José Martí y el liberalismo latinoamericano

Rafael Rojas, CIDE, México D.F./ Princeton University

El poeta y político cubano José Martí desarrolló la parte fundamental de su obra literaria en un lapso aproximado de veinte años: entre 1875, cuando llega a México luego de sus estudios en España, y 1895, cuando muere en combate en el Oriente de Cuba, después de década y media de exilio en Nueva York. En esos veinte años, uno de los grandes temas de la producción intelectual de Martí fue América Latina. Un tema colindante y, a veces, superpuesto a los otros dos que atrajeron la mayor dimensión de su obra: Cuba y Estados Unidos.
     A pesar del visible trasfondo histórico de sus textos, Martí dedicó la mayor parte de su vida al periodismo y la política, dos actividades que lo ataron siempre a su presente. Como hombre de su tiempo, Martí debió dialogar con las repúblicas latinoamericanas de las tres últimas décadas del siglo XIX. Repúblicas que por entonces vivían una consolidación del liberalismo como paradigma constitucional e ideológico, tras las guerras civiles de mediados de la centuria, en las que, en la mayoría de los casos, fue derrotado el conservadurismo.
     La relación de Martí con el liberalismo ha sido tratada desde múltiples perspectivas en el último siglo.(1) Los historiadores, biógrafos y críticos liberales, dentro y fuera de Cuba, dieron por descontada la afiliación de Martí al liberalismo. Jorge Mañach, Andrés Iduarte, Félix Lizaso, Luis Rodríguez Embil, Roberto Agramonte, Humberto Piñera Llera y Carlos Ripoll, entre otros, destacaron el acuerdo básico de Martí con filosofía de los derechos naturales del hombre y su apuesta por un régimen de libertades públicas, similar al que predominaba en la mayoría de los países europeos y americanos de su época.
     Los intérpretes marxistas de la obra de Martí, por su parte, admitieron en la mayoría de los casos ciertos límites liberales en su pensamiento, pero buscaron acercar las ideas martianas sobre la sociedad y el Estado a la tradición socialista y, en casos extremos, al marxismo-leninismo de corte soviético. Julio Antonio Mella, Juan Marinello, Antonio Martínez Bello, José Antonio Portuondo, Carlos Rafael Rodríguez, Mirta Aguirre y Sergio Aguirre, entre otros, ilustran el forcejo epistémico que debían operar las lecturas marxistas de Martí, toda vez que la asimilación del patriota cubano al marxismo debía violentar nociones ajenas al materialismo dialéctico o histórico, la lucha de clases o la teoría económica del capitalismo.
     Luego del triunfo de enero del 1959, surgió en la isla y el mundo una nueva izquierda intelectual y política que redefinió las categorías de “revolución” y “socialismo” en América Latina. Para muchos estudiosos latinoamericanos de Martí, marcados por la experiencia cubana, lo revolucionario o lo socialista no estaba determinado por la mayor o menor cercanía con el marxismo-leninismo sino por la suscripción radical de valores ligados a la descolonización, el nacionalismo, la independencia y la justicia social. Las aproximaciones a Martí de autores como Ezequiel Martínez Estrada, Roberto Fernández Retamar, Jorge Ibarra, Ramón de Armas, Pero Pablo Rodríguez, Salvador Morales, Juan Bosch o Gerard Pierre Charles, gravitaban hacia esa reconceptualización de la izquierda, por la cual el marxismo no es tanto una doctrina a asimilar como una actitud de oposición al imperialismo.
     Aún cuando la incorporación de Martí a la genealogía intelectual de aquella izquierda era cómoda, la inscripción de la isla en la órbita soviética y el rol hegemónico de Moscú en la producción de las ciencias sociales cubanas, sobre todo, en los 70 y los 80, volvió problemáticas las relaciones del pensamiento martiano y el marxismo-leninismo. No bastaba admitir, como Sergio Guerra, que en textos como Nuestra América, Martí hizo críticas a las “doctrinas liberales”.(2) Era preciso dilucidar qué asumía y qué rechazaba Martí del liberalismo latinoamericano de su tiempo.
     Mientras algunos estudiosos, como Paul Estrade, encontraban tensiones con el liberalismo en la curiosidad de Martí por ideología socialista o anarquista, otros, como Isabel Monal, ubicaban una brusca transición en el pensamiento de Martí en torno a 1887.(3) Monal sostenía que durante la escritura de las crónicas sobre el proceso a los anarquistas de Chicago, Martí había dejado de ser un liberal, marcado por “el 89 francés y el pensamiento inglés del siglo XIX”, y se había convertido en un “demócrata antimperialista”, con “un cierto tono populista”.(4)
     Por mecánica que pueda parecernos esta atribución de un “corte epistemológico” althusseriano a la ideología de Martí, habría que admitir que la fórmula de Monal no es de las más desproporcionadas. En el último medio siglo, a diferencia de en la primera mitad de la pasada centuria, han predominado, en la isla, visiones que colocan a Martí lo más lejos posible de la plataforma liberal e, incluso, en su contra o en las proximidades del socialismo. En los últimos años, varios estudiasos comienzan a llamar la atención sobre la necesidad de una crítica de ese relato hegemónico en torno a un Martí antiliberal y, específicamente, refractario a las variantes latinoamericanas de esa doctrina política.

