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En la loma del ángel


Penúltimo collage o defensa de Fernando Villaverde
 

 Lorenzo García Vega

1

Ya yo tengo la casita
que tanto te prometí,
muy llena de margaritas
para ti, para mí…
Será un refugio de amores
será una cosa ideal
y entre romances y flores
formaremos nuestro hogar.
Ahora seremos felices
ahora podremos cantar
aquella canción que dice así
con su ritmo tropical…
La ra la la ra la la ra ra
la ra la la ra la ra
que Dios nos de mucha vida, Negra
y mucha felicidad.
Para completar la dicha
y nuestra felicidad
hace falta una cosita
¿Qué será? ¿Qué será?
es una cosa chiquita
por cierto muy singular
es como una muñequita
que alegrará nuestro hogar.
Ahora seremos felices…

2

Fernando Villaverde se parece a un Greco albino (o sea, dicho más claramente, a un Greco encarnado en esta Playa Albina donde vivimos). También Fernando, sin ninguna duda, se parece al actor Fernando Rey, ese genial intérprete de Buñuel.

Fernando Villaverde es el ciego de un viejo apartamento de la sagüecera, donde ahora mismo lo estoy visitando. O, dicho de otra manera, a Fernando, la noche pasada, acaba de darle una punzada ocular. O, lo que es lo mismo, Fernando, quien acaba de tener un problema en los ojos, se ha convertido, por su calidad de sosias de Fernando Rey, en alguien que está traduciendo a ese ciego de Buñuel, que se hubiera encarnado en una Playa Albina. O..., pero ¿para qué seguir? El lector que pueda comprender esto que lo comprenda, y el que no, que no lea esto. ¡Fácil que es la cosa!

Pues bien, Fernando, el ciego traductor de Fernando Rey, está sentado inmóvil (inmóvil, por supuesto, porque inmóviles tienen que estar aquellos a quienes les ha dado la punzada), en una gran teatral butaca, con almohadones, de su apartamento de la sagüecera.

Fernando, el ciego inmóvil, me habla de la necesidad de seguir la ruta de Sterne para así acabar escribiendo una novela, la novela de la Playa Albina. Y yo, caviloso, pero contemplando el todo espectáculo de la ceguera de Fernando, no podía dejar de cavilar en esas palabras que, en Llévame al fin del mundo, decía el Blaise Cendrars: “Quizá el hombre no veía bien a plena luz, como los albinos”.

Por lo que, ¡obsesivo que soy!, yo sólo atento a negar la necesidad de llegar a escribir una novela le contesto a Fernando con esta cita de Borges: “Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el decuplicar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición cabe en pocos minutos. Mejor procedimiento es simular que esos libros ya existen y ofrecer un resumen, un comentario”.

-¿De acuerdo? -le sigo diciendo a Fernando-. Explayar en quinientas páginas la novela de un ghetto, sería un descarrío laborioso y empobrecedor, pues un ghetto es lo albino, y aunque se vista de seda, lo albino sigue siendo albino.

Es decir, lo albino sigue siendo lo sin Forma, e ineluctablemente, lo sin Forma sólo puede ser malamente dicho por inexistentes Autores de medio pelo.

Así que, de acuerdo con eso, le propuse a Fernando que, en vez de intentar la novela, se propusiera lo siguiente: inventar un inexistente Autor de medio pelo; justificar la simulación de un inexistente libro por el suso medio pelo; y ya, por último, ofrecer resumen de lo inexistente, escrito por inexistente. Así como, recuerdo, dije que, para intentar lo anterior, se debería dar un salto de 180 grados para ver si, con ello, se caía en territorio zen.

Y fue aquí, cuando Fernando (quien, por su inmovilidad obligada, llegó a alucinarme de tal manera que, hasta inventé al fondo que rodeaba su figura, aquel billar eléctrico, con estúpidos efectos en rosa de que habló William Borroughs), imprevistamente me dijo lo siguiente:

-Tú ves, nos pasa algo, y eso no importa, lo que importa es lo que hacemos luego con eso, lo que pensamos de eso; el cuento que se inventa cada uno y que no tiene nada que ver con lo que pasó.

Con lo que, como un loco frente a otro loco, yo di final a la visita, poniéndome de pie y diciendo las siguientes palabras:

- ¡Bien! Tratamos de explicar lo inexplicable. Pero, eso sí, es necesaria una comprensión por parte del Lector. Una comprensión que consistiera en aceptar el hecho de que el esfuerzo sostenido para resumir una obra inexistente y casi intolerable puede, por carambola, inexplicablemente entregar el espacio de un ghetto. Aunque, ¡ay !, dicho en confianza -y entonces, recuerdo, le puse la mano sobre el hombro al inmóvil Fernando- todo este matalotaje que acabo de decir..., comprensión, obra inexistente..., etc., no creo que haya Lector que se lo trague. Bueno...

Y fue así, repito, como di fin a la visita.

Miñuca, la paciente esposa de Fernando, me acompañó hasta la puerta.

Hice, pues, mutis.

Pero, al día siguiente, sufrí un paro en el corazón, por lo que, entonces, no fue Fernando el enfermo, sino yo.

3

Era el tenor de la voz de seda. Empezó con voz de soprano, pero terminó con voz de tenor, y su nombre fue Juan Nepomuceno Arvizu Santelices, quien nació en Querétaro el 22 de mayo de 1900.

El padre de Juan Nepomuceno fue telegrafista, razón por la cual, en sus comienzos, nuestro tenor quiso también ser telegrafista pero después estudió solfeo y armonía y al final terminó debutando, interpretando La sonámbula en el Teatro Esperanza Iris de México.

Y, precisamente, sobre Esperanza Iris, sabe hablarnos el defendido Fernando Villaverde en su relato "El caso de la novia australiana", relato que está incluido en el libro Los labios pintados de Diderot. Y, además, el cineasta Fernando Villaverde tiene que saber (aunque nunca he hablado con él sobre el asunto, que, junto con Mapy Cortés, Juan Nepomuceno actuó y cantó en la película Ahora seremos felices, film donde también cantó los boleros del ínclito poeta borinqueño Rafael Hernández. Y yo he paseado por las destartaladas calles de la sagüecera, en busca de la casa de Fernando Villaverde.

Recuerdo, sobre todo, uno de esos paseos. Había, en la sagüecera de Fernando, una destartalada torre carmelita, y, a los lados de esta torre carmelita, unas nubes de arena, procedentes del Sahara, esmaltaban el cielo con un mezquino color grisáceo.

Pues, increíblemente, en esta Playa albina, algunas veces, en sus horribles veranos llega, procedente del África, la susodicha nube de arena del Sahara.

Así que es bueno, y culto, en una Defensa, citar a Spengler. Y como Spengler, además, ha hablado de las nubes como motivo, me dedico a citarlo en esta Defensa de Fernando: “Los antiguos -dice Spengler sobre las nubes- desconocieron por completo este motivo artístico, y los pintores del Renacimiento lo trataron con una superficialidad juguetona. En cambio, la pintura del Norte gótico nos ofrece bien pronto, entre las masas de nubes, visiones lejanas de un misticismo maravilloso."

Y aquí, cerca del apartamento donde vive Fernando Villaverde, me atrevo a añadirle a Spengler la observación de que, las nubes del Sahara, posadas sobre la Playa Albina, ofrecen visiones cercanas de un misticismo inmaduro.

Pero Juan Nepomuceno, quien entregó su alma al Creador el 19 de noviembre de 1985, no sólo cantó ahora seremos felices, sino que también escribió, a manera de testamento, este magnífico poema:

"Mis canciones fueron como golondrinas
Cruzaron el aire sin dejar su huella
Hoy, mis golondrinas, buscan el calor
de los que me amaron y me comprendieron.
En mi último vuelo al más allá
llegaré a una estrella
en donde se acaban todos los cariños.
Llevaré los ecos y las remembranzas
de nuestros amores, fallidos destinos,
y las golondrinas de tantos caminos,
les manden sus trinos: serán mis canciones…"

4

(ROSTROS DEL REVERSO. ABRIL 1983)

Y mientras tanto, Miñuca. Miñuca adoptando, simultáneamente, las dos o tres versiones, contradictorias, de un mismo sucedido.

No la puedo oír bien. Me trabo y me desespero. ¿Quién no se desespera con Miñuca? Laberinto de caminos: ella dice, no dice; vuelve a decir lo no-mismo, o viceversa.

Los Villaverde, después de que se escachó el carro, han conseguido un nuevo auto con Armando, un vendedor Jagüeyense que les logré presentar.

-Es cosa de locos preguntarte, a ti, por un carro. Y más loco todavía, que seas tú el que consiga al vendedor -comenta Mamá en Vida con mamá.

Pero, ¡tan contentos! los Villaverde con su nuevo auto (nuevo auto, por supuesto, no auto nuevo). Fernando dice que el auto gasta poca gasolina.

Los Villaverde son como la yuxtaposición. Cuando pienso en ellos, pienso en la yuxtaposición cubana.

Y es que tengo sobre ellos, una visión como de cosas montadas. Traslapar lo que se añade: por ejemplo, las barbas de Fernando se añaden a su cara. O casa de la familia, con la ventana bajo noventa grados, pero abierta a un nevado paisaje neoyorkino (en la casa hay, también, un toca-discos, un no-aire acondicionado, y la servida mesa bajo ventilador que cuelga del techo).
 
Los Villaverde pertenecen, también, a la cubana zona del destartalo.

La yuxtaposición villaverdeana está, por supuesto, integrada por piezas fílmicas (Fernando y Miñuca han filmado documentales); piezas literarias (Fernando es crítico del Herald y ha escrito un libro de cuentos); piezas científicas (Miñuca dice amar las Matemáticas, y le cuenta, a los Decanos de los Colleges, un relato, a lo Roberto Luis Balfour Stevenson, sobre un título de Doctora en Ciencias Físico-Matemáticas que se quedó en Cuba); piezas fotográficas (Fernando y Miñuca no sólo son fotográficos, sino también fotógrafos); y etc.

Los Villaverde escuchan el programa Abre tu corazón a Walter.

A veces, Fernando, cuando habla de política a secas, o de política literaria, adopta el tono de un conspirador. Fernando Rasputín. Miñuca finge, o cree, o finge creer, o cree fingiendo, en el espiritismo entreverado con un budismo yanqui de la década del sesenta. Miñuca es capaz de hablar hasta de la paz del alma, por lo que un día Fernando y un amigo se cayeron al suelo, ¡cuán largos eran!, cuando ella, precipitada en su entrevero, les habló de la filosofía de Lao-Tse-Tung (Fernando y el amigo, al caer en el suelo, se convirtieron en los ayudantes del Castillo de Kafka). 

Miñuca, ahora, adora a los gatos. Con los gatos se ha convertido en una versión sagüecera de Sidonia Gabriela Colette.

(¿Sidonia Gabriela amaba a los gatos? Creo que sí, aunque no estoy seguro. Me parece haber visto en el Rex Cinema habanero, allá por los tiempos de la nana, un documental sobre Sidonia con gatos. De todas maneras, haya o no haya visto el documental, o sea o no sea así, Lezama hubiese dicho que Sidonia con gatos era una imagen posible.)

Una leyenda, sobre Fernando, dice que éste perdió la vista en Nueva York. Trabajaba con ácidos, o con tiras de cintas cinematográficas, o con algo por el estilo, y por ello perdió la vista. Edipo en Nueva York. Pero Fernando decidió venir para la Playa Albina, y en la Playa Albina recuperó la vista.

Una vez, Miñuca al mediodía se sentó, con Octavio y conmigo, en la mesa de un restaurante rococó. Octavio se empató con una camarera vieja que le habló de los bailes del Central España. Miñuca encendió un tabaco. Octavio, entonces, deslumbró a la camarera con su conocimiento (¡recordador el muchacho!) sobre viejos boleros cubanos; pero, aquí, sucedió lo tremendo. Un camarero, recién operado de la cabeza, resbaló, bandeja en mano, por el piso acabado de encerar. El camarero, después de ejecutar unos pasos de danza, acabó en el suelo, pero no sin antes, con una silla, darse un tremendo golpe en la recién operada cabeza. La cosa fue demasiado triste, y entonces la vieja camarera, levantándose el vestido, nos enseñó sus heridas rodillas. Resulta que ella, nos dijo, y las demás camareras, debido a la obstinación del dueño por encerar el piso a la hora en que el local no se ha cerrado, también se habían caído.

