Un texto cautivo: "Martí y Lenin," de Juan Marinello

Jorge Camacho

     En la extensa bibliografía martiana sobresale el caso del intelectual Juan Marinello, no solo por la cantidad de textos que escribió sobre José Martí, sino por el papel tan activo que tuvo en la vida política de la nación, antes y después de la revolución de 1959. Amigo de Rubén Martínez Villena, Marinello es uno de los intelectuales que protagonizó la Protesta de los Trece (1923), quien llevó las cenizas de Mella a la Habana, luego de la caída de Machado, y quien fuera fundador del Partido Comunista de Cuba. Fue autor, además, de varios libros, y conocido por ser uno de los críticos más acerbos del Modernismo y Rubén Darío. Hoy queremos presentar este artículo suyo, difícil de hallar porque aparece en muy pocas bibliografías y porque después de su publicación en 1935 jamás ha sido reimpreso. ¿Qué hay con este artículo? Es una crítica de José Martí, de la cual Marinello poco después se desdice y trata de olvidar.
     Llama la atención que en la historia de la recepción de José Martí, las críticas más fuertes no han venido de los intelectuales que pudiéramos llamar “conservadores,” o de derechas, sino de aquellos que se confesaban marxistas, entre los que estaban el propio Juan Marinello quien publicó el artículo de marras primero en la revista Masas, órgano de la Liga Antimperialista de Cuba y luego en el semanario costarricense, El repertorio americano (de donde lo extraemos). En este artículo Marinello llama al Apóstol, el “gran fracasado”, cuyo “sermón idealista y democrático no ha podido tener vigencia” (58). Esa crítica de la izquierda a Martí sigue siendo hoy una fuente de disputas, a pesar de que irónicamente la llamada izquierda ha sido desde los años 60 quienes más han defendido su ideario.
     Marinello al parecer escribió este artículo en respuesta a la campaña que llevaban a cabo los líderes del ABC bajo el slogan “Martí contra Lenín”. Marinello, consciente de las diferencias entre ambos políticos, y el daño que podía hacerles este slogan a los comunistas, afirmaba entonces que había que “admirar [a Martí] solo en el valor permanente de su vida de hombre, [que] vale tanto como dar la espalda de una vez a sus doctrinas. Eso debemos hacer. A nadie como a él, si pudiera verlo, alegraría tanto esta obligada y conveniente negación.” En efecto, como dice Ottmar Ette, en su estudio sobre la recepción de la figura de Martí en Cuba, los años que van de 1925 a mediados de la década de 1940 se caracterizan por la apropiación de Martí por los discursos del poder. Es decir, a partir de entonces Martí se convierte en la apoyatura ideológica de todos los grupos políticos en la Isla (119).
     Según Marinello en este artículo, el pensamiento de Martí deja de tener vigencia desde el mismo momento en que los EE.UU intervienen en Cuba, y da comienzo a su etapa imperialista. Por consiguiente, su república con “todos y para el bien de todos”, afirma, era imposible de llevar a cabo bajo las nuevas condiciones económicas y de subordinación al país del Norte. ¿Cómo es entonces que Marinello pasa de una posición tan crítica a ser uno de los intelectuales cubanos más interesados en rescatar el ideario martiano?
     El cambio, sugiero, es lento y puede rastrearse en cartas, prólogos y ensayos que van de la década de los 30 a hasta sus primeros escritos en la Revolución. Tómese como ejemplo, primero, la “carta-prólogo” al libro de Antonio M Martínez Bello, Ideas sociales y económicas de José Martí (1940), en la cual Marinello se limita a criticar sutilmente las “actitudes radicalmente contradictorias” de sus escritos que hacía pensar a algunos que Martí era romántico, otros, que era un espiritualista, e incluso, como en el caso de Martínez Bello, materialista (“Carta” 216). A esto, Marinello añadía que Martí a pesar de que el cubano había fustigado al capitalismo, “lo central de su actividad no se dirige a destruir esa organización” (“Carta” 218).
