dios, de lo cuerdo y de la paternidad no excluían de pleno esa  posibilidad. De hecho, aquella petición por parte de Dios no era entonces tan  extraña e inconcebible como resultaría hoy para nosotros. En tiempos de Abraham  y de su linaje se ofrecían sacrificios humanos en los templos cananeos, por  hablar sólo de las inmediaciones geográficas y culturales de la historia judía.  Abraham no dudó porque su idea del poder de Dios no excluía la posibilidad de  tales mandatos, y su concepción de los deberes respecto de Dios incluía la  obediencia también en semejantes circunstancias. No dudó porque tampoco la idea  y los hábitos de la paternidad excluían la posibilidad de disponer de la vida  de los hijos y, en definitiva, porque en su mundo nada de todo aquello era tan inconcebible,  por extraordinario y penoso que resultara.
           Esa  es, además, una de las diferencias entre Abraham y Don Quijote considerados  desde el mero punto de vista histórico: Abraham se comporta dentro del espacio  de la cordura de su tiempo al que cabe llamar el (su) mundo, mientras  que Don Quijote estaba fuera de ese espacio, fuera del mundo real, es  decir, del espacio cuyos límites entre lo que tiene sentido y lo que no tiene  sentido estaban vigentes. El Quijote nos hace visible la imagen del mundo pero  operando al margen, desde la lateralidad irónica del humor. En cambio, Abraham  encarna un punto de vista interior al mundo que habita y es Yahvé quien opera  al margen del mundo y lo modifica, primero pidiendo un infanticidio y después  revocándolo. Sin embargo, una vez mudado el mundo de Abraham, se torna tan  increíble como el de los caballeros andantes. De modo que desde entonces, don  Alonso Quijano no estaría más loco que cualquiera de nosotros que creyera deber  actuar como Abraham. Así que, seguramente a su pesar, nuestro iluminado vecino y  cuantos todavía creen que a imagen del patriarca deberían de obedecer cualquier  mandato divino por absurdo e irracional que fuera, se parecen más al caballero  de la Mancha  que al heroico pero desconcertante patriarca judío.
           En  su obra Temor y temblor, Sören Kierkegaard plantea casi literalmente el  supuesto de alguien que se sintiera movido a imitar a Abraham, si bien el  filósofo danés afirma que no sólo no intentaría detener al padre que intentaba  matar a su hijo, sino que denuncia una conducta similar a esa como hipocresía  incrédula. Más en concreto, describe el caso de un predicador que después de  haber expuesto y ensalzado la fe de Abraham, se vio en la tesitura de que uno  de sus fieles tomó el ejemplo del patriarca como vinculante y se dispuso a  matar a su propio hijo. Enterado el predicador, acudió presuroso a detener a su  parroquiano increpándole: “Hombre abyecto, escoria de la sociedad ¿Qué demonio  te posee y te empuja a matar a tu hijo?” No obstante, no es al parroquiano sino  al predicador al que, según Kierkegaard, no le queda siquiera “un mínimo de  razón que perder.” Y mientras que el pastor se ufana por no creer en lo que  predica y por declarar loco al que tiene la locura de creerle, al pobre pecador  “lo ajustician o lo encierran en un manicomio” y “se vuelve desgraciado frente  a la llamada «realidad»” (Temor,  34).
           “En  cuanto a mí [prosigue Kierkegaard] yo tengo el valor de ir hasta el final de  una idea.” Así que, convertido en 
predicador, “trataría el tema durante varios  domingos,” le daría a su discurso el fuego del amor paternal, y les haría  comprender a los oyentes que el amor de Abraham por su hijo es tan inalcanzable  que “de no ser el amor de ellos semejante al de Abraham, la sola idea de  sacrificar a Isaac produciría una crisis religiosa.” Y una vez tratado el tema  convenientemente, la mayor parte de los hombres se considerarían dichosos de  haber llegado a amar “como Abraham amó.” “Pero si uno quedara que, después de  haber comprendido la grandeza, pero también el horror de la grandeza de  Abraham, se pusiese en camino, yo ensillaría mi caballo para ir con él. A cada  alto antes de alcanzar la montaña, le diría que está libre todavía para volver  sobre sus pasos, para arrepentirse del error de creerse llamado a sostener  lucha semejante […] dejando a Dios dueño de tomar por sí mismo a Isaac, si ese  es su deseo. Tengo el convencimiento de que un hombre como ese no está maldito,  que puede alcanzar la felicidad como los demás pero no en el tiempo” (Temor, 37).
           Mucho  me temo que la figura del filósofo sobre su montura y acompañando al padre que  se dispone a matar a su hijo no se parece – como  quiere Kierkegaard – a la de alguien que tiene  el valor de ir hasta el final de una idea, sino a la de alguien que como Sancho  Panza, cabalgó al lado de un desquiciado sin poder enfrentarlo y atenerse a la  realidad. Y me temo además, que desde que los hombres tienen a su alcance la  certeza de que Dios no pide tales sacrificios, Yahvé no envía siempre a uno de  sus ángeles para que evite la muerte del niño a manos de sus padres, tal vez  porque espere que nadie ensille su montura y cabalgue al lado del infanticida  sin darle más que buenas razones.
        Lo  que produce, no ya temor y temblor, sino estupor, no es la petición de Yahvé  que desde el principio todos – menos Abraham e Isaac – sabemos que fue una  prueba, sino el mundo en el que semejante petición resultaba verosímil y la  forma del corazón del pobre y desventurado padre que se aprestó a obedecerlo,  porque una y otra cosa, el mundo y la forma del corazón, coinciden y se dan uno  al otro consistencia.
2. Hábitos del corazón
     Es  posible que, como Kierkegaard quiere, Abraham sea el héroe de la fe y el  segundo padre de la humanidad (Temor, 29). Es posible también que en su conducta siga intuible una  ejemplaridad intemporal sobre la relación del hombre y lo divino. Pero una y  otra cosa requieren, para mantenerse vigentes, que no nos tomemos la conducta  de Abraham como modélica según la literalidad exacta de los hechos relatados,  incluso aunque los diéramos por ciertos. Abraham puede ser tenido por el  ejemplo heroico de un hombre que se sabe en entera posesión de Dios, y que es  capaz de entregarle como ofrenda y sacrificio lo que más ama. Pero esa  ejemplaridad está transpuesta a un contexto en el que ya no tiene sentido ni es  concebible que Dios pruebe a sus fieles con la petición de sacrificios  infanticidas, ni tampoco que un padre pudiera obedecerlos. Y es que su acto de  obediencia a Dios pudo haber sido heroico, pero su imitación hoy entre nosotros  sería una locura cruel, y no porque haya dejado de tener sentido el heroísmo,  sino porque ha dejado de tener sentido que Dios pueda pedir tales cosas y que  el hombre pueda obedecerlas. Entiéndase que no se trata de sugerir que la  acción de Abraham careciera de singularidad – e incluso de un mérito religioso  excepcional – por insertarse en un mundo que la hacía concebible, sino de  reparar en el fondo oscuro de esa escena, en los supuestos por los que a  Abraham no le resultó inconcebible que Dios le pidiera el sacrificio de su hijo  pequeño y por lo que, lejos de resultarle impensable, creyó que era su deber  obedecerlo.