Y fue entonces que Miñuca se encabronó, y se acordó de lo que pudo ser la revolución cubana. Y fue entonces que yo me encabroné al pensar que el maldito dueño del piso encerado todavía pertenecía a la Cuba de antes (para entender esto, hay que leerse un libro de Historia de Cuba). Y así, nos fuimos como un bólido del maldito restaurante.

El suceso me puso sombrío. Miñuca también se puso sombría.

Entonces al maldito Octavio se le ocurrió hablarle a Miñuca sobre un filósofo llamado El senón de la Lea.

-Yo conozco a los pre-socráticos y no soy ninguna ignorante -protestó Miñuca.

Pero Octavio, del todo, no tuvo la culpa, ya que, simultáneamente, Miñuca es capaz de hablar de la cuádruple raíz del principio de razón suficiente, mientras que hace una de esas preguntas que sólo el Pequeño Larousse Ilustrado puede contestar.

(Miñuca, quien se considera madre de una francesa, dice Mariquén cuando se refiere a Maritain.)

Y los Villaverde tienen dos hijas: Viridiana y Paloma. Viridiana fue el resultado de un íntimo homenaje que a Buñuel le hizo el matrimonio (no sé si hay testimonio de ese homenaje. Quizás lo haya. Pues los Villaverde cultivaron, en Nueva York el Be-ing Without Clothes). Paloma nació para nacer en París (esto es sintaxis de Miñuca). Pero Paloma es ciudadana norteamericana, y así, Miñuca simultáneamente nos dice que Paloma es francesa pero que hay que averiguar si Paloma es francesa. En fin, que son dos encantadoras muchachas estas Viridiana y Paloma: ellas pasan, por entre el reguero de las yuxtaposiciones de sus padres, como infantas velazqueñas a las que un estructuralista les hubiera retocado el contexto.

Pero la cosa no termina aquí. La cosa es más complicada. Yuxtaposición.

Pues los Villaverde son, y no son, al mismo tiempo. Esto del es y no es, es algo de lo que hablé en los años de Orígenes. Los Villaverde, por supuesto, no pertenecen a Orígenes: ellos están, más bien, en algo que tiene relación con el ICAIC: las barbas de Fernando son barbas ICAIC.

Ellos son, son y no son.

Los Villaverde son y no son por las siguientes piezas:

1.- Viven en la Pequeña Habana y oyen el programa Abre tu corazón a Walter, pero no tienen nada que ver con la Pequeña Habana.

2.- Pudieran no vivir en la Pequeña Habana, pero nadie los puede imaginar fuera de la Pequeña Habana. (De nuevo, para entender esto, hay que leerse una Historia de Cuba). 

3.- Son buenos padres de familia cubanos, pero nadie puede imaginárselos como buenos padres de familia.

4.- Son padres de familia Be-ing Without Clothes, y todo el mundo puede imaginarlos así, pero entonces nadie puede explicarse por qué vinieron al ghetto albino.

5.- Tienen un juvenil entusiasmo (Miñuca, a veces, dice ser experimentalista) pero pueden ser amigos del anacrónico doctor Fantasma.

Así que, en la yuxtaposición villaverdeana podemos encontrar:

1.- Un reguero, pero reguero teñido con colorante de la Playa Albina.

2.- Un cosmopolitismo que cabe dentro del folletín del ghetto.

3.- Una ventana abierta hacia un nevado paisaje neoyorquino, pero por donde entra un soplo (Artaud habló de la numeración cabalística del soplo) de 90 grados.

4.- Una nostalgia jipista de la década del sesenta, pero una fatalidad de joven pareja que comenzó con un primero de enero castrista.

5.- Y etc. Un etcétera con una posibilidad sagüecera imposible, pues ellos, absurdos Villaverde, quieren ser experimentalistas en una Playa Albina.

(A veces Miñuca, matemática escatológica, acaba diciendo: Caballeros, no hablen más mierda.)

Jóvenes fantasmas los Villaverde, también tienen, ellos, algo de la vejez que nos toca a todos: son fragmentos de un rompecabezas que nunca llegó a componerse.

6

Como acabo de publicar los penúltimos poemas y los collages de un notario, bien puede ser esta defensa de Fernando Villaverde como lo semejante a un penúltimo...

¿Razón de ésta, defensa, para convertirse en penúltimo? Pues, sencillísima la respuesta. Se trata de que como estamos, bajo 94 grados, en una Playa Albina, tengo que imaginar las piezas de esta defensa mientras conduzco, con mi brazo izquierdo y evitando los desniveles, ese carro del Publix del cual ya hablaré en mis próximos Espacios para lo huyuyo, libro en preparación.

Imaginar, pues, con carrito del Publix y bajo 94 grados es, bajo esas implacables leyes de la imagen (recordemos, sobre todo, esa ley por la cual, al encender el chucho eléctrico se enciende la constelación de Orión) que inventó Lezama, una sorprendente manera de dar increíbles saltos.

Saltos, efectivamente. En mis susodichos espacios para lo huyuyo, he matizado los relatos con la introducción de los boleros, y por ello, consecuentemente, al sumergirme en ese mundo de chefleros rococó, y de monóculo traducido de Max Ernst, que nos ofrece el pintor Ramón Alejandro, no he dejado de introducir la letra de aquel hermoso bolero (registrado en 1936, fecha clave para mí) conocido como Campanitas de cristal.

Por lo que, ahora también con Fernando Villaverde, no dejo de colocar otro bolero del mismo autor de las campanitas, o sea, del ínclito Rafael Hernández Marín, y que lleva por título Ahora seremos felices.

Hay, en esta defensa, un fragmento de mis Rostros del Reverso, en que amorosamente incluyo a los Villaverde. Y hay, también, la inclusión de esa escena en que Fernando, como ciego magnífico, me recibió bajo la espléndida decoración de su apartamento de la Sagüecera.

Pero, ¿por qué no me adhiero a un Homenaje? Pues no, y mil veces no, pues ya he dicho en mis Collages del notario la aversión por los detestables homenajes albinos.

Pero sí quiero que se lean estas líneas como testimonio de adhesión a la labor llevada a cabo por Fernando Villaverde con su libro Los labios pintados de Diderot.



Novias falsas

Del libro: Las tetas europeas, Término Editorial, 1997

1

     Desde Roma, por teléfono, pedimos a unos amigos napolitanos que nos consigan un hotel no muy caro; he estado llamando a algunos y  es mi primer enredo con esa caótica ciudad  no logro comunicarme. Luego me enteraré de que han añadido un prefijo a todos los teléfonos de Nápoles.
      Nos esperan en la estación, frente al desordenado espacio de la plaza Garibaldi, un lugar que por su fealdad sin orden ni concierto me parece de otro continente. Han hecho, sin conocernos  en realidad, son amigos de mi hija; ahora los vemos por primera vez  mucho más que tratar de conseguirnos hotel barato. Nos llevan en auto, dándonos por primera vez idea del empecinado laberinto que es conducir por Nápoles, a un rincón escandaloso y mugriento, como tantos tiene, de la ciudad. Es una tienda, prácticamente una covacha abierta en la pared de un edificio; en su fachada, un letrero pintarrajeado sobre un madero anuncia con nombre que se pretende americano una tienda de discos y casetes: Bang Records.
     Dentro me espera una patraña que mis nuevos amigos me han explicado por encima durante el camino: el patrón del negocio, además promotor de espectáculos de rock, nos va a presentar en un hotel cuatro estrellas a orillas del puerto como colegas suyos, organizadores de un próximo espectáculo, que vendrá de donde venimos nosotros, la palabra mágica: los Estados Unidos. En el hotel le harán, como de costumbre  es lo pactado, a cambio de la exclusividad para el albergue de sus artistas y de anuncios gratuitos durante sus presentaciones , un sabroso descuento. Más que sabroso: la rebaja lleva a cien dólares un hotel de casi doscientos.
     Lo que en cualquier lugar sonaría a inocente trato entre negociantes, un favor por otro, aquí cobra otro cariz: se lo dan el sitio en que estoy, este agujero donde los discos se amontonan en depósitos improvisados con palos claveteados y con rincones disimulados al fondo por cortinajes, como si fuesen cabinas de audición, que dan, con su incesante entra y sale de muchachos  con sus lentes oscurísimos, sus orejas perforadas por alfileres y atuendos abundantes en adornos de metal, pretenden facha de peligrosos , la impresión infalible de que aquí, para complacer los deseos de elación de la clientela, se vende algo más que música. Mis amigos, a quienes cuento luego esta opinión, no están seguros: a veces es así, a veces no; en este lugar preciso ellos creen más bien que ese ambiente oculto de la tienda es pala: ganas de hacer pensar a una joven clientela con deseos de aventura que, al ir a esa tienda, visitan un lugar del bajo mundo.
      Sea realidad o teatro, el dueño se ajusta a este paisaje torvo. De voz toscamente ronca, corpulencia arremangada y cabeza rasurada de presidiario, es, en el mejor de los casos, como si con esa indumentaria quisiera confundirse con sus artistas más anárquicos, pasar por veterano batería de un llamativo grupo punk. A su edad  tiene de sobra más de 40 , no importa lo promotor que sea, resulta algo fuera de sitio, más bien un tipo abandonado, de malas costumbres. A mis amigos les entiendo más o menos su italiano, aunque se les sale mucho a ratos  luchan, corteses, por controlarlo, hacerse entender de mí, un extraño  el desgarbado acento napolitano, esa habla a la que las consonantes resultan un estorbo. Pero a este hombre no le entiendo ni una palabra cuando me pregunta, urgente  mis amigos tienen que traducir, en inglés atropellado , de dónde somos, mi mujer y yo. Más preciso, tapando la bocina del teléfono y con un chasquido fastidiado de los dedos: de dónde son nuestros pasaportes. Americani, dice al fin, a la gente del hotel en el teléfono. En la carpeta nos pedirán los pasaportes; el dato es indispensable para el engaño. Un apretón de manos, de persona acostumbrada a los tratos veloces, le basta como agradecimiento.
     A partir de ese momento somos mi mujer y yo, para el hotel y quién sabe si para la Prefectura de Nápoles, personajes falsos: promotores de espectáculos de rock. Si no lo intuyo ya, lo sabré pronto: ahora sí estamos metidos en Nápoles, ya somos parte de la ciudad, no desentonamos. Nuestros mismos amigos nos lo confirman, cuando les comunicamos cierta vacilación de nuestra parte: hay que despreocuparse, en Nápoles las cosas son así; todos están siempre tratando de entramparse mutuamente, de engañarse.
     Cuatro días  son los que paso, en total, en esta ciudad  me bastarán para comprobar la verdad de lo que me dicen. En diez viajes que doy, sólo un taxista me cobra la tarifa; los demás manipulan el taxímetro de maneras que ignoro y no puedo combatir, inventan sobrecargos que luego me entero son inexistentes, insisten en llevarme a donde no voy, hasta ponernos a punto del disgusto. En un estacionamiento, estando con mis amigos y aprovechando que dos nos esforzamos por pagar, el encargado nos cobra a ellos y a mí, y luego aduce que no puede dar marcha atrás a la caja contadora, un antediluviano trasto que supongo poco registrará. En la estación de trenes, cuando vamos a tomar el Circunvesuviano, el cobrador trata de aprovechar mi inexperiencia con las liras para darme menos cambio.
     Y con todo esto no lo digo yo, lo saben los músicos, muchísimos viajeros antes que yo, algún embelesado poeta , algo tiene Nápoles. No sólo se soportan estas constantes zorrerías, también esa circulación enloquecida de autos a los que ninguna luz roja detiene, calles lóbregas como pozos, de paredes color alquitrán, agazapadas bajo los funiculares. Estas sinvergüencerías acaban por comunicar algo de más humano, más afable, que la exquisita corrección de otros lugares, más asépticos y, en su trazado y monumentos en cuanto al lugar, en geografía, muy difícil vencer a Nápoles, hasta más hermosos. Nápoles es una ciudad que se deja disfrutar y nosotros lo hacemos: en unos días es como si pasásemos pasado casi un mes, tantas vueltas damos, tantas cosas vemos.
     Mi mujer tiene una razón particular para darse banquete. Pocas cosas le atraen más en los viajes que las bodas, las novias. Las ha seguido, fotografiado y acompañado, hasta casi retratarse del brazo de los novios, en Puebla, en Chartres, en Avila. Las persigue: apenas ve un lazo blanco atado al banco de una capilla, se sienta a esperar la ceremonia; ve una limusina frente a una iglesia y entra corriendo, dejando lo que sea; hasta las busca en los avisos de los diarios. En Nápoles se regocija: le tocan no sé cuántas. Ve preparativos, bodas, festejos de bodas: nos asomamos a un refectorio del monasterio de las Clarisas listo ya para el banquete  tan suntuoso es que parece irreal, una escenografía del Gattopardo: mesas con descomunales manteles blancos, vajilla única con escudo, candelabros con velones, servidumbre con una vestimenta que parece del Reino de las dos Sicilias. Tomando un café al aire libre, vemos aparecer a una novia que, con toda la magnificencia de su traje largo y hasta el ramo de flores en la mano, se atreve a interrumpir a media mañana el tráfico del centro de Nápoles y, viniendo de la iglesia de san Francisco de Paula, entra con sus galas y sus principales invitados a celebrar en lo que los siglos y las guerras han dejado del café Gambrinus.
     A todas las disfrutó en Nápoles, a las novias y las evocaciones de las novias: la que abraza a su esposo desde hace dos milenios en Pompeya, la que ofrece un ex voto a san Gennaro pidiendo el retorno de un marido que cree la ha olvidado, infiel en América. Disfruta hasta a las que resultan falsas: más de una; no siempre lo sabemos de inmediato.

