Reseñas olvidadas de Leopoldo Ávila

Duanel Díaz, Virginia Commonwealth University

Introducción

        ¿Quién es Leopoldo Ávila? O, más bien, ¿quién fue Leopoldo Ávila? El principal sospechoso, Luis Pavón, acaba de morir; el otro, José Antonio Portuondo, lleva dos décadas muerto. Aunque la reseña de El sueño eterno que el seudónimo publicó en enero del 69 apunta en dirección a Portuondo, quien era un gran conocedor del policial norteamericano, hay que considerar dos puntos en contra de la hipótesis de su autoría. Primero, Portuondo no era demasiado confrontacional. La diferencia entre las dos ediciones de su Bosquejo histórico de las letras cubanas es reveladora al respecto: la primera, de 1960, culmina con una crítica a Lunes de Revolución, cuyo grupo es tachado de  francotirador, iconoclasta, individualista, etc. En la segunda, publicada en 1962, esta crítica ya no se encuentra: desaparecido Lunes, Portuondo decidió no insistir en la polémica entre los marxistas ortodoxos de Hoy y los “rebeldes” de Revolución. Otros ensayos de esos años, como aquel sobre la pintura abstracta donde se distancia de la posición soviética expresada en el conocido discurso de Jruschov, nos muestran a un Portuondo bastante abierto, tolerante incluso. Juan Marinello, cuya prosa fue siempre más barroca y literaria que la del resto de los doctores del Partido (Mirta Aguirre, Carlos Rafael Rodríguez) aparece, sin embargo, como más dogmático.   
       El otro punto es la vinculación personal de Portuondo con dos de los escritores anatematizados por Ávila: Piñera y Novás Calvo. La serie de artículos que a fines del 68  aterrorizó a los escritores cubanos no comienza con “Las respuestas de Caín” (3 de noviembre de 1968), el primero de los recopilados por Lourdes Casal en su libro sobre el caso Padilla, sino con una demoledora reseña de Dos viejos pánicos (27 de octubre) publicada la semana anterior. Justo una obra de Piñera, quien en su primera lectura pública de poesía  había sido presentado por Portuondo, cuando eran compañeros de clase en la Facultad de Filosofía y Letras, en el lejano año de 1938. Mucho más estrecha fue la relación con Novás Calvo, que fue cercano amigo de Portuondo hasta que partió al exilio en 1960. Ávila se refiere directamente a él como “gusano” en uno de sus artículos (“Levantarle aquí monumentos a un Lino Novás Calvo […] sería peregrino,” “Sobre algunas corrientes de la crítica y la literatura en Cuba,” 24 de noviembre), y lo alude en otro cuando critica la tendencia a copiar los modelos americanos por algunos narradores cubanos.
       Portuondo, desde luego, pudo haber aprovechado el seudonimato para despotricar a sus anchas contra su viejo amigo exiliado y aquel conocido suyo que a pesar de su inicial adhesión a la revolución no terminaba de ser auténticamente revolucionario. Pudo haber retomado el espíritu polémico de la primera edición del Bosquejo histórico, al ver que a fines de los sesenta aquellas actitudes vanguardistas asociadas a Ciclón y Lunes de Revolución parecían extenderse por el campo literario cubano. Pero me inclino a pensar que no, que Ávila era Pavón. Si no es que fuera más de una persona.  
       En todo caso, la identidad del seudónimo no es tan importante como su sentido. Para  1968, cuando apareció su firma en las páginas de Verde Olivo, el uso de seudónimos no era muy común en Cuba. En Revolución hubo algunos, y en la propia Verde Olivo, en 1959, Guevara publicó artículos con el seudónimo de “El francotirador,” pero esa práctica había ido cayendo en desuso a lo largo de la década. ¿Por qué Verde Olivo la resucitó entonces? No se trata, desde luego, de la necesidad de escamotearse para evitar riesgos, como según Cabrera Infante le ocurrió durante la dictadura de Batista. Leopoldo Ávila es el poder mismo; y es por eso que nadie replicó a sus vitriólicos ataques en ninguna de las revistas del país.
      Si el origen de “Caín” estaba relacionado con la censura (un cuento de Cabrera Infante que contenía malas palabras), este otro seudónimo que es Leopoldo Ávila  representa algo muy distinto: eso, inseparable de la adopción oficial del marxismo-leninismo, que se dio en llamar “política cultural.” Si la censura, localizada en la figura más o menos institucionalizada del censor, es propiamente conservadora, en Verde Olivo lo que priva es el mandato de “desenvolvimiento revolucionario” que decía Stalin. El señalamiento de que “Ni siquiera una ráfaga del mundo nuevo entra en el mundo viejo de Piñera” resume las objeciones de Leopoldo Ávila a la obra de teatro de Piñera.
