Camino de Marsella
Abilio Estévez
Para Alfredo
     A Jacinto le entusiasmaba el largo camino que tenía por  delante, así como las difusas horas de una travesía que lo harían despertar en  otro pueblo del mundo. Tras muchos años de fijeza en su Habana natal, había  decidido convertirse en lo que siempre deseó, un trotamundos. Ya no podía  permanecer quieto en ningún sitio, por monumental o fascinante que pudiera  parecer. Aun en La Habana, aquella capital del letargo y la parálisis, en los  tiempos en que el viaje más breve se podía 
considerar un acontecimiento  literalmente fabuloso, repetía que la vida debía ser un desplazamiento  constante. Mientras el cuerpo resista, no hay necesidad de detenerse en  praderas, campos, ríos o ciudades, por hermosos que quieran mostrarse,  recalcaba. 
           Entre las más recurrentes fantasías de Jacinto, se hallaba  la de ser un dios capaz de vivir en todos los sitios a la vez. 
           De modo que subió al tren henchido de una alegría difícil de  disimular, y, con sumo cuidado, colocó en el portaequipaje su vieja maleta de  cuero. 
           Y ya que debemos ser fieles a la verdad, indiquemos desde el  inicio que era un tren mugriento, viejo, oscuro y extraordinariamente caluroso,  con butacas raídas por el uso y un inconfundible olor a sueño, a tabaco, a  almacén de cosas inservibles y a caminos truncos. Jacinto, claro, no estaba  para fijarse en esas particularidades. Si le hubiéramos llamado la atención  sobre las deplorables condiciones del tren, habría replicado: 
           —Son pormenores y por nada del mundo me arruinarán la  ilusión de este viaje. 
           Se acomodó, pues, en una de las gastadas butacas de fieltro,  ante el cristal empañado de una ventanilla y sintió, como una dulce promesa de  travesías y de enigmas, el olor viajero de su anticuada maleta. Y supo lo que  significaban la serenidad y el contento. Ni siquiera ponderó, como en otras  ocasiones, que, aunque casi todas las estaciones de trenes resultaban bastante  tristes, la de Sants tenía algo de más cruelmente triste que las otras. A veces  había considerado que la culpa de aquella desolación inevitable de la estación  de Barcelona, la tenía el horrendo edificio, precedido por una plaza gris,  vasta y desangelada. En otras ocasiones sospechaba que la fealdad de Sants nada  tenía que ver con la arquitectura. Pensaba que si todas las estaciones de  trenes tenían algo de tristes, la más triste debía de ser aquella en la que un  hombre se ha visto obligado a pasar interminables, inútiles noches. 
           Y es que, según hemos podido comprobar, Jacinto había  llegado de La Habana hacía seis años y desde entonces había vivido en la casa  de una amiga. Un piso sombrío, despintado y glacial, casi sin muebles en un  viejo edificio frente al mercado de Hostafrancs. 
           La dueña del piso, buena amiga, colombiana de Ibagué,  considerablemente generosa y bastante vieja (aunque podía vanagloriarse aún de  una rara hermosura), tocaba un piano correcto en una sórdida sala de jazz del  Paralelo. Pero además de jazzista, Mimí (que así la llamaban) tenía mucho de  altruista y daba cobijo a tres perros, y a decenas de inmigrantes, sobre todo  latinoamericanos. 
           Jacinto, el agradecido Jacinto, reconocía la generosidad de  la colombiana, el que le hubiera dado amparo, a él y a tantos, sólo que a  ratos, excesivamente frecuentes, aquella casa, frente al mercado de Hostafrancs,  quedaba pequeña, transformada en falansterio, campamento de guerrillas, torre  de Babel. Todos los acentos posibles del castellano se mezclaban en el salón  principal donde el humo de la marihuana podía llegar a embriagar al más  indiferente. Jóvenes que se echaban en el parquet polvoriento, con rastas, con  pelos largos, rapados, medio desnudos a pesar del frío. Escuchaban reggae,  cumbias, valses peruanos, boleros y, lo más grave, cantaban rap. Maquinaban,  imaginaban cómo sería el triunfo de llegar a Europa, qué victoriosas conquistas  sobrevendrían. Allí rememoraban y también amaban, suaves, adormilados, dulces,  como carracas que hubieran perdido las bienaventuradas posibilidades del  regreso. Allí lloraban, cantaban, reían, y entonaban las canciones tristes de  los Andes, o las otras no menos tristes del Caribe, con su apariencia de  alegría. Canciones de lejanías, de amores desafortunados, y tocaban las quenas  dolorosas y los impulsivos tambores con los que iban a ganarse la vida a la  Plaza del Pi. Un paraguayo, con aspecto de guaraní evangelizado, rasgueaba  (cautivador) un arpa de colores; sólo que solía pulsarla durante toda una larga  noche, hasta que las primeras luces asomaban por las ventanas despiadadas, con  cristales quebradizos, sin cortinas, que se abrían al mercado de Hostafrancs. 