     El libro de Bello, donde se defiende la tesis de un Martí marxista, es el que da pie justamente a un artículo del historiador cubano Julio Le Riverend y a la polémica que éste sostuvo con Ángel Cesar Pinto Albiol y el propio Marinello a propósito de las ideas marxistas o burguesas del cubano. Julio Le Riverend, resaltaba las características “símil-marxistas” de Martí, mientras que el intelectual negro, Pinto Abiol, le criticaba que no fuera un defensor de los trabajadores ni le interesara realmente mejorar la vida de las clases bajas. Marinello, sin embargo, critica en esta polémica a Pinto Albiol, por hallar que era “injusto” con Martí, y le sugiere que no había que mirar los motivos (pequeño-burgueses según Albiol) que resultaron en la revolución de 1895, sino los valores que se fundaron con ella. Esos valores comunes y “sagrados” había que defenderlos.
     Más tarde, en su artículo “El caso literario de José Martí”, leído por primera vez en el acto organizado por la Federación Democrática de Mujeres Cubanas en vísperas del natalicio de Apóstol (1953), Marinello se muestra ya dispuesto a reivindicar completamente el ideario de Martí, siempre y cuando se reconociera, afirma, que luchó en sus “últimos años” contra los EEUU y vislumbró lo que luego iba a venir. Martí ya no es más, entonces, el hombre del “ideario político inactual”, sino el gran visionario antiimperialista que “adivinó” con “impresionante exactitud” el papel que jugaría los EEUU en Cuba. Dice Marinello en esta conferencia:

Interesa precisar en qué medida y sentido decimos que debe seguirse por nuestros escritores la postura política que Martí ejemplificara. No se trata desde luego, de una definición partidaria, que debe fijarse en convicciones muy firmes, y concretas para ser eficaz y respetable. Para servir la lección principal de José Martí, si se pertenece a su oficio de escribir, hay que poner la letra al servicio de la mejor convivencia cubana. No hay que formar en partido determinado, ni pertenecer a bando alguno para convenir en que el proceso de supeditación económica y servidumbre política al poder de los Estados Unidos, que Martí denuncio y combatió enérgica y valerosamente en sus últimos años, es hoy la gran cuestión nacional de su patria. Los efectos que él adivinó para después de su muerte se han producido con impresionante exactitud. (103)

     Seis años después, al triunfo de la revolución, Marinello pasará a ser rector de la Universidad de la Habana, y miembro del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, entre otros cargos importantes. A partir de entonces Marinello radicalizará aun más el ideario martiano, para convertirlo en un defensor de las masas más humildes y discriminadas de Hispanoamérica, en el defensor de un programa descolonizador, diseñado para hacer valer la cultura hispanoamericana y rechazar la influencia europea en el continente. Después que él, Fernández Retamar y tantos otros seguirían este camino. Vale, entonces, volver a su artículo de 1935, siquiera para recordar otro capítulo de las vicisitudes de la recepción martiana.

 

Martí y Lenin

Juan Marinello

     Las más eminentes representaciones de la reacción en Cuba, el ABC y el Partido “Afirmación Nacional”, ambos en trance de desintegración, quieren poner de moda, con la intención torcida que se supondrá, cierto clisé perturbador: “Martí contra Lenin”. En carteles callejeros, en lemas, en artículos, en dibujos, en propaganda radiada, están popularizando la absurda consigna. Con ello se pretende movilizar la cálida adhesión que siente el cubano por el héroe de Dos Ríos contra el sentido clasista de la teoría de Marx, por Lenin llevada a triunfal culminación.