2

     Subo a la azotea del hotel, un undécimo piso. Si desde mi balcón la vista era hermosa, desde aquí es inigualable: las dos boquitas del Vesuvio, asomando entre la bruma, la cordillera de Sorrento con sus playas que no visitaré, justo enfrente el inesperado promontorio del Castel Nuovo. Una fortaleza medieval que, con tantas fotos de Nápoles como me han pasado por delante, jamás vi hasta hoy. Al fin, después de tanto codiciarla, tengo ante mí Nápoles. Con esa curva de su bahía que siempre, viviendo en Cuba todavía, me recordaba la curva sensual, como el giro de una cadera con su nalga, de la bahía de La Habana. Dos ciudades a cuál más bella; las dos arruinadas sucesivamente por las guerras, declaradas o sin declarar. Las dos, en su belleza, posibles sólo en estos mares donde nacieron, mediterráneos.
     Subo a la azotea esperándola sólo para mí y me encuentro con que no es así. Bien concurrida está, con una animación que no le supongo demasiado habitual: un grupo, de cuatro o cinco personas, toma fotos a unos novios. Es evidente: por la belleza de su paisaje han escogido este sitio para la foto de bodas de la pareja; mucho mejor que cualquier estudio, tenga los decorados que tenga, u otros rincones  muchos habrá  de tono más íntimo. Con la amplia vista que se contempla desde aquí quieren presentar a estos novios como gente de fogaje, efervescente. Ella lo tiene; desborda energía.
     Ver a esta gente me alegra; es una eventualidad que anima la azotea. Me entretengo observando  retirado a un lado su labor y, sin malhumor, no puedo evitar el pensarlo: esto de las fotos de novias me está resultando ya excesivo, aquí y en todas partes. Demasiado andamiaje, como si en vez de servir las fotos para registrar un acontecimiento, éste se estuviera organizando, montando, por el solo gusto de presentarlo ante la cámara. Este es por todo lo alto; traen luces, una coqueta portátil con el maquillaje; para una foto, han cargado con el estudio de fotografía completo, gente y enseres.
     Su labor es lenta, concienzuda; su aire es de tener para esto, si se les antoja, toda la mañana. Preparan la posición de la cámara y de los modelos, hacen pruebas: ella sentada en un aparatoso butacón, colocado inesperadamente al aire libre, con el novio, asumiendo el aire erguido y severo de la más rancia tradición, de pie a su lado; un matrimonio del siglo pasado a la intemperie. Luego ella de pie, con él al lado, viéndola lanzar impetuosa, hacia el cielo encima de la cámara  un utilero tiene que correr a cogerlo por los aires a cada foto, su ramo de flores.
     Pasa tiempo entre foto y foto; hay que peinar de nuevo a la novia; el viento, al deshacerle el pelo, hace resaltar lo hermosa que es: un rostro de rasgos marcados, como en un grabado, por el sol y la sombra, envuelto por el cambiante nubarrón de su suelto y frondoso pelo negro.
     En medio de esta sesión que tan aparatosa me resulta y que presencio lo más discreto posible, un detalle me choca, llega a molestarme, en la actitud del fotógrafo y sus ayudantes con la novia.
     Todos son jóvenes, es cierto. Tienen derecho a jugar como muchachos. Nada mejor entre los jóvenes, nada más sano que un poco de desfachatez. Tratar con alegría, tomar a broma las cosas del amor, hasta tirarlas a relajo, da bienestar. Pero aquí la cosa no es de compadres; con el novio delante, tiene un lado oculto, como de broma agazapada, ese trato que dan el fotógrafo y sus ayudantes a la recién casada; como si tomasen a su pareja por tonto. Quizás lo sea; pero en estos días de la boda, ese descaro de aprovechados me fastidia. Son los días especiales de estos novios; por lo menos ahora, deben, aunque sea entretenido, dejarlo disfrutar, a él solo y sin interrupciones, de su papel.
     La novia, por demasiado linda y acostumbrada a los piropos, a los halagos y los constantes coqueteos eso no lo duda nadie; únicamente metida en un convento no los habría escuchado , no parece darse bien cuenta del papel que pinta, lo mal que hace quedar a su prometido. Toma como si tal cosa, puedo verlo, los insistentes escarceos de esta tropa fotógrafa, hasta cuando se propasan  no lo digo como medida moral, sino de tolerancia del novio, y lo hacen con ganas.
     La jarana llega al colmo: el novio deja unos momentos la azotea para, huyéndole al viento, ir a encender un cigarro al cuarto cerrado que forma el tope de las escaleras. Deja el campo libre. El fotógrafo y sus ayudantes  tan jóvenes como la novia, un enjambre de codiciosos avispones , fingiéndose todos expertos modistas, compiten por ajustarle a la muchacha el vestido, alisarle un pliegue, abofarle las capas de tul de la falda; metiendo los dedos hasta donde quieren, le suben un poquito el escote. En realidad lo que hacen sólo un cegato o un lelo lo dejaría de ver es manosearla a su gusto, sacándole a veces risas, más cómplices que cosquillas. En ese trasiego que se pretende estético le registran, hasta donde ella les permite boba no es, más bien experta; sabe pararlos como si no lo hiciera ni le preocuparan: con un giro del cuerpo, un alzar de la mano, movimientos pretendidamente casuales, los rincones.
     El novio, en la luna. Ella, más falsa no puede serle. Como si ese prometido y su dignidad, aunque fuese entre apariencias de jarana, le importaran un bledo. Tampoco es como para salir en defensa de este pazguato. Se pasea fumando al viento con aire bobalicón, como si su rozagante novia fuese ya compra hecha; es quien menos atención le presta. Más le dedica, con ese peine que se saca del bolsillo cada par de minutos, a su apariencia. Perdonándole esas presunciones de niño lindo, alguien tendría que decírselo: arranca en el matrimonio con mal pie; se está jugando exhibir en cosa de meses una corona peor que la de espinas.
     No dejan de hacer fotos; al paso que van, tendrá ella un álbum de boda en dos volúmenes. Compiten, el fotógrafo, sus ayudantes y los propios novios, por inventar nuevas poses. La que más trabajo les da: la suben a ella sola a una tarima, cerca de una esquina de la terraza por donde corre el viento, y con el novio relegado al fondo se la merece, esta foto simbólica, observándola desde un segundo plano, la toman de perfil, de mil maneras, hasta encontrar la pose favorita, a la que dedican medio rollo: con el vestido y su cola flotando por los aires, levantados por el viento, como si ella fuese el relieve de proa de un navío. Exageran: olvidados ya de lo que son las fotos de una boda, la voltean en gesto de altiva diosa hacia la cámara, le colocan los brazos algo hacia atrás las cintas de su ramo de flores, todavía en su mano derecha, también vuelan, entregada al viento, agradeciéndolo.
     La pose de la muchacha, con el cuerpo algo inclinado hacia adelante, esa algarabía que arman por los aires las telas que la envuelven, evocan sin equivocación  me imagino que lo hacen a propósito, una imagen clásica, bien conocida: la Victoria de Samotracia, con brazos y vestido al viento en lugar de alas extendidas. Esa noche, cuando hago el cuento a mis amigos, no entienden, cuando llego a esta comparación, de qué les hablo, qué les quiero decir. Me esfuerzo; pienso que algo digo mal en italiano. No es posible que estos jóvenes, alguno estudiante de diseño, no conozcan una imagen tan repetida como la Victoria Alada. Al fin, uno de ellos cae: ¡Niké!, grita, soltando carcajadas, cuando imagina ese exceso de rebuscamiento para las fotos de una novia.
Con su grito, caigo en cuenta. En Nápoles, ese Niké es el nombre de la Victoria. Aunque estemos en Italia, los milenios no han podido borrarlo: esta ciudad fue parte, uno de los linderos de la Magna Grecia.

(…)

5

     Nos enteramos, por la televisión del hotel, del escándalo que conmueve a Nápoles. Tenía que ser: una novia. Es temprano y mi mujer prepara, antes de bajar a desayunar, un maletín con unas pocas cosas para irnos dos días a Capri. La noticia la interrumpe, deja de empacar; no puede distraerse, quiere enterarse bien de qué pasa con esa novia.
     El acontecimiento, que tendrá en suspenso a la ciudad por lo menos hasta que nos vayamos, es, como cuento, poco novedoso: una jovencita se ha escapado de su casa el día mismo de su boda. Más grave: dejó al novio plantado ante el altar. Como es de suponer, no se ha ido sola; junto a su foto, el noticiero matutino presenta la de un hombre más o menos de su edad, en todo caso de aspecto más curtido: su compañero de fuga. Son los pormenores, de los que nos iremos enterando poco a poco, los que causan revuelo y dan interés a la noticia, su sabor.
     La novia es rica, hija de ricos; su raptor así lo llama la familia, negando, contra la corriente de los hechos que pueden irse conociendo, cualquier complicidad de la joven en su desaparición no. Los prófugos se conocían y es de presumir que bastante bien; vivían, como quien dice, bajo el mismo techo: el muchacho era guardaespaldas del adinerado padre.
     Una nota de adiós de la desaparecida parece desmentir cabalmente las acusaciones lanzadas por el furibundo padre contra su aspirante a yerno. En ella proclama la joven su amor sin límites por quien es ahora su compañero de aventura, cuidándose además, en una solitaria frase gentil, de pedir disculpas al novio abandonado en plena ceremonia; le pide perdón, por haberle no es que ella use esas palabras, pero eso es resultado falsa. El indignado padre más furioso se le ve que pesaroso  sólo ruega a su hija que regrese, prometiéndole la luna si lo hace y acatando, si ésa es, su voluntad de no casarse con el novio formal, quién sabe si impuesto; con más tesón, no para de acusar al amante cómplice, sustituto de última hora; doblemente culpable lo considera, por raptor y traidor: ha burlado, desde dentro, la confianza de una casa donde fue prácticamente un recogido.
     Con frases como ésta empiezan a salir otros detalles. No quisiera estar en el pellejo del fugitivo cuando me entero, por la abundante noticia, del dato clave. Lo entiendo con dificultad: mi mujer sabe menos italiano que yo y notando  no sé cómo; pero lo nota que me estoy enterando de cosas que a ella se le escapan, me pide, insistente, que la ponga al tanto. Intento callarla a manotazos, sin responderle; mi italiano está bien lejos de ser perfecto y su voz, que me impide oír algunas frases, se suma a las palabras que no entiendo para confundirme. Pero aunque me pierdo algo, de lo más grave sí estoy seguro: si el padre ricachón tiene guardaespaldas  varios; enseña la televisión a más de uno, apostados a las puertas de la casa, no es porque la profesión de ejecutivo o de político, ni siquiera de comerciante próspero, le haga temer un inesperado secuestro que ponga en peligro sus millones. Sin cuidar sus palabras así de notorio será el hombre, el periodista de la televisión lo identifica como jefe de la camorra, esa variante de la mafia que tiene su capital en Nápoles y controla la Catania y más allá.
     Sólo supongo, al guardaespaldas fugitivo, dos motivos: o una audacia que me resulta muy mal aconsejada  se cree capaz, él solo o con unos pocos compinches, de burlar a esa vasta pandilla y arrancarle al padre varios millones de liras, a cambio de devolverle a su hija más o menos impecable, o un amor tan desesperado y ciego como el del joven Abelardo por Eloísa y, mucho me temo, camino de tener para el impulsivo enamorado consecuencias igual de lamentables.
     No trata con principiantes; no le supongo clemencia a sus perseguidores, por mucho que la novia pueda suplicar, de ser cierto ese amor que proclama su nota de adiós, que se lo dejen intacto. Por el colofón de la noticia, dado desde el estudio de televisión, nos enteramos: la policía está peinando, de momento, todo el sur de Italia. No dice el noticiero una segunda parte, que imagino sin dificultad: lo mismo estará haciendo a estas horas, con más celo y probablemente más eficacia, hasta el último recluta de la red de la camorra.
     Doy un último vistazo, desde el balcón de nuestra habitación en el hotel, a esta orilla de Nápoles y su bahía. Es una vista que invita al regocijo. Bajamos con las dos maletas pero no nos las llevamos con nosotros: el hotel las cuidará en nuestros dos días en Capri. Nos vamos con equipaje de luna de miel: apenas una muda para cada uno, en un bolsón de mi mujer. Es bien de mañana; regresaremos mañana por la noche. Imaginamos dos días apacibles, con esa tranquilidad que no hemos tenido en estos vertiginosos paseos por Nápoles, que ni siquiera me han dado tiempo para contarle a mi mujer  pienso que ahora, con toda mi calma, podré hacerlo , lo que contiene el segundo recinto, espeluznante, del museo de Sansevero.