           Y es que la seguridad de que un  sueño o una visión en la que se nos aparece Dios pidiendo que matemos a un niño  no es más que una pesadilla o una alucinación no es tan obvia como suponemos,  porque no sólo depende de la salud psíquica de un sujeto en particular, sino  del conjunto de supuestos que constituyen lo que un determinado grupo de  personas comparten como lo propio de la cordura humana y el sentido común. Es  más, lo que entendemos por la salud psíquica de un sujeto depende en buena medida  de lo que los otros tienen por propio de la razón y del sano juicio. (2) Y todo esto no ha sido de hecho un criterio estable ni  común entre todos los seres humanos de todos los tiempos y de todas las  culturas. Mejor: los tiempos y las culturas son distintos entre sí, en buena  parte al menos, porque se diferencian respecto de lo que tienen por cuerdo,  real y de sentido común.
           Abraham,  el fundador del linaje y de la tradición judía, un hombre justo, venerable y cuerdo  entre los suyos, no compartía la red de supuestos que sostienen nuestras  certezas porque, entre otras cosas, la red de supuestos con la que concebía el  mundo, lo posible y lo imposible, lo cuerdo y lo desquiciado incluía la  posibilidad de que Dios pidiera tales cosas y,
 más concretamente, avalaba la  idea de que se las pidiera a él. Era un mundo “extraño” en el preciso sentido  de que no reconocemos en él nuestras “entrañas,” ni tampoco las entrañas de lo  divino, ni de lo cuerdo y real. Abraham no estaba loco, pero su cordura no es  coetánea con la nuestra. En cambio, la locura del Quijote nos lo hace  contemporáneo. Estamos más cerca del Quijote por su locura, que de Abraham por  su cordura y, sin embargo, el suceso que tuvo lugar en aquella montaña de  Moria, donde un Dios desconocido impidió a un nómada expatriado matar a su hijo  tras habérselo pedido, es uno de los episodios inaugurales de la historia de  nuestro sentido común. De modo similar, también la locura del Quijote afectó  nuestro sentido de la cordura, hasta el punto de que una peculiar falta de  realidad afecta a todo el que no la sueña de algún modo. Nuestra imagen del  mundo está hecha con márgenes extraños como la cordura de Abraham y la locura  del Quijote; y nuestro sentido común tiene una historia: es el depósito de una genealogía  del sentido que da cuenta tanto de la realidad como de nuestra singularidad  histórica. Más: nuestra singularidad reside en la forma, el alcance y hondura  de nuestra capacidad de realidad.
           De  ahí que nuestra unánime e inmediata certeza sobre la falta de juicio de nuestro  imaginario vecino esté fundada sobre supuestos cuya estabilidad no es tan  inalterable como podemos imaginar. Es necesario compartir un determinado  sentido de lo que puede ser real y de lo que no puede serlo que incluye, y  supone, una idea de la razón y de su falta; de lo que tiene sentido y de lo que  no; de lo que puede pedir Dios –si creemos que existe – y de lo que no puede  pedir, y de lo que podría y no podría hacer un hombre de bien aunque le  pareciera que cumple con un mandato del mismo Dios.
           Hasta  para poder creer lo que vemos necesitamos una certificación que no procede de  la mera observación, porque el carácter de real le sobreviene a lo percibido desde  unas instancias de certificación que evolucionan históricamente. Hace unos años,  un periodista español que residía en Manhattan y que fue testigo de los daños  que produjo el primer avión que se estrelló contra la Torres Gemelas,  contaba que cuando el segundo avión se estrelló ante sus propios ojos, no pudo  resistir el 
impulso de subir a su apartamento para observar lo que estaba  ocurriendo en el televisor y así poder llegar a creérselo. Y es que, entre  nosotros, la instancia de certificación de lo real que establece los límites  entre lo creíble y lo increíble es de índole mediática. Si ninguna de las  cadenas de televisión hubiera informado, ni en directo, ni constantemente  durante todo el día lo sucedido en Manhattan y, por el contrario, hubieran  continuado con su programación habitual, nuestro compatriota se habría, sin  duda, frotado los ojos con incredulidad antes de dar crédito a lo que había  presenciado físicamente. Algo similar puede deducirse de la afirmación de C. S.  Lewis de que la Edad Media  es, de entre todas las épocas de la cultura europea, la “más literaria” (La imagen del mundo, 12-15). Obviamente,  Lewis no desconoce el masivo analfabetismo de esos siglos en Europa, ni quiere  negarlo, sino que señala que durante siglos la instancia de certificación de lo  real fue el Libro y, por extensión, los libros en general. Los límites de lo creíble  y de lo increíble procedían de los textos y, por consiguiente, un silbido en  medio de una tormenta marina por entre cuyas olas parece atisbarse una forma  casi humana es, sin lugar a dudas, una sirena; y lo es por el mismo efecto de  la certificación por el que la escena presenciada físicamente de un avión  estrellándose contra un rascacielos resulta creíble: porque nuestra  experiencia, también la perceptiva, precisa ser ratificada e interpretada desde  las instancias de certificación culturalmente vigentes.
           Desde  esa perspectiva, el Quijote se nos presenta como el memorial del fin de los  textos en tanto instancia de certificación de lo real. La locura del Quijote  procede de tomar por real el mundo contenido en los libros. Y, sin embargo, el  texto mismo del Quijote se convierte en la representación de la sustitución de  la autoridad de las instancias de certificación culturales, por la nueva  hegemonía de las instancias subjetivas de certificación de lo real. Sancho  Panza no ha leído ninguno de los libros de caballerías, ni tiene alteradas las  capacidades perceptivas que transforman los molinos en monstruos y, sin  embargo, eso no le hace perder la confianza en las promesas de su señor, porque  la seguridad de que lo que vemos y oímos no es una alucinación no es tan firme  como podemos suponer, y depende más de lo que queremos y podemos creer, que de  lo que vemos o experimentamos. De hecho, lo que podemos creer y no podemos  creer está regulado por lo que sentimos, de modo que para poder creer lo  increíble necesitamos modificar nuestros sentimientos al respecto. La  afectividad es la instancia interior de certificación de la realidad, o, si se  quiere, el lugar desde el que la realidad recibe la certificación que requiere para  llegar a serlo y ser tenida por tal. A ese vínculo (que da la certeza) entre lo  que sentimos y lo que tiene sentido, bien puede llamársele cordura en el  preciso sentido que apunta el parentesco etimológico de la palabra entre  sentido y cordialidad, o entre realidad y corazón.