¿Qué liberalismo latinoamericano?

     Antes que establecer la relación de José Martí con el liberalismo latinoamericano deberíamos precisar qué entendemos por eso: liberalismo latinoamericano. En vida de José Martí, esa corriente de pensamiento, además de predominante en el mundo occidental, experimentaba una transformación impelida por el ascenso del discurso positivista y eugenésico, que desplazó la noción del sujeto moderno del individuo a la raza, la civilización, la nación y otros arquetipos de la comunidad. Martí, como otros letrados de su misma generación en América Latina (el uruguayo José Enrique Rodó, el argentino  Paul Groussac o el mexicano Justo Sierra), debió posicionarse no sólo ante la hegemonía liberal sino ante aquella mutación del liberalismo, estudiada por Leopoldo Zea y Charles Hale.(5)
     La América Latina de las tres últimas décadas del siglo XIX era, como decíamos, predominantemente liberal. En casi todos sus países se habían producido guerras civiles entre liberales y conservadores, en las que, a excepción del Ecuador de Gabriel García Moreno o la Colombia de Miguel Antonio Caro, habían vencido los liberales, controlando el poder por casi medio siglo. La rearticulación del conservadurismo católico, a pesar del respaldo que brindó al mismo el largo Pontificado de Pío IX, con su encíclica Quanta Cura y su Syllabus Errorum, antiliberal, antisocialista y antimasón, fue lenta y accidentada.
     El Martí decididamente anticlerical, que cuestionó la política reevangelizadora de Roma en América Latina, que rechazó, en reseña de un libro de su amigo, al anexionista Néstor Ponce de León, el intento de Roselly de Lorgues de canonizar a Cristóbal Colón como “embajador de Dios y el Papa” en América y que se opuso, en 1887 – el mismo año de sus últimas crónicas sobre los anarquistas de Chicago – a la excomunión del padre Edward McGlynn por León XIII, debido a la defensa que hiciera ese sacerdote irlandés de la educación pública en Nueva York, del diálogo con el protestantismo, de la abolición de la esclavitud y de las ideas igualitarias de Henry George, está, sin duda, más cerca del liberalismo que del conservadurismo o el socialismo.(6)
     Martí era una generación más joven que los clásicos del liberalismo latinoamericano (José María Luis Mora, Melchor Ocampo, Benito Juárez, Juan Bautista Alberdi, Domingo Faustino Sarmiento, José Victorino Lastarria…) y alcanzó a ver cómo la Iglesia, al final del Pontificado de León XIII, reformulaba su posición antiliberal con la encíclica Rerum Novarum (1891). La admisión de la propiedad sobre la tierra como derecho natural, no del hombre, expropiable por el Estado por causa de utilidad pública, era tanto una aceptación del jusnaturalismo liberal como una aproximación cuidadosa a las críticas al liberalismo sostenidas por autores como Henry George y el padre McGlynn. El populista y el católico norteamericanos pensaban que, para combatir la pobreza, el Estado debía impedir monopolios privados por medio del control limitado de servicios públicos, gravar fiscalmente la propiedad de la tierra y fomentar el libre comercio. George y McGlynn no eran, por tanto, antiliberales, sino disidentes de algunos énfasis del liberalismo.  
     El contenido del liberalismo latinoamericano, en época de Martí, estaba definido más por la confrontación con el conservadurismo católico que por la pugna con el naciente socialismo. Ser liberal en América Latina significaba, entonces, estar a favor de la doctrina de los derechos naturales del hombre – consagrada en las constituciones argentina de 1853, mexicana de 1857 o venezolanas de 1864 y 1874-, defender la desamortización de bienes del clero y las comunidades indígenas, oponerse a los fueros eclesiásticos y militares y secularizar la educación y la cultura. Los interlocutores y amigos latinoamericanos de José Martí –Domingo Faustino Sarmiento y Bartolomé Mitre en Argentina, Matías Romero y Manuel Mercado en México, Miguel García Granados y Lorenzo Montúfar en Guatemala, los hermanos Francisco y Federico Henríquez y Carvajal en Santo Domingo, Cecilio Acosta y los hermanos Bolet Peraza en Venezuela – eran todos liberales.