6

     Paso, una vez recorrida la muestra de escultura, a la otra parte del museo [de Sansevero], bien distinta. Aunque inseparable de éste de Sansevero se trata en esta segunda estancia; el personaje que dio nombre a este edificio, su palacio, es un ala bien dispar e inesperada para los no avisados: una especie de homenaje a la alquimia, a sus hallazgos más fúnebres. Comienza con un macabro monumento a una novia que fue falsa, y a su amante.
     Consiste, esta primera muestra impresionante quien preparó el museo, no tuvo sentido dramático: lo demás será anticlímax en dos figuras de tamaño natural. Tienen que serlo: son dos personas, momificadas. Digo momificadas y digo mal. Preservadas están, pero todo lo contrario que momias, cuyo propósito es hacer al muerto real: mantener la piel tersa en lo que cabe, fingir durmiente al fallecido. En Sansevero los dos cuerpos se presentan, sin velos ni mortajas, como dos cadáveres, en todo el horror de la muerte.
     Más completos sus restos que ninguno: como figuras anatómicas, para estudiantes, de tamaño natural. Dos esqueletos, pero llenos: sus vísceras se aprecian intactas en el interior de sus osamentas, como descarnados recién muertos. Algo más extraño rodea a los dos cuerpos: algo así como una nube de estropajo negro, a ratos vaporosa, más densa a veces. Pertenecieron los esqueletos  a un lego como yo, nada lo indica así, al primer vistazo a una mujer y un hombre; ella es la que fue esposa del pavoroso alquimista Sansevero. El, el desdichado cuyo baldón recoge el largo documento adosado a la pared, junto a estos restos: vino a parar a esta innoble vitrina, a exhibir para siempre sus entrañas junto a las de la trágica condesa, porque el implacable conde los asesinó a los dos, creyéndolos amantes.
     Con esta demostración de ferocidad celosa, alucinada, quién sabe si lo fueron. Bien pudieran haber sido víctimas de un Otelo que rumió solitario sus sospechas, hasta creerlas, sin hacerle falta un Iago. En todo caso, juntos han quedado para siempre, aunque sea como dos pavorosos esqueletos, exhibidos en esta pública vitrina. No están por el gusto de perpetuar una picota, de llevar su vergüenza a la plaza pública: fue el poder alquímico del marido burlado, el experimento para el que le sirvieron como primeros y únicos conejillos de Indias el conde murió pronto quizás; como Otelo, arrepentido, poco después de consumar su crimen, llevándose a la tumba su secreto jamás reproducido, el que los trajo aquí, a exhibir para siempre la desnudez penosa de sus huesos y sus órganos. La sabiduría del conde Sansevero, sacada de sus libros medievales algunos veré en exhibición, más adelante, los dejó así como los veo: dos fenómenos sin paralelo de la necrología.
     La nota en la pared intenta explicarme: el vengativo aristócrata, enterado de la infidelidad de su mujer, vengó su deshonra probando con éxito en ella y su enamorado el filtro que recién había logrado combinar en sus alambiques; una sustancia cuyas propiedades, excepcionales para la medicina y los estudiosos, resultaron, como puedo ver siglos después, espectrales: al revés que en la momificación, su extracto, al inyectarlo, destruye como un ácido los músculos del cuerpo, junto con ligamentos y cartílagos, esa arquitectura exterior que, sostenida por el esqueleto, nos da forma. Deja en cambio en perfecto estado de preservación, no sólo el esqueleto sino las vísceras: el cerebro, las contenidas en el pecho y el abdomen. Para mayor rareza, queda igualmente intacto el sistema circulatorio, ese regadío por el cual el filtro bien puede llamársele ponzoñoso en este caso  llega hasta el último rincón del cuerpo envenenado, lo mata. Es el sistema circulatorio eso que envuelve a los cadáveres insepultos como una extraña membrana, una malla de finísimos cables negruzcos, entrelazados sin ton ni son, hasta los más tenues vasos capilares. Con su color carbón, dan la impresión de filamentos quebradizos, una intrincadísima red de finos cables metálicos hace mucho enmohecidos.
     Horrendo fue el castigo que propinó Sansevero; haciendo honor a su nombre, severísimo. No sé si, metido en sus experimentos, también eso pretendía: dejó a su mujer y a su amante, para siempre, con la apariencia de mayor fealdad posible, monstruosidades truculentas. Se anticipó a la imaginación de los modernos muñequitos de horror, dándoles esa combinación de muertos vivos. El veneno del conde aniquiló la piel, lo que nos resulta más humano, la apariencia; preservó en cambio, visible, el interior, la bazofia. Ha dejado para siempre a la pareja culpable, a esa esposa que le resultó falsa y a su galán, convertidos en dos repugnantes sacos de tripas.
     Un último detalle, el más repelente. Se regodea en subrayarlo el volante que leo: puede notarse, dice, cómo el vientre de la mujer delata, con su leve dilatación, que la condesa asesinada estaba embarazada. No dice el texto es también perverso; como no puede afirmarlo, lo deja a la imaginación de los espectadores, sabiendo qué pensarán lo que pretende insinuar con esas mañas: ese feto que quedó ahí recién concebido es fruto culpable, la razón patente de que exista esta macabra exhibición. Lo sabía el conde quién sabe si incapaz de tener hijos o hasta impotente; si, con rigor cartujo, insoportable para su desposada, cumplía desde hacía meses una casta cuaresma ; al notar preñada a su mujer, esa concepción a destiempo, esa semilla dejada por el amante en un vientre que jamás debió visitar, delata el engaño y le hace decidir el horrendo castigo.
     Insiste el documento del museo: no se sabe cómo lo hizo; murió poco después. Pensándolo bien, es lógico: Por muy cruel que haya sido, imposible vivir viendo desintegrarse día a día, ante sus ojos, a quien había sido su mujer; contemplar la repugnante forma en que se hace realidad, en su laboratorio, la descomposición de las dos macabras figuras.
     La exhibición sigue, pero va en pendiente. Visto el resultado, se exponen los medios, cuando debió ser al revés. Un salón con probetas y alambiques, que me recuerda el aula de química, anticuada ya entonces, de mi bachillerato. Una escenografía, más que antigua, pasada de moda, posible para filmar el laboratorio del doctor Jekyll, el del doctor Moreau de Wells.
     Ya en la calle, pensando en estas ficciones, libre del impacto inmediato de tener los cuerpos delante, me los represento y me viene la duda, a medida que los voy imaginando y revivo los rasgos de esos hígados rojizos y esos pulmones cenicientos: ¿serán verdaderos esos cuerpos, esas entrañas? ¿Serán reales? Creí, por costumbre, lo que me decían. No se va a un museo a dudar de la veracidad de lo que se ve, como no sea por culpa de esos artífices, creadores de falsos Vermeer o Cézanne, que engañaron también a los expertos. La profesión del museo no es mentir.
     Pero ahora reconozco dónde estoy, me veo otra vez en plena Nápoles. Paso ante la iglesia  no recuerdo su nombre  por donde se entra al revés, por detrás del altar. ¿Será cierto lo que vi, lo que leí? Sospecho que, una vez más, me he dejado embaucar en  Nápoles. Recuerdo esas superficies viscerales tersas y bien acabadas que el elíxir supuestamente preservó: el verdor de la vesícula; ese corazón bien en su sitio, con la aorta y las cavas encajadas. En la memoria, se me parecen cada vez menos a una masa orgánica alguna vez viviente y más a objetos fabricados para estudiar anatomía; de plástico o de cera. Piezas articuladas incluso, que pueden zafarse, para permitir al estudiante, una vez desenganchada la plancha exterior, ver por dentro los órganos, las cavidades del estómago o los alvéolos pulmonares. Esos filamentos circulatorios son muy oportunos: nublan la vista, no dejan ver del todo bien, con claridad, los restos. Rodean a los fabricados cadáveres con esa brumosa enredadera de cables ennegrecidos.
     Debo reconocerlo: no lo sé. Me entra la sospecha pero también me resulta un tanto excesiva; sería un truco del mismo estilo que la sirena fabricada hace más de cien años por el circense Barnum, al unir con poca piedad el torso de una mona con la cola disecada de un pez. Para colmo, en estos tiempos donde tanto abundan el fraude y, en consecuencia, la sospecha. De haber subterfugio, alguien lo habría delatado. Más fama tendría el truco por serlo, por su elaboración y su osadía.
     Al mismo tiempo, estoy en el sur de Italia. Cerca, los napolitanos acuden anualmente al ritual de ver licuarse la sangre de san Genaro. Pronto, en Sicilia, visitaré las catacumbas capuchinas y veré en ellas cinco mil muertos y a una niña tan intacta como el día que murió, hace décadas. ¿Otra exhibición sospechosa o rasgos macabros de una región, esta Italia meridional, en la que parecen brotar y ser cosa de todos los días estas fantasmagorías de ultratumba, sin que a nadie inquieten, más allá de hacerse sin pensarlo cuatro cruces?
     Me quedo, me quedaré sin saberlo a ciencia cierta, sin el convencimiento. No sé cuánto de lo que he visto  la exhibición, las acusaciones contra su mujer de Sansevero  es cierto o falso.