           Si  hoy pensamos, y con razón, que incluso si Dios pidiera a un padre cuerdo y  honesto que sacrificara en su nombre a su hijo, éste no debería hacerlo y que  si, por alguna razón, estuviera dispuesto, un simple desconocido tendría el  inexcusable deber de impedírselo, es porque lo contrario se nos ha hecho  inconcebible. Es más, esa misma petición es ya de por sí una prueba en contra  de la divinidad de la petición. Pero todo eso lo sabemos inmediata y  espontáneamente por un prejuicio, por un hábito o una costumbre previa incluso  a la reflexión, y cuya formación es solidaria del conjunto de supuestos que  forman
 el (nuestro) mundo.
           A  ese conjunto de supuestos que han tenido que transformarse y, más en  particular, a las inclinaciones y estimaciones inmediatas que surgen de ellos y  que están individual y socialmente consolidadas, se las puede llamar “hábitos  del corazón.” La expresión es original de Alexis de Tocqueville, y aparece en La  Democracia en América. Con ella alude a los elementos que forman la  infraestructura cordial de la democracia americana. Tocqueville parece sugerir  que el corazón tiene costumbres que constituyen algo así como el carácter  emocional de una nación: un conjunto de rasgos que dan a la dinámica emotiva y  pasional su morfología peculiar. En 1985 el sociólogo americano Robert Bellah la  reutilizó para titular la obra en que reunió un conjunto de estudios sobre el  paisaje axiológico de individuos americanos típicos.(3) Esas  cartografías de las relevancias vitales dibujan las redes de los supuestos cordiales  de la razón y del sentido que incluyen los límites de lo que se tiene por  concebible y real. Tales supuestos no tienen su génesis en el plano  exclusivamente psicológico o social, sino que se constituyen como el cúmulo de  un proceso histórico cuya estructura es genealógica y que alcanza a constituir  la versión de lo real en la que nos desenvolvemos.
         Los  hábitos del corazón prestan a la realidad esa decisiva gravitación interior que  la hace efectiva en orden a componer una visión del mundo y a configurar  nuestro modo de conducirnos en él. Al respecto es ilustrativa la idea socrática  de que el vicio es un error intelectual por lo que implica de modificación del  campo de visión y de distinta ponderación, es decir, del distinto peso que un  juicio y el universo supuesto que arrastra implican para la conducta. En tales  casos resulta evidente que elegir es elegirse, porque decidir y hacer una u  otra cosa es insertarse en uno u otro universo de sentido. El hábito del  corazón es la morfología semántica de una costumbre que inclina y capacita para  sopesar unas razones sobre otras y que las torna definitivas. Tales hábitos no  tienen, sin embargo, su origen en el contexto de la experiencia meramente individual,  sino que más bien constituyen el pathos originario donde crecen las visiones del mundo, cuyo horizonte se abren y se estrechan  según su propia morfología genealógica y biográficamente configurada.
3. De Moria a Tenochtitlan: durezas del corazón
     Por  mucho que le pesara a Kierkegaard, si los occidentales somos hijos de Abraham  no es tanto por nuestra disponibilidad a sacrificar a nuestro hijo y único  heredero, prenda de la alianza con Dios, sino porque se nos impidió consumar el  infanticidio, separándose así para siempre entre nosotros la esfera de lo  sagrado, de la de los sacrificios humanos. No es Abraham el que se distingue de  un modo imprevisible de los hombres de su tiempo, muchos de los cuales creían  posible que sus dioses les pidieran esas, y otras muchas cosas. No; lo  imprevisible es un Dios que pide e impide hacer lo que ha pedido, que se  declara señor de los primogénitos y, sin embargo, da el primer paso para que el  vínculo que une a padres e hijos llegue a ser tan decisivo que ni siquiera una  supuesta petición divina podría romperlo.
           La  vida de Abraham estuvo poseída – dice Hegel – por un invencible impulso de  totalidad que exigía que lo sacrificara todo y que no quedara prendido de nada  en particular: ni un lugar donde vivir, ni un hijo al que amar y en el que  descansar. “Abraham erraba con sus rebaños por una tierra ilimitada. No se  había familiarizado con parte alguna de esta tierra, cultivándola y  embelleciéndola, por lo cual hubiera llegado a quererla y aceptarla como parte  de su mundo; únicamente sus bestias apacentaban la tierra” (Escritos, 226 y siguientes). Según  Hegel, el nomadismo del patriarca es completo y afecta a todo lo particular,  incluso a su hijo. No obstante, en la figura de Abraham persiste una perturbadora  configuración de la paternidad que no queda anulada ni por la hipótesis  hegeliana de su insaturable anhelo de totalidad, ni por la hipótesis  kierkegardiana de su extrema y heroica disponibilidad a sacrificar a su hijo. 
           Si,  como asegura Kierkegaard, “el espectador de esta escena se siente paralizado,” no  es sólo por el inaudito fervor religioso de un padre que obedece a Dios, sino  porque aun leído a sabiendas de que se trató de una prueba de fe, esa certeza  no evita que se intuya la desdicha que suponía vivir en un mundo en el que resultaba  concebible que Dios pidiera a un padre que matara por su propia mano a un hijo  exigido como ofrenda. ¿Qué clase de mundo era ese? ¿Qué era para esos hombres un  padre, y un hijo, y Dios? En el relato de Moria casi todo resulta tétrico menos  el carácter de prueba del mandato y, sobre todo, la retractación divina y la  sustitución del niño por el cordero. Incluso la fe de Abraham, cuya piedad  religiosa le lleva a atentar contra la más elemental piedad humana, resulta  desconcertante: heroica pero tenebrosa. Para matar a un hijo, aunque lo haya  pedido el mismo Dios, no es necesario sólo estar dispuesto a obedecer y hacerlo,  sino que es preciso poder hacerlo. Y ese poder no es una perfección, sino una  secuela resultado de un defecto de a una cierta tara, de modo que si Abraham  pudo obedecer a Dios fue tanto por lo que había en él de ‘heroica obediencia,’  como por lo que había en él de atroz capacidad. Aunque no fuera el caso de  Abraham, es necesario admitir que también la crueldad nos hace capaces de lo  peor, y sin embargo es un poder que surge de una falta y no de una cualidad. En  otros pasajes del Génesis se nos  cuenta que Abraham no se vino abajo por tener que abandonar a su hijo Ismael y a  su madre Agar en pleno desierto y casi sin nada que comer. Y no fue el corazón  de Abraham, sino el de Yahvé, el que se conmovió ante el llanto del niño, del  que su madre ya se había alejado para no verlo agonizar (Génesis, 21, 8-20). Tampoco dudó Abraham en hacerse pasar por  hermano de Sara, su esposa, y consentir que el Faraón la hiciera una de sus  mujeres. Y es que, aún si suspendiéramos reverentemente el juicio sobre el  patriarca judío y su modo de conducirse, es preciso reconocer que pertenece a  un mundo en el que ni los hábitos de la conyugalidad, ni los de la paternidad  tienen la morfología de lo que podríamos reconocer como propios; un mundo hecho  de durezas que hoy se nos representan más bien como crímenes e indignidades.