     Hay que reconocer cierta capacidad demagógica a nuestros reaccionarios. Por lo menos, se dan cabal cuenta de dos cosas: de que la devoción apasionada que inspira la figura dramática de José Martí – hombre romántico, liberal y democrático – puede ser puente hábil para que sus admiradores abracen, empujados por la magia de su verbo, un ideario político inactual. Saben además “abecedarios” y “afirmistas” que, por razones históricas que en seguida veremos, hay en Cuba posibilidades magníficas para confusionismos fructuosos. Los pescadores de río revuelto poseen una pericia especial para enturbiar todas las aguas. De otro modo no picaría ningún pez. Con nuestra manigua ideológica está pasando lo que con la otra: que su tropical desarreglo parece hecho para ocultar toda clase de oportunistas y simuladores. Por eso interesa de vez en cuando abrir trocha franca y derecha. Si al hacerlo salen a luz ciertas posturas poco honorables no será por culpa del chapeador.
     Persiste en Cuba, como en pocos parajes del Continente, el nacionalismo retrasado, gritón, formal y palabrero que entienden y alimentan a cada minuto los líderes de la reacción. Patriotismo de mano al pecho, himno bayamés y referencia emocionada a los libertadores del 68 y del 95. Claro que los que tal patriotismo fomentan acuden a “mediaciones” yanquis cuantas veces conviene a sus ambiciones de poder, visitan la Embajada para obtener la venia de sus actitudes y articulan leyes encaminadas a acallar, entre rejas y balas, el clamor íntimamente popular que quiere una independencia nacional que, sin recuerdos a Mal Tiempo y Las Guásimas ni zalemas [sic] a Mr. Caffery, ofrezca el pan de todos los días. El patriotismo, la independencia cubana, interesa a los abecedarios en lo que les es conveniente: en cuanto adormece, con mirajes al pasado, urgencias inaplazables de la masa miserable. Y se olvidan de la patria y de la soberanía – dándole el mando de lo nuestro al embajador de Washington – tan pronto la agresión a nuestra personalidad nacional supone un reforzamiento del estado económico colonial en que asientan su condición de privilegiados.
     Si no existieran razones profundas para ello nada podrían los jefes de la reacción en su interés por dar cuerpo robusto a ese patriotismo huero e ineficaz. Cuba ha vivido, como se sabe, retrasadamente su evolución política. Dejó de ser colonia española – para serlo estadounidense – casi un siglo después que las tierras hermanas del Sur. Eso determinó un sostenido anacronismo en los criterios políticos de sus masas realizadoras. Cuando en otras repúblicas hispanoamericanas se habían advertido ya las grietas insondables del ídolo democrático, cuando hombres de excepción habían lanzado el alerta sobre la fuerza definitiva del capitalismo financiero, Cuba se lanza a su última guerra contra España. Esta guerra tenía su guiador, su pensador, su filósofo político, en José Martí. El Manifiesto de Montecristi, tanto como las Bases del Partido Revolucionario Cubano – obras martienses – dicen bien a las claras cuáles eran las orientaciones centrales de la República que se forjaba en la manigua: libertad, fraternidad, igualdad, otra vez. Es decir, que Cuba, al trasponer el siglo XIX, andaba deslumbrada por los mismos ideales políticos que enardecieron a los franceses al tramontar el siglo anterior. La gran palabra de Carlos Marx no había sido dicha para nosotros, isleños americanos formados no ya en la Enciclopedia ni en Víctor Hugo sino en las traducciones castelarianas de uno y otro.