7

     Capri es, a la vez, un encanto y una decepción. Sobrecoge su paisaje: esos dos peñascos que salen del agua a pico en sus dos vertientes  mucho más alto, el de Anacapri  y la han hecho comparar siempre, con su hendidura central, a una montura; encantan sus callejuelas donde se camina entre arbustos floridos, el desordenado reguero de sus casitas, como derramadas por las pendientes. Decepcionan los turistas, el que sean mayoría, de la que no me excluyo: nuestro congestionado estruendo por lugares que debieran ser tranquilos, esa abigarrada fachada de mal gusto que se ha armado para recibirnos, atendernos, complacer nuestra sed de recuerdos baratos: sartas de tiendas de donde se desbordan las chucherías repetidas, muchas idiotas. A veces, qué remedio nos queda a los extraños, con el atractivo artesanal de lo que no vemos todos los días y que saben dar los pueblos del Mediterráneo hasta a sus peores baratijas.
     Un amigo que visitó esta isla hace veinte años me advirtió que no hiciera caso de esta Capri: no es cosa de eludirla pero lo bueno es ir a sus senderos campestres y, sobre todo, esperar a que caiga la tarde y se vaya el último lanchón con turistas. Es entonces, me contó con soñador disfrute, que Capri es Capri: un pueblecito tranquilo, maravilloso; un rincón perdido en una de las islas de más encanto de Italia, a la que le sobran. No sé si creer tan optimista vaticinio: el paso de mi amigo por aquí fue hace ya demasiado tiempo.
     Después que dejamos el muelle y subimos al pueblo de Capri, el ambiente es algo mejor. Nunca agradable del todo: las mismas filas de tiendas, cafetines y restaurantes con aspecto agradable pero con colas de clientes esperando en la calle o a la puerta, dándoles un aire de urgencia que los echan a perder. Sobre todo, el ir y venir constante de los turistas sin rumbo; son, con su lento andar contemplativo, filas de zombis.
     De todos modos, he aprendido en otros lugares igualmente hermosos, imán de viajeros de un día, a pasar esto por alto. Capri es demasiado bella como para no disfrutarla y al fin y al cabo, no podemos ser pretenciosos: somos como ellos, turistas de paso. El mejor secreto es serlo: confundirse con el enjambre para no verlo. Decido disfrutar Capri y ser en ella, hasta que no llegue ese prometido atardecer autóctono, un turista más: y aunque sean miles, me agradan los títeres, de todos los tamaños, que representan a Pinocho: demasiado quise siempre a este personaje para no sentirme feliz de verlo aquí en su tierra, así sea en esta excesiva abundancia. Aunque no deja de pasarme gente por delante, como si estuviera presenciando un desfile, me siento feliz en la terraza de un café con la vista que se abre intermitente ante mí: ese mar muchos metros más abajo, y a lo lejos.
     Queremos hospedarnos en un hotel de las afueras, que da sobre un camino de campo retirado, pero no podemos. Es octubre y hemos ido a la aventura, sin reservación, contando con encontrar sitio vacío, ya que la temporada está en sus últimos días. Es así, en efecto; pero no como esperábamos. Igual que los turistas son menos  no quiero pensar en las hordas del verano; volverán infernal un lugar llamado a ser paradisíaco, también muchos hoteles, sobre todo ésos que preferimos de las afueras, han ido cerrando hasta la primavera que viene. En uno de los más distantes del centro  más bien una pensión, una casa de familia de dos pisos, más allá de una especie de túnel de buganvilias, nos vuelve la esperanza: en el portal tiene colocado todavía el letrero donde anuncia habitaciones disponibles.
     Pronto se nos va la ilusión: cuando, después de subir al portal  está en un primer piso; ahí empieza la casa, adosada a la colina, llamamos al timbre, sale de mala gana, después de hacer lo posible por ni siquiera abrirnos, despidiéndonos a voces desde el otro lado de la puerta, una vieja. Por su uniforme y sus maneras cortantes pero siempre con la condescendencia de quien sirve, una criada. No hay caso: la pensión cerró ya por el invierno, abrirá de nuevo en abril. Como para compensar la mala noticia, la mujer nos entrega una tarjeta de la casa, con el teléfono, de Nápoles, al que podemos llamar en el invierno para hacer reservaciones, siempre necesarias en esta concurrida isla. Como si llegar a Capri no la culpo; no lo sabe  fuera para nosotros cosa de tomar el tranvía.
     Mientras nos da sus razones, retira presurosa la mujer, con gesto de quien ha sido sorprendida in fraganti en un error, el engañoso letrero que anuncia las habitaciones disponibles. Es seca, rápida; tampoco puedo decir que grosera; nos sugiere un hotel cómodo, barato, y enterada por encima de qué buscamos, no tan céntrico.
     No tengo por qué no creer lo que me dice; lo acepto y no me ofende la premura con que nos despide. Querrá cerrar la casa ese mismo día, terminar de una vez sus labores en ella e irse, a pasar los meses de invierno en la suya de verdad, tal vez en Nápoles. Eso pienso conforme, yéndome ya, cuando al disponerme a bajar las escaleras descubro a un costado de la casa, a este mismo nivel, una terraza. Tiene varias mesas, dispuestas como para servir allí los desayunos, puede que meriendas. Me detengo un instante observando esta terraza; dos segundos. Me da tiempo   a mí y a mi mujer; lo comentamos enseguida, bajando las escaleras  para ver cómo, por un ventanal de la casa que da a la terraza y ahora está cerrado, se asoma, retirando con disimulo una cortina, una mujer. Si no quiere ser vista, es imprudente. El sol da de una manera que la deja ver con claridad; ningún reflejo en el vidrio, ningún resol, la esconde. Ese segundo es suficiente: es una mujer de más de sesenta, bien llevados; elegante, aunque sea informal, con ropa mañanera. Debe ser la señora de la casa, propietaria de la pensión. Otra cosa también es evidente: ella, la casa entera  cuántos más serán, quién sabe  ha estado espiando nuestra conversación en el portal.
     Mi primer pensamiento es bien sencillo: la casa no está cerrada; simplemente, esa mujer selecciona a sus huéspedes y no nos quiere allí. Lo que nos dijeron fue cuento, un subterfugio. A media cuadra, le cuento esto a mi mujer. Me mira con ojos que le conozco: no puede creer que sea tan tonto. Rechaza, sin aclarar por qué, mi hipótesis. Y cuando le pregunto, debo escucharle la suya y no puede resultarme más novelera: esa vigilancia, el gesto a hurtadillas tras la cortina, le revelan, a las claras, una situación mucho más espinosa: tras esa puerta donde estuvimos están, ocultos, los novios fugitivos.
     No puedo creer que sean en serio semejantes elucubraciones y se lo digo. Me da más intuiciones que razones; le riposto con las mías, también endebles estamos hablando, los dos, de lo que no sabemos  y nuestra conversación se va acalorando, deriva inevitablemente hacia lo personal. Mejor dejarla; no hemos venido a Capri a pasar malos ratos. La interrumpe del todo la llegada al hotelito donde, por fin, nos quedamos. Aunque está en zona ruidosa y transitada, conseguimos un cuarto al fondo, desdeñado por pequeño, donde altas enredaderas sirven de tapia al ruido de la calle. Desde la cama, tumbado, veo las colinas.

8

     En unas horas  nos instalamos, paseamos, almorzamos  pasamos de nuevo por delante de la pensión que no nos recibió. Vamos de excursión a un extremo de la isla, a las ruinas del palacio que se construyó allí Tiberio. Más bien, uno de los palacios; el emperador, que amaba a Capri, tuvo aquí varios. Vamos al que apunta a Nápoles, el dedicado a Júpiter. Está en uno de los lugares que el sibarita monarca supo bien escoger; con ellos dejó señalados, a generaciones posteriores, algunos de los paisajes más hermosos de la península desde cuyo centro gobernaba medio mundo de entonces, sus dominios romanos. Este sitio, al que llegamos al cabo de una hora de marcha, es realmente hermoso como pocos: desde él, sobre un promontorio que cae varios cientos de metros hasta el mar, se domina, a la inversa que desde la ciudad, el panorama de la bahía de Nápoles; cuando no hay bruma se divisa la silueta de la ciudad. Hoy hay poca pero basta para hacerla un espejismo.
     Habiendo previsto el engaño, aunque fuese por motivos distintos a los de mi mujer, menos accidentados, no me sorprende descubrir, estacionado delante de la pensión, un auto. Pequeño, como todos los de Capri, pero debe ser una especie de limusina para viajeros especiales: un chofer de uniforme se recuesta en su asiento dentro del auto, arrimado a un lado del camino para que no estorbe el paso. Está claro: en él llegaron los esperados huéspedes; ocupan ya las habitaciones que no quisieron alquilarnos. A mi mujer le es fácil rebatir esta impresión mía en un dos por tres; como en mi caso, la presencia de ese auto no hace sino remachar su deducción. No hay viajeros tras esas paredes, no hay huéspedes. Dentro de la casa está ahora, no le cabe duda, el capo camorrista; vino en ese auto que, me restriega, es un Mercedes. Lo dice con una seguridad que no comprendo, como si esto fuese una playa para obreros. Al fin, terminamos poniéndonos tantos obstáculos mutuos que discutimos en el aire, como bobos, con nuestras dos deducciones deshechas. ¿Por qué iba a andarse ella con tanta prosopopeya con nosotros, en vez de decirnos simplemente que tenía alquiladas las habitaciones?, me dice mi mujer. Difícil contestarle de manera rotunda, aunque puedo suponer huéspedes habituales y tardíos, esperados hasta último minuto. ¿Qué iban a hacer los fugitivos aquí, después de tanta alharaca, en un lugar al que el padre ha venido como quien va a un sitio conocido, de visita? Tiene todavía menos sentido, como si los sucesos del mundo vinieran siempre a ponerse a nuestros pies. Afanes de aventura.
Y en el instante en que, camino arriba, dejamos atrás la casa, se oyen venir del interior voces más altas de la cuenta, de pronto descompuestas. Son de un hombre y la respuesta, nada débil pero breve, cortante, de una mujer. Al escuchar el desusado griterío, mi mujer me mira sin decir nada, con aire triunfal. Como si, en Italia, el que un hombre y una mujer discutan sea algo insólito, un acontecimiento. No comprendo esos aires de victoria; mi mujer calla, como si los hechos le diesen la razón y no le hiciese falta una palabra más.
     Dos veces, en dos días, visitamos las ruinas del palacio de Tiberio. Aunque en sí mismas son notables, damos la caminata por ellas y por el sitio: los riscos hasta el mar, el panorama: al frente la bahía, detrás Capri, su verdor y sus casitas en pendiente. La segunda vez que vamos es al día siguiente, casi con el amanecer. La víspera, al caer la tarde, visitamos Anacapri: una decepción, mejor el viaje que el lugar. Este, se nota a la legua  por lo menos esa impresión nos da , es una escenografía para atraer turistas y aliviar la congestión de Capri, un lugar a lo Walt Disney. El viaje en ómnibus, en cambio, emocionante: la angosta carretera, carente de bordillos, asciende rodeando las laderas de la montaña hasta verse por la ventanilla los veleros un kilómetro más abajo, como desde un avión, al pie del abismo que sólo centímetros separan de nuestras ruedas.
     Mi amigo tuvo razón: de noche Capri tiene, por lo menos en otoño, vida propia: la animación de un pueblito visitado, de un lugar a donde se va a ser feliz y en el que los locales tratan de obsequiar esa felicidad a los visitantes, compartirla. Tienen de sobra. Han cerrado casi todas las tiendas y desaparecido la ansiedad por ver, comprar, mirar, andar. Todo se hace a su debido tiempo, con su ritmo propio, la vida por delante. Ahora, al ser pocos los que nos hemos quedado, nos tratan mucho más como en familia.
     Al día siguiente, el último de los dos que pasaremos en Capri, ningún plan nos parece mejor, para disfrutar la luz de su amanecer, que otro recorrido por el trillo que lleva a las ruinas de Tiberio. Hay otros lugares recomendados al turista que no veremos pero nada nos importa menos: mejor familiarizarnos con uno solo que dispersarnos por un montón de sitios que, vistos a la carrera, se nos borrarían pronto de la memoria, se los llevaría el viento.
     Aunque hemos dormido poco, echamos a andar con el sol, tampoco demasiado madrugador en octubre. Paseamos hasta tarde. Me traje en el minúsculo equipaje un libro de Georges Perec, su Cabinet d'amateur, pero no lo abrí. No es éste el momento para sus juegos de apócrifos, que en algún momento me entusiasmarán. La noche en Capri no es para lecturas.
     Camino de las ruinas nos espera una sorpresa; echa por tierra del todo mis elucubraciones de la víspera: la pensión está cerrada a cal y canto. Cadenas en las verjas, aseguradas con candados; tapiadas, como quien dice, las ventanas, con sus batientes de madera asegurados. Clausurada por el invierno; si hubiera huéspedes, no iba a trancarse, así sea de noche y alejado, un hotel de esta isla donde la luz es el principal tesoro, la divisa de Capri. Por si comprobación hiciese falta, la tendremos a la vuelta, con el sol ya alto: sigue hermética. Cerró. Era al revés de lo que con tantos pormenores di por seguro: el auto no traía gente, venía a buscarla; se llevaba a la que supuse, sin duda con acierto, propietaria, a su servidumbre y sus equipajes. Andarán ya lejos; instalados en un piso de Nápoles, o más lejos, por Roma, a disfrutar de su animada vida de invierno, sus temporadas. La casa no está sin embargo sola del todo; nos enteramos a la vuelta, cuando nuestra curiosidad y la certeza de no cometer una indiscreción frente a una casa vacía nos llevan a acercarnos demasiado a ella. Cuando lo hacemos, nos ladra, desde una zona que calculo patio, un perro guardián. Por la fuerza del ladrido y la ferocidad que comunica, no debe ser cosa de juego. Lo alimentará un vecino o un empleado a quien esa fiera ya conoce. Nos ladra, sin parar, desde que siente nuestras pisadas en la menuda gravilla que comienza a un lado del camino: son dos pasos junto a la escalera que conduce al portal.
     Ya en las ruinas, las recorremos con más desenvoltura que el día antes: nos resultan conocidas, sabemos explorarles nuevos recovecos; tampoco tenemos que desviarnos, cuando emprendemos un recorrido, para evitar grupos aglomerados junto a un guía, muchos escuchando con desgano su explicación, o una excursión más numerosa que, cuando se agolpa, ocupa toda una terraza. Estamos solos con lo que queda del legado y el recuerdo de Tiberio y sus placeres, su vida hedonista. Por eso nos sorprendemos más de la cuenta al descubrir que esa impresión de soledad puede ser engañosa: en una altura a la que voy en conocedor  allí estuve un rato ayer; me gusta el espacio que domina, abarcando los mosaicos de un piso especialmente conservado, otros restos del palacio, y de fondo, las colinas , me encuentro un montón de basuras abandonadas, restos de suciedad: latas de comida vacías, un trapo sucio hecho jirones que quizás sirvió de colchoneta, pedazos de cartón ennegrecidos por una fogata. No comparto esa vocación de explorador  ni para gozar al aire libre la noche luminosa de Capri; me desagrada dormir entre  insectos , pero tampoco la rechazo de plano. Sí me resulta innoble haber venido aquí a pasar una noche, puede que única, para dejar luego estas inmundicias de mal gusto; suciedad pura y simple.
     Quizás los responsables de esos desperdicios anden cerca: se refugiaron entre los arbustos o las rocas al escuchar nuestra llegada y nos vigilan, esperan que nos vayamos pronto, a ver si les toca un último momento de sentirse como de noche, dueños absolutos de estos dominios. Me doy cuenta: sin vacilación, los hago una pareja. Es lo natural, cualquier otra idea me resulta rebuscada. Me molesta otra posibilidad, algo neurótica: pronto llegarán otros turistas y al encontrarnos aquí tan de mañana podrán atribuirnos ese chiquero.
     Mi mujer disipa cualquier molestia; sabe hacer menos caso a lo que le disgusta que yo. Olvida pronto, con desprecio que le sale natural, lo que considera tonterías. Ahora le da literalmente la espalda a las ruinas y sus senderos; subida al mirador, el punto más alto, está vuelta hacia el mar, a sus orillas en la isla. Mira hacia abajo, a esa costa de Capri que tenemos a nuestros pies, donde nace este peñasco.
     Llegándome junto a ella descubro lo que observa. Desde donde estamos, se ve sólo a medias, la caída es demasiado vertical: un bote de vela, no se sabe si detenido del todo o arrastrado sobre la arena. Tampoco se sabe si son pescadores, que como vi en el viaje desde Nápoles, abundan por la bahía, o los primeros turistas de los miles que traerá el día; dedicados ya a esos infinitos bojeos de la isla con que compañías de viaje, guías y pescadores se confabulan para saquear a los visitantes desprevenidos. Aprovechando la belleza y la fama de las numerosas grutas que en Capri horadan los peñascos de su costa, los llevan en un viaje que, sólo una vez a bordo, se enteran de que se les cobra por etapas.
     Avanzo cuanto puedo por la roca, cuesta abajo hasta un borde; sólo un consumado alpinista podría seguir en línea recta por la ladera hasta quienes veo trajinar junto a la pequeña embarcación. Desciendo un poco más por un tramo inclinado, más cerca aún del borde, entreteniéndome con este desafío a mi torpeza. Mi mujer, conociéndola, se alarma. No ha visto que pretendo una hazaña cuando en realidad he descubierto un esbozo de sendero con escaso peligro; me permite contemplar con más holgura qué pasa allá abajo: descifrar si son pescadores o turistas los ocupantes del bote; unos cinco, me parece. Mi mujer, tranquila ya al acercarse y comprobar mi prudente descenso, aventura, obsesiva, una tercera hipótesis: A lo mejor son los novios, me dice.
     En ese momento veo al bote hacerse a la mar. Al oír sus palabras me esfuerzo, pero es imposible: no distingo cómo son los que están a bordo. Ni qué ropa llevan, ni siquiera de qué sexo. Me sucede entonces algo imprevisto: acicateado por las palabras de mi mujer, identifico el recuerdo de la imagen que tengo ante mis ojos: La Aventura, la película de Antonioni. Es un momento muy similar, casi idéntico: las palabras de mi mujer hacen gemelos los dos episodios, el cinematográfico y este real, que vemos. Sucede cuando, en medio de la general búsqueda de Ana, la hastiada heredera desaparecida, por una casi desierta isla del cercano archipiélago de las Eolias, sus amigos que se desesperan al no encontrarla ven zarpar del islote, justo al amanecer, un botecito no identificado con ocupantes imposibles de divisar, de un punto tan inaccesible para ellos de la escarpada costa como lo es éste para mí. Nunca se sabrá en la película qué fue este bote, qué llevaba: si a Ana, fugitiva, o a pescadores ajenos a la trama.
     Desandamos el trillo, de vuelta al centro de Capri. Durante la caminata de regreso mi mujer desenreda, convencida, el hilo de esa fuga  su versión  de la pareja de enamorados. Segura de estar siempre en el centro de las cosas, no hay quien le quite de la cabeza la idea, ningún razonamiento mío hace vacilar su convicción: el campamento abandonado junto a las ruinas era el rastro palpable de los prófugos, que pasaron ahí, bajo las estrellas, su noche, si no de nupcias  demasiada trastienda deben tener esos amores , solos y ya unidos. La que debió la novia haber vivido bajo techo, en un hotel de lujo, con el galán abandonado en la iglesia. Luego se fueron, en el velero matinal que vimos en la rada caprense.
     Ha cubierto todas las esquinas: al guardaespaldas, hombre de indiscutibles lazos con los bajos fondos, le sobran amigos fieles y guaridas donde ocultarse con su amante hasta pasar, si pasa, la tormenta, o irse con un rumbo lo bastante rebuscado como para perderse para siempre. Aduciendo rutas fáciles, conocidas de los lugareños, descarta una de mis más sólidas objeciones: cómo logró la novia prófuga, sin ser mejor trepadora que una cabra montés, lo cual no le supongo  ha sido siempre niña linda, eso se sabe; otros son sus deportes, más elegantes, cosas de patio, descender desde lo alto de esa cumbre, casi a pico, hasta las arenas de la ensenada donde la esperaba el bote.
     Habla sin parar, todo el camino; tan confiada que adorna sus especulaciones de detalles. Sólo la calla unos momentos el feroz ladrido que provocamos al inspeccionar demasiado de cerca, animados ahora por este relato que nos inventamos de la fuga, la pensión trancada. Esa tarde, después de paseos y de contemplación ociosa en el café, volvemos a Nápoles, a la hora del poniente.