           Al  respecto, algo se puede leer en el Evangelio,  la continuación cristiana del libro que cuenta el suceso en los montes de Moria,  cuando en un determinado momento, unos judíos le preguntaron a Jesús sobre la  costumbre habilitada por Moisés de repudiar a las mujeres en casos de  infertilidad o adulterio. La respuesta que recibieron fue que “Moisés, teniendo  en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras  mujeres, pero al principio no fue así” (Marcos 10, 2 ss; Mateo 19, 3 ss). Es como  si la historia de las instituciones y las costumbres tuviera fluctuaciones  según las ‘durezas del corazón.’ De modo que, por ejemplo, se puede o no  repudiar a la mujer por infértil, o por adúltera, o inmolar a un hijo según  unos determinados usos y ritos sociales porque el corazón del hombre tiene una  determinada historia, en este caso la historia de un decaimiento que ha dejado  en el olvido cómo fueron las cosas al principio, o, más en general, cómo  debieran ser en todo caso. Poder matar a un hijo es, en el fondo, una debilidad  nacida en una dureza que es consecuencia de una historia de ofuscaciones y pérdidas.
           Dichas  historias no lo son sólo de las emociones y de la afectividad, sino también del  sentido común, de la cordura y de lo posible para la acción del hombre respecto  de otros hombres y respecto de sí mismo y de Dios. Desde esa perspectiva,  resulta que Abraham no podía saber que su Dios no quería sacrificios humanos y  que los templos judíos se distinguirían por no aceptarlos (aunque sí exigirían  en prenda un rescate por todos los primogénitos), precisamente porque su  historia aquella mañana en aquel monte funda e inaugura dicha tradición. La  petición de matar a su hijo y el mandato final de no hacerlo son los  acontecimientos mediante los que Yahvé muestra que no se complace con la sangre  humana. Y aún entonces, Yahvé no le prohibió a Abraham los sacrificios humanos,  sino que le mostró su preferencia por otra clase de sacrificios, y le prometió  por su obediencia una descendencia numerosa como las estrellas (Génesis, 15, 5-18).
           La  interpretación de Kierkegaard que presenta al patriarca dispuesto al  infanticidio como el héroe arquetípico de la fe, con validez intemporal y  actual, es deudora de un anacronismo teológico por el que se da por supuesto  que Dios se había ‘revelado’ a Abraham en la misma dimensión que a sus  sucesores, incluidos los últimos cristianos; y es deudora también de un  anacronismo antropológico, por el que se supone que Abraham poseía idéntica  configuración interior, respecto a la paternidad, a la de los hombres de  cualquier época y condición. Y de ese modo, lo que Kierkegaard hace es,  precisamente, restarle a la idea de Dios el protagonismo que ha tenido en la  construcción cultural de la idea occidental del hombre y de lo humano. Y lo  hace porque tanto su idea de Dios como la del hombre es deudora de la  animadversión e inconmensurabilidad luterana entre razón y fe, que Kierkegaard  reivindica con renovado dramatismo, y que enfrenta a las pretensiones  hegelianas de lograr síntesis racionales y progresivas que ejecutaran  simultánea e históricamente los contenidos de la revelación y los de la  objetividad de la razón.
           Sin  embargo, la erizada irracionalidad de la fe de Abraham que Kierkegaard pretende,  y que según el filósofo danés cree en el absurdo y por el absurdo, se desvanece  en gran medida si se la considera desde una perspectiva histórica o genealógica,  y se la contempla como el episodio inaugural de una tradición particular. Abraham  no podía saber que su Dios no exigía sacrificios humanos, y no podía saberlo  porque incluso para nosotros, la historia por la que la idea de Dios se vuelve  contradictoria con la petición de sacrificios humanos empezó precisamente con  ese pasaje de la Biblia: un pasaje  cuyo final no podía conocer el protagonista cuando tomó a su hijo Isaac esa  mañana para matarlo. Por consiguiente, suponer que la conmoción que sufrió Abraham  tuvo una morfología idéntica a la que cabría suponer en cualquier persona de  nuestros días si tuviera que sacrificar a su único hijo, es una suposición  seguramente desatinada, porque pasa por alto que Abraham forma parte de la  genealogía configuradora de dicha morfología. En nuestro mundo, lo probable es  que los sentimientos de un padre – es decir, el más elemental sentido de la  realidad – no le dejarían hacerlo, y tal vez ni siquiera le permitirían  concebir siquiera esa posibilidad. Y esa es, ciertamente, una incapacidad que  expresa una perfección y un modo más cabal de estimar la infancia, la vida  humana y la paternidad (y la divinidad). Ahora bien, si tales sentimientos se  han podido desarrollar hasta el extremo de volver inconcebible para un padre  sacrificar a su hijo es porque, entre otras muchas cosas, en un tiempo muy  remoto se pudo perder el temor a que Dios lo exigiera, y en su nombre llegar a prohibirlo  y aborrecerlo.