           En noches así (las más), creemos que Jacinto prefería  deambular por las Ramblas, por el Raval (sobre todo por el Raval), por el  Borne, por el Paseo Marítimo. Terminaba luego refugiándose en algún banco tan  duro como soñoliento de la Estación de Sants. 
           Nos consta asimismo que en la vieja maleta de cuero, nuestro  héroe llevaba los enseres con los que había podido ganarse la vida: el mallot  blanco, los potes de maquillaje, la corona de espinas de papier maché, el  taparrabos ensangrentado y algunos artilugios lumínicos que encendían tanto sus  manos como la corona de espinas. 
           “Camino del Gólgota”, había querido titular la estatua  viviente concebida para las puertas de la Iglesia de Santa María del Mar, de la  Catedral o de cualquier templo católico, repleto de turistas, que apareciera en  el camino. 
           Y es que nos vemos en la obligación de revelar que Jacinto  fue actor. Y no del todo malo. Allá, en aquella ciudad donde vivió siempre, La  Habana, tuvo un excelente profesor de mímica y ballet que le enseñó muchas de  las técnicas que supo utilizar luego en Barcelona, vestido (o desvestido) de  Cristo sufriente en las solemnes puertas de esas iglesias góticas. 
           Ahora, por supuesto, había llegado el momento mágico: el  momento de cambiar, con mucha ilusión, Barcelona por Marsella, de igual modo  que algún día trocaría Marsella por Hamburgo, Budapest, Esmirna o Alejandría. Y  es que en la ciudad más antigua de Francia, vivía otra de sus mejores amigas, una  amiga de la niñez que era una mulata bailarina, la Bayadera de Marianao (por  ese apodo se la conocía), bien casada con un empresario francés, y a quien le  había ido de maravillas con un bar de música caribeña que tuvo el acierto de  bautizar con nombre, de reminiscencias baudelerianas, de un bolero conocido,  “Flores Negras”. 
           La Bayadera de Marianao propuso a Jacinto, que, disfrazado  de crooner,  ataviado de Bing Crosby, “dijera” (No cantes, niño, di la canciones,  que así es como gusta a estos seres tan raros, los franceses), con su aceptable  voz de barítono, un buen repertorio de boleros, acompañado por un guitarrista  también cubano, antiguo miembro de una orquesta de salsa que, camino de Pekín,  decidió desertar para siempre en París. 
           Pagaría bien la Bayadera, porque era amiga y porque era  justa. Y admiraba a los actores. Y juntos otra vez, qué bien, como en aquella  niñez en que ni siquiera sospechaban la existencia de Marsella. 
         —Viviremos cerca del puerto —decía—, pasearemos por el  Ródano, por la bahía. Hablaremos sobre Dumas. Y a los lejos, cada mañana,  descubriremos la isla de If.
Pero volvamos al oscuro y antiguo tren. Sabemos que en él, además de Jacinto, viaja una anciana con más de ochenta años que no para de llorar. Cerca de ella, hay un cura gordo y sudoroso, de sotana mugrienta, que duerme con la boca abierta, y ronca sin pudor, entregado a la redención de su buen sueño. Descubrimos asimismo un matrimonio inglés, vestidos como para perderse en los fiordos de Noruega, y alevosamente tocados: él con sombrerito cordobés, ella con pamela de terciopelo y guirnalda de flores secas; son ingleses y no paran de hablar, como se supondrá, en un inglés enfático y vociferante. El último pasajero, es un chico joven, de una belleza extraordinaria; una belleza rigurosamente catalana (si es que tal cosa existe), aunque rigurosamente extraordinaria — hay que reconocerlo. Además de bello debe ser inteligente y algo extravagante, porque lee, con evidente entusiasmo, los Cuentos crueles de Villiers de L’isle Adam.