     Como ha observado Camacho,  Martí mostró simpatías por las reformas liberales –muchas de ellas anticomunitarias o racistas – emprendidas por los gobiernos de Juárez y Lerdo de Tejada en México, Justo Rufino Barrios en Guatemala o Roca, Juárez Celman y Pelegrini en Argentina.(7) Pero a Martí le tocó asimilar las mutaciones que el positivismo impuso al liberalismo, sobre todo a través del discurso eugenésico, y que acompañaron las políticas económicas y sociales de las repúblicas de “orden y progreso”. En su caso, como en el de Rodó, Darío y otros modernistas de su generación, esa asimilación fue tensa, no desprovista de objeciones, pero tampoco de sintonías.
     En textos del periodo mexicano y guatemalteco, entre 1875 y 1878, publicados en la Revista Universal, El Federalista o El Progreso de Guatemala, Martí elogió algunos elementos centrales de la modernización liberal. El artículo “Los códigos nuevos” (1877), aparecido en esta última publicación guatemalteca es uno de los documentos donde más explícitamente se lee la concordancia de Martí con el proyecto liberal. El poeta cubano, recién graduado de Derecho Civil y Canónico en Zaragoza, elogia la codificación reformista de las leyes latinoamericanas que superaba, finalmente, los últimos rastros de la jurisprudencia corporativa y estamental, heredada de la Edad Media castellana. Las nuevos códigos, que favorecían la propiedad privada, la inmigración europea, la educación laica y el progreso material, acompañaban el surgimiento de una nueva sociedad civil, “no española ni indígena”, y una “nueva sociedad política”, basada en “relaciones individuales legisladas”.(8)
     La tesis de que Martí cambia esa visión favorable al liberalismo latinoamericano, a partir de 1887 y, especialmente, con el ensayo Nuestra América (1891), es insostenible a partir de una lectura cuidadosa de los textos sobre América Latina que el cubano escribió entre 1888 y 1891, en el contexto de la Conferencia Monetaria de 1888, el Congreso Internacional de Washington de 1889 y sus celebres discursos en la Sociedad Literaria Hispanoamericana de Nueva York, en honor a México y Venezuela y Centroamérica, entre 1891 y 1892, además del titulado “Madre América” (1889), que adelanta algunas ideas desarrolladas en Nuestra América.
     Un error común en los estudios martianos consiste en aislar las objeciones de Martí al liberalismo latinoamericano, contenidas en Nuestra América, de los otros textos antes mencionados, donde predomina la interlocución con las élites liberales de la región. En la Conferencia Monetaria de 1888, en el Congreso Internacional de 1889 y en la Sociedad Literaria Hispanoamericana, Martí coincidió con estadistas liberales con los que compartía la misma visión de la sociedad y el mismo lenguaje público. En esos textos, el cubano defendía la soberanía de las repúblicas latinoamericanas y llamaba a sus gobernantes a no ceder a las presiones o persuasiones de Washington, pero se cuidaba mucho de no cuestionar las reformas y los liderazgos de dictaduras de “orden y progreso” como las de Porfirio Díaz en México o Antonio Guzmán Blanco en Venezuela.
     En Nuestra América, sin embargo, Martí cambió deliberadamente el tono, motivado, tal vez, por el hecho de que la publicación donde aparecería el ensayo, dirigida por el poeta y entonces gobernador del estado de México, José Vicente Villada, era más juarista que porfirista, más liberal que positivista. Además de un sentido alegórico y hasta parabólico, que contrasta con artículos centralmente políticos sobre el mismo tema para La Nación de Buenos Aires, como “Nuestras tierras latinas” (1885), imprimió a su crítica de algunos gobiernos latinoamericanos un carácter cifrado o indirecto. Cuando Martí habla de “sietemesinos” u hombres artificiales o letrados –contrapuestos al “hombre natural”- intenta retratar a las élites imitativas de cualquier país de la región. Pero, al menos, en un momento de aquel ensayo escrito para El Partido Liberal, Martí se refiere gobiernos concretos. Releamos, una vez más, el conocido pasaje de Nuestra América:

De todos sus peligros se va salvando América. Sobre algunas repúblicas está durmiendo el pulpo. Otras, por la ley del equilibrio, se echan a pie a la mar a recobrar, con prisa loca y sublime, los siglos perdidos. Otras, olvidando que Juárez paseaba en un coche de mulas, ponen coche de viento y de cochero a una poma de jabón; el lujo venenoso de la libertad, pudre al hombre liviano y abre la puerta al extranjero. Otras acendran, con el espíritu épico de la independencia amenazada, el carácter viril. Otras crían, en la guerra rapaz contra el vecino, la soldadesca que puede devorarlas.(9)

     Como puede apreciarse a simple vista, el diagnóstico de Martí sobre la situación de América Latina era, más bien, favorable. El mayor peligro, como dirá más adelante, que corría nuestra América provenía del “desdén del vecino formidable –la América del Norte-, que no la conoce”.(10) Sin embargo, en el pasaje citado se encerraba también una crítica o, en todo caso, una autocrítica, toda vez que Martí se consideraba parte de la élite de letrados y políticos que dirigía a las naciones latinoamericanas. Es en esa autocrítica y en su traslado al proyecto de fundación republicana en Cuba donde deberíamos leer la interpelación de José Martí al liberalismo latinoamericano de su época.
     A pesar de que, como han observado recientemente Jean Lamore y Jorge Camacho, Martí fue un gran admirador de Charles Darwin y lector dedicado de muchos naturalistas, arqueólogos y sociólogos del siglo XIX, como Herbert Spencer, Edward Burnett Tylor, Ernst Haeckel, Daniel Garrison Brinton o John Lubbock, el cubano no parece haberse identificado con el positivismo evolucionista, organicista y eugenésico, al nivel de otros liberales latinoamericanos, contemporáneos suyos, como Domingo Faustino Sarmiento, Justo Sierra o Agustín Aspiazú.(11) Como otros liberales y republicanos de su generación, en Hispanoamérica, Martí llegó a percibir la amenaza que ese positivismo, que postulaba una rígida jerarquía de razas y civilizaciones superiores e inferiores, representaba para la doctrina de los derechos naturales del hombre, asentada en la tradición constitucional iberoamericana desde 1812, en Cádiz.(12)