           Asegurar,  desde esa certeza históricamente esclarecida, que “si ha habido una voz que ha  dicho a un padre que 
sacrifique a su único hijo es, por definición, la voz del  demonio, y no puede ser la voz de Dios,” tal y como hace Kant – que, por tanto,  reduce la conducta de Abraham a la de un demente, cuando no a la de un  degenerado – es, no obstante, tan anacrónica como la posición de Kierkegaard cuando  afirma lo contrario, a saber, que “si una voz se atreve a decirte: sacrifica a  tu hijo, demuestra que es la voz de Dios.” (4) Suponer,  como hace Kierkegaard, que Abraham sufrió una experiencia similar a la que  sentiría un creyente actual, supone olvidar que Abraham no sabía de su Dios lo  que los lectores de su historia ya saben y casi han olvidado por darlo por  supuesto: que el Dios de los judíos repudia los sacrificios humanos. Pero si lo  hubiera sabido en los precisos términos y con la exactitud y certeza que  Kierkegaard pretende, entonces quien estaría en lo cierto con sus reproches sería  Kant. No obstante, si ambos yerran es porque ambos suponen que la accesibilidad  de Abraham a las certezas que ambos filósofos compartían sobre la naturaleza benéfica  de Dios y de sus designios sobre el hombre, o sobre la naturaleza de la  infancia y la paternidad, o las obligaciones generales sobre la vida ajena,  carece de historia y, más en particular, de una historia cuyo curso es también el  proceso de elucidación y consolidación de tales certezas. No son Kierkegaard ni  Kant quienes aciertan en su juicio sobre el episodio de Moria, sino otro judío,  Levinas, cuando señala que si bien lo sorprendente es que Abraham se aprestara  a obedecer la voz que le pedía el sacrificio, lo esencial del caso es que  todavía pudo escuchar y fiarse de la voz que le pidió que se detuviera. En su  tiempo, y aun mucho después, muchos hombres estuvieron dispuestos a sacrificar seres  humanos a sus dioses, pero si la disposición de Abraham cabe justificarla como  pura obediencia y no mera barbarie es porque, al final, se dejó detener por aquella  voz a la que le daría lo que le pidiera, bien a su gusto, bien a su pesar. En  esa obediencia se originó una historia que caracterizaría a muchos, y en su  sentido más literal: les dio su carácter más típico.
           Cuando  aproximadamente dos mil quinientos años después, los rudos hombres de Castilla  que acompañaron a Hernán Cortés, nada sospechosos de padecer escrúpulos, se  espantaron de los sacrificios humanos practicados a millares por los aztecas,  el episodio entre Abraham, Isaac y Yahvé en la cima de aquel monte de Moria ya  había dado lugar a una larga historia. Una historia en la que tanto el concepto  de Dios como el de la cordura humana se habían vuelto incompatibles con la
 idea  de sacrificios humanos rituales. En cierto sentido, los aztecas se parecían más  al Abraham de aquella mañana que los soldados europeos; y, sin embargo, los  soldados de Hernán se distinguían de los aztecas y sabían que a Dios no se le  sacrifican seres humanos, porque pertenecían a una genealogía del corazón que  surgió con Abraham, y formaban parte de la tradición que se inició cuando el  ángel le impidió al patriarca judío consumar lo que pensaba que era una  obligación santa;(5) tal y como seguían  pensando y haciendo los aztecas, por cierto, sin que tampoco se sepa que  padecieran de escrúpulos.
           Los  aztecas no conocían el libro que relataba la historia de Isaac y su padre, y en  muchos casos se incorporaron a esa tradición incluso sin conocerlo, como  forzados siervos y súbditos de un reino europeo del siglo XVI donde se erguían  precoces las formas del Estado moderno. Y es que para poder sentir la  vinculación paterno-filial con la forma e intensidad comunes entre los hombres de  nuestro ‘mundo,’ no basta con haber perdido el temor a que Dios pueda exigir la  inmolación de un hijo, sino que es preciso extender esa imposibilidad al  conjunto de las instancias de poder a las que estamos sometidos entre las que  la comunidad política tiene un lugar destacado. En efecto, las madres chinas de  la segunda mitad del siglo XX no necesitaron, como Abraham, de una aparición  divina para matar o abandonar a su suerte a cientos de miles de niñas recién  nacidas. Les bastó, y les basta todavía, una limitación legal 
del número de  hijos por pareja y el sistema de control y punición que impuso el estado  comunista chino. Y es que el Estado y el poder del hombre ha tardado – está  tardando – mucho  más tiempo que la idea  de Dios en convertirse en incompatible con los sacrificios humanos. 
         También  entre los antiguos judíos, cuando hacía ya siglos que Abraham había inaugurado  la tradición religiosa judía de sustituir el sacrificio de los primogénitos por  los de animales, el rey Herodes todavía dispuso de la vida de los recién  nacidos en Belén sin que, al menos que se sepa, produjera un levantamiento  popular masivo que lo depusiera por su ignominia. Y, si bien cuando los tres  Reyes Magos llegaron a Belén y entregaron sus ofrendas, la adoración ya se  había distinguido del sacrificio de inocentes, suponer que las madres de  aquellos pequeños inocentes – mujeres acostumbradas a una altísima mortalidad  infantil y sin el hábito de poder exigir a los poderes públicos el respeto de  la vida – sintieron exactamente lo que sentiría una mujer de una sociedad  democrática y desarrollada del siglo XX, es seguramente poco sensato. Y probablemente  tampoco es razonable suponer que los romanos fueron subyugados aunque no se  sublevaron, que se sepa, contra Numa o Ulpiano cuando en sus respectivas  legislaciones prohibieron que se guardara luto o se realizaran los ritos  funerales y de duelo público por niños difuntos menores de tres años (Di Nola,  56-7). Incluso en muchos de los actuales países desarrollados, hace apenas  medio siglo que las penosas condiciones de vida no permitían cifrar  expectativas fiables para la vida de los niños, ni prender de ellos afectos de  un alcance e intensidad singulares. Y otro tanto cabe pensar de la mayor parte  de las madres africanas de nuestro siglo, y de todas aquellas cuyas condiciones  materiales y sociales de vida elevan la mortalidad infantil en los primeros  años de vida a uno o incluso dos de cada cinco niños. La afectividad humana se  expansiona o retrae según las proporciones que las condiciones efectivas de la  existencia suponen en cada tiempo y para cada comunidad.
4. El Estado y las tecnologías del daño y del cuidado
     Y  es que no basta con haber dejado de temer que Dios o el Estado exijan el  sacrificio de los hijos, sino que es preciso haber hecho retroceder el temor de  perderlos por causas violentas o naturales a unos confines que permitan llevar  una existencia confiada en sus expectativas vitales. Es decir, la medida humana  de los sentimientos – también los de paternidad y maternidad – guarda una  cierta correlación con el desarrollo económico y tecnológico en virtud del cual  somos capaces de reducir drásticamente la mortalidad infantil. Sin el sistema  sanitario, el desarrollo de las ciencias biomédicas y farmacológicas, las  universidades y facultades de medicina y enfermería, las infraestructuras  viarias, los medios de comunicación, la logística administrativa y, en suma, el  conjunto complejo que da forma a las sociedades desarrolladas, no sería posible  tener los sentimientos que tenemos y, por tanto, sentir lo que sentimos y tener  por concebible e inconcebible lo que compone nuestro sentido común.