     Sería infantilismo censurable volvernos iracundos, a estas alturas, contra nuestros padres mambises porque no oyeron en su día las afirmaciones irrebatibles del Manifiesto Comunista. La verdad es que no podían oírlas. El marxismo era entonces una teoría político-económica, no un motor de la inquietud social. Cierto que hombres avisadísimos advierten para nuestro caso, desde antes de 1900, la inutilidad del esfuerzo heroico de nuestros insurrectos y el anacronismo flagrante de su postura. José Ignacio Rodríguez profetiza en buena parte el obligado fracaso de la obra martiana. Y, cuando un grupo de cubanos distinguidos se acerca a Paul Lafargue – mulato de Santiago de Cuba y yerno de Marx, como se sabe – éste hiela el entusiasmo de los comisionados al expresarles con rudeza agresiva que le interesa más el resultado de las elecciones en el último barrio de Parés que la independencia de Cuba. Pero si los postulados marxistas no eran ponderables en la política de Francia, ¿podrían serlo en una islita antillana? Adviértase, por otro lado, que teníamos muy cerca un ejemplo de grandeza democrática que debía, por fuerza, polarizar las miradas y los anhelos colectivos del cubano: los Estados Unidos, que daban, para el observador “normal” la impresión del triunfo decisivo del ideario francés de 1789. El propio Martí anota, en sus crónicas maravillosas sobre la vida yanqui, los perfiles viciosos que el capitalismo inserta en la vida política de Norteamérica, pero, idealista impenitente, fía en que la propia democracia curará sus dolencias. Como para él lo determinante en el proceso histórico no es lo económico sino lo moral, se afirma cada día más en la creencia de que el sentido político del anglosajón – que es, en definitiva, una eficaz moral colectiva – se sobrepondrá a los excesos del dinero. Y, hombre sincero y de preocupación desasosegada por el mañana cubano, propone a sus compatriotas, con las naturales diferencias locales, el modelo yanqui en lo que tiene de buena cristalización del credo igualitario y liberal.
     Una larga meditación sobre el pensamiento político de José Martí nos ha llevado a la conclusión de que no es un creador de formas nuevas. La capacidad innovadora, genial, de nuestro gran hombre cae en el terreno artístico. La ausencia en Martí de una interpretación personal, inédita, del proceso social en nada invalida su condición de hombre impar. Más aún: determina en buena medida su real grandeza. Porque, el realizador de una obra revolucionaria, el líder, no puede tener tiempo ni temperamento para detenerse a estructurar teorías nuevas. La teoría revolucionaria, si es verdaderamente nueva y distinta, no encuentra el acogimiento inmediato y fervoroso de las masas. En las masas ha de existir de antemano la conciencia de la verdad que la teoría encierra. Cuando Lenin realizó magistralmente los postulados de Marx – treinta años después de la prédica martiana – el marxismo era ya en las masas europeas, incomparablemente más avanzadas y capaces que las masas mambisas del 95, inquietud motora. El más retrasado obrero o campesino “sabía” de las cosas que Lenin le hablaba. La resonancia activa estaba asegurada. En nuestra isla y en la década de más encendida militancia martiense, de 1885 a 1895, hubiera sido absurdo hablarle [sic] a los cubanos de política clasista aunque el líder hubiera, milagrosamente, advertido la verdad incontrovertible del marxismo. José Martí cumplió a maravilla su rol de conductor, de gran político de realidades. Llevó a las masas donde podían ir en su momento. Si es un gran fracasado, porque, en efecto, su sermón idealista y democrático no ha podido tener vigencia, es debido a causas situadas sobre su voluntad y sus fuerzas. Se debe a ese “destino irónico de lo cubano” de que ha hablado con tanto acierto Waldo Frank, a nuestro retraso lamentable de tierra colonial donde pugna por vivir desde muy antiguo una economía ajena y deformada, madre de una mentalidad política condigna. La República “con todos y para el bien de todos” que quería Martí no ha podido integrarse, no sólo porque es imposible persistiendo la economía capitalista sino porque – terrible sino el del gran romántico – en el instante en que desencadena la última guerra contra España cambia la intimidad de esa economía y comienza a vivir su momento culminante, el imperialista. No se olvide que es Lenin quien señala la guerra hispanoamericana, la que Martí había preparado, como instante de arranque de la etapa imperialista del capitalismo. Y esta etapa es ¿quién lo ignora ya? la que determina una monstruosa estructura en tierras de explotación financiera como la nuestra. Sarcástico sino el del hombre que está soñando una existencia de respetos e igualdades, de “dignidad plena del hombre”, para su isla cálida, mientras a su espalda está creciendo una agresiva fuerza económica que hará imposible lo soñado!
