Un habanero de las distancias*

Abilio Estévez

     A decir verdad, yo soy un habanero de las distancias, porque yo nací en Marianao. Recuerdo que mi madre iba todas las semanas de compras, y lo decía así: «Voy a La Habana», como si fuéramos a otro mundo, como si no estuviéramos en La Habana, y yo la acompañaba muchas veces. Y quizás mi primer recuerdo de la capital empezaba cuando llegábamos al Almendares, porque todo el río estaba lleno de barcos, pequeños barcos, yates con sus luces y velas y banderas; y esa, una visión desde el puente, era impresionante. Piensa que, en verdad, el río Almendares no es sino una línea divisoria entre Marianao y el Vedado, y ya esa división marcaba un cierto sentido de la frontera. Y a partir de que divisaba esos barcos, yo empezaba a sentir que entraba en La Habana.
     Después de cruzar el Almendares, lo segundo en llamarme la atención era el Castillo del Príncipe. Y después se trataba ya de pasar Carlos III y entrar en Reina, pasando junto a su iglesia neogótica. Era un trayecto familiar que mi madre y yo, muy elegantes, hacíamos en unas guaguas – casi siempre vacías, por cierto –, y que terminaba al bajarnos en Los Precios Fijos, una tienda que estaba justamente detrás del Palacio Aldama, y en la cual mi madre tenía crédito, que era una forma muy sencilla de comprar. Y entonces comenzaba otro trayecto mágico, cuando bajábamos por Galiano, que estaba llena de jugueterías en sus portales, de hombres que vendían allí juguetes. Mi memoria, como ves, es la de un niño de cinco o seis años, y tal vez por ello, por ejemplo, no recuerdo El Encanto. No sé por qué esa imagen se borró. Pero no la de una tienda que existía pegada a Reina que se llamaba El Waterloo, que tenía un eslogan famoso que decía: “El Waterloo triunfa porque no engaña,” y esa tienda ya hoy no se llama así. Y estaba California, que era otra tienda preciosa, toda acristalada, y desde afuera podías ver todos sus departamentos. Y no dejo de recordar que había incluso todo un concepto de vestuario que variaba según esas calles: si ibas a Monte, o a Muralla, que era donde estaban los establecimientos de telas de los polacos (como les decían a los judíos entonces), o si ibas a Galiano. Y a mí eso me parecía fabuloso, como cuando llegábamos a la esquina donde estaba el Ten Cent, nos comíamos un sándwich especial y nos tomábamos una Coca-Cola, y a mí me fascinaba el modo en que estaban vestidas aquellas mujeres que nos atendían, con sus blusas blancas y sus pañuelos abiertos en los bolsillos. En el mismo Ten Cent había unos aparatos, unas cajas de cristal dentro de las cuales había, en una un cowboy, y en otra un payaso, y tú echabas una moneda en esas máquinas y esas figuras bailaban con una música que se escuchaba de inmediato. Pero déjame hablar ahora de San Rafael y Galiano.
     Era una esquina inolvidable. Yo recuerdo mucha gente, una gran cantidad de gente caminando por ese sitio, además de los vendedores, todos bien vestidos, con cierta elegancia. A mí no me dejaban comer por la calle, ni tomar helado siquiera. Y las personas eran más educadas, no gritaban tanto, pedían perdón si tropezaban contigo. Estaban los cines magníficos de esas calles: estaba una tienda mítica llamada J. Vallés, donde uno hablaba con los Reyes Magos en los días previos a los Reyes y ellos ponían un teléfono y unos hombres disfrazados de Reyes, y tú creías verdaderamente que hablabas con ellos, y les pedías lo que querías que te trajeran. Y existía como una armonía entre los establecimientos que crecía, hasta que llegabas a esa cosa fabulosa que es salir al Parque Central. Es decir, que ahora que lo pienso, mi primer recuerdo de La Habana es como un recuerdo ligado a esas tiendas, un recuerdo comercial, debido tal vez al auge de esa vida en aquel momento.
     Pero también tengo otros recuerdos de mi niñez, y ahora que lo pienso, son recuerdos casi mágicos. Por ejemplo, la playa de Marianao. Yo tengo un tío de esos que no falta en la familia cubana, un tío tarambana, un tío Alberto, como diría Lezama. Y a través de ese tío yo oía hablar de la playa de Marianao como algo pecaminoso –, y es que La Habana que yo conocía era La Habana del día; pero allí te ibas a la playa de La Concha, o al Coney Island, que era lo más nocturno que yo conocía. Y eso provocaba en mí un placer enorme solo con estar ahí, y te ibas a La Frutada a comer algo. La vida que se respiraba ahí era otra cosa.