Martí y el derecho natural

¿Qué critica Martí a las repúblicas latinoamericanas de su época, que en su mayoría reproducían el modelo oligárquico y autoritario de las “dictaduras de orden y progreso”? Fundamentalmente, lo que llama el “lujo venenoso” y la “discordia parricida”, en alusión a las guerras civiles entre naciones latinoamericanas, como la del Paraguay en los años 1860, que involucró a Brasil, Argentina y Uruguay, o la del Pacífico, todavía en los años 1880, que enfrentó a Chile, Bolivia y Perú. Una traducción conceptual de esa crítica podría arrojar que lo que Martí criticaba a las repúblicas de “orden y progreso” era la desigualdad, el militarismo y el caudillismo. Lo que rechazaba de la desigualdad no era únicamente la pobreza sino la riqueza extrema, amasada a partir del latifundio doméstico o extranjero y la excesiva dependencia del crédito o la inversión foránea.      A eso llama “el lujo venenoso, enemigo de la libertad, que pudre al hombre liviano y abre la puerta al extranjero”.(13)
El caudillismo y la desigualdad eran atributos de todas las repúblicas de “orden y progreso”, sin embargo, Martí parece achacarlos a unos gobiernos latinoamericanos y no a otros. Podría pensarse, a partir de sus preferencias o amistades políticas de entonces, que Martí está cuestionando, por ejemplo, la Venezuela de Guzmán Blanco, pero no el México de Porfirio Díaz que, precisamente por sobrellevar varios conflictos con Estados Unidos en aquellos años, podría ser uno de esos “espíritus épicos” o “caracteres viriles”  que elogia en otra frase. En todo caso, si la alusión a Juárez sugiere un paralelo con Díaz, como suponen algunos autores, entonces la misma no necesariamente contiene una crítica a todo el liberalismo latinoamericano, ya que Juárez era liberal, sino al liberalismo específicamente positivista que nutrió el aparato de legitimación de los regímenes de “orden y progreso”.
     El juicio de Martí sobre las algunas de las mayores de aquellas repúblicas, la brasileña, la argentina, la mexicana y la venezolana era más positivo que negativo. A México y a Venezuela, gobernada entonces por Raimundo Andueza Palacio, las elogió en la Sociedad Literaria Hispanoamericana en 1891 y 1892. Sobre la Argentina de Juárez Celman, Pelegrini y Sáenz Peña también escribió Martí favorablemente, además de fungir como cónsul de esa república en Nueva York. Sobre la flamante república brasileña de 1889, que abrazaría con vehemencia la filosofía positivista, escribió menos, pero no es imposible encontrar, en sus crónicas para La Nación de Buenos Aires, reclamos a la lentitud con que el gobierno de Estados Unidos reconoció la república brasileña, ecos de la declaración del almirante Arturo Silveira da Mota a propósito de que la brasileña no sería una “república de viento” y hasta un sutil paralelo, en el Diario de Cabo Haitiano a Dos Ríos, entre Carlos Manuel de Céspedes y Deodoro da Fonseca, el primer presidente de aquel gobierno republicano.(14) 
     A diferencia de otros letrados latinoamericanos de su generación, como los mexicanos Francisco Bulnes o Justo Sierra, el cubano Enrique José Varona, los argentinos José María Ramos Mejía y Carlos Octavio Munge o los peruanos Javier Prado y Ugarteche y Manuel Vicente Villarán, estudiados por Zea, Hale, Oscar Terán, Augusto Salazar Bondy y, más recientemente, Pablo Quintanilla Pérez-Wicht y Paula Bruno, Martí eludió los enunciados más rígidos y binarios del discurso eugenésico y evolucionista.(15) La relación de Martí con el positivismo estaría más cerca de aquellos que, como el uruguayo Enrique José Rodó o el peruano Manuel González Prada, rehuyeron los tópicos del darwinismo social e intentaron una comprensión no tan etnocéntrica o antropológica de América Latina. Pero ni siquiera en Martí encontramos la familiaridad de Rodó o González Prada con el positivismo espiritualista francés o italiano, que les servía de dique de contención contra la sajonofilia.
     Las resistencias de Martí al positivismo son muy parecidas a las de los pensadores norteamericanos, como Emerson, Alcott, Thoreau o el propio George, que tanto admiró y, como en estos, fugas o elusiones que no conducen al cubano a una ruptura con el liberalismo. La interpelación martiana opera, más bien, por medio de activación del legado del liberalismo romántico de la generación anterior, la de Juárez, Montalvo, Sarmiento o Alberdi, y, sobre todo, del republicanismo hispanoamericano de los padres fundadores: Bolívar, Bello, Mier, Heredia. Estas activaciones no implican, en modo alguno, una negación de la doctrina de los derechos naturales del hombre –base del jusnaturalismo liberal-, sino una matización de la misma por medio del énfasis en valores como la igualdad, la justicia y la soberanía.