     La[sic] recto y limpio es entender a Martí – y respetarlo y admirarlo mucho, cada día más – en su rol de gran fracasado, de hombre magnífico, traicionado, como tantos idealistas, por el poder omnímodo del dinero. Admirarlo así, sólo en el valor permanente de su vida de hombre, vale tanto como dar la espalda de una vez a sus doctrinas. A nadie como a él, si pudiera verlo, alegraría tan plenamente esta obligada y conveniente negación. Él también, como el filósofo de Grecia, levantaría la copa del brindis por el Maestro con fuerzas bastantes para vencerlo en el espíritu de sus discípulos. Es que él descubriría en esta negación, además, su propio pensamiento. Él dijo, al morir Carlos Marx, que sus seguidores no entonaban cantos de paz, él repitió mucho que el proletariado no descansaría hasta su total liberación, él gustaba de decir, en genial anticipación, que “el genio estaba pasando de personal a colectivo” y que “una de las cosas más monstruosas de nuestro tiempo era la ignorancia de las clases que tienen de su parte la justicia”. Él quiso ser, según confesión propia, “abogado de humildes” y “echar su suerte con los pobres de la tierra”. Sus caminos le fueron traidores. Fue sin saberlo y sin quererlo, abogado de los poderosos. Hasta en lo concreto de su obra vemos al negociante yanqui encendiendo su fuego evangélico para ganar, por su obra, en la República futura, un buen mercado a sus productos, para caer sobre la presa isleña con la capacidad técnica y financiera de su pueblo invasor. ¿No hemos visto a mercachifles grotescos como Horatio Rubens trabajar con Martí en la última guerra separatista con vistas a sus inversiones futuras y explotar después en plena “República democrática” su amistad con el apóstol?
     Si la ilusión liberal y la fe democrática tienen una perfecta explicación histórica en los colaboradores de José Martí, no pueden ser hoy sino posturas interesadas. Las generaciones actuales han presenciado hechos y aquilatado fenómenos desconocidos para Martí y sus discípulos. El líder del 95 murió sin haber visto producirse, con matemática puntualidad, las características de la etapa imperialista anotadas por Lenin. En los días de Martí el dinero del Norte comenzaba a deformar las economías semicoloniales del Caribe, pero no era, como ha sido después de su muerte, el elemento decisor de la vida colectiva. Martí advirtió mil veces el peligro de la absorción económica y, refiriéndose especialmente a México, que ya había echado a España de su seno, señala como tarea central de sus gobernantes la acción contra el capitalismo del Norte. Recuérdese: “Por el Norte, un vecino avieso se cuaja. Tú te ordenarás, tú entenderás, tú te guiarás; yo habré muerto, oh México, por defenderte y amarte; pero si tus manos flaqueasen, y no fueras digno de tu deber continental, yo lloraría, debajo de la tierra, con lágrimas que serían luego vetas de hierro para tus lanzas, como un hijo, clavado a su ataúd, que ve que un gusano le come a la madre las entrañas.” El señalamiento del peligro, como la gallarda rebeldía están, desde luego, teñidos de consabido color romántico. No poda [sic] ser de otro modo. Carecía Martí de la herramienta marxista y tenía fe encendida e ingenua en el poder del espíritu. (Una idea justa flameada a tiempo – dijo – puede detener, como la bandera del juicio final, a una escuadra de acorazados.) No podía señalar como único remedio eficaz para invalidar la invasión económica la destrucción del sistema que la producía ni propugnar la Revolución dirigida y realizada por los que, al sufrir permanentemente los efectos de la invasión, son los llamados históricamente a vencerla: los obreros y los campesinos.