  
         …el tren abandona lento la estación, se pierde en la  oscuridad de los túneles, emerge por allá, por los barrios pobres, feos y  periféricos, deja atrás el tumulto tranquilo de esa rara ciudad, Barcelona  (apariencia de gran ciudad, corazón de aldeíta), sigue junto a un Mediterráneo  que, a principios de mayo, muestra varios tonos de azules, imposibles y  pulcros, Mediterráneo de playas vacías, por las que, sólo a veces se ven pasar,  mal andando por las arenas, tocadas con mantillas y abrigadas como para un  feroz invierno, algunas ancianas vestidas de negro que no se sabe a dónde van y  mucho menos de dónde vienen… 
     Como es lógico, pasaron varias horas, extensas y baldías.  Con la inapelable lógica con que suele pasar el tiempo en esos trenes lóbregos,  preparados para atravesar parajes que sólo existen desde las ventanillas de los  trenes. Se debe recordar que estamos hablando de un tren viejo, aturdido y  lentísimo. Y no nos cabe la menor duda: debió detenerse en un bosque perdido. 
           Desde siempre, ha existido una arraigada relación entre los  bosques y los trenes antiguos. 
           El bosque brillaba. 
           Como si fueran de plata las hojas de los abetos blancos.  Como si los abetos estuvieran quizá adornados para algún rito de Navidad. Como  si aún persistieran en ellos las no tan lejanas nevadas del invierno. Por el  modo en que resplandecían las hojas, nadie hubiera calculado la llegada de la  primavera. Mucho menos que la noche se hallara tan acerca. Y en efecto, se  había hecho muy tarde. El último sol se iba perdiendo en un resplandor  demasiado frágil, por entre ramas que parecían falsas. Dibujos mínimos se  formaban entre gajos quebrados, hojas secas, restos de nieve. 
           Silencio perfecto el de aquel tren y de  aquel bosque. 
           Jacinto exclamó con júbilo:
           —No sólo el tren, la Tierra entera se ha detenido. 
           Y como si lo hubiera escuchado, apareció el operario  ferroviario. Hombre alto, rubicundo, que llevaba enormes mostachos vueltos  hacia arriba e iba de uniforme azul y gorra militar, calada hasta los ojos.  Hacía sonar una pequeña campana que debía
 ser de bronce, por el modo tan  gracioso de las campanadas. El operario explicó, con voz quieta y cansada, que  una avería en la caldera de vapor, los obligaba a detenerse, y que en breve,  media hora más, media hora menos, a lo sumo una hora, el tren continuaría  viaje. 
           Como era de esperar, los pasajeros se mostraron inquietos.  Una cosa es que un tren antiguo se detenga en un bosque de abetos, y otra muy  diferente que amenace con permanecer en un  bosque de abetos. 
           El gordo, el mugriento cura, que había despertado al son de  la campanilla, escuchó al empleado, se llevó una mano a la cabeza y, lanzó un  gritito virtuosamente belcantista. Echó a correr con pasitos cortos, casi de  puntillas, por el corredor del vagón, mientras dejaba a su paso un fuerte olor  a mierda. La octogenaria, en tanto, ya no lloraba, pero como tenía expresión  devota, parecía que aún continuaba llorando, y en cuanto vio al cura correr, se  fue tras él como una exhalación. El matrimonio inglés se puso de pie, con las caras  idénticas y perplejas, repitiendo gestos como si se estuvieran mirando a un  espejo; nada comprendían, eso se veía, preguntaban, en torpe castellano y al  unísono; parecían los miembros de un coro estudiantil. 
           Ni Jacinto ni el joven catalán quisieron responder, así los  ingleses volvieron a sentarse como buenos súbditos de su reina, contenidos,  venerables, y se miraron con ojos que perseguían ser inteligentes. Se les vio  buscar en la guía turística el nombre de aquel bosque de abetos. El hermoso  joven de hermosura catalana, cerró el libro con una sonrisa y sacó la cabeza  por la ventanilla. Su perfil magnífico, su perfil de moneda, se iluminó como  las hojas plateadas de los abetos.
     Hemos llegado, pues,  a un inconcebible instante, a una circunstancia nada frecuente para un habanero  con sólo seis años en Europa: 
           tren detenido; 
           bosque de abetos; 
           camino de Marsella;
           Es posible atestiguar, en este punto, que Jacinto debió  recordar La Habana, y que no pudo evitar un pensamiento alegre. Ignoramos en  cambio, y siempre lo ignoraremos, por qué tomó la vieja maleta de cuero y  avanzó resuelto hacia una de las puertas del coche. Ignoramos e ignoraremos  también por qué muchos viajeros abandonaban el tren y, sin razón aparente,  corrían hacia el bosque. 