9

     Me es difícil recordar una puesta de sol más deslumbrante, y eso que soy de La Habana, ciudad donde la despedida diaria del sol es un acontecimiento a menudo inigualable. Pero ésta, vista mientras el lanchón cruza la bahía de Capri a Nápoles, me asombra: es apoteósica. Advierto a quienes consideren excesivo mi entusiasmo, mis calificativos: no soy hombre de paisajes, de conmoverme así con la naturaleza y sus despliegues. Cuando aprecio sus bellezas, incluso cuando las considero insuperables, noto que guardo, frente a esa hermosura, cierta distancia. Al contrario de lo que pasa a casi todos  o lo que reconocen; a veces pienso que la admiración de muchos ante la naturaleza es cosa aprendida; en cuanto pueden, corren a refugiarse de nuevo a la ciudad , son las ciudades y sus hervideros, sus avenidas y edificios y sus monumentos, hasta sus parques, vistos con la perspectiva de ser refugios del enjambre urbano, lo que más logra tocarme la emoción. En una palabra: lo hecho por el hombre, quizá por detectar ahí la hazaña de la razón. Este atardecer napolitano me alucina en cambio, como si sus luces fuesen un embrujo, los pases de un hipnotizador. Más que deslumbrar, como tantos otros presenciados en el Malecón habanero, éste tiene la propiedad de hechizar.
     Hago bien en decir presenciados; eso eran. La inmensidad celeste que cubría el mar con mil matices de colores, el movimiento permanente de sus rayos y las cintas de colores en el horizonte, entre las nubes, componían un vasto y magnífico espectáculo que se contemplaba en paz, como si esa vista de nubes violetas y azules, anaranjadas y escarlata, entrelazadas con el amarillo y el naranja de los rayos solares, mostrasen calma, como un preludio a la noche, la mayor magnificencia de los trópicos a la hora de sus crepúsculos. Una hora dejada pasar viendo caer el sol, sin notar los minutos; acompañados los colores de ese cielo en marcha por el variado chocar de las olas contra las agujereadas rocas. Como a las luces del cielo, era imposible, aunque se creyese lo contrario, captar ritmo al oleaje: cada ola venía con fuerza distinta, creaba un rumor distinto; sólo podía conocerse de verdad su estrépito en el momento último, cuando chocaba al fin con el dienteperro: una ola que venía rodando en espuma, amenazante, se revolvía sobre sí misma y se disolvía entre los charcos de la roca con el apacible chapoteo de una fuente de jardín, y otra, que apenas se descubría entre las otras, que parecía apenas una vibración sobre la superficie del mar, chocaba estruendosa contra las rocas y lanzaba chorros de espuma por los aires, poniendo a correr a los cangrejos, que dejaban asustados los escondites de sus cuevas; y quien no se quitaba a tiempo, saltando a la acera, se empapaba. Había entonces que buscar otro sitio en el muro, seco, para seguir contemplando en calma la puesta del sol.
     En la bahía de Nápoles, la sensación es otra: el crepúsculo se viene encima, marea. Será la lancha: la velocidad de la embarcación a motor en que avanzamos. Pero siento que hay más: aunque el sol se esté poniendo, desapareciendo, su luz es lo contrario. Da la impresión de crecer; de abarcar más cielo cuanto más cae. Lanza fulgores de un amarillo cegador, que llegan al cenit, caen sobre nuestras cabezas; las nubes, en vez de atenuarlo, lo amplifican como un prisma. Como si, con esta conclusión del atardecer, la fuerza del universo nos estuviese cayendo encima. Es una apoteosis: el día está resumiendo, en estos momentos finales, el poderío abrumador de su luz, y nos la echa encima, nos baña en ella, nos envuelve, quiere saturarnos; el sol, transformado en espejismo por el cielo de cristal de estas regiones, refleja  la incandescencia de un fragor rojizo: como si se mirara en un espejo el cráter ardiente del Vesubio. No hay calor, al contrario; con la marcha del lanchón, la brisa, fresca de por sí, cala. Y sin embargo, se siente penetrar por los poros la energía caliente de ese sol, de esa luz que todo lo cubre, que azota el cuerpo como un vendaval luminoso. De pronto me siento como me imagino se sentirán los árboles: solo con el Sol. Dependo, para mi subsistencia, de su fuerza, estoy sometido a ella. Siento hervir mi cuerpo, envuelto como en un manto multicolor por esos rayos que, aunque ya algo mortecinos, con una palidez que va penetrando y endulzando sus tintes más rojizos, disuelve este espacio por el que navego, licuado por el aliento de esa luz, como si fuésemos, nosotros y este paisaje que nos rodea, y el planeta, una presencia virtual, que existe sólo al conjuro de la luz y desaparecerá disuelta dentro de unos momentos, al caer la noche.
     Tuerce el lanchón, enfila hacia los muelles de Nápoles; dejo el sol algo a mis espaldas. La luz se va haciendo gris pero mi cuerpo sigue latiendo con ferocidad; vibro de pies a cabeza, aunque nadie a mi lado pueda sentirme ni un latido; mis sacudidas interiores son más enérgicas que las del lanchón en sus saltos sobre las olas. Crece por momentos el fresco que trae la noche, agita el mar; en los últimos segundos antes de atracar, se encabrita más la lancha, a pesar de que nos acercamos a la costa.
     Escribo esto y al terminar la narración, pienso que me he dejado llevar por la literatura; mis lecturas y sus ecos. Las huellas de lo leído se han superpuesto o se han entrelazado con el poniente napolitano y ansioso de comunicar lo mejor posible la experiencia hipnótica de esa navegación, fui siendo devorado por citas  aunque no sean textuales, lo son  de otros relatos; de lo aprendido, sin estudios, sobre adjetivos, comas y ritmos.
     ¿Qué hacer? En lo ya escrito está la verdad  por lo menos, una manera de la verdad , para mí, de esa relación, y quién sabe si la desconfianza mía es arbitraria. Si, atemorizado, entresaco, si me pongo a hurgar en esos párrafos hasta quedarme con lo que considere médula estricta, sin aspavientos ni adornos inútiles, podría ser peor: me quedaría en ese esfuerzo de hablar sin prosodia lógica que una vez intenté, en mis caligrafías, un libro de poesía, y que sólo pocos apreciaron, tomándolo casi todos por una pedantería hermética. Cuando fue al contrario: nunca he sido, así, escueto, más yo, mi yo profundo. Palabras que sueltas, incorpóreas, definen mi alma, por llamar así a lo que llevo dentro. Será que ese idioma personal que cada uno de nosotros usa consigo mismo es como el del aborigen australiano que en una película mostró Werner Herzog: en el mundo, sólo él lo habla. De toda su raza, es él el único sobreviviente. Su idioma morirá con él, incomprendido del resto. Lo triste en este caso  el mío , y eso sí lo sé, es que, si bien puede no ser el único veraz, es el idioma mío, el más legítimo. Al contrario de lo que se piense, son estos vuelos de ahora, más inteligibles  pero donde, mucho me temo, tanto hay prestado , los balbuceos, lo aprendido, los intentos del niño por hacerse comprender de los demás.
     Mejor dejar entonces las cosas como están: en ese revuelo de crepúsculos abigarrados y, como es justo en Nápoles, barrocos, engañosos, como un cielo de volcanes, de fogatas que se apagan; dejar que se haga de noche en el relato, al dar esa curva final en que nuestro lanchón avanza y atraca por fin en Nápoles.