        Ávila no quiere ser un autor entre otros, no quiere ni siquiera representar a las Fuerzas Armadas Revolucionarias. Como el Lenin de “Sobre el significado del materialismo militante” (1922) (“surgen a cada paso las escuelas y las escuelitas, las tendencias y subtendencias filosóficas reaccionarias”), a los cenáculos, los grupos, las corrientes y las modas “extravagantes” contrapone no otra escuela ni otra tendencia, sino el pueblo mismo. “Estos artículos han despertado diferentes reacciones, dentro y fuera de nuestro país. En lo que se refiere a nuestro pueblo, la adhesión es completa. En realidad no hemos dicho nada nuevo: lo que escribimos, desde hace rato lo dice el pueblo cada vez que abre una obra del tipo de las que hemos combatido,” afirma en “El pueblo es el forjador, defensor y sostén de la cultura” (1 de diciembre de 1968). En este artículo, el único que fue reproducido en otras revistas y periódicos del país, ya no se dicen nombres: es el pueblo, anónimo, contra su acechante enemigo, que dentro de poco será bautizado como “diversionismo ideológico.”
        El célebre seudónimo de Verde Olivo pretende, entonces, expresar el anonimato de ese pueblo que, como Fuenteovejuna, no tiene nombre. “Leopoldo Ávila” resulta, desde este ángulo, otro síntoma de esa tendencia a borrar la autoría que caracterizó al dogmatismo de aquellos años; recordemos las notas de contraportada de las ediciones cubanas de libros extranjeros, donde la interpretación marxista de la literatura moderna aparecía no como una interpretación, sino como un dato más que no era necesario firmar. O las palabras y pasajes en negrita a lo largo de los tres tomos de la Selección de textosde Marx, Engels y Lenin (Editorial de Ciencias Sociales, 1973), cuyo señalamiento no aparece atribuido a nadie, pues la “Nota introductoria” de ese libro aparece firmada por la “Dirección Política de las FAR.” Todo aquello era la Verdad, no la opinión de ningún autor. No obra propia, sino colectiva.  
       Se conocen bastante los primeros artículos de Leopoldo Ávila: la reseña de Dos viejos pánicos, que puede consultarse en la primera entrega este Archivo, y los artículos recogidos en el libro de Lourdes Casal. Ahora rescatamos otros que han permanecido olvidados, uno anterior, la reseña de Condenados de Condado, que hasta donde sabemos es el primer escrito firmado por Leopoldo Ávila, y otros posteriores, entre los cuales están algunos que muestran la otra cara del temible reseñista, la alternativa que él contraponía a “contrarrevolucionarios, extravagantes y reblandecidos.” Y no nos extraña que su ideal literario fuera Pablo de la Torriente Brau, pues la revolución del 59, que se vio a sí misma, en la conocida expresión de Roa, como un “retorno a la alborada,” siempre buscó en la generación del treinta fundamentos, precursores y modelos.
       Pero así como no nos sorprende, no dejamos de advertir la paradoja, porque si aquellos héroes de la lucha contra Machado son figuras románticas, legendarias, Ávila representa todo lo contrario: el comunismo sin el heroísmo de Mella, de Rubén Martínez Villena, de Pablo de la Torriente, sin gracia y sin estilo. Si la época de “preconquista” –para decirlo con palabras de Arenas – produjo aquellas vidas ejemplares, que encarnaron una cierta forma de santidad laica en un siglo de profunda crisis de la fe religiosa, el comunismo en el poder, ese que “despliega su medioevo,” lo representa mejor que nadie Leopoldo Ávila: la doctrina sin cuerpo y sin rostro. Si Guevara, ese otro célebre colaborador de Verde Olivo que además de fundar la revista publicó allí sus Pasajes de la guerra revolucionaria, representa aun el “fuego de la semilla en el surco,” Ávila, el oscuro encargado de la sección “Libros y autores,” anuncia la puesta del sol revolucionario: la Cuba sin cualidades de los setenta.
 

“Los condenados de Condado,” 22 de septiembre de 1968, p.17.
El sueño eterno,” 19 de enero de 1969, p.17.
Los años duros”,  26 de enero de 1969, p.17.  
“El soldado desconocido,” 2 de febrero de 1969, pp.17-18.
Cuentos fantásticos,” 9 de febrero de 1969, pp.8-9.
Retrato de un hombre,” 30 de marzo de 1969, pp.16-17.
La revolución del 30 se fue a bolina,” 6 de abril de 1969, pp.16-18.
Escrito en las puertas,” 13 de abril de 1969, p.13.