           Suponer  que los soldados judíos que por orden de Herodes despojaron a las madres de sus  hijos pequeños y los mataron a espada, sentían algo similar a lo que sintieron  los soldados norteamericanos que exploraban poblados vietnamitas en los que los  previos bombardeos habían dejado cadáveres desmembrados y heridos mutilados y agonizantes,  es seguramente poco verosímil. Y es que la afectividad humana no sólo guarda  correlaciones con los medios y las tecnologías médicas para el cuidado, sino  también con los medios y tecnologías bélicas para el daño. Una sociedad en la  que pueden ponerse tantísimos medios para evitar, no ya una muerte, sino una  mutilación leve y accidental, no puede esperar que sus jóvenes ganen batallas a  machete y bayoneta. Las pantallas de ordenadores donde se nos señala una  instalación o unos combatientes que desaparecen por la explosión de un misil  inteligente, son la clase de mediación tecnológica para el daño que se ajusta a  los hábitos de una afectividad que se ha formado según las proporciones y  posibilidades de las sociedades contemporáneas. 
           Una  guerra de otra especie heriría la “sensibilidad del espectador” que,  novedosamente, forma parte de la moral del combatiente. Winston Churchill dijo  que la segunda Guerra Mundial fue la primera en la que la línea del frente  pasaba por las
 fábricas. Posiblemente la Guerra de Vietnam fue la primera en la que las  líneas del frente pasaron por los salones de los domicilios americanos, en  cuyas pantallas de televisión se vieron las imágenes de la niña quemada por el  napalm de los bombardeos. (6) La reacción que  ante tales imágenes tuvieron los ciudadanos norteamericanos, que las vieron en  el contexto de su vida personal y familiar, no es en absoluto irrelevante para  comprender por qué Estados Unidos perdió por primera vez una guerra contra un ejército  y un país paupérrimo. La infantería vietnamita estaba en ‘superioridad de  condiciones’ para una guerra a quemarropa, por las mismas razones por las que  los rituales del duelo de las aldeas vietnamitas resultaban más eficaces que  las costumbres norteamericanas para metabolizar socialmente la muerte frecuente  de jóvenes. El desarrollo tecnológico y mediático que habían alcanzado los  países desarrollados, y en particular los Estados Unidos de América, les había deshabituado y, por tanto, inhabilitado para poner a salvo la  estructura biográfica personal de la defunción frecuente de los allegados,  mientras que esa era precisamente la orografía sentimental y social que  habitaban los hombres de la antigua indochina. La Guerra de Vietnam se perdió  por razones sentimentales, es decir, por desajustes entre las tecnologías del  daño que fue forzoso utilizar, las tecnologías para el cuidado de las que se  disponía y los hábitos del corazón que éstas habían consolidado, todo ello  expuesto y sostenido en forma de evidente contradicción por los medios de  comunicación.
           Nuestros  hábitos del corazón tienen una forma y amplitud cuyos confines no sólo  coinciden con lo que tenemos por sentido común, sino también con los límites y  el alcance de las tecnologías operativas en nuestro sistema social. De hecho  son las tecnologías de la comunicación, del cuidado y del daño las que forman  la orografía básica sobre la que se despliegan y consolidan los hábitos  afectivos más característicos de nuestro tiempo que, a su vez, operan como  horizonte de lo concebible y de lo realizable. Hay, pues, una relación de  proporcionalidad entre los hábitos de la afectividad, el desarrollo de las  tecnologías del daño, el cuidado y la comunicación que participan en la  configuración del horizonte de lo concebible y de lo inconcebible y del margen  de lo posible en términos humanos.
         De  ahí que el conjunto de los afectos que un padre contemporáneo siente por sus  hijos, la intensidad y la ternura que le inspiran, la inmediata certeza de su  decisiva importancia para la propia existencia e identidad, todo ello está  mediado y posibilitado por la historia de nuestras sociedades y, en particular,  por las genealogías del corazón a las que pertenecemos así como por el  desarrollo tecnológico acumulado del que disponemos. Cada vez que el afecto de  un padre se hace presente resuenan en su interior episodios cuya memoria casi  se ha perdido y que se remontan a un remoto y olvidado lugar en los montes de  Moria. Nuestros sentimientos son todos ellos recuerdos de una historia que es la nuestra, la del mundo que  vivimos y la realidad cuyo sentido comprendemos. Esa es la historia a la que  nos abre paso la exploración de los hábitos del corazón.
5. Cuerdos, acuerdos y recuerdos: la anatomía del sentido
     La  palabra castellana ‘corazón’ procede de la latina cor-cordis, de  donde también proceden por vías distintas ‘cordialidad,’ ‘concordia,’ ‘cordura,’  ‘acuerdo’ y ‘recuerdo’ (Corominas y Pascula IV, 826-8). Etimológicamente el  corazón se presenta, pues, como el lugar donde se dan cita los acuerdos y  recuerdos que dan forma al sentido y al sentir común, a la cordura y la  
cordialidad. Ese lugar común, el corazón expresado en términos de una anatomía  simbólica, alude al modo como se contienen y posibilitan entre sí todas esas  dimensiones. Sus relaciones y dependencias etimológicas no sólo son mutuamente  reveladoras, sino que forman una constelación cuya figura deja ver lo que  habitualmente llamamos el sentido común: la concordia entre los hombres por sus  juicios acerca de la realidad de la existencia compartida.
           También  la tradición judía coincide con la etimología latina en algunos aspectos y  localiza en el corazón el recuerdo y la sensatez, la facultad del juicio y la  instancia definitiva: “el hombre es un corazón” (Teología, 160) en la antropología judía antigua. Ahí se estima el  mundo, la realidad, se cualifican los actos, se guardan las auténticas  intenciones, se reconoce a los semejantes mediante la vigencia de la medida  común de lo humano. Tener un mismo corazón, la concordia, es compartir al menos  una parte de los recuerdos esenciales, poder estar básicamente de acuerdo en los juicios y poder acordarse en  un ritmo conjunto para vivir según una misma versión de la cordura: el sentido de lo real o, lo que es lo mismo, el mundo.  Acordarse es, en su doble sentido de ‘recuerdo’ y ‘acorde,’ quedar conmovido en  una misma dirección, tener una moción común que nos pone en un mismo sentido. El  corazón no es, por tanto, una noción particular sino más bien una constelación  de nociones etimológicamente emparentadas y (antropo)lógicamente dependientes  entre sí.
           Por  el contrario, no tener corazón es carecer del órgano del reconocimiento y, por  tanto, no poder ser afectado por lo que les ocurre o se les hace a los demás.  No tener corazón es haber olvidado la propia y común condición y cuánto se  comparte con los semejantes vulnerables, dependientes y mortales. Vivir  completamente ajeno a los demás sólo es posible si se vive ajeno a uno mismo.  Esta forma de olvido en la que anidan la crueldad y la imposibilidad de sentir  compasión es otro de los márgenes del mundo, de cualquier mundo humano: la  barbarie.