10

     Nada más bajar al muelle la descubro. Domina, luminosa e inmensa, la noche de Nápoles. Es la novia que vi coquetear en la azotea de mi hotel con sus fotógrafos. La que sorprendí  viene mal el verbo, no se ocultaba, sin importarle su novio a unos metros, relajeando con los jóvenes que, rodeándola, la halagan, le jaranean, se divierten con ella mientras preparan sus poses para la cámara.
     La creí novia falsa y lo es. No con el novio; no es novia, no lo fue, al menos en aquel momento en que la vi. Si los fotógrafos le disfrutan la cintura, fingiendo necesario tomarla por ella para hacerla girar, o si otro, para colocarle un zapato, tiene que guiarle la pierna sujetándosela casi a la altura de la rodilla, nunca esto significó que la muchacha fuese falsa con su novio sino que era una falsa novia: hacía un anuncio; modelo, se daba a la jarana con amigos, disfrutaba con ellos de ser apetitosa y verlos con ganas  quizás alguno ya lo haya hecho y quiere repetir  de comérsela.
     Ahora la tengo delante, enorme, allá en lo alto. Está espléndida, en la mejor de las fotografías de aquella mañana, la que tanto divirtió a nuestro amigo: su vestido blanquísimo vuela al viento -velos, mangas, la cola, como la estela de un cometa , y ella con los brazos exageradamente altos, abiertos, sin soltar el ramo de novia en la mano derecha, como si navegara contra el viento, que vuelve espuma los tules del vestido. Está, el anuncio, sobre uno de los edificios más altos de esta avenida costanera, haciéndolo visible desde el muelle y por muchas cuadras de esa transcurrida ruta.
     Su rostro, apenas vuelto hacia el espectador, es una mirada a punto de comenzar, una decisión de última hora de volverse. Sonríe y, enterado ahora de cómo me engañó cuando la creí recién casada, me cojo esa sonrisa para mí, viéndola burlona. Me dice: te equivocaste, te pasaste de listo. Es verdad que era una novia falsa pero no falsa como creíste. No mentirosa sino de mentiras.
La novia, gigantesca en su foto iluminada, desde la valla de varios metros de alto que domina el puerto, anuncia un producto de limpieza, un detergente cuyo nombre italiano no conozco y ya olvidé; promete dejar limpísima la ropa lavada con él, tan pulcra como  ésa es la muestra  el blanquísimo vestido de novia de la muchacha; a la que, ahora veo que con mente algo libidinosa  me disculpan su gracia, su impetuosidad juvenil, ahora veo hasta qué punto bien escogidas, supuse burlando descarada a su novio el mismo día de sus juramentos ante el altar.

11

 
     Nos quedan dos días en Nápoles y uno lo dedicamos a dar un salto a Pompeya. En estos dos días, imposible pasar delante de un estanquillo de periódicos sin que mi mujer se detenga a dar un vistazo a los titulares, pendiente como está de los novios fugitivos, que no aparecen. Noto y notaré que, en Nápoles primero y luego en Roma, hasta el último día de las vacaciones, me hace un truco: cualquier excusa  una ducha, cambiarse de ropa, una siesta  es buena para coincidir en el hotel con la hora en que la televisión trasmite el noticiero de la tarde. Sé cuál es su interés; el tema que sale a relucir en sus conversaciones a cada rato: se desespera por saber en qué terminará la historia de los enamorados fugitivos, no se resigna a irse de Italia sin conocer el desenlace. En medio de esta persistencia, delata algo de humor en su curiosidad; como tantas otras veces, es una curiosidad con mucho de infantil, de conciencia juguetona: más que interesarle lo que pase en realidad o angustiarle un posible hecho de sangre  bien lejos de su espíritu está la angustia  su atención por el hecho es como la que se le presta a un cuento; a una historia inventada, irreal. No quiere irse del cine sin saber en qué termina la película.
     Nada pasa, de momento. Si acaso mencionan algo las noticias es que la búsqueda se amplía: se ha extendido al norte de la península, a las islas; abarca las fronteras. Mi mujer se irrita conmigo cuando le insisto: no hay caso, se escaparon; nada se sabrá. No quiere que los cojan; es que le molesta que la historia se le deshaga así entre las manos, poco a poco. Le molesta intuir que tengo razón cuando recalco: ya no hay quien los encuentre; tienen tiempo de haber llegado a China. Ella se defiende: ese decisivo salto fuera del país no es tan fácil; más probable es que estén agazapados cerca del lugar de donde huyeron, esperando a que pase la tormenta para deslizarse fuera de Europa. Le recuerdo, para enfurecerla más, sus dos improbables hipótesis: tú misma me enseñaste cómo pudieron hacerlo; están de sobra fuera del alcance de sus perseguidores si, como pensaste, eran ellos y sus cómplices los ocupantes de aquel velero que vimos zarpar muy de mañana de la escondida rada de Capri. Si eran ellos, ese mismo día, cuando más al siguiente, estaban ya en Malta o Túnez, donde un poco de dinero compra abundante protección. Y si el camorrista  no olvides que el guardaespaldas lo era  tenía la cosa bien planeada, con amigos en algún carguero anclado en la misma Nápoles o cerca, ¿quién sabe ya por dónde andan? A mil leguas, puede que hasta desembarcando en América.
     No son estas posibilidades, que echan por tierra sus deseos de conocer de cerca las peripecias de un romance aventurero, lo que más le molesta. Al fin y al cabo, le agradan por felices; sé desde un principio de qué lado están sus simpatías; ni que decirlo: de parte de los novios. Aunque piense que es mentira y juegue con sus propios pensamientos, la regocija imaginarlos triunfando, apasionados; burlando a quienes quisieron hacer imposible su ilusión. ¿Cómo no va a ser así si algo parecido hizo conmigo, en su momento? ¿Si en una escapada parecida empezó nuestra relación? Al pobre novio burlado  la desgracia eterna del perdedor, aunque tenga la razón , se lo representa, sin motivos, como niño bitongo, marido impuesto por convenciones de familias ricas y necesidades dictadas por negocios dudosos; un burguesito de salón sin una gota de salsa en las venas. Al guardaespaldas fugitivo lo ve, sabe que porque quiere y no le importa, como un bandido cuyas capa y espada se han transformado en chaleco antibalas y pistola, pero a quien el trance convierte en igual de romántico que un caballero andante.
     En cuclillas ante los estanquillos de periódicos escudriña las noticias una a una, no tolera que pase lo peor: la fuga será olvidada poco a poco, como muchos crímenes inexplicables, y nada se volverá a saber de los novios fugitivos, que vivirán su vida ocultos, convertidos en otros, a pocos kilómetros o a medio mundo de su tierra napolitana. ¿Por qué no?, la detengo, cuando va a responderme. Ahí tienes tu coincidencia: el velero que vimos desde el risco en Capri, semejante al barquichuelo de la Aventura en el que Ana desaparece para siempre o no, fue justamente el presagio de un desenlace similar, la señal de algo más que una coincidencia: los novios desaparecerán, nada más volverá a saberse de ellos, nunca más. Por muertos podrán darlos.
     La única pista distinta nos la dan, no las noticias sino la desganada propietaria de la minúscula pensión donde vamos a vivir, en el barrio antiguo de Roma. A una pregunta de mi mujer sobre algo que cree haber oído en ese radio que ella tiene siempre encendido, en un extremo del mostrador donde sirve los desayunos, se entera de su interés en el destino de los novios napolitanos. Entre bocanada y bocanada de ese cigarro con que mata el aburrimiento  por sus gestos y su calma chicha, se diría que permanente  y llena de humo el comedor de la pensión, dice, con la despreocupación y pretensiones de sabiduría con que los del norte ven al sur de Italia: será una guerra entre camorristas. El padre lo sabe, agrega, y lo llama secuestro por darle empaque al asunto. El guardaespaldas le jugó cabeza: era el soldado bien situado de una familia del hampa rival. No se sabe nada porque no se puede decir nada: están negociando en secreto la suerte de esa hija tan querida. O todavía no tienen bien escondida a la muchacha; cuando esté a seguro avisarán, pero serán negociaciones en secreto, ropa lavada en casa. Los demás no nos enteraremos de nada.
     Así son siempre las cosas por allí, dice extendiendo la mano con que sostiene el cigarrillo y señalando hacia lo que supongo piensa que es el sur, sin necesidad de decirnos con mayor claridad a qué se refiere con ese despectivo allí.
     Nos vamos de Italia y dejamos la situación en la misma insondable encrucijada.

(…)