     Cuando ya tuve trece años y empecé a salir solo, comencé a conocer otras partes de La Habana. En esa época yo iba a los cines, al Duplex, al Rex, al Payret, donde aún podían verse películas maravillosas. Recuerdo, por ejemplo, haber visto en el Duplex hasta a Margot Founteyn. Aunque la primera película que recuerdo – y va a parecer tal vez una broma mía; la gente podría decir que quiero hacerme el serio y el interesante– es Umberto D. Y yo vi esa película en un cine quehabía en Marianao y que se llamaba Salón Rey, que aparece, por cierto, en una novela policíaca española que leí recientemente. Y eso para mí fue como una continuidad; porque yo iba al cine de Columbia desde niño, pues mi padre era telegrafista del cuartel. Todavía en esa época, y por varios años, se mantendría esa etiqueta, esa forma de vestir y comportarse cuando uno iba al cine. Pero me estás haciendo recordar. Por ese mismo tiempo descubrí otros lugares que me gustaban mucho, como venir de Monte y llegar al momento en que esa calle se abre al Parque de la Fraternidad. Era un momento que me parecía fabuloso, y me lo sigue pareciendo. Aunque Monte se ha afeado mucho más de lo que era, y entonces llegar a ese punto era como un alivio casi mágico.
     En esa época, mis catorce o trece años, iba también a la Rampa, a la sala Tespis, por ejemplo, que ya no existe tampoco. Ahi yo vi, según recuerdo, Falsa alarma, no en la puesta de Morín, sino de Teatro Universitario. Y por un primo mío que estaba en el teatro La Cueva, también iba a la sala Talía. Y esa es como mi primera memoria del teatro; porque yo podía entrar a los camerinos y verlos maquillarse. Me impresionaban mucho las caracterizaciones que hacían mediante el maquillaje, algo que ya hoy no es común. Y también recuerdo la también desaparecida sala Arlequín, la Idal. Y las de Prado y Galano, de las que ya hoy casi nadie se acuerda.
     Fue poco después, sobre 1966 o 1967, que empecé a ir al ballet. Incluso recuerdo la función de Giselle que dieron Alicia y Aurora a su regreso de París, tras haber ganado el Grand Prix en Francia. Y a esas funciones acudía una serie de personas maravillosas, con las cuales se creaba una relación de amistad que existía solo en aquellas tardes y noches, cuando se veían las funciones y se hablaba sobre lo sucedido en ellas. Y luego no nos veíamos hasta la semana siguiente. Eso hacía del García Lorca un lugar memorable. Y otro lugar que yo recuerdo con mucho agrado era El Patio, al cual yo empecé a acudir ya a principios de la década del setenta. Podías ir a ese sitio y tomarte un té, escuchar a Esther ­Montalbán que cantaba y tocaba el piano; se creaba una atmósfera muy agradable, algo que ya no está.
     Pero si me preguntas sobre lugares que me hayan impresionado particularmente, allí estaba la Ciudad Celeste. Esa casa en Mantilla propiedad de los Ibáñez, donde se celebraban aquellas tertulias fabulosas presididas por Virgilio Piñera. Cuando yo entré por primera vez a ese lugar, te aseguro que no conocía algo así en toda La Habana. Y creo que no lo he vuelto a conocer nunca. Tienes que ir a esa casa. Yo volví hace poco, y esa energía no se ha ido. Empezando porque ahí está Yonny Ibáñez, y está esa arboleda que parece que se va a tragar la casa, y aquella cantidad de perros junto a esa familia rarísima, y aquella mansión llena de libros, cosas interesantes y valiosas; sobre todo, a veces no tan valiosas por un mero carácter histórico, sino por el valor que ellos mismos les daban. Y encontrarse además con una galería que ha lugar le habían puesto unas vigas para que se enreden las plantas. Ya eso no es así, pues hay un techo. Pero en medio de todo eso estaba Virgilio Piñera, Juanita Gómez, toda una dama que te hablaba de cuando había visitado Liverpool en 1912 o Nueva York en el año 1910, cuando no se habían construido aún los grandes edificios de esa ciudad, y ya desde entonces se quejaba de la grosería de los neoyorquinos. Todo eso era en verdad mágico para mí. Es el tiempo en que conozco a todos esos personajes tremendos. El tiempo en que conozco a Olga Andreu, con sus pamelas y sus trajes rarísimos, a cuya casa fui des­pués que terminó lo de la Ciudad Celeste. Y no sé si La Habana seguirá dando esa clase de personajes. A lo mejor sí, pero no los conocemos.