           Es probable que nuestro héroe, excesivamente sensible a los  esplendores humanos, haya visto que el hermoso joven con el libro de Villiers  de l’isle Adam, saltó por la ventanilla y se encaminó tranquilo y apuesto hacia  los árboles. Consideramos altamente probable que por eso, y sin pensarlo,  estimulado acaso por aquella serenidad, por aquel encanto, o porque había cosas  que no se debían pensar, lo imitó con una agitación que continuaba siendo  jubilosa. 
           Cierto: abandonó el tren. Con inexplicable premura, sin  entender. Mucho menos hubiera podido declarar a dónde iba. A Jacinto nada de  eso le importaba en aquel segundo. Quiso encaminarse hacia el noreste. Debió  haber calculado que, después de todo, debía atravesar los Pirineos y aparecer  lozanamente en Marsella, vestido de crooner en un bar, caribeño y baudeleriano, llamado “Flores  negras”. 
     La noche fue un  suceso repentino y sin consecuencias. Las hojas de los abetos no dejaron de  brillar. O brillaron de otro modo. Las sombras se estiraron, se volvieron  artificiosas, como en las viejas películas alemanas. El habanero creyó  percatarse de que la noche no tenía lugar por la oscuridad del cielo (en  realidad, el cielo continuaba con aquel resplandor azuloso), sino por la  realidad cada vez más densa de los abetos. Lo verdaderamente importante  consistía en la llegada de la noche, en efecto, y no en la llegada de la  oscuridad. Nada impidió a Jacinto seguir camino por entre el bosque como si  fuera plena tarde. 
           Recordó la frase de Musil: “Un bosque se abre, pero su alma  siempre retrocede”. 
           Tomó una rama larga y vibrante, y se sirvió de ella como los  peregrinos de Santiago. Era la primera vez que veía árboles de tamaña altura,  con un verde-blanco tan oscuro, hermanos gigantes de las araucarias excelsas de  La Habana. También se dijo que era la primera ocasión en que se sentía inmerso en  un silencio de tal intensidad, que en nada debía asemejarse a ningún otro  silencio, porque era húmedo y era alto y era amplio como una catedral. En La  Habana no se concebían silencios así. No había silencios en La Habana, mucho  menos abetos, y en cuanto a la catedral…, tenía el aspecto menudo y deslucido  de cualquier parroquia de pueblo. 
           Silencio, eso sí, poblado de murmullos. Enorme silencio,  murmullos leves, murmullos nerviosos, como de los insectos que parecían  perderse en el aire visible. El aire que casi se podía tocar. Al mover las  ramas, el agradable viento de la noche de 
mayo creaba fríos estremecimientos  que recalcaban la mudez de la atmósfera. 
           —Es el primer bosque de mi vida —repitió Jacinto—, y no me  importa que su alma retroceda. 
           Primera noche de mayo en que vagaba con su vieja maleta y  una rama por cayado, hacia Marsella, Francia, o hacia ningún lugar, sabía Dios. 
           Sintió miedo — al menos esa convicción podemos tener. Miedo  acompañado por un gozo tranquilo. Miedo que, a diferencia de la alegría con que  subió al tren, no buscaba exaltarse. Miedo como el de quien se dirige al  encuentro con el paisaje y los acontecimientos que ya le han sido profetizados. 
           Y eso que estamos contando la pequeña historia (sin  consecuencias) de un habanero descreído. De un habanero que, para más  exactitud, nunca había tenido fe en el destino, ni en la suerte, buena o mala,  ni en dioses, hados, orishas,  caracoles o brujerías —mucho menos en paleros que bebían aguardiente mezclado  con huesos de muertos. 
           Quizá fuera también la primera vez, que pudo experimentar su  soledad como una bendición. No se podía hablar de una soledad excesiva, en  efecto, porque los bosques, ahora lo sabía, tenían su lado ambiguo, y los  árboles sabían acompañar. 
           Por otra parte, a lo lejos, muy a lo lejos, veía pasar  siluetas que movían los brazos, en señal de saludo o despedida. 
           Y por último, como se ha dicho, estaba el viento. 
           Jacinto advirtió que el viento había adquirido una mayor consistencia,  que había crecido una densidad entre el silencio y la fragancia de los abetos. 
           A lo lejos, a un leñador le dedicó un adiós vehemente,  alzando un farol. 