     Un texto donde leer esta operación –lamentablemente, menos leído que Nuestra América- es la generosa reseña que en 1893, dos años antes de su muerte, Martí dedicó en Patria al libro La sociedad hispanoamericana bajo la dominaciónespañola (1893) del historiador y diplomático argentino Vicente G. Quesada. El autor de este ensayo, editado en Madrid, había sido ministro de Argentina en Estados Unidos y Martí, cónsul de esa nación en Nueva York, debió dirigirle una carta de renuncia en 1891 debido a una campaña de la misión diplomática peninsular que alegaba incompatibilidad, dada la ciudadanía española del cubano. Luego de su gestión en Washington, Quesada fue destacado por el presidente Luis Sáenz Peña como representante de Argentina en España.
     El libro de Quesada era una crítica a los discursos eugenésicos y darwinistas, predominantes en la sociología, la antropología y la historia europeas, que reproducían el tópico del “atraso hispánico”. La reacción de Quesada contra ese discurso era, sin embargo, diferente a la de Rodó o los panhispanistas de la generación del 98 peninsular, ya que, sin deshacerse de la categoría de “raza”, ponía mayor énfasis en las instituciones y las leyes. Lo hispánico era, para Quesada, más una tradición institucional y legal, en modo alguno inferior a la anglosajona, que un gen ético o civilizatorio. Martí no pudo ocultar su simpatía con esa lectura de la historia hispanoamericana, que refutaba la maldición positivista de una cultura indígena o latina incapaz de “gobernarse y prosperar”.(16)
     En Quesada encuentra Martí un relato histórico que converge con el mensaje central de Nuestra América: con las repúblicas de orden y progreso, Hispanoamérica ha llegado a la mayoría de edad. “De todos sus peligros se va salvando América”, decía en aquel ensayo: “ya América está saneada en lo real de sus guerras y en lo vano de sus imitaciones”, dice aquí.(17) El historicismo de Quesada, que supo aprovechar a su favor un panhispanista como Rafael Altamira y Crevea, le servía a Martí para sustentar su interpelación al liberalismo positivista. No es raro que esa interpelación recurriera, con cuidado, al mito de la panmixia y el mestizaje –Martí dirá que los “elementos vivos” de esa nueva América son producto de la “mezcla forzosa de la condición diversa de sus moradores” y no de las “peculiaridades inamovibles de hábito o de razas”-, pieza clave del republicanismo hispanoamericano. El concepto de mestizaje, en la tradición republicana, operaba y opera como un mecanismo de desindianización o de invisibilización del negro.(18)
     Aunque no son frecuentes, en Martí, las pastorales del mestizaje, sí es bastante común, en el poeta y político cubano, como ha documentado exhaustivamente Jorge Camacho, una caracterización moral de las comunidades indígenas de Hispanoamérica, en la que se reiteraban calificativos como “perezosos, incultos, infantiles, tristes, taciturnos, miserables, imbéciles, retraídos, tercos, huraños, apegados a sus tradiciones, amigos de sus propiedades o enemigos de todo Estado que cambie sus costumbres…”.(19) No hay, sin embargo, en cualquiera de esas representaciones de la población indígena un juicio propiamente evolucionista que asocie esos rasgos morales a una inferioridad racial o étnica, como era común leer en tratados de Gobineau, Lapouge, Chamberlain y algunos de sus seguidores en América Latina. Cruzar aquella frontera entre el liberalismo y el evolucionismo habría significado poner en entredicho la doctrina de los derechos naturales del hombre. Hay, como recuerda Francisco Morán, enunciados biopolíticos en Martí, como en cualquier otro letrado latinoamericano de fines del XIX, pero las distancias entre esos enunciados y los tópicos de la eugenesia y el evolucionismo finiseculares también son perceptibles.(20)
     “No es la historia humana un capítulo de zoología”, escribe Martí, y agrega la premisa del republicanismo atlántico: “el hombre es un ser racional y un ser moral”.(21) Una gravitación similar hacia el naturalismo neoclásico, que, sin embargo, se resiste al argumento organicista, ha encontrado Diego von Vacano en otro republicano de Hispanoamérica: Simón Bolívar. Vacano observa en el republicanismo bolivariano una aproximación pre-evolucionista a la idea del mestizaje, en tanto creación de un nuevo sujeto cultural latinoamericano, que cargaba con prejuicios ilustrados sobre las desventajas de la heterogeneidad étnica para la construcción republicana y, a la vez, desplazada el elemento de distinción de la raza a la moral cívica de la república.(22)
     Martí intentará algo similar, especialmente en sus escritos sobre la cuestión racial y la fundación republicana en Cuba, pero también en textos centralmente destinados a la pedagogía cívica como los pasajes sobre historia prehispánica y sobre hitos y héroes latinoamericanos en la revista infantil La Edad de Oro. Frente al avance de discursos evolucionistas y eugenésicos, a fines del siglo XIX en América Latina, que descifraban taras orgánicas en las civilizaciones precolombinas o emblemas de la barbarie en la población afroamericana, Martí apostará por un republicanismo neoclásico que podría parecer arcaico o temporalmente desfasado si no se pondera la fuerza de su “entronque” con el pensamiento de Emerson, George, Thoreau, Alcott y otras figuras del American Renaissance.(23)      