     Los líderes del “ABC” como los de la “Afirmación Nacional”, de la “Joven Cuba”, del “Partido Aprista” y del “Autenticato” y de otras organizaciones igualmente demagógicas, se saben de corrido que el ideario martiano es no sólo insuficiente para resolver la actual cuestión cubana sino que significa, caso de ser embrazado por nuestras masas, el retraso más lamentable de la solución verdadera. Pero ¿qué han de hacer esos líderes si tienen la evidencia de que una acción verdaderamente revolucionaria de las masas tendría como consecuencia primera barrer una realidad colonial que les permite la situación que ahora gozan de parásitos bien retribuídos del poder económico de Estados Unidos? Esos líderes saben que no pueden mirar cara a cara al mañana. Por eso se refugian en el pasado y se apoyan en los “hombres sensatos que tienen algo que perder”. (Es interesante que un abecedario distinguido nos señalara cómo siempre estaba de acuerdo con los padres de sus amigos…) Los viejos políticos y, mejor, esos hombres sin política pero con vientre abundante, ven, en estos jóvenes traidores a su tiempo, sus salvadores providenciales. De ahí que los mimen, alienten… y financien. Ya lo dijo ese mismo Maestro, cohonestador inocente ahora de estas turbias posturas: “Con los jóvenes que defienden ideas vencidas suele mostrarse muy pródiga la fama, no tanto a veces por especial merecimiento del recluta, cuando porque, necesitados los que anhelan el entrabamiento y sumisión del espíritu de mostrar que la generación nueva está con ellos, hacen grande alharaca cuando acontece el raro suceso…” Las ideas de Martí, bien los saben los hábiles líderes, son ya “ideas vencidas”. Las ideas políticas vigentes son siempre hijas de la clase dominante. La burguesía trajo el liberalismo, el romanticismo y el espejismo democrático. La burguesía es ya una clase tan vencida como las ideas que trajo. Si los jóvenes reaccionarios de Cuba – abecedarios, afirmistas, nacionalistas, apristas, menocaleros, auténticos, guiteristas… – confesaran lealmente que por saberse y sentirse ubicados en la burguesía, han de ser servidores del mundo en putrefacción, tendrían al menos sinceridad y podrían, con innegable consecuencia, hacer uso a todo rejo de los postulados martienses. Serían fieles a la letra de Martí, aunque seguirían siendo traidores a su espíritu. Porque nadie como el guiador del 95 tan convencido de que “cada tiempo trae su faena” y de querer resolver cuestiones de ahora concriterios de ayer es, por lo menos torpeza insignie.
     Las ideas revolucionarias andan mientras tienen algo que hacer en el mundo. Las de Martí nada tienen que realizar ni pueden servir más que como trampolín de oportunistas. Las ideas de Lenin, como aún no tienen realidad, poseen genuino impulso revolucionario. Aunque es absurdo situar una figura histórica frente a circunstancias que desconoció – y ya sabemos como la circunstancia hace la idea política –, porque la figura histórica surge, precisamente, de la conjunción de los imperativos del instante y de las cualidades personales, sí se puede, conociendo plenamente la calidad de un espíritu imaginar sus reacciones fundamentales frente a los hechos. No hay que dudar de la postura que José Martí asumiría de vivir ahora. Es imaginable que el magnífico rebelde tomara la posición cómoda de los que medran del mundo que precisa destruir? ¿Puede suponerse por un instante que el hombre apostólico que en él hubo se pusiera, en este cambio de frente de la humanidad, del lado de los que quieren perpetuar un gran crimen? ¿Cabe pensar en José Martí, hombre de pie, de rodillas ante la Embajada, amigo y enemigo – según la conveniencia – de un sargento aventurero? Martí, de vivir hoy, no hallaría más que una posición justa, la misma que ocupó en su tránsito terreno: al lado “de la mayor justicia y del mayor dolor”. Y cómo castigaría, con aquellas sus palabras de ira sagrada a los guerrilleros y autonomistas de ahora! Y cómo estaría junto a los que, siguiendo a Lenin, realizador de Marx, saben que la revolución no es una peripecia afortunada sino la pugna acerada e inacabable por una humanidad sin opresores ni oprimidos.