           Y el habanero tuvo la impresión de que en la distancia,  precedido por un pífano, pasaba un escuadrón de infantería, que iban ligeros de  armamento y con uniformes que se confundían con el follaje. 
           Quiso llegar a la conclusión de que era una de las  alucinaciones propias de todos los bosques, y mucho más de los bosques  nocturnos donde suelen detenerse los trenes. 
           Una señora apareció bailando por entre las ramas, y, en  silencio, señaló la formidable cantidad de estrellas, la luna, que parecía  brillar en exceso, que no tenía aspecto de luna verdadera sino de aquellas  lunas de papel que se usaban en los pésimos decorados de los teatros de  revistas. 
           Y real, también, la familia de los tres mulos cargados de  enseres y de antorchas, y los cuatro niños con enormes abrigos de piel,  alborozados y sucios, que reían y reían con las caras tiznadas, una familia que  parecía dirigirse a una feria. El padre de los críos, que iba delante y guiaba  la recua, alzó los brazos con jovialidad, y la madre, como los niños, rió, a  carcajadas, aunque su risa nada tenía de ingenua o de festiva, y sí mucho de  mueca desdentada.
     El bosque se interrumpió. 
           Brusco final de un bosque, sin claros previos, frente a un  edificio de cantos groseros. 
           La tapia alta tenía piedras, negras, llovidas y oscuras, y  mostraba dos puertas anchísimas, de maderas desvencijadas, que se abrieron en  cuanto Jacinto se acercó con su vieja maleta de cuero. 
           Estamos seguros de que allí tuvo nuestro héroe la alegría de  un reencuentro. El hermoso joven, el de hermosura catalana. 
           Fue él quien abrió las maderas remotas de la puerta  formidable, y con ademán cortés y serenidad de anciano y un catalán
 exquisitamente pronunciado, dijo: 
           —Bienvenido, Jacinto, es mejor pasar la noche aquí, a estas  horas resulta imposible seguir viaje. 
           Hizo una excelente pausa, experimentada, bien medida, y  luego sonrió como sólo un hombre como él podía sonreír. Remató con sorna, como  si deseara emular a Musil: 
           — ¡Los bosques de noche, nada más traicionero! 
           También dijo algo sobre el alba. Jacinto sólo retuvo la  palabra “alba”, que dicha por el joven parecía alcanzar poderes de salvación.  Le gustó, además, que la recalcara con aquellas eles tan extravagantes, tan  gozosas, tan catalanas. 
           Nos consta que nuestro héroe entró a lo que debió haber sido  el huerto de la masía abandonada. Huerto en sombras, que diría Azorín, o que  hubiera imaginado Azorín. Hermoso huerto en sombras y poblado de sombras. 
           ¿Se podía hablar de sombras o acaso de peregrinos, de otros  muchos peregrinos, perdidos, dispersos, que andarían huyendo a Marsella, a  París, a Budapest, al Mar Negro o al puerto donde tomar el navío de atravesar  la mar Oceana para llegar a La Española? 
           Jacinto pudo ver, sentados sobre las piedras, ancianos que  se tocaban los pies con excesivo cariño y que, como eran ancianos, se  lamentaban con gusto; niños que jugaban a matar con arcabuces; chicos que  hacían apuestas y añoraban los portentos de El Dorado; chicas que reían a  chicos que no las tenían en cuenta, bajo olivos centenarios, chicas que jugaban  a ser hermosas para nadie, por lo que se alisaban el pelo con delicadeza  excesiva, mientras reían y ocultaban sollozos; mujeres que, a la luz de la luna  y sobre brocales tapiados, consultaban los vaticinios de antiguas barajas  gastadas; hombres de ojos muy abiertos y bocas húmedas, que con respeto,  sigilosos, se pegaban a las tapias como si las tapias fueran mujeres deseosas;  madres que cantaban por lo bajo mientras acostaban a los niños, luego de  abrigarlos con mantas, sobre empedrados que previamente habían desempolvado,  por que eran empedrados de muchísimos años atrás y mostraban mugres  legendarias… Alguien, una soprano de voz preciosa, cantó por lo bajo una nana,  y de repente se calló, con rubor, entendiendo acaso que, en un lugar como  aquel, en aquel huerto que hubiera encantado a Azorín, cualquier canto era  mejor simularlo.