13

     Sin que me diga una palabra, noto el sobresalto de mi mujer frente a la revista abierta. Me basta su gesto: un aspavientoso movimiento de sorpresa. Como si se hubiese descubierto ella misma retratada.
     Lee Oggi. Lo hace con frecuencia; usa la revista para, aprovechando esas lecturas de léxico sencillo, no sólo no olvidar el italiano aprendido en los viajes; en Oggi se entera de giros que no conoce, rasgos del habla popular abundantes en el tipo de reportaje, entre crónica roja y rosa, de que se nutre esa revista.
     La sorpresa es tanta que la ha sentado. Acostumbra leer tumbada en el sofá; ahora me llama con urgencia y me muestra una página.
     Nada me atrae la atención. Fotos de una mujer con un bebé; un hombre; gente que no conozco. Me corrige enseguida: no los conozco pero sé quiénes son. Lo supe muy bien, hablé de ellos y escuché hablar de ellos, varios días, hace casi un par de años. Es un reportaje sobre los novios napolitanos fugitivos. Se publica a raíz de un trágico suceso: el jefe camorrista ha muerto. Nada imprevisto ni policial: de un cáncer, en su cama. Eso ha inducido a la hija, a la pareja  lo dije en broma y resultó verdad: fueron a América  a salir a la luz pública. Todavía prudentes: hablan, delatan su escondite, pero prefieren no volver a Italia por ahora; no asistieron al entierro. Olvidada del asunto  no me lo había mencionado en más de un año  mi mujer se entera al fin, como tanto quiso, del desenlace de su aventura.
     Me desconcierta saber de qué se trata. No por la noticia; no tendría por qué considerarla imposible. Mi asombro viene de una coincidencia tonta, poco más que una minucia; pero es como si las cosas más dispares las armaran hilos tenues, imperceptibles, hasta en su menor detalle. Como si episodios  afines, no importa cuánto los separe el tiempo, tuvieran que corresponderse hasta en su más mínima faceta, ajustarse sin dejar resquicio, como las piezas de un rompecabezas terminado.
     Cuando mi mujer me llama, me le acerco con un libro en la mano. Me sacó de su lectura; lo tengo marcado en la página con el índice, sin dejarlo cerrar del todo. En esa página y en ese momento leía un ensayo sobre Georges Perec y su Cabinet d'amateur, el mismo autor y el mismo libro que leía en Italia cuando ocurrió la desaparición.
     Pero debo relegar por el momento ese asombro, poco fácil de explicar, de comunicar; no sé si yo mismo lo recordaré. Por ahora me concentro en Oggi; en lo que del episodio me cuenta mi mujer antes de pasar a leerme, de cabo a rabo, el reportaje.
     Tuvo algo de razón; tal como se olió, Capri figuró en la fuga. Pero su olfato, como el de sus perseguidores, estaba lejos de la presa. Mientras sus dos bandas de cazadores rastreaban a la pareja por la isla, buscando sus huellas por tierra y mar, por trillos y ensenadas, y por las rutas hacia el sur, suponiendo al guardaespaldas amigos por esas regiones, los novios andaban lo menos por Roma, si no más. En todo caso, con acelerado rumbo norte.
     No sólo Capri tuvo que ver; para enorme regocijo de mi mujer, cuyas amplias sonrisas me restriegan su triunfo por la cara, fue la pensión donde no nos admitieron, como supuso con convencida tenacidad, la que atrajo a Capri a quienes, con el padre de la muchacha a la cabeza, intentaban atrapar a los prófugos. Recuerda su nombre y ahora lo vuelve a leer: Port'alba.
     Pero si sus sospechas del lugar eran justas, sus suposiciones de lo que pasaba dentro estaban totalmente equivocadas. No seguían estos rastreadores la pista a los prófugos; no los llevó allí el despreciable aviso de un delator. La presencia de la pensión en el relato da a éste un giro todavía más romántico: Port'alba era, fue, refugio de otros fogosos amores, ligados inseparablemente a éstos de una segunda generación: la propietaria de la casa, aquélla que vimos asomarse disimuladamente tras las cortinas no cabe otra , había sido  era todavía; una mujer de madurez vistosa, más que amante, el verdadero amor, aunque ilegítimo, del jefe camorrista que ahora exige probidad a su progenie. Machaca mi mujer y debe tener razón: el auto que vimos frente a la pensión y al que tantas interpretaciones dimos, llevó allí al capo. De él y su querida eran las voces que oímos discutir con acaloramiento emocionado, disculpable cuando seguimos trillo arriba, hacia las ruinas de Tiberio.
     Pero del motivo, bien preciso, que mueve ese viaje, jamás habríamos podido sospechar. Quizás gente del siglo XIX, atarugada por constantes lecturas de amores trastornados; nosotros, con la sequedad de nuestros tiempos, imposible, ni con las ondulantes raíces del Caribe. No es cuestión de refugiar su desasosiego en los brazos de una sabia confidente lo que trae al desesperado padre a la pensión. Razones mucho más precisas tiene para acudir a este lugar. Las aclara al fin Oggi; aparecen en una carta del padre, recibida en la revista por trasmano. Habla en ella el hombre de la hija y el despreciado yerno, ahora padres de una niña esa bebé que veo, cuya edad no permite pensar mal de sus amores, achacar la fuga a un embarazo clandestino. Revela la carta, en toda su gloria, el rasgo retorcido y novelesco de esta historia: ese guardaespaldas con quien la joven escapó había sido fruto, muy oculto, de esos amores, no tan ocultos, del capo con la hotelera caprense.
     De ahí el terror del hombre, su búsqueda angustiada; no se trata de sentirse burlado. Esto, aunque importante, es preocupación mucho menor. La fuga de su hija con un amante de tan baja estofa  un criado, no de otro modo ve él a sus custodios  sería comparativamente tolerable; el enlace de la muchacha, en un matrimonio no convenido, decidido por encima de su voluntad. Lo que lo aterra hasta enloquecerlo, desde enterarse de la fuga, es que se sabe padre de ambos fugitivos, los sabe medio hermanos: una verdad compartida sólo con esta mujer de la pensión, puede que con una o dos personas más, pero tan secreta, más, como sus clandestinos tratos con altas figuras. El enamorado de este cuento ignora su situación: jamás le dijeron quién era su padre, la madre atribuyó su nacimiento a un amor pasajero, ilocalizable. Demasiadas complicaciones habría traído, en un mundo napolitano donde la Iglesia es poderosa, reconocer ese hijo, aunque fuese de reojo, al camorrista. Hizo lo segundo mejor: protegerlo. Ahora esa protección y ese silencio le están costando caros, a él y a los suyos. Le horroriza el pozo donde ve caída a su hija: la abyección monstruosa e imperdonable del incesto. Lo trastorna además pensar en lo que traerá como consecuencia al mundo esa pasión, para él una de las muy pocas prohibidas: de ese amor incestuoso nacerá un hijo deforme, deficiente. Anticipa a su hija una vida desdichada, atada a ese fenómeno que intuye ya concebido, o a punto de serlo, por muchos apuros que estén pasando los enamorados en su carrera.
     Fue larga: los llevó, por etapas se ve que bien planificadas, a Montevideo, con otros nombres. Allí estaban ya cuando policías y bandidos seguían peinando la península. Su vástago: esta bebé fotografiada junto a ellos.
     La foto parece desmentir los temores paternos. Es demasiado pequeña como para un diagnóstico cabal pero la niña luce bien hecha; se la ve alerta, vivaz. No hace falta, sin embargo, mirarla con lupa; el reportaje lo dice: los médicos, los padres, el reportero, disipan cualquier duda; la niña es normal. Tenía que ser así: con la salaz revelación con que comienza el reportaje, Oggi aleja cualquier temor; pone las cosas en su sitio, dispuestas para un final que se augura feliz. No habrá genes demasiado afines capaces de sumir a esta niña en un retraso, comunicar el desorden que sea.

14

     He dejado para el final esta clave del cuento; lo que da al relato su peculiaridad y lo hace merecedor, cuando ya el episodio estaba olvidado, de una doble plana de la revista. Hago al revés que el artículo: el reportero empieza por ahí, siguiendo una costumbre del periodismo que no entiendo: empezar por lo mejor e ir descendiendo paulatinamente a lo más bobo. Como si, ignorantes de clímax y anticlímax, se resignaran de antemano los periodistas al desinterés, por el camino, del lector; no va a terminar el texto, aunque sea breve; aceptan, estos escritores, que la gente no les llegue al punto final. Lo más lamentable: como si este postulado de empezar al revés fuese un importante hallazgo matemático, le han inventado sus descubridores americanos el nombre euclidiano de pirámide invertida.
     Dije que no entiendo por qué lo hacen y no fue verdad; era una manera de hablar para ir llevando las cosas. Les resulta a fin de cuentas un acierto, la única manera de atraer a los lectores, aunque sea por dos párrafos, a interesarse por tanto texto insulso, sin importancia, mal escrito. Otro invento de quienes creen haber descubierto por segunda vez el mundo y lo que han hecho es, metiéndose tan a menudo por donde no saben, poner un sinfín de cosas patas arriba, cuando no causar desastres. Para colmo se ufanan de todo eso que hacen; como si vivieran en un mundo sin espejos.
     Después de esta perorata, que no le hago a mi mujer me la interrumpiría, aburrida, a la mitad, diciendo que no le venga con discursos, viene la revelación, tan humillante para el camorrista, sin duda siempre orgulloso de su hombría  dependió de ella, que sólo puede hacerse ahora que acaba de morir.
     Figura central en este capítulo final  ella tiene la llave, el secreto  es la amante, la madre hostelera del traidor guardaespaldas.
     Primera confesión: es ella quien, con los muchos recursos que le da ser concubina del mafioso, ayuda a los novios a preparar y consumar su fuga. Más allá, calla: no explica cómo; no quiere implicar cómplices. Sobrada influencia debe tener, muchos resortes, para hacer desaparecer tan totalmente a la pareja y luego transportarla de un continente a otro, cuando tras ella andan la policía de Italia y una poderosa red de delincuentes.
     La segunda confesión, la más jugosa, la hace posible la muerte algo prematura del hampón. Lo cuenta con pelos y señales, con ese afán final de dejar claras las cosas, esta mujer de armas tomar: al capo le pagaron, por decirlo así, con su misma moneda.
     Demasiado soleadas las tardes de Capri, demasiado luminosas sus noches, como para conformarse esta mujer, todavía codiciable, con pasarlas esperando al camorrista, como si fuese poco más que la favorita de un harén. Vivir esperando esos momentos en que él, adulado y vanidoso, viene a hacerle lo que considera, no importa cuánto la quiera su papel de jefe rodeado de gente obsequiosa le ha vuelto congénita la jactancia, la merced de sus esporádicas, a veces espaciadas visitas.
     También ella sabe gozar la vida: amores tiene por su cuenta, al abrigo de la retirada pensión. Siempre ocasionales, aclara sin avergonzarse: es la terminante condición. Podrá haberlo engañado, aclara, pero el hampón fue su único, su verdadero amor; no le duele, al contrario; está segura de haber reciprocado. Lo demás bastantes parece, por un tonito soñador y galante que se adivina entre líneas, incluso con la distancia de un texto, sólo diversiones, aves de paso. Aunque no sin consecuencias. De una de esas noches de placer pasadas en ausencia de su oficial concubino, nace el guardaespaldas. Una noche de descuidada alegría que  asegura ella, delatando tácitamente que sabe quién es el responsable  jamás identificará. Desde sentir al niño dentro, la mujer no vacila en mentir: achaca el embarazo al camorrista; aturdido por líos y peligros, lo sabe incapaz de ponerse a sacar cuentas.
     Ni entonces ni después le resultan visibles al falso padre los indicios. Como bien anticipaba ella, se acostumbra, viéndolo crecer, a los distintos rasgos de este niño ajeno. Su orgullo puede más: muchas veces ella le oye asegurar que es su vivo retrato. Encogiéndose de hombros a sus espaldas pero ignorantes también de la verdad, no se atreven, ni amigos ni compinches, a contradecirlo, como no sea para encontrar al niño idéntico a la madre.
     Ahora está claro: no sólo quiso la mujer apañar enamorados; al ayudar en su fuga a los amantes, busca buen partido al hijo. Al verlos nacer, estimula unos amores que sólo ella sabe posibles. Le da felicidad esa pareja de dos seres queridos. Sabe además ella sola la verdad; al enterarse de los amores clandestinos, en una noche de crisis digna de ser presenciada por D'Annunzio, le cuenta a la pareja la verdad: a partir de ese momento, saben ellos que su secreto es doble. Deberán huir, no sólo de las iras del padre sino para proteger a esta mujer, madre ya para los dos, que promete ayudarlos hasta el fin, no dejarlos jamás solos. A Montevideo los envía y allí los asiste, sin saberlo nunca el padre, que aún los busca; ella sabe con qué mañas sacarle el dinero. Gracias a sus envíos, la pareja es pronto dueña, en la zona de vida nocturna más elegante de la capital uruguaya, de un restaurante. Lo bautizan con un nombre que tan lejos debe sonar algo pomposo: Los jardines de Tiberio.
     Cuando leemos este nombre, nos divierte. Luego, de pronto, da el pie a mi mujer para otra conjetura, que en sus labios no lo es: pura certeza. Ese nombre lo escogieron los enamorados, dice, en recuerdo de aquella noche a la intemperie pasada entre las ruinas de la Villa Jovis, en la extremidad de Capri. De ellos eran, las trazas de su paso, aquellos trapos sucios que encontramos, residuos de su campamento. Le quito la ilusión: acuérdate que escaparon, enseguida, vía Roma. Jamás pasaron, en su fuga, por Capri. Ni tuvieron que ver con las ruinas, ni con el velero. Eso que dices habrá sido otra pareja de jovencitos, sin dinero con qué pagarse un albergue; disfrutaron, con la noche al aire libre, de sus años de vagabundaje. Pero no eran la pareja fugitiva. Debe aceptarlo, aunque lo hace con reservas. Con timidez poco suya, sugiere: a lo mejor lo que cuenta la mujer de que se fueron por Roma es para no delatar a un cómplice. No me hace falta decirle que no lo creo. Pero si prefiere confiar en sus suposiciones, da lo mismo. Cada cual con su verdad; ninguna será completa.
     Termina el texto de Oggi con las palabras de la novia  Clelia es como se llama , con una disculpa suya, reiterada; ya la hizo en la nota dejada al fugarse. Lamenta haber dejado plantado a su novio  no lo quería mal, aclara  aquella mañana en las escaleras del altar napolitano, haber sido falsa con él; tan falsa como  ahora lo sabemos  lo fue su suegra con su padre, tan falsas como lo son no pocas de las historias  o sus fragmentos, o simplemente algunas de sus frases  que, como en el gabinete de Perec, componen los relatos de este libro.

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En la loma del ángel