     Como me preguntas sobre un edificio cuya pérdida podamos lamentar, yo te diría que lamento mucho la pérdida del Hotel Trocha. Y es curioso, porque yo no lo conocí en su esplendor; pero esa estructura que aún queda me provoca esa nostalgia tan extraña. Lamento mucho, también, la transformación del tramo de San Rafael y Galiano a Prado. Transformar eso en un bulevard fue un error. Vulgarizaron eso de un modo que poco a poco ha degenerado en ese sitio de gente zafia, en el que apenas quedan rastros de lo que alguna vez fue ese tramo, que tenía aquellas hermosas aceras de granito. Y hoy lo que te encuentras son esos maceteros que nunca han tenido matas ni nada, absolutamente nada que te remita a aquella elegancia. Eso es lamentable. Y aunque el edificio en sí exista, lamento el que la Biblioteca Nacional haya perdido buena parte de la vida que en determinado momento la hizo un verdadero centro cultural, parte de la ciudad misma. Yo, en 1968, tras la muerte de mi abuela, que fue una catástrofe familiar, me iba a la sala de música de la Biblioteca y allí me organicé una serie de audiciones desde los cantos gregorianos hasta lo más contemporáneo; y en ese lugar podías ir y pasarte el día entero, porque estaba poblado por seres maravillosos, de verdadero conocimiento de su oficio, artistas y escritores que hicieron de ese lugar un mito que ya apenas existe.
     Aunque si fuera a confesarte loque lamento verdaderamente, tendría que hablarte de personas más que de lugares, de pérdida de esas personas con las cuales me encontraba en los ciclos de la Cinemateca de aquel entonces, y los que, por cierto, no sé por qué razón, los extraño cuando estoy fuera de Cuba. Debe ser por esas mismas ausencias: porque con esas gentes se creaba una cierta confraternidad, y un lazo estable que nos permitía reencontrarnos cuando se ponía Moliere, por ejemplo, y luego irnos almalecón para hablar de la película. Pero hoy yo apenas si salgo de esta casa, en la cual vivo desde 1959, y es porque esos amigos ya no están o no existen. No están en La Habana actual, que es la que aparece en mi novela Los palacios distantes, editada en España. Esa Habana me pertenece, de algún modo, y sí, también soy de cierta manera cómplice del derrumbe. Pero estoy aquí.
     Ahora, si me preguntas qué es lo que le devolvería a La Habana si ese milagro se me permitiera, creo que no habría que devolverle algo a la ciudad, sino a su habitante. Yo creo que habría que devolverle una especie de savoir vivre, de felicidad y de buen gusto para vivir. Habría que darle un poco de ocio, para que la vida le sea más dulce y no sufra tanto para la sobrevivencia, y pueda dedicarse entonces a preocuparse más por la ciudad y su relación con otras personas, que yo creo es lo que se ha perdido en La Habana, una ciudad que invitaba a ser caminada. Así, por ejemplo, en el Vedado hallabas cosas maravillosas, palacios distantes que te alegraban, te enorgullecían. Pero la gente vive hoy de modo tan difícil que ya ni siquiera repara en los edificios, en la maravillosa arquitectura que aún los rodea. Y esta ciudad, mágica, como yo la recuerdo, hoy merece esencialmente eso: un mejor gusto, un buen gusto para vivir.

 

*Poco antes de que se radicara en Barcelona, Abilio Estévez me concedió esta entrevista con la cual dio inicio una nueva sección en la revista Extramuros, titulada “La Habana en mí”. Editada en el número 19, del 2005, no ha sido conocida más allá, y aporta elementos importantes de la biografía de quien, pese a haber dicho que “La Habana son los cuerpos”, revela aquí una memoria íntima de la ciudad que todavía lo acompaña. Rescatada para este homenaje, va como un lazo de revista revista, hermanadas en el recuerdo de una ciudad que no deja de merecer palabras. (N. E., Norge Espinosa).