Sartre: servicio y lucha

Nicolás Guillén

ajedrez     Sartre ha jugado dos buenas partidas de simultáneas en la Habana, como los maestros ajedrecistas. Una fue en cierta hermosa y “nacionalizada” casa de Miramar, ante un grupo de intelectuales que lo crucificaron a preguntas. La segunda ¿cómo iba a faltar? Ante las cámaras de televisión. En Miramar (y hablamos de esta sesión especialmente,  porque la otra fue pública y notoria) la regla del juego consistió en que cada uno de los presentes le planteara al filósofo un problema: es decir, moviera una pieza...Quien torre, quien alfil, quien dama, quien peón, quien caballo. ¿Por qué no caballo?
     El autor de “Huis-Clos” dio una espléndida prueba de solidez. Solidez cultural ― inteligencia bien irrigada, bien informada ― y solidez ideológica, dicho sea en términos políticos. Cierto, y nos apresuramos a ponerlo por delante, no vaya a ser que lo haga el lector: Sartre es hombre de nuances, de improvistos matices lo que a fin de cuentas no nos parece extraño en un filósofo de su honestidad intelectual. Como en esos juegos de magia adorados por los niños, Sartre suele escapársenos cuando más creemos haber seguido sin pestañear los movimientos del prestidigitador.  
     Este filósofo, doblado ― o, mejor dicho, “extendido” ― en dramaturgo, tiene la pasión de la libertad. Al teatro “de caracteres”, ha opuesto el teatro “de situaciones”, que él considera un teatro de la libertad. Esa libertad está siempre en lo profundo de los personajes, en la compleja urdimbre que teje y desteje, como Penélope, la investigación psicoanalítica que hace el propio Sartre, o que éste sugiere y propone y los demás desde su mesa de escritor sano y bien equilibrado.
     En todo esto pensábamos la tarde de Miramar, al verle tan dueño de sí,  tan cómodo frente a nuestra voracidad de inquisidores. Y pues que hemos hablado de la fluidez con que Sartre desaparece sin aviso, digamos que esa movilidad no rebasa determinados límites impuestos por la entereza moral del filósofo. Oyendo ciertas preguntas (que se repitieron después en la televisión) Sartre debe de haber tenido la molesta impresión de que se le quería conducir ― ¡a él, tan libre en obra y vida! ― a ciertas respuestas. Eran en realidad pequeñas zancadillas, transparentes emboscadas literarias o políticas, aún las que  aparecían bajo un primario ropaje filosófico, de las que se desembarazó sin esfuerzo.

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     A su paso por Cuba, Sartre ha dejado en pie algunas verdades, que son al mismo tiempo definiciones de su postura como escritor, como filósofo y como hombre. En primer término, la formación marxista de su cultura, hecho éste que él poneZdanov siempre por delante, a fin de que nadie se llame a engaño. En seguida lo demás que también nos ha dicho, o que simplemente nos ha hecho “sentir”. No es anti-soviético (visitó la URSS en 1954) y junto a los errores en que allá se incurriera, señalados en el vigésimo congreso de Partido Comunista, él mienta en alta voz sus inmensos progresos, sobre todo los que atañen a la cultura popular. Lejos de condenar el realismo socialista, acepta la definición de Zdanov. Piensa que el escritor, el intelectual, responde a un “compromiso”, pero unos se comprometen en el buen sentido y otros en el malo. Por buen sentido entiende la defensa del hombre, que va desde la lucha contra la servidumbre de los pueblos coloniales o que sin serlo languidecen en condiciones semejantes, deformadas por el imperialismo, hasta la lucha contra el arte formalista llamado “puro”, que está de espaldas a la vista en días tan “comprometidos” como estos que hoy afronta nuestro mundo.
     Para Sartre, cada cual obedece a una consigna, aunque los puristas se crean libres de ella. Ocurre sólo que en éstos la consigna es de la de una minoría chupóptera y mangante, una minoría explotadora, a cuyos intereses conviene que el artista permanezca alejado de la disputa, lo cual es una manera sutil de servirse de él. “¡Abajo las consignas!”, he ahí el grito de los que tienen la consigna de los amos. Porque una cosa es ser jefe político, y otra vivir, o creer que se vive fuera de lo político en una época esencialmente política, como es la nuestra. ¿Y quién ha dicho que un poeta, un músico, un filósofo, debe permanecer impermeable ― si ello fuera posible ― a una influencia de tal naturaleza? Hugo fue político, Lamartine fue político y lo fueron Quevedo, Dante, Martí, Mitre, Sarmiento, Olmedo, Espronceda, Heredia, Byron, Voltaire... Millares y millares; en realidad cuantos afirmaron su condición de hombres al afirmar la de  artistas. Sartre mismo es un político, aunque no esté inscripto, suponemos, en ninguna agrupación de  ese carácter. Esta condición, la de hacer fila en un partido, es innecesaria para opinar con la justicia y el vigor que él opina sobre la guerra de Argelia y sobre la revolución cubana.
     Ya toca a su fin el “séjour” del gran pensador francés entre nosotros. No es ocioso por tanto decir que son hombres como él, asistidos de una fuerza dialéctica y de una concepción radical de las filosofías como las suyas, quienes pueden ayudarnos a esclarecer ante la inteligencia universal nuestro nacionalismo ecuménico y  libertador. Por eso su pensamiento es coincidente con el de Fidel Castro. El razonador y el hombre de acción, el héroe y el teórico, tienen puntos centrales de común acuerdo en la dramática experiencia cubana. Ni juego revolucionario, ni juego intelectual, sino servicio y lucha, en arte y política. 

Hoy, 14 de marzo de 1960, p. 2.