Conclusión

Hemos sostenido, en otra parte, que la interpelación martiana al liberalismo puede ser leída como una inscripción en la tradición del republicanismo atlántico o específicamente hispanoamericano.(24) Agregamos, en estas páginas, que el liberalismo que cuestiona Martí es el centralmente positivista y eugenésico de fines del siglo XIX y no el jusnaturalista de mediados de aquella centuria, que triunfó en las revoluciones de 1848. Si bien el pensamiento político de José Martí está más cerca de ilustrados del XVIII como Montesquieu o Rousseau que de liberales decimonónicos como Constant, Tocqueville o Stuart Mill, no encontramos en el poeta cubano una refutación de la doctrina de los derechos naturales del hombre, como las que se vuelven comunes en el positivismo de fines del siglo XIX, fuente intelectual, en buena medida, de los totalitarismos del siglo XX.
     Tampoco hay en Martí un cuestionamiento frontal de las políticas emblemáticas del liberalismo latinoamericano de su época: libertad de comercio, derechos de asociación y expresión, inmigración blanca, desamortización de bienes comunales, Estado laico… De hecho, no es imposible detectar elogios a algunas de esas políticas a partir de una suscripción del proyecto modernizador de “orden y progreso”, impulsado por aquellos gobiernos latinoamericanos. La incomodidad de Martí con aquella América Latina tenía dos orígenes precisos: el rechazo a la dependencia y la desigualdad y el malestar con los discursos legitimación anclados en el darwinismo y la eugenesia.
     En su oposición a esos discursos, Martí no sólo apeló a premisas republicanas o cívicas que privilegiaban al sujeto ciudadano, por encima de la raza o la civilización, sino que propuso regresar al jusnaturalismo originario del Estado liberal latinoamericano. La prédica de Martí, en los últimos años del siglo XIX, adoptaba entonces la forma de dos rescates paralelos: el de los primeros republicanos (Bolívar, Mier, Varela, Bello) y el de los primeros liberales (Juárez, Sarmiento, Alberdi, Lastarria). Entre unos y otros se trazaba la genealogía fundacional de esa nueva América, a la que debía integrarse la nación cubana independiente.                  

 Notas                      

1.Para una historia de la recepción de José Martí, ver Ottmar Ette, José Martí, apóstol, poeta, revolucionario: una historia de su recepción, México D.F., UNAM, 1995. El más claro replanteamiento reciente de la relación de Martí con el liberalismo latinoamericano se encuentra en Jorge Camacho, Etnografía, política y poder a finales del siglo XIX. José Martí y la cuestión indígena, Chapel Hill, North Carolina Studies in the Romance Languages and Literatures, U. N. C. Department of Romance Languages, 2013. El estudioso Francisco Morán también comparte ese replanteamiento en su libro Martí, la justicia infinita. Notas sobre ética y otredad en la escritura martiana (1875-1894), Madrid, Editorial Verbum, 2014, aunque en relación, más específicamente, con la deuda martiana con el positivismo y el evolucionismo decimonónicos.

2. Sergio Guerra, “José Martí en Nuestra América: crítica a las doctrinas liberales”, Sotavento,  Vol. 1, No. 1, 1997, Universidad Veracruzana, pp. 75-86.

3. Paul Estrade, José Martí. Los fundamentos de la democracia en América Latina, Madrid, Editorial Doce Calles, 2000, pp. 346-380.

4. Isabel Monal, “José Martí: del liberalismo al democratismo antimperialista”, en Olivia Miranda Francisco e Isabel Monal, ed., Filosofía e ideología de Cuba, México D.F., UNAM, 1994, p. 179.

