Ese anacrónico Martí

Antonio José Ponte

     Hace algunas semanas, dos periodistas cubanos residentes en Miami se ocuparon, por separado y sin que hubiese al parecer concierto entre ambos, de la figura de José Martí. Escribieron acerca de la necesidad de aliviar a la Cuba futura de la imponente presencia martiana, y objetaron el estilo inflamado, de arenga con que Martí planeara, a fines del siglo XIX, una nación. Estilo el de Martí que, a inicios del siglo XXI, resulta bastante inhabitable. Espléndido, mientras se piense que quedará en los libros y que, al cerrar el volumen suyo que tengamos entre manos, su música sólo interferirá en la justa medida en que interfieren las lecturas en los días. Para variarlos, para hacerlos más lúcidos, más hermosos, más desasosegantes o terribles: según sean la lectura y nuestro ánimo.
     La lectura de José Martí, en cambio, no se acalla con el cierre del volumen, y pareciera extenderse más allá de la rumia de ideas, del sabor que las palabras dejan. Lo escrito por él procura encerrar al lector, secuestrarlo, no dejarlo escapar. (James Joyce mencionó alguna vez sus deseos de construir un libro que ocupase al lector para toda la vida. Dotaría a su volumen de una fatalidad tan opresiva que ningún lector podría salirse de ella. Las tapas de ese libro, una vez abiertas, tendrían mordida de Rottweiler.)
     Publicados dichos artículos en el principal diario miamense en español, la reacción no se hizo esperar. Diversas firmas se apuraron a aclarar que no compartían tal descalificación de Martí. Fueron recibidas protestas de varios lectores. Peligraba el futuro de Cuba, afirmaban. Pues una sociedad cubana que no fuese guiada por el ejemplo y la palabra de José Martí resultaba impensable.
     En La Habana, por esos mismos días, fue fundado un Comité Cubano de Instituciones Martianas presidido por un antiguo ministro de Cultura. Nuestro mundo, a juicio del ex-ministro, va en camino de perder su memoria histórica, y “en estos tiempos de crisis es necesario rescatar y difundir el pensamiento del Héroe Nacional, que es prócer y guía válida para la búsqueda del nuevo pensamiento que necesita el siglo XXI de Cuba, de América y del mundo”.
     Llamado Apóstol en una orilla y Héroe Nacional en la otra, Martí viene a cumplir en ambos sitios parecida función. (“Escudo y fundamento de nuestra identidad nacional”, lo llama el programa del recién fundado Comité Cubano de Instituciones Martianas.) Y no es extraño que un régimen político como el que impera en Cuba procure imponer en exclusiva a un clásico. Como tampoco resulta extraño que en la dispersión del exilio muchos cubanos acudan al ejemplo de quien fue capaz de crearse un país al cual volver. Pero no se pierda de vista (en ambos casos: isla y exilio) la extrema ridiculez de tales defensas.
     Leídas o escuchadas, vistas en los periódicos o en las pantallas, es como si llegaran desde hace varios siglos. Ese destino manifiesto de un país, esa creencia en una idea salvadora (en una ideología), parece ocurrir hace mucho, mucho tiempo. Aceptemos, sin embargo, que aquello que creemos superado, suele vivir por latente. Y regresa desde su lejanía, y se adueña de la actualidad. Para convencerse no hay más que abrir un periódico o una pantalla: José Martí es tan anacrónico como lo son los brotes de nacionalismos o las guerras de religión. Anacrónicos, pero de cuerpos presentes.
     El problema, como se verá por el texto que sigue, tiene vieja data. Lo discutía, en los años cuarenta, el narrador y periodista Lino Novás Calvo. “Su forma”, afirmaba de la de Martí, “nos cautiva y adormece con un poder que se va haciendo tiránico”. José Martí constituía (así lo vio Novás Calvo) una excelente justificación para la fuga. No cabía pretexto mejor para refugiarse en el pasado y desatender las tareas del presente. Dedicarse a imaginar qué habría hecho en tal caso el Apóstol (o Héroe Nacional, según se entienda) era perfecta coartada para la inacción.
     Lino Novás Calvo abogaba por “un estilo diferente, resultado exacto de las presiones en que vivimos”.  Luego, con mayor propiedad, se refería a la necesidad de nuevos estilos, reclamaba un plural.  Valga entonces esta pregunta: ¿reina Martí porque no hay estilo cubano más poderoso que el suyo? Las casi cinco décadas de exilio (que vienen a corresponderse con casi cinco décadas de dictadura) deberían enseñarnos a rebasar ciertos límites. Porque, luego de un régimen político que se ha permitido las más distantes importaciones, y de una emigración que ha dispersado cubanos por todo el ancho mundo, ¿no parece demasiado restringido Martí?
     Podrá contestarse que nadie como él planeó Cuba, y que es imprescindible contar con su palabra, con su pensamiento. Pero, ¿fue en verdad Cuba lo que Martí planeó? Una década antes de que apareciera el artículo de Novás Calvo, un periódico habanero publicó una breve entrevista en la que preguntaban a José Martí acerca de la naturaleza de sus planes. La entrevista tuvo que celebrarse (corrían los años treinta del siglo XX) en el cielo, sobre nubes. El Bobo de Abela (no era otro el entrevistador) trataba a Martí de Apóstol, y le preguntaba qué era, por fin, lo que él había soñado.
     En los trazos de caricaturista de Eduardo Abela, José Martí era principalmente una cabeza. Una cabeza de bombillo. El Bobo, por su parte, contaba con mofletes como nalgas. La pregunta sonaba sin respuesta. Aquel diálogo entre un bombillo resplandeciente de gloria y unas nalgas expuestas debió de ser, cuando menos, quemante.