Y ahí está el joven y hermoso catalán. Podemos verlo, de un lado a otro, como guía verdadero. Va imponiendo orden en donde no lo hay, y agradece la tranquilidad donde existe. Nunca pierde la compostura, la justa palabra y la sonrisa. Tampoco pierde el libro de Villiers. Jacinto, el pequeño héroe habanero de esta historia, se sienta junto a los restos de una carreta, y abraza, acaricia la vieja maleta de cuero, tan antigua, tan vencida por el paso de todos estos años, tantos años, y sin embargo tan olorosa a viajes y caminos. Como se supondrá, la maleta le recordó en esta ocasión su casita de madera, allá en La Habana, frente al mar. Y le hizo pensar también en cómo la memoria semejaba a veces una de esas infinitas muñecas rusas. Cada cual tiene su taza de té y su propia magdalena, sabemos que dijo — o no lo dijo, sólo lo pensó, y da igual.
 
    
(…de niño, en las noches, Jacinto solía alejarse de la familia, quería tener la posibilidad de mirar las estrellas, a solas, no vivía en un bosque, vivía junto a un patio extenso, arbolado que tenía el valor de los bosques, de todos los bosques, y a escondidas, se refugiaba en lo más recóndito de aquel patio, de aquel bosque, y lloraba, con un miedo extraño, en realidad regocijo, y se acostaba en la tierra, bajo arecas y falsos álamos y mangos que empezaban a florecer, lloraba, reía, lloraba, reía, bajo el resplandor de un cielo blanco, blanco de tantas estrellas que parecían igualmente falsas como aquellas de la noche del bosque, de este bosque sin alma en que se encuentra, camino de Marsella…)
     El catalán, joven y hermoso, conoce el momento preciso,  alarga la mano. Jacinto la estrecha. El joven dice algo que el habanero no es  capaz de entender. Acto seguido comenta, mirando a lo alto y casi en susurro:
           —Trate de dormir, la noche será larga, el viaje también. 
           De cerca, la belleza del joven posee algo más valioso, una  nobleza mayor, una acentuada expresión de inteligencia. Ojos 
oscuros, grandes,  satisfechos, lúcidos, que han conocido las travesías de muchos trenes y  escrutado el alma de muchos bosques; la boca es generosa, deseosa, propensa a  la sonrisa, de comisuras gozosamente vueltas hacia arriba; y sobre todo, tiene  la piel blanca, la piel limpia, con ese espléndido olor a sudor que siempre han  despedido los cuerpos optimistas de los jóvenes que andan por las ciudades con  desenvoltura, y por las montañas con mayor desenvoltura, esos jóvenes que  descubren lagos y valles, y distinguen el tamaño y las consecuencias de  cualquier camino. 
           Estamos seguros: Jacinto quiere responder, agradecer la  amabilidad, recalcarle que él es habanero, que se llama Jacinto, y que, entre  otras cosas, está allí para servirle. Le gustaría revelarle la impresión que le  provoca su hermosa apostura. Y preguntarle, por broma, si se hallan en el  castillo de Fonteval. Por más que lo intenta, sin embargo, no consigue armar  ninguna frase amable. Se limita a sonreír — que ya es mucho. 
           Frustrado luego por no poder controlar la timidez, se  acuesta en la tierra, junto a la carreta inservible, la cabeza recostada en la  vieja maleta de cuero. Y vuelve a sentir el aroma a tierras y travesías. En el  huerto en sombras, poblado de sombras, de la remota masía, como cuarenta y  tantos años atrás, se fija en el cielo satisfecho de primavera. Las estrellas.  Ahí están, como siempre, perfectas, como allá. Se sabe que experimenta de nuevo  el temor extraño y festivo de su niñez, y cree que sí, que reaparecen las  mismas ganas de reír e idénticas ganas de llorar. Se anima imaginando la  llegada a Marsella, cómo cantará boleros, vestido de crooner. Boleros que  casi recitará, de Bing Crosby, para los franceses, en otras soirées aún  mejores. 
           Porque a partir de esta noche habrá muchas noches hermosas,  de primavera o no, despejadas, con cielos altos y brillantes, sin nubes, y  fríos agradables. 
           Nuestro pequeño héroe cierra los ojos. Es indudable, el joven  catalán tiene razón: debe descansar. Cualquier viaje, aun el de apariencia más  fugaz, resulta al fin y al cabo largo, difícil y peligroso. 
           Y sabemos que Jacinto comprende por fin. Para uno de esos  viajes, especialmente trascendental, se precisa del prolongado coraje de toda  una vida.
Barcelona, 2008.
Las obras que comentan el relato son de Arturo Cuenca, nuestro artista invitado.
  