           Así  que la cordura no puede ser indiferente a los recuerdos, y de hecho la idea de  una sensatez privada de memoria es completamente inverosímil. Quien no se  recuerda a sí mismo o no recuerda su propia condición no puede juzgar con el  equilibrio certero del cuerdo. La experiencia acumulada respecto de los asuntos  de la vida y respecto de uno mismo y de otros, forma parte de esa sazón cuyo  sabor es el sano juicio. Y la idea de cordura incluye que los juicios no estén  privados de su peculiar forma de salud, a saber, que no estén privados de  realidad. La cordura no pone a salvo del error pero sí de la
 pérdida del  sentido. En la comprensión que los hombres tienen de la vida propia, de la  ajena y de la común condición puede haber más o menos realidad, más o menos densidad  y riqueza de variantes, matices y visiones que componen la modesta pero  inapreciable competencia vital de los cuerdos. La cordura misma se podría  definir como la capacidad de realidad o, si se quiere, como la suficiencia en el  alcance de la comprensión.
           Desde  luego que la capacidad humana de realidad es saturable y no todo puede ser  concebido sin antes perder el sentido. Lo inconcebible está siempre más allá de  la cordura, a veces como salvaje barbarie, a veces como simple falta de  sentido, pero otras también como posibilidades inéditas, como una belleza y una  dicha inconcebibles, o un poder y un saber sin medida. El espacio de lo cuerdo  requiere para su configuración de la constante y penetrante vecindad de lo que  está más allá de la cordura. Es probable que la presencia de un poder así fuera  lo que representaba el mandato divino del sacrificio de Isaac, y es posible  también que la obediencia de Abraham fuera la aceptación de que la cordura  humana no es la única medida del sentido. Pero, en cualquier caso, era preciso  que Abraham no tuviera que volverse loco para poder obedecer, lo que significa  que su sentido del mundo y el nuestro no son la misma versión del sentido  común. O mejor; no tienen de común lo que Yahvé pidió y Abraham estuvo  dispuesto a cumplir, sino lo que Yahvé le impidió realizar y mucho más tarde se  nos convirtió en una costumbre del corazón.
           La  preservación de la sustancia significativa de la vida requiere tejer y destejer  a diario la trama de lo vivido, como cuenta Homero que hacía Penélope cada  noche en sus estancias. Y es que la cordura se destila en la paciente  asimilación de los avatares de la vida propia y ajena y su guarda en el  corazón. Como quería Gadamer, la memoria mucho más que una facultad psicológica  es el órgano de la comprensión y, por tanto, la sede misma de la capacidad de  realidad cuyo ejercicio se llama cordura. La sensatez se teje en el telar del  recuerdo. Cordura y recuerdo se enhebran literariamente en la figura de  Penélope, la esposa prudente que aguarda fiel el incierto regreso de Ulises, y  que en lo recóndito de sus estancias trama y teje las astucias para rechazar  sin injuriar a los irreverentes pretendientes. La promesa de decidir su boda  una vez terminada de tejer la pieza que cada noche destejía, es una deliciosa  figura de que el recuerdo de Ulises no prestaba le otorgaba sensatez a la  decisión de aceptar nuevo marido (Odisea,  II, 85-110).
           Como  una tela mil veces tejida y destejida, hecha no ya de recuerdos, sino de la  costumbre de recordar, así es para 
Penélope, como para todos, la cordura que requiere  del recuerdo y casi tiene su forma: regresar al corazón y mantener la presencia  que el olvido desvanece. El recuerdo y la cordura se deben uno a otro su forma  y contenidos. Quien carece de recuerdos no sabe quién es y se pierde, como los  compañeros de Ulises que comieron la flor de loto, el fruto del olvido, y se  extraviaron “dando al olvido el regreso.” Acordarse es también ‘despertar’ y  ‘volver en sí:’(7) “Recuerde el alma dormida, / avive  el seso e despierte / contemplando/ cómo se pasa la vida, / como se viene la  muerte/ tan callando.” Los versos viejos de Manrique resuenan ahora de modo que  quien no tiene recuerdos está como dormido y ausente, fuera de sí y perdido.  Pero además, la conciencia de la brevedad de la vida y de su ineluctable  dirección hacia la muerte, convierten el olvido en un sueño estupefaciente. Un  olvido del que se sale avivando el seso y recordando. Los hábitos del corazón  son aquello por lo que la memoria se habilita como el órgano de la comprensión  de la finitud y temporalidad de lo humano que Gadamer auspiciaba. El corazón se  presenta así como la autoconciencia de lo humano en tanto que memoria eficaz,  o, más ampliamente, como anamnesis erigida costumbre objetiva en instituciones y costumbre subjetiva en habitus con eficacia original en el  sujeto, y todo ello sobre la presencia consciente (habitual) de la finitud y  temporalidad de lo humano y según la pluralidad de genealogías del sentido que  suponen las distintas tradiciones.
           Sin  embargo, pese a todo hay algo en la expresión de Tocqueville que, más allá de  su valor poético o quizá precisamente por ese valor, convierte en misterioso e  inaferrable su sentido y su alcance. En la antigua psicología filosófica un  hábito era la conformación estable que los actos de una facultad producían  sobre ésta. Podía haber hábitos donde había facultades y, por eso, si el  corazón no aparecía incluido en el registro de las facultades antiguas, tampoco  podía tener hábitos. La psicología moderna ha abandonado y hasta denostado la  noción clásica de facultad y, en ese sentido, ha autonomizado la noción de  hábito que ahora se configura como una formalización estable sin facultad que  lo sustente. Pero, incluso en el contexto moderno, resulta imposible incluir  dentro de las categorías científicas psicológicas la idea de “corazón.”
           La  noción de hábitos del corazón parece, pues, arrastrar la insuperable vaguedad  del término ‘corazón’ cuya profundidad simbólica se desenvuelve, como suele  ocurrir, en el seno de una región semántica repleta de ambivalencias. No hay  cartografías de la región psíquica que designamos con ese término, que más bien  parece una de esas comarcas cuya unidad no se corresponde con ninguna de las  divisiones administrativas que se han hecho valer con éxito y que han trazado  el mapa actual de las fronteras de la psique. De ahí que, como las naciones sin  reconocimiento oficial, el corazón haga efectiva su existencia fuera de los  léxicos y de las categorías científicas, fuera de las categorías psicológicas o  filosóficas: en el lenguaje común y en las explicaciones más espontáneas que  los hombres dan de sí mismos.
