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El arte sutil del maquillage

Enrique Gómez Carrillo

LARO que pienso en usted, querida Angelina! Algunas amigas dicen que hasta pienso demasiado y me preocupo más de la cuenta de lo que usted opina de las cosas parisienses. La verdad es que desde que usted se marchó, me parece que he perdido la única persona que sabía hablar gravemente de frivolidades. Y no es que me falten bellas damas capaces de discutir, durante horas enteras, sobre los problemas del corazón y del tango, de los sombreros y del teatro, de los pecados veniales y de las medias de seda... Pero usted era para mí, con sus perpetuas consultas, la gran animadora espiritual que me obligaba a tomar en serio mi papel de doctor en sutilezas femeninas. Nuestras otras amigas a quienes usted conoce tanto, se figuran que un hombre no debe entender de esas cosas; y cuando les digo que no es posible ponerse un collar de perlas con un traje verde o hablar con entusiasmo de las novelas de Marcel Prévost en una tertulia parisiense, creen que me burlo de ellas. ¡Dios y usted saben, no obstante, que lo único que tomo en serio en la vida es mi ministerio de director de conciencias ligeras y de catedrático de coquetería trascendental!
     Ayer nada menos, Irene y su hermana me acusaban de que, a causa de mi influencia, usted se pintara mal.
     – ¿Por qué mal? – les pregunté.
     – Porque parece un fantasma – contestáronme.
     Yo no sé lo que estas niñas entienden por fantasmas, y hasta me figuro que no los han visto sino en las fotografías espiritistas que el profesor Richet publica para hacernos creer que lo del ectoplasma no es una pura fantasía de señoras que ya no pueden bailar el shimy. Pero si no ha cambiado usted su manera de iluminarse el rostro y sigue haciéndolo como lo hacía en París, no tengo inconveniente en declararme fantasmófilo irreductible. Todo el problema del maquillapie, que tantísimo inquieta a nuestras contemporáneas, consiste en averiguar si las mujeres deben convertirse en muñecas de Nuremberg, o conservar su expresión natural, estilizándola apenas. Y ya sabe usted que con estas últimas palabras no quiero predicar la cruzada contra la pintura. Al contrario. Una cara lavada, según la frase sacramental, una cara inmaculada, si usted prefiere, podrá ser muy fresca, muy sana, muy digna de que los que hacen cuadros de pastoras la tomen por
modelo. Mas para que la fisonomía tenga esas exquisitas profundidades de misterio que a todos nos seducen, es indispensable que esté maquillée. Note usted que hablo de la fisonomía y no del rostro. Lo que hay que pintarse, en efecto, o mejor dicho iluminarse, idealizarse, subrayarse, profundizarse, es la expresión y no la máscara. Estas amigas nuestras que se pasan una hora ante el espejo poniéndose mejillas de carmín para parecer muy jóvenes, muy parisienses, muy transparentes, pierden el tiempo. Lo único que tiene importancia, lo único que constituye la vida pasional de la belleza, es la mirada y la sonrisa, o sea la expresión. Por eso, son los ojos y los labios, sólo los labios y los ojos, los que soportan ese maquillaje sutil, sabio, casi psicológico, que da a la gracia de ciertas damas aristocráticas, entre las cuales se halla usted, y de algunas actrices inteligentes que usted y yo conocemos, su atractivo original, íntimo, hondo, característico e inconfundible. Pero claro que, para esto, no basta con un frasco de antimonio, una caja de rimmel y un pomo de grana. Mejor que pintora, es preciso saber ser dibujanta de sí misma. El impresionismo, en efecto, no resulta una buena escuela de estética femenina y las damas que admiran, en los lienzos de Renoir, ciertos rostros frescos y rosados como flores, no logran, cuando quieren imitar sus toques de carmín, sino convertirse en vulgares poupées de Nuremberg. En cambio, hay retratos de maestros antiguos de la escuela italiana que tienen tanta sutiieza en el arte de hacer que una pupila sueñe o medite o que una boca sufra o se ofrezca, que yo obligaría a las que, como usted, saben cultivar su gracia dentro de la espiritualidad, a tener siempre presentes algunos de sus lienzos. ¿No recuerda usted, en la primavera de Boticelli el retrato de la bella Simoneta, con sus cejas apenas indicadas, con sus párpados entornados por el peso de las pestañas, con la boca boudeuse en forma de trébol sangriento?... ¿Y qué me dice de la Bianca Capello del Bronzino, con sus ojeras azules y sus