5. Leopoldo Zea, El positivismo en México. Nacimiento, apogeo y decadencia, México D.F., FCE, 1968, pp. 282-284; Charles Hale, La transformación del liberalismo en México a fines del siglo XIX, México D.F., FCE, 1991, pp. 15-50.

6. José Martí, Obras completas, La Habana, Editorial Lex, 1953, t. I., pp. 813 y 1819-1828.

7. Jorge L. Camacho, Op. Cit., pp. 40-58 y 70-93.

8. José Martí, Del Bravo a Magallanes. Textos sobre Nuestra América, Madrid, Biblioteca Nueva, 2011, pp. 132-138.

9. Ibid, pp. 92-93.

10. Ibid, p. 93.

11. Jean Lamore, “Ciencia y crítica del cientificismo en Martí”, Bohemia, 21/ 1/ 2013, http://www.bohemia.cu/jose-marti/articulo7.html; Jorge Camacho, Op. Cit., pp. 15-39 y 233-245. Por otra vía, el poeta cubano Orlando González Esteva se ha acercado al naturalismo de Martí, inventariando las múltiples representaciones de los animales que se encuentran en su poesía y su prosa: Animal que escribe. El arca de José Martí, Madrid, Vaso Roto, 2014.

12. Sobre la doctrina de los derechos naturales del hombre en la tradición constitución hispanoamericana, ver Pablo Mijangos Adriana Luna y Rafael Rojas, De Cádiz al siglo XXI. Doscientos años de constitucionalismo en Hispanoamérica, México D.F., Taurus/ CIDE, 2012.

13. José Martí, Op. Cit., p. 93.

14. José Martí, Obras completas, La Habana, Editorial Lex, 1953, t. I, pp. 293, 1995, 2025.

15. Leopoldo Zea, El positivismo en México. Nacimiento, apogeo y decadencia, México D.F., FCE, 1968, pp. 405-411; Charles Hale, La transformación del liberalismo en México a fines del siglo XIX, México D.F., Vuelta, 1991, pp. 336-398; Augusto Salazar Bondy, La filosofía en el Perú. Panorama histórico, Washington, Unión Panamericana, 1954, pp, 73-85; Oscar Terán, Positivismo en nación en la Argentina, Buenos Aires, Pontosur, 1987, pp. 92-105; Pablo Quintanilla Pérez-Wicht, “La recepción del positivismo en Latinoamérica”, Logos Latinoamericano, Año I, No. 6, Lima, 2006, pp. 65-76;Paula Bruno, Pioneros culturales de la Argentina. Biografía de una época, Buenos Aires, Siglo XXI, 2011, pp. 12-32.

16. José Martí, Del Bravo a Magallanes. Textos sobre Nuestra América, Madrid, Biblioteca Nueva, 2011, p. 125.

17. Ibid, 124.

18. Luis Carlos Castillo, Etnicidad y nación. El desafío de la diversidad en Colombia, Cali, Universidad del Valle, 2007, pp. 84-86.

19. Jorge Camacho, Op. Cit., pp. 37-38, 46, 48, 56-58,

20. Francisco Morán, Op. Cit., pp. 549-595.

21. Jorge Camacho, Op. Cit., p. 69.

22. Diego A. von Vacano, The Color of Citizenship. Race, Modernity, and Latin American/ Hispanic Political Thought, Oxford, Oxford University Press, 2012, pp. 56-82.

23. Ver el clásico de José C. Ballón, Autonomía cultural americana: Emerson y Martí, Madrid, Pliegos, 1993, pp. 7-30..

24. Rafael Rojas, José Martí: la invención de Cuba, Madrid, Colibrí, 2000, pp. 81-99; Rafael Rojas, Motivos de Anteo. Patria y nación en la historia intelectual de Cuba, Madrid, Colibrí, 2008, pp. 143-164; Rafael Rojas, Las repúblicas de aire. Utopía y desencanto en la Revolución de Hispanoamérica, Madrid, Taurus, 2009, pp. 15, 27 y 29; Rafael Rojas, Los derechos del alma. Ensayos sobre la querella liberal-conservadora en Hispanoamérica, México D.F. Taurus, 2014, pp. 181-183.