           Para  la psicología contemporánea, el término corazón difícilmente superará el lastre de su carácter metafórico deudor de un  fisicalismo simbólico del psiquismo humano, típico de las formas más primarias  e inobjetivas de representación y explicación. No obstante, aunque el corazón sea  una metáfora y carezca de un correlato en los sistemas filosóficos y  psicológicos de conceptualización, no por ello tiene que carecer de interés.  Más bien al contrario, carecería realmente de interés si se tratara de una  metáfora con correlatos exactos dentro de los sistemas conceptuales canónicos  porque, en tal caso, se trataría sólo de una forma imprecisa de decir y pensar  lo que ya podemos nombrar y pensar más precisa y rigurosamente. Si el corazón  no es una metáfora baldía es precisamente porque no es perfectamente traducible  al léxico sobre la psique que nos ofrecen la psicología y la filosofía. El  corazón hace alusión a una integridad del modo de ser de un sujeto que pese a  su denominación persiste innominable.
           Es  cierto, no obstante, que al menos entre nosotros el corazón alude  principalmente a un órgano estimativo cuya peculiaridad reside en que sus  juicios o apreciaciones no son tanto algo que el sujeto hace como que padece.  Los juicios del
 corazón serían, pues, no tanto actos o resoluciones estimativas  sino padecimientos y afecciones: más acontecimientos padecidos o que me pasan,  que actos hechos y emitidos. Así que se trata de valoraciones surgidas del  cambio producido en quien juzga, es decir, de juicios que afectan y trastornan  al juzgador o; mejor, que consisten en ese mismo trastorno o afección del  juzgador. Esa es precisamente la índole peculiar de la afectividad: son  estimaciones que son afecciones.
           Según  esa dirección, el corazón comprende al órgano de la afectividad y, por tanto,  de las valoraciones más inmediatas y espontáneas de la realidad. La inmediatez  de las valoraciones cordiales tiene además la característica de lo que se  podría llamar integridad, consistente en que tales estimaciones no expresan el  sentido de un acto singular que pudiera ser acertado o erróneo, sino que se  siguen y expresan una disposición más general y estable que es la arquitectura misma  del sujeto. De ahí que el ‘corazón’ sirva de criterio de autenticidad (lo que  se dice o se hace ‘de corazón’) y de integridad: no son juicios que se siguen  de un acto particular que yo hago, sino de lo que soy en tanto que disposición  habitual. Se trata, pues, de hábitos de los que se siguen no sólo acciones sino  también y muy fundamentalmente juicios o, si se quiere, estimaciones.
         Ahora  resulta que hemos vuelto al principio, pero al borde mismo de no haber logrado  más que un simple pleonasmo: no es sólo que el corazón tenga hábitos, sino que  él mismo es un conjunto de hábitos o costumbres. Mejor: el corazón es el  memorial de lo humano en el hombre según los avatares históricos de una  genealogía particular. De ahí surgen, según creo, las dificultades de los  registros conceptuales filosóficos y psicológicos para darle cabida y crédito entre  sus nociones: el corazón no tiene esencia, al menos psicológicamente definible,  sino que es historia; la historia de lo que somos y de su autoconciencia. Y no  es que el corazón carezca de eso que Hegel llamó “los instintos que la  naturaleza ha puesto en el corazón de los hombres,”(8) sino  que esos “instintos del corazón” tienen una morfología conformada  genealógicamente, es decir, histórica y culturalmente, y constituyen las  variantes de la singularidad multiforme de lo humano. No es posible, pues, una  definición esencial del corazón porque lo que llamamos corazón es la  configuración biográfica y sociohistórica de sujetos y comunidades según las  correlaciones de sentido con su mundo.  Pero si el corazón no se deja definir, sí se deja argumentar, y tales argumentos  no sólo dejan expuestos los supuestos cordiales de la razón, sino que forman  tanto una historia particular como un juicio con pretensiones de validez sobre  lo humano del hombre.
Notas
1. Una amplia revisión de los comentarios e interpretaciones a los que ha dado lugar el sacrificio de Isaac puede verse en Quevedo, A., En el último instante, Eiunsa, Pamplona, 2006.
2. Ver Foucault, M., Historia de la locura en la época clásica, (2 vols.).
3. Ver Bellah, R. et al., Hábitos del corazón. Madrid: Alianza, 1985.
4. Ver Boutang, P. y Steiner, G., Diálogos sobre el mito de Antígona y el sacrificio de Abraham, 131. Destino, Barcelona, 1994, p. 131.
5. No fue desde luego la ascendencia grecorromana la que animaba el juicio de los soldados españoles, pues la exposición y el abandono de niños ya nacidos fue una práctica habitual durante buena parte de la historia de las ciudades de ambos mundos. Parece que sólo germanos, egipcios y judíos tuvieron la costumbre de cuidar de todos sus hijos, pero esa no fue la costumbre en Grecia y Roma donde por motivos bien diversos se abandonaban o sacrificaban los niños (en Grecia más frecuentemente las niñas) por ofensas, contrariedades, malformaciones y pobreza. Cfr., V.V.A.A., Historia de la vida privada. Del Imperio al año mil, 23-28. Taurus, Madrid, 1987, pp. 23-28.
6. Se trata de la célebre fotografía en la que unos niños vietnamitas corren aterrados y heridos de graves quemaduras, y que fue tomada en 1973 por Nick Ut, fotógrafo de la agencia Associated Press. Ut recibió el Premio Pulitzer de 1973 por esa fotografía.
7. Ver Corominas, J., y Pascual, J.A., Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico, vol. I (42-3) y el ya citado vol. IV (826-7), para las voces “acordar” y “recordar” respectivamente.
8. Tales “instintos” serían, según Hegel, la sociabilidad, la seguridad y la propiedad. Cfr. Hegel, G.W.F., Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, 686.
Obras Citadas
Boutang, P. y Steiner, G., Diálogos sobre el mito de Antígona y el sacrificio de Abraham. Barcelona: Destino, 1994.
Corominas, J., y Pascual, J.A., Diccionario etimológico castellano e hispánico IV. Madrid: Gredos, 1981.
Desclee de Brower, edit. Biblia de Jerusalén. Bilbao, 1988.
Di Nola, Alfonso. La muerte derrotada. Barcelona: Bellaqua, 2007.
Foucault, Michel. Historia de la locura en la época clásica, (2 vols.). México: Fondo de Cultura Económica, 1976.
Hegel, G.W.F. Escritos de juventud. México: Fondo de Cultura Económica, 1998.
---. Lecciones sobre la filosofía de la historia universal. Madrid: Alianza, 1989.
Homero. Odisea. Madrid: Gredos, 1986.
Jacob. E. Teología del Antiguo Testamento. Madrid: Ediciones Marova, 1969.
Kierkegaard, Sören. Temor y Temblor. Buenos Aires: Losada, 2003.
Lewis, C.S. La imagen del mundo. Introducción a la literatura medieval y renacentista. Barcelona: Península, 1997.
V.V.A.A. Historia de la vida privada. Del Imperio al año mil. Madrid: Taurus, 1987.
  