labios cuyas comisuras parecen hacer un esfuerzo para no dejar escapar una palabra de amor herido?... ¡Hay tantas obras en el palacio Pitti y en los Ufici que podrían inspirar a nuestras contemporáneas el arte de realzar artísticamente sus encantos!... Pero me parece que si se me ocurriera decir cosas de esta índole a nuestras amigas, me llamarían loco o se figurarían que quiero reírme de ellas. Porque, al menos en apariencia, ninguna de ellas consiente en darle importancia a un asunto de esta especie. Las que no se empeñan en querer hacernos creer que no llevan nada, confiesan ruborizadas, cual si se acusaran de un pecado, que apenas se han pasado una borla por las mejillas. Yo, cuando las oigo hablar así, me divierto en explicarles la gravedad ritual, escrupulosa y casi religiosa con que las orientales proceden, cada semana, al embellecimiento de sus propias personas. ¿Se acuerda usted de la historia del rey Asuero, enamorado de la sobrina de Mardoqueo e impaciente de hacerla su esposa? Tres meses la tuvo, sin embargo, entre mirras y esencias, y otros tres meses entre afeites sutiles, antes de recibirla en su cámara. Las mujeres de Damasco, del Cairo, de Bagdad, no son seis meses los que emplean en esa voluptuosa preparación, sino todos los años que duran sus efímeros encantos. Con difuminos delicadísimos se acentúan las líneas azuladas de las venas sobre la piel de alabastro; se colocan lunares en los sitios donde quieren que las miradas de sus dueños se detengan con mayor complacencia; se modelan las orejas haciéndolas más o menos translúcidas; las cejas se las epilan en su parte superior para convertirlas en un finísimo diseño negro; la penumbra de las ojeras, en las que ponen tanto misterio, tanta languidez, tantas promesas, es, según los poetas árabes, un poema de infinita ternura; y ¿qué decir del dibujo negro de los párpados y de las pestañas, de la coloración púrpura de los labios, del cuidado de las manos?...
     En Europa y en América, no sé por qué, en lo único que nos parecemos al Oriente es en eso de las uñas... La manicura a quien usted confiaba sus dedos aristocráticos me asegura que ya no hay cocinera que no recurra al cuidado de sus colegas. Y aunque yo detesto esas uñas esmaltadas de rojo y cortadas de una manera uniforme que ahora se estilan, no me quejo de que nuestras mas humildes contemporáneas pongan tanta coqueteria en sus falanges. Pero querría que pusieran una coqueteria aún mayor, más consciente, más refinada, más artística en hacer con sus rostros lo mismo que hacen con sus manos y en hacerlo todo ellas mismas. Sí, Angelina: en este punto usted sabe que soy intransigente. Por eso cuando usted me habló del famoyo doctor aquel que, en Biarriz, se había hecho una clientela de damas aristocráticas que se hacían maquillar por él, me indigné. No digo un médico, pero ni un pintor, ni un escultor, serían capaces de realizar, en el espacio lilial de un rostro femenino, el trabajo de miniaturista espiritual que requiere el carácter de cada mujer. Las actrices lo saben por experiencia, pues en la época en que tuvieron maquilleuses, lo mismo que ahora tienen habilleuses, se convirtieron en caricaturas. Lo que pasa es que, en su inconsciencia y en su vanidad, las hijas de Eva no quieren darse cuenta de que para pintarse bien es necesario estudiarse mucho y trabajar mucho más.
     Me acuerdo que una noche, en un teatro de Buenos Aires, una de las más lindas porteñas me preguntó, al ver a una artista tan pálida cual usted y tan meticulosa cual una sultana:
     – ¿Cómo hace esa mujer para pintarse sin que se le note?
     – Pintándose mucho – le contesté.
     Pero «mucho», en este caso, no significa mucha pintura, sino mucha ciencia, mucha delicadeza, mucho primor, mucha inteligencia, mucho arte y hasta mucha psicología... Y ya sé que Irene dirá, si me lee, que a ella con su pincel negro, su borla roja y su famosa nube de polvos, le basta para ser encantadora. Encantadora es, en efecto. Sólo que con menos luz y más penumbra, con menos carmín en las mejillas y más relieve en la expresión, con mas líneas y menos manchas, sería, no sólo igualmente encantadora, sino también interesante, lo que a mí me parece una virtud de esencia menos común que la belleza.
     Y ve usted, Antelina, que cumplo sus órdenes y que le hablo de lo que más importancia tiene...

Tomado de: En el reino de la frivolidad (Madrid